Ser y no ser (El increíble hombre menguante, de Jack Arnold) | Miguel Bravo Vadillo

«Seremos parte del poderoso universo entero

y a través de los eones con el Alma del Cosmos

habremos de confundirnos».

OSCAR WILDE.

Como es bien sabido, El increíble hombre menguante (The Incredible Shrinking Man, Jack Arnold, 1957) es una película que crece en tensión e interés a medida que su protagonista decrece en tamaño corporal, y que demuestra sobremanera que a la hora de hacer cine importan, más que un abultado presupuesto, dos cosas: un buen guion y el talento suficiente para llevarlo a la pantalla. El original y bien medido guion de Richard Matheson (autor también de la novela en la que se basa el filme de Arnold) y la sabia y efectiva dirección del propio Jack Arnold son las claves del éxito de esta pequeña pero gran película, la cual ha logrado librarse de las catacumbas a las que toda obra de serie B parece abocada desde sus orígenes para convertirse, por méritos propios, en todo un clásico del séptimo arte. Uno de los grandes aciertos del guion es, sin duda, el empleo tan inteligente como funcional de sus elipsis, tras las cuales nos encontrarnos con un Scott Carey (el personaje principal del filme) mucho más pequeño que en la secuencia anterior y, por ello, expuesto a nuevos e insospechados peligros. Estas elipsis, que dividen la película en capítulos, cada cual más sorprendente y aterrador, son las que confieren al filme su ritmo trepidante y su interés creciente. Tras cada una de ellas, el mundo que rodea al protagonista, a pesar de seguir siendo el mismo, ha cambiado por completo para él. Este, por su parte, deberá apelar a todas sus capacidades físicas y psíquicas para luchar por su propia supervivencia y adaptarse, a pasos forzados, a las nuevas circunstancias que lo rodean.

Esto me recuerda a la segunda parte de la novela Los viajes de Gulliver, donde Jonathan Swift –ese genio loco y misántropo– también nos relata los múltiples peligros que debió afrontar su protagonista en un país llamado Brobdingnag, cuyos habitantes tienen una talla gigantesca en comparación con la del propio Lemuel Gulliver.  Allí, el bueno de Lemuel deberá hacer frente al ataque de unas moscas enormes, así como de monstruosas ratas y de un mono descomunal (una especie de King Kong dieciochesco que atacará a Gulliver en la pequeña casa que para él han construido los habitantes del lugar, y que tiene gran similitud con la escena en que Scott Carey es atacado por su gato en la casa de muñecas que habita cuando ya apenas alcanza el tamaño de un pulgar). También el pequeño Lemuel Gulliver se convertirá, aunque muy a su pesar, en el diminuto amante de una dama de honor de la reina de Brobdingnag (a este respecto, no me resisto a señalar que dicho pasaje conforma el precedente sobre el que Almodóvar no solo rinde un homenaje al cine mudo y al cine fantástico de serie B, sino también, de manera muy particular, al filme que nos ocupa, insertando un cortometraje titulado Amante menguante en su película Hable con ella). En fin, esto y mucho más podemos encontrar en la fascinante novela de Swift (cuya lectura recomiendo encarecidamente). ¿Para qué insistir, entonces, a propósito de nuestra película, en la noción de relatividad comprendida en esa idea filosófica que define al ser humano como medida de todas las cosas?

