Las Navidades, esas “fechas tan señaladas” según reza el lugar común, ha motivado numerosos relatos cortos desde que estas fiestas existen como tal.
En este post, Modelnos os ofrece una recopilación de los 100 mejores cuentos navideños, tanto para adultos como para niños, escritos por destacados autores (o anónimos, cuando desconocemos al autor). O al menos aquellos cuentos divertidos y edificantes que nosotros consideramos que podrían estar entre los mejores.
La mayoría de los relatos cortos que aquí os ofrecemos ya estaban publicados en Internet, pero nos pareció conveniente reunirlos en una sola página, para facilitar la lectura y para que podamos comparar las diversas visiones literarias que hay acerca de la Navidad.
Pensamos que esta recopilación merece ser leída, no solo en Navidad, sino en cualquier momento La Navidad es, pues, la excusa temática, pero lo que pretendemos es transmitir textos narrativos de calidad que puedan enriquecernos al margen de las exigencias del calendario.
En estas ficciones aparecen elementos como los Reyes Magos, Jesús, María, el pesebre, los regalos, las relaciones familiares, la convivencia (buena y no tan buena). Algunos tratan directamente sobre la Navidad y otros, como «Misa del gallo», de Machado de Assis, están ambientados en la Navidad pero narran una historia paralela.
Los autores que hemos escogido son: Fédor Dostoievski, Arthur Conan Doyle, Gemma Muñoz Burgués, Reinaldo Bernal Cárdenas, Manuel de Andrade, Agatha Christie, Ray Bradbury, Eduardo Galeano, Rafael Escobar de Andreis, Antón Chéjov, Paul Auster, Paz Monserrat Revillo, José Luis Ibáñez Salas, José Manuel Caballero Bonald, José María Merino, Silvio Huberman, Ramón Gómez de la Serna, O. Henry, Rafael Reig, Emilio Gavilanes, David Torres, José María Merino, Manuel Hidalgo, Miguel Ángel Molina, Joaquim Machado de Assis, Francisco Rodríguez Criado, Vladimir Nabokov, Jacinto Benavente, Leopoldo Alas Clarín, Colette, Marco Denevi, Guy de Maupassant, José Luis Velarde, Rossi Vas, Alphonse Daudet, Hans Christian Andersen, los hermanos Grimm...
Uno de los textos más populares sobre esta temática es el Cuento de Navidad, de Charles Dickens, con un personaje tan memorable como Mr. Scrooge, ese hombre avaro y de corazón duro que solo piensa en su beneficio. (No ofrecemos este relato por su larga extensión, aunque nos permitimos recomendarlo como un magnífico regalo navideño).
- Dickens, Charles (Autor)
Si tienes alguna recomendación, duda o reproche, no dudes en dejarnos un comentario. :–)
LOS 100 MEJORES CUENTOS DE NAVIDAD
Table of contents
- CUENTOS NAVIDEÑOS PARA ADULTOS
- Un árbol de Noel y una boda | Relato navideño de Dostoievski
- La aventura del carbunclo azul, un relato navideño de Arthur Conan Doyle
- Relato de de Gemma Muñoz Brugués: Te lo dije
- Culpa (Cuento de Navidad de Reinaldo Bernal Cárdenas)
- Relato breve Mario de Andrade: El pavo de Navidad
- Historia corta de Agatha Christie: Tragedia navideña
- Cuento de Navidad, de Ray Bradbury
- EL PERRO MUERTO, un cuento de Tolstói
- Cuento de Guillermo Cabrera Infante: El día que terminó mi niñez
- Cuento de Paz Monserrat Revillo: El arte de hacer posible lo difícil
- Microrrelato de Ramón Gómez de la Serna: Navidad
- Relato corto de Francisco Rodríguez Criado: Los Reyes Magos, según mis padres
- Cuento de Leopoldo Alas Clarín: El rey Baltasar
- Relato corto de Arthur Machen: Los niños felices
- Microrrelato navideño de David Torres: Árbol de Navidad
- Cuento de José María Merino: Solsticio de invierno
- Manuel Hidalgo: La misa del perro
- Cuento de Emilia Pardo Bazán: La Navidad de Peludo
- Relato corto de Jacinto Benavente: Nochebuena aristocrática
- Microrrelato de Eduardo Galeano: Nochebuena
- Cuento de Navidad de Antón Chéjov: Vanka
- Microrrelato navideño de José Manuel Caballero Bonald
- Cuento de José Luis Ibáñez Salas: Esta noche de Reyes
- Relato corto de José María Merino: Cuento de Navidad
- Cuento de Miguel Ángel Molina: Lía
- Cuento de Silvio Huberman: Stanno tutti bene