Hablemos de ella, pues, a tenor del tema «Accidentes», que es el monográfico que nos propone este mes la revista que el lector tiene en sus manos. El increíble hombre menguante (The Incredible Shrinking Man, Jack Arnold, 1957) ofrece, en síntesis, una acertadísima relación de los principales pensamientos y emociones que experimenta la persona que ha sufrido un accidente tras el que ha visto reducidas sus capacidades físicas (valdría también, a estos efectos, contraer una grave enfermedad, pues esta no deja de ser un eventual percance que limita y/o condiciona sus facultades naturales). La evolución psicológica del personaje interpretado por Grant Williams no solo es verosímil, sino convincente. Y tan infranqueables son unas escaleras para el pequeño Scott Carey como para quien, tras sufrir el atropello de un automóvil (pongamos por caso), se ve obligado a desplazarse en silla de ruedas. Por definición, podríamos sufrir un accidente en cualquier momento; y, a partir de ese instante, la persona que lo sufre (suponiendo que sobreviva al mismo) verá cómo cambia para él el entorno cotidiano en que ha vivido hasta entonces, tal y como le sucede al protagonista de esta magistral película. Nuestra naturaleza es frágil, y vivir –como bien sabían los griegos– es estar expuesto a la tragedia. De ahí el interés que despierta esta película en el espectador, y la sensación de irrefrenable angustia que logra transmitirle.

Quizá el primer sentimiento que el hombre experimenta nada más nacer sea el miedo, y gracias a él desarrollamos, aunque sea de manera inconsciente, nuestro instinto de supervivencia. Del mismo modo, Scott Carey, encara la angustia existencial que le provocan las preguntas de carácter metafísico que se ve obligado a hacerse ante su nueva situación vital (pero que todo hombre debería plantearse por el mero hecho de existir), y para las que no encuentra respuesta porque, en realidad, no hay respuesta satisfactoria frente al hecho inconcebible de la existencia, haciendo lo único que sabe y puede hacer: luchar por mantenerse vivo, a pesar de los insospechados y repentinos retos que le depara su constante decrecimiento. A este respecto, y ya hacia el final de la película, nuestro insólito protagonista –que para entonces mide apenas un centímetro– se hace un par de preguntas que considero claves, tanto desde el punto de vista existencial como metafísico: «¿Qué era yo?, ¿seguía siendo un ser humano?». Tales interrogantes son imposibles de responder. El segundo, obviamente, parte de una premisa errónea: la de haberse considerado con anterioridad algo llamado ser humano. El primero es el interesante: ¿qué somos?

Es evidente que considerarnos algo llamado ser humano no deja de ser una mera convención nuestra, pues somos nosotros mismos quienes nos hemos nombrado de tal manera; tal hecho demuestra por sí solo el absurdo de su premisa y la falsedad de su conclusión. José Saramago lo explicaba con estas palabras: «La pregunta ¿quién eres tú?, o ¿quién soy yo?, tiene una respuesta muy fácil: uno cuenta su vida. La pregunta que no tiene respuesta es otra: ¿qué soy yo? No quién, sino qué. El que se haga esta pregunta se enfrentará a una página en blanco, y no será capaz de escribir una sola palabra». El hombre ha nombrado a todos los seres y elementos que ha encontrado en la naturaleza, y también a sí mismo llamándose hombre o ser humano; pero ni el árbol es árbol ni el león es león (y no por ello vive este menos tranquilo, pues no siente la necesidad de saber qué es o qué no es). Del mismo modo, tampoco nosotros somos seres humanos; pero, según parece, vivimos más tranquilos pensando que sí lo somos, es decir, pensando que sabemos qué somos. De hecho, lo desconocido nos crea dudas, incertidumbres, temores… Nombramos para, de algún modo, conocer y poseer aquello a lo que ponemos nombre. Sin embargo, nombrar no es otra cosa que mentir; aunque, para nuestra mayor tranquilidad, preferimos no admitirlo. Los sustantivos, como el propio lenguaje, forman parte de lo que podríamos llamar realidades imaginadas (la expresión, por cierto, no es de mi invención), no de la realidad real. Quiero decir con esto que ningún ser u objeto natural lleva su nombre colocado en ninguna parte de su cuerpo. Somos las personas (otra manera de llamarnos a nosotros mismos) quienes nombramos las cosas naturales (a pesar de que ninguno de nosotros las ha inventado) tal y como hacemos con las que sí inventamos y que, por tanto, no existían con anterioridad a nuestra mediación (lo cual podríamos convenir que nos da cierto derecho sobre su nomenclatura, y con todas las garantías de no errar en lo pertinente de la misma). Pero continuemos.