- El regalo de los Reyes Magos, un cuento de O. Henry
- Cuento corto de Rafel Reig: Noche de Reyes
- Cuento de Emilio Gavilanes: Carta a los Reyes
- Cuento de Joaquim Machado de Assis: Misa del gallo
- Cuento navideño de Azorín: El primer milagro
- Relato corto de Paul Auster: El cuento de Navidad de Auggie Wren
- Cuento de Navidad (Vladimir Nabokov)
- Relato corto de John Cheever: La Navidad es triste para los pobres
- Relato corto de Colette: Ensueño de año nuevo
- Cuento de Nochebuena (Rubén Darío)
- Cuento de José Luis Velarde: Las ruinas, la nieve y el viento
- Relato de Rossi Vas: Anhelado por Nerea
- Cuento de Guy de Maupassant: Una cena de Nochebuena
- Cuento de Navidad (Dino Buzzati)
- Relato navideño de Ramón del Valle-Inclán: Nochebuena
- CUENTOS NAVIDEÑOS PARA NIÑOS
Hace un par de días asistí yo a una boda… Pero no… Antes he de contarles algo relativo a una fiesta de Navidad. Una boda es, ya de por sí, cosa linda, y aquella de marras me gustó mucho… Pero el otro acontecimiento me impresionó más todavía. Al asistir a aquella boda, hube de acordarme de la fiesta de Navidad. Pero voy a contarles lo que allí sucedió.
Hará unos cinco años, cierto día entre Navidad y Año Nuevo, recibí una invitación para un baile infantil que había de celebrarse en casa de una respetable familia amiga mía. El dueño de la casa era un personaje influyente que estaba muy bien relacionado; tenía un gran círculo de amistades, desempeñaba un gran papel en sociedad y solía urdir todos los enredos posibles; de suerte que podía suponerse, desde luego, que aquel baile de niños sólo era un pretexto para que las personas mayores, especialmente los señores papás, pudieran reunirse de un modo completamente inocente en mayor número que de costumbre y aprovechar aquella ocasión para hablar, como casualmente, de toda clase de acontecimientos y cosas notables. Pero como a mí las referidas cosas y acontecimientos no me interesaban lo más mínimo, y como entre los presentes apenas si tenía algún conocido, me pasé toda la velada entre la gente, sin que nadie me molestara, abandonado por completo a mí mismo.
Otro tanto hubo de sucederle a otro caballero, que, según me pareció, no se distinguía ni por su posición social, ni por su apellido, y, a semejanza mía, sólo por pura causalidad se encontraba en aquel baile infantil… Inmediatamente hubo de llamarme la atención. Su aspecto exterior impresionaba bien: era de gran estatura, delgado, sumamente serio e iba muy bien vestido. Se advertía de inmediato que no era amigo de distracciones ni de pláticas frívolas. Al instalarse en un rinconcito tranquilo, su semblante, cuyas negras cejas se fruncieron, asumió una expresión dura, casi sombría. Saltaba a la vista que, quitando al dueño de la casa, no conocía a ninguno de los presentes. Y tampoco era difícil adivinar que aquella fiestecita lo aburría hasta la náusea, aunque, a pesar de ello, mostró hasta el final el aspecto de un hombre feliz que pasa agradablemente el tiempo. Después supe que procedía de la provincia y sólo por una temporada había venido a Petersburgo, donde debía de fallarse al día siguiente un pleito, enrevesado, del que dependía todo su porvenir. Se le había presentado con una carta de recomendación a nuestro amigo el dueño de la casa, por lo que aquél cortésmente lo había invitado a la velada: pero, según parecía, no contaba lo más mínimo con que el dueño de la casa se tomase por él la más ligera molestia. Y como allí no se jugaba a las cartas y nadie le ofrecía un cigarro ni se dignaba dirigirle la palabra –probablemente conocían ya de lejos al pájaro por la pluma–, se vio obligado nuestro hombre, para dar algún entretenimiento a sus manos, a estar toda la noche mesándose las patillas. Tenía, verdaderamente, unas patillas muy hermosas; pero, así y todo, se las acariciaba demasiado, dando a entender que primero habían sido creadas aquellas patillas, y luego le habían añadido el hombre, con el solo objeto de que les prodigase sus caricias.
Además de aquel caballero que no se preocupaba lo más mínimo por aquella fiesta de los cinco chicos pequeñines y regordetes del anfitrión, hubo de chocarme también otro individuo. Pero éste mostraba un porte totalmente distinto: ¡era todo un personaje!
Se llamaba Yulián Mastakóvich. A la primera mirada se comprendía que era un huésped de honor y se hallaba, respecto al dueño de la casa, en la misma relación, aproximadamente, en que respecto a éste se encontraba el forastero desconocido. El dueño de la casa y su señora se desvivían por decirle palabras lisonjeras, le hacían lo que se dice la corte, lo presentaban a todos sus invitados, pero sin presentárselo a ninguno. Según pude observar, el dueño de la casa mostró en sus ojos el brillo de una lagrimita de emoción cuando Yulián Mastakóvich, elogiando la fiesta, le aseguró que rara vez había pasado un rato tan agradable. Yo, por lo general, suelo sentir un malestar extraño en presencia de hombres tan importantes; así que, luego de recrear suficientemente mis ojos en la contemplación de los niños, me retiré a un pequeño boudoir, en el que, por casualidad, no había nadie, y allí me instalé en el florido parterre de la dueña de la casa, que cogía casi todo el aposento.
Los niños eran todos increíblemente simpáticos e ingenuos y verdaderamente infantiles, y en modo alguno pretendían dárselas de mayores, pese a todas las exhortaciones de ayas y madres. Habían literalmente saqueado todo el árbol de Navidad hasta la última rama, y también tuvieron tiempo de romper la mitad de los juguetes, aun antes de haber puesto en claro para quién estaba destinado cada uno. Un chiquillo de aquellos de negros ojos y rizos negros, hubo de llamarme la atención de un modo particular: estaba empeñado en dispararme un tiro, pues le había tocado una pistola de madera. Pero la que más llamaba la atención de los huéspedes era su hermanita. Tendría ésta unos once años, era delicada y pálida, con unos ojazos grandes y pensativos. Los demás niños debían de haberla ofendido por algún concepto, pues se vino al cuarto donde yo me encontraba, se sentó en un rincón y se puso a jugar con su muñeca. Los convidados se señalaban unos a otros con mucho respeto a un opulento comerciante, el padre de la niña, y no faltó quién en voz baja hiciese observar que ya tenía apartados para la dote de la pequeña sus buenos trescientos mil rublos en dinero contante y sonante. Yo, involuntariamente, dirigí la vista hacia el grupo que tan interesante conversación sostenía, y mi mirada fue a dar en Yulián Mastakóvich, que, con las manos cruzadas a la espalda y un poco ladeada la cabeza, parecía escuchar muy atentamente el insulso diálogo. Al mismo tiempo hube de admirar no poco la sabiduría del dueño de la casa, que había sabido acreditarla en la distribución de los regalos. A la muchacha que poseía ya trescientos mil rublos le había correspondido la muñeca más bonita y más cara. Y el valor de los demás regalos iba bajando gradualmente, según la categoría de los respectivos padres de los chicos. Al último niño, un chiquillo de unos diez años, delgadito, pelirrojo y con pecas, sólo le tocó un libro que contenía historias instructivas y trataba de la grandeza del mundo natural, de las lágrimas de la emoción y demás cosas por el estilo: un árido libraco, sin una estampa ni un adorno.
Era el hijo de una pobre viuda, que les daba clase a los niños del anfitrión, y a la que llamaban, por abreviar, el aya. Era el tal chico un niño tímido, pusilánime. Vestía una blusilla rusa de nanquín barato. Después de recoger su libro, anduvo largo rato huroneando en torno a los juguetes de los demás niños; se le notaban unas ganas terribles de jugar con ellos; pero no se atrevía; era claro que ya comprendía muy bien su posición social. Yo contemplaba complacido los juguetes de los niños. Me resultaba de un interés extraordinario la independencia con que se manifestaban en la vida. Me chocaba que aquel pobre chico de que hablé se sintiera tan atraído por los valiosos juguetes de los otros nenes, sobre todo por un teatrillo de marionetas en el que seguramente habría deseado desempeñar algún papel, hasta el extremo de decidirse a una lisonja. Se sonrió y trató de hacerse simpático a los demás: le dio su manzana a una nena mofletuda, que ya tenía todo un bolso de golosinas, y llegó hasta el punto de decidirse a llevar a uno de los chicos a cuestas, todo con tal de que no lo excluyesen del teatro. Pero en el mismo instante surgió un adulto, que en cierto modo hacía allí de inspector, y lo echó a empujones y codazos. El chico no se atrevió a llorar. En seguida apareció también el aya, su madre, y le dijo que no molestase a los demás. Entonces se vino el chico al cuarto donde estaba la nena. Ella lo recibió con cariño, y ambos se pusieron, con mucha aplicación, a vestir a la muñeca.
Yo llevaba ya sentado media horita en el parterre, y casi me había adormilado, arrullado inconscientemente por el parloteo infantil del chico pelirrojo y la futura belleza con dote de trescientos mil rublos, cuando de repente hizo irrupción en la estancia Yulián Mastakóvich. Aprovechó la ocasión de haberse suscitado una gran disputa entre los niños del salón para desaparecer de allí sin ser notado. Hacía unos minutos nada más lo había visto yo al lado del opulento comerciante, padre de la pequeña, en vivo coloquio, y, por alguna que otra palabra suelta que cogiera al vuelo, adiviné que estaba ensalzando las ventajas de un empleo con relación a otro. Ahora estaba pensativo, en pie, junto al parterre, sin verme a mí, y parecía meditar algo.
“Trescientos…, trescientos… –murmuraba–. Once…. doce…, trece…, dieciséis… ¡Cinco años! Supongamos al cuatro por ciento… Doce por cinco… Sesenta. Bueno; pongamos, en total, al cabo de cinco años… Cuatrocientos. Eso es… Pero él no se ha de contentar con el cuatro por ciento, el muy perro. Lo menos querrá un ocho y hasta un diez. ¡Bah! Pongamos… quinientos mil… ¡Hum! Medio millón de rublos. Esto es ya mejor… Bueno…; y luego, encima, los impuestos… ¡Hum!”
Su resolución era firme. Se escombró, y se disponía ya a salir de la habitación, cuando, de pronto, hubo de reparar en la pequeña. que estaba con su muñeca en un rincón, junto al niñito pobre, y se quedó parado. A mí no me vio, escondido, como estaba, detrás del denso follaje. Según me pareció, estaba muy excitado. Difícil sería, no obstante, precisar si su emoción era debida a la cuenta que acababa de echar o a alguna otra causa, pues se frotó sonriendo las manos, y parecía como si no pudiese estarse quieto. Su excitación fue creciendo hasta un extremo incomprensible, al dirigir una segunda y resuelta mirada a la rica heredera. Quiso avanzar un paso; pero volvió a detenerse y miró con mucho cuidado en torno suyo. Luego se aproximó de puntillas, como consciente de una culpa, lentamente y sin hacer ruido, a la pequeña. Como ésta se hallaba detrás del chico, se inclinó el hombre y le dio un beso en su cabecita. La pequeña lanzó un grito, asustada, pues no había advertido hasta entonces su presencia.
–¿Qué haces aquí, hija mía? –le preguntó por lo bajo, miró en torno suyo y le dio luego una palmadita en las mejillas.
–Estamos jugando…
–¡Ah! ¿Con éste? –y Yulián Mastakóvich lanzó una mirada al pequeño–. Mira, niño: mejor estarías en la sala –le dijo.
El chico no replicó, y se le quedó mirando fijo. Yulián Mastakóvich volvió a echar una rápida ojeada en torno suyo, y de nuevo se inclinó hacia la pequeña.
–¿Qué es esto, niña? ¿Una muñeca? –le preguntó.
–Sí, una muñequita… –repuso la nena algo forzada, y frunció levemente el ceño.
–Una muñeca… Pero ¿sabes tú, hija mía, de qué se hacen las muñecas?
–No… –respondió la niña en un murmullo, y volvió a bajar la cabeza.
–Bueno; pues mira: las hacen de trapos viejos, corazón. Pero tú estarías mejor en la sala, con los demás niños –y Yulián Mastakóvich, al decir esto, dirigió una severa mirada al pequeño. Pero éste y la niña fruncieron la frente y se apretaron más el uno contra el otro. Por lo visto, no querían separarse.
–¿Y sabes tú también para qué te han regalado esta muñeca? –tornó a preguntar Yulián Mastakóvich, que cada vez ponía en su voz más mimo.
–No.
–Pues para que seas buena y cariñosa.
Al decir esto, tornó Yulián Mastakóvich a mirar hacia la puerta, y luego le preguntó a la niña con voz apenas perceptible, trémula de emoción e impaciencia:
–Pero ¿me querrás tú también a mí si les hago una visita a tus padres? Al hablar así, intentó Yulián Mastakóvich darle otro beso a la pequeña; pero al ver el niño que su amiguita estaba ya a punto de romper en llanto, se apretujó contra su cuerpecito, lleno de súbita congoja, y por pura compasión y cariño rompió a llorar alto con ella. Yulián Mastakóvich se puso furioso.
–¡Largo de aquí! ¡Largo de aquí –le dijo con muy mal genio al chico–. ¡Vete a la sala! ¡Anda a reunirte con los demás niños!
–¡No, no, no! ¡No quiero que se vaya! ¿Por qué tiene que irse? ¡Usted es quien debe irse! –clamó la nena–. ¡Él se quedará aquí! ¡Déjele usted estar! –añadió casi llorando.
En aquel instante sonaron voces altas junto a la puerta y Yulián Mastakóvich irguió el busto imponente. Pero el niño se asustó todavía más que Yulián Mastakóvich; soltó a la amiguita y se escurrió, sin ser visto, a lo largo de las paredes, en el comedor. También al comedor se trasladó Yulián Mastakóvich, cual si nada hubiera pasado. Tenía el rostro como la grana, y como al pasar ante un espejo se mirase en él, pareció asombrarse él mismo de su aspecto. Quizá lo contrariase haberse excitado tanto y hablado de manera tan destemplada. Por lo visto, sus cálculos lo habían absorbido y entusiasmado de tal modo, que a pesar de toda su dignidad y astucia, procedió como un verdadero chiquillo, y en seguida, sin pararse a reflexionar, empezaba a atacar su objetivo. Yo lo seguí al otro cuarto…, y en verdad que fue un raro espectáculo el que allí presencié. Pues vi nada menos que a Yulián Mastakóvich, el digno y respetable Yulián Mastakóvich, hostigar al pequeño, que cada vez retrocedía más ante él y, de puro asustado, no sabía ya dónde meterse.
–¡Vamos, largo de aquí! ¿Qué haces aquí, holgazán? ¡Anda, vete! Has venido aquí a robar fruta, ¿verdad? Habrás robado alguna, ¿eh? ¡Pues lárgate en seguidita, que ya verás, si no, cómo te arreglo yo a ti!
El muchacho, azorado, se resolvió, finalmente, a adoptar un medio desesperado de salvación: se metió debajo de la mesa. Pero al ver aquello se puso todavía más furioso su perseguidor. Lleno de ira, tiró del largo mantel de batista que cubría la mesa, con objeto de sacar de allí al chico. Pero éste se estuvo quietecito, muertecito de miedo, y no se movió. Debo hacer notar que Yulián Mastakóvich era algo corpulento. Era lo que se dice un tipo gordo, con los mofletes colorados, una ligera tripa, rechoncho y con las pantorrillas gordas…; en una palabra: un tipo forzudo, que todo lo tenía redondito como la nuez. Gotas de sudor le corrían ya por la frente; respiraba jadeando y casi con estertor. La sangre, de estar agachado, se le subía, roja y caliente, a la cabeza. Estaba rabioso, de puro grande que eran su enojo o, ¿quién sabe?, sus celos. Yo me eché a reír alto. Yulián Mastakóvich se volvió como un relámpago hacia mí, y, no obstante su alta posición social, su influencia y sus años, se quedó enteramente confuso. En aquel instante entró por la puerta frontera el dueño de la casa. El chico se salió de debajo de la mesa y se sacudió el polvo de las rodillas y los codos. Yulián Mastakóvich recobró la serenidad, se llevó rápidamente el mantel, que aún tenía cogido de un pico, a la nariz, y se sonó.
El dueño de la casa nos miró a los tres sorprendido; pero, a fuer de hombre listo que toma la vida en serio, supo aprovechar la ocasión de poder hablar a solas con su huésped.
–¡Ah! Mire usted: éste es el muchacho en cuyo favor tuve la honra de interesarle… –empezó, señalando al pequeño.
–¡Ah! –replicó Yulián Mastakóvich, que seguía sin ponerse a la altura de la situación.
–Es el hijo del aya de mis hijos –continuó explicativo el dueño de la casa, y en tono comprometedor–, una pobre mujer. Es viuda de un honorable funcionario. ¿No habría medio, Yulián Mastakóvich…?
–¡Ah! Lo había olvidado. ¡No, no! –lo interrumpió éste presuroso–. No me lo tome usted a mal, mi querido Filipp Aleksiéyevich; pero es de todo punto imposible. Me he informado bien; no hay, actualmente, ninguna vacante, y aun cuando la hubiese, siempre tendría éste por delante diez candidatos con mayor derecho… Lo siento mucho, créame; pero…
–¡Lástima! –dijo pensativo el dueño de la casa–. Es un chico muy juicioso y modesto…
–Pues a mí, por lo que he podido ver, me parece un tunante –observó Yulián Mastakóvich con forzada sonrisa–. ¡Anda! ¿Qué haces aquí? ¡Vete con tus compañeros! –le dijo al muchacho, encarándose con él.
Luego no pudo, por lo visto, resistir la tentación de lanzarme a mí también una mirada terrible. Pero yo, lejos de intimidarme, me reí claramente en su cara. Yulián Mastakóvich la volvió inmediatamente a otro lado y le preguntó de un modo muy perceptible al dueño de la casa quién era aquel joven tan raro. Ambos se pusieron a cuchichear y salieron del aposento. Yo pude ver aún, por el resquicio de la puerta, cómo Yulián Mastakóvich, que escuchaba con mucha atención al dueño de la casa, movía la cabeza admirado y receloso.
Después de haberme reído lo bastante, yo también me trasladé al salón. Allí estaba ahora el personaje influyente, rodeado de padres y madres de familia y de los dueños de la casa, y hablaba en tono muy animado con una señora que acababan de presentarle. La señora tenía cogida de la mano a la pequeña que Yulián Mastakóvich besara hacía diez minutos. Ponderaba el hombre a. la niña, poniéndola en el séptimo cielo; ensalzaba su hermosura, su gracia, su buena educación, y la madre lo oía casi con lágrimas en los ojos. Los labios del padre sonreían. El dueño de la casa participaba con visible complacencia en el júbilo general. Los demás invitados también daban muestras de grata emoción, e incluso habían interrumpido los juegos de los niños para que éstos no molestasen con su algarabía. Todo el aire estaba lleno de exaltación. Luego pude oír yo cómo la madre de la niña, profundamente conmovida, con rebuscadas frases de cortesía, rogaba a Yulián Mastakóvich que le hiciese el honor especial de visitar su casa, y pude oír también cómo Yulián Mastakóvich, sinceramente encantado, prometía corresponder sin falta a la amable invitación, y cómo los circunstantes, al dispersarse por todos lados, según lo pedía el uso social, se deshacían en conmovidos elogios, poniendo por las nubes al comerciante, su mujer y su nena, pero sobre todo a Yulián Mastakóvich.
–¿Es casado ese señor? –pregunté yo alto a un amigo mío, que estaba al lado de Yulián Mastakóvich.
Yulián Mastakóvich me lanzó una mirada colérica, que reflejaba exactamente sus sentimientos.
–No –me respondió mi amigo, visiblemente contrariado por mi intempestiva pregunta, que yo, con toda intención, le hiciera en voz alta.
***
Hace un par de días hube de pasar por delante de la iglesia de ***. La muchedumbre que se apiñaba en el balcón, y sus ricos atavíos, hubieron de llamarme la atención. La gente hablaba de una boda. Era un nublado día de otoño, y empezaba a helar. Yo entré en la iglesia, confundido entre el gentío, y miré a ver quién fuese el novio. Era un tío bajo y rechoncho, con tripa y muchas condecoraciones en el pecho. Andaba muy ocupado, de acá para allá, dando órdenes, y parecía muy excitado. Por último, se produjo en la puerta un gran revuelo; acababa de llegar la novia. Yo me abrí paso entre la multitud y pude ver una beldad maravillosa, para la que apenas despuntara aún la primera primavera. Pero estaba pálida y triste. Sus ojos miraban distraídos. Hasta me pareció que las lágrimas vertidas habían ribeteado aquellos ojos. La severa hermosura de sus facciones prestaba a toda su figura cierta dignidad y solemnidad altivas. Y, no obstante, a través de esa seriedad y dignidad y de esa melancolía, resplandecía el alma inocente, inmaculada, de la infancia, y se delataba en ella algo indeciblemente inexperto, inconsciente, infantil, que, según parecía, sin decir palabra, tácitamente, imploraba piedad.
Se decía entre la gente que la novia apenas si tendría dieciséis años. Yo miré con más atención al novio, y de pronto reconocí al propio Yulián Mastakóvich, al que hacía cinco años que no volviera a ver. Y miré también a la novia. ¡Santo Dios! Me abrí paso entre el gentío en dirección a la salida, con el deseo de verme cuanto antes lejos de allí. Entre la gente se decía que la novia era rica en dinero contante y sonante y que poseía medio millón de rublos, más una renta por valor de tanto y cuanto…
“¡Le salió bien la cuenta”, pensé yo, y me salí a la calle.
La segunda mañana después de Navidad, pasé a visitar a mi amigo Sherlock Holmes, con la intención de transmitirle, como es propio de estas fechas, mis felicitaciones. Lo encontré tumbado en el sofá, con un batín morado, un estante de pipas a su derecha y un montón de arrugados periódicos, evidentemente recién revisados, al alcance de la mano. Junto al sofá había una silla de madera, y del ángulo del respaldo colgaba un sombrero de fieltro ajado y mugriento, gastado por el uso y roto en varios puntos. Una lupa y unas pinzas depositadas en el asiento indicaban que el sombrero había sido colgado allí con el fin de examinarlo.
—Está usted ocupado —dije—. ¿Le interrumpo?
—En absoluto. Me encanta disponer de un amigo con quien comentar mis conclusiones. Se trata de un caso absolutamente trivial —me dijo, señalando con el pulgar el viejo sombrero—. Pero algunos puntos relacionados con él no carecen totalmente de interés e incluso son instructivos.
Me senté en su butaca y me calenté las manos ante el fuego de la chimenea, pues había caído una fuerte nevada y en las ventanas se acumulaba una buena capa de hielo.
—Supongo —observé— que, a pesar de su aspecto inofensivo, este objeto guarda relación con alguna historia macabra… O tal vez sea la clave que le guiará a la solución de un misterio y al castigo de un crimen.
—No, no. Nada de crímenes —dijo Sherlock Holmes, echándose a reír—. Solo uno de estos caprichosos incidentes que suelen ocurrir cuando tenemos a cuatro millones de seres humanos apretujados en unas pocas millas cuadradas. Entre las acciones y reacciones de un enjambre humano tan denso, toda combinación de acontecimientos es posible, y pueden surgir múltiples problemillas extraños y sorprendentes, sin que tengan nada de delictivo. Hemos conocido otras experiencias de este tipo.
—Ya lo creo —asentí—. Hasta el punto de que, entre los seis últimos casos que he sumado a mis archivos, tres están completamente exentos de delito en el aspecto legal.
—Exacto. Usted se refiere a mi intento de recuperar la fotografía de Irene Adler, al insólito caso de la señorita Mary Sutherland y a la aventura del hombre del labio torcido. Pues bien, no me cabe duda de que este asuntillo pertenece a la misma categoría inocente. ¿Conoce usted a Peterson, el recadero?
—Sí.
—Este trofeo le pertenece.
—Es su sombrero.
—No, no. Lo encontró. Su propietario nos es desconocido. Le ruego no lo mire como un sombrero desastrado, sino como un problema intelectual. Veamos, primero, cómo llegó a nuestras manos. Fue la mañana de Navidad, en compañía de un ganso bien cebado que, no me cabe duda, se está dorando en estos momentos en el horno de los Peterson. He aquí los hechos. Hacia las cuatro de la madrugada del día de Navidad, Peterson, que como sabe es un tipo muy honrado, regresaba de una fiestecilla camino de su casa por Tottenham Court Road. A la luz de las farolas, vio a un hombre alto que caminaba ante él, con paso vacilante y con un ganso blanco al hombro. Al llegar a la esquina de Goodge Street, se produjo un altercado entre este desconocido y un grupito de alborotadores. Uno de estos le arrancó de un golpe el sombrero; él enarboló su bastón para defenderse y, al hacerlo girar sobre su cabeza, rompió el cristal del escaparate que tenía detrás. Peterson se acercaba corriendo para defender al desconocido contra sus agresores, pero el hombre, asustado por haber roto el escaparate, y al ver que una persona de uniforme y aspecto severo se precipitaba hacia él, echó a correr y se desvaneció en el laberinto de callejuelas que hay detrás de Tottenham Court Road. También los alborotadores huyeron al aparecer Peterson, de modo que este quedó dueño del campo de batalla, y también del botín de guerra, consistente en este maltrecho sombrero y en un impecable ejemplar de ganso navideño.
—Que seguramente devolvió a su dueño.
—Amigo mío, ahí radica el problema. Cierto que una tarjetita atada a la pata izquierda del ave decía: «Para la señora de Henry Baker», y también es cierto que en el forro del sombrero figuran las iniciales «H. B.», pero en nuestra ciudad existen miles de Bakers y cientos de Henry Baker, y no resulta fácil devolverle a uno de ellos sus propiedades perdidas.
—¿Qué hizo, pues, Peterson?
—La misma mañana de Navidad me trajo el sombrero y el ganso, porque sabe que incluso los problemas insignificantes tienen interés para mí. Hemos guardado el ganso hasta esta mañana, cuando, a pesar de la helada, ha empezado a presentar síntomas de que sería mejor comérselo sin demora alguna. Así pues, el hombre que lo encontró se lo ha llevado para que cumpla el destino final de todo ganso, y yo sigo conservando el sombrero del caballero desconocido que se quedó sin cena de Nochebuena.
—¿Y este no ha puesto ningún anuncio?
—No.
—¿Qué pistas tiene usted para establecer su identidad?
—Solo lo que podamos deducir.
—¿A partir de su sombrero?
—Exactamente.
—Usted bromea. ¿Qué podrá deducir de un viejo fieltro maltrecho?
—Aquí tiene mi lupa. Ya conoce mis métodos. ¿Qué puede deducir usted respecto a la personalidad del hombre que llevaba esta prenda?
Tomé el pingajo en mis manos y le di con desgana un par de vueltas. Era un simple sombrero negro de copa redondeada, duro y muy gastado. El forro había sido de seda roja, pero había perdido casi por completo el color. No llevaba el nombre del fabricante, pero, como había dicho Holmes, se leía grabadas a un lado las iniciales «H. B.». En el ala había unas presillas para una goma que lo sujetara, pero esta faltaba. Por lo demás, estaba roto, polvoriento y cubierto de manchas, aunque parecía que habían intentado disimular algunas partes cubriéndolas de tinta.
—No veo nada —dije, mientras le devolvía el sombrero a mi amigo.
—Al contrario, Watson. Usted lo ve todo. Pero no es capaz de razonar a partir de lo que ve. Es demasiado tímido a la hora de sacar deducciones.
—Entonces dígame, por favor, qué deduce usted a partir de este sombrero.
Lo cogió de mis manos y lo examinó con aquel aire introspectivo tan característico en él.
—Quizá podría haber resultado más sugerente —dijo—, pero aun así hay algunas deducciones muy claras, y otras que presentan por lo menos un alto grado de probabilidad. Por supuesto, salta a la vista que el propietario es un hombre de buen nivel intelectual, y también que hasta hace menos de tres años gozaba de una posición acomodada, aunque en la actualidad atraviese malos momentos. Era un individuo previsor, pero ahora lo es menos, lo cual parece indicar una regresión moral que, unida a su declive económico, podría significar que sufre alguna influencia maligna, probablemente la bebida. Esto explicaría también el hecho evidente de que su esposa ha dejado de amarle.
—Pero ¡Holmes, por favor!
—Sin embargo, todavía conserva cierto grado de amor propio —continuó, sin hacer caso de mis protestas—. Es un hombre que lleva una vida sedentaria, sale poco de casa, se encuentra en mala forma física; un hombre de edad madura y con el pelo gris, que se ha cortado hace pocos días y en el que se aplica una loción de lima. Esos son los datos más evidentes que se deducen del sombrero. Además, dicho sea de paso, es sumamente improbable que disponga de gas en su casa.
—Desde luego, usted está bromeando, Holmes.
—En absoluto. ¿Es posible que ni siquiera ahora, cuando le acabo de dar los resultados, sea usted capaz de ver cómo los he obtenido?
—Sin