Scott Carey seguirá disminuyendo de tamaño hasta convertirse en una partícula subatómica sobre la que bien pudiera aplicar Heisenberg su célebre principio de incertidumbre. Pero no es necesario ser muy listo para comprender que este principio no solo se da en la física cuántica, sino que podríamos decir que la vida de todos los seres humanos, nos guste o no, está regida por la incertidumbre. Si ustedes me apuran, incluso me atrevería a asegurar que estamos y no estamos al mismo tiempo, que somos y no somos. Como el gato de Schrödinger, que está muerto y vivo a la vez. Claro que, cuando Carey tenga el tamaño de una partícula subatómica, sus células serán aún mucho más pequeñas que esa partícula; y todavía seguirá decreciendo, hasta llegar a contemplar el mundo microscópico con el mismo riguroso determinismo que, supuestamente, rige la ciencia clásica. Y es que, para él, habrá desaparecido el principio de incertidumbre en lo que para nosotros seguirían siendo experimentos cuánticos.

Carey alcanzará un tamaño increíblemente pequeño, y aun así seguirá existiendo. Pero es evidente que perderá de vista el mundo macroscópico: no podrá contemplar el mismo mundo que contemplaba cuando tenía un tamaño considerado normal. No podrá ver a las personas de tamaño normal, ni nosotros podremos verlo a él. Un hombre del tamaño de un fotón vive en otro cosmos. Podría formar parte de alguna de nuestras redes neuronales, la cual sería para él una especie de universo (son parecidas, en realidad, las imágenes de una galaxia y las de una red de neuronas). No sería disparatado pensar, entonces, que nosotros mismos fuéramos seres extraordinariamente minúsculos y que el universo que habitamos fuese de tamaño reducido comparado con seres inmensos de cuyo cerebro formara parte dicho cosmos. Seres que no podemos vislumbrar siquiera (no porque fueran invisibles, sino porque serían excesivamente grandes). Como dijera Borges: «Somos pensamientos en la mente de un gigante». Pero ya que –según algunos estudiosos– existen infinitos universos paralelos, habría que colegir también la existencia de infinitos cerebros pensantes. A su vez, cada uno de ellos generaría otra cantidad infinita de seres igualmente pensantes, en una especie de espectacular juego de muñecas rusas que crecerían en progresión geométrica y que no tendría fin. Quizá la respiración de ese ser cuyo universo neuronal habitamos hace que las constelaciones se desplacen, que los planetas giren siguiendo sus órbitas. Quizá un estornudo suyo destruya mundos nuestros. ¿Cómo saberlo? Después de todo, también las más ínfimas bacterias viven en nuestra piel y en el interior de nuestro cuerpo. Ni las vemos ni nos ven. La vida es un milagro, pero ¿qué es un milagro, sino un accidente? Sí, eso es la vida también para muchos científicos: un accidente, pura casualidad, como el hecho de que mi mono Jeremías (un espécimen menos evolucionado que yo genéticamente, y que nada tiene que ver con el mono que llevamos dentro; aunque para el caso vendría a ser lo mismo) haya sido capaz de escribir gran parte de este artículo sin tener ni idea de mecanografía, y mucho menos de lo que está diciendo.

En fin, la película de Jack Arnold y Richard Matheson no solo nos transmite la angustia ante la posibilidad de sufrir un accidente que cambie para siempre nuestras vidas, sino ante el impredecible mañana, ante lo que pueda haber después de la muerte (si es que hay algo) y ante el misterio insoluble de nuestro ser verdadero. «Somos y no somos», ya lo dijo Heráclito.

Esta noche, como de costumbre, no podré dormir.

*****

Ser y no ser. Versión corregida del artículo que fue publicado en la revista de cine «Versión Original», en noviembre de 2013 (n.º 220, monográfico «Accidentes»), sobre la película El increíble hombre menguante, de Jack Arnold.

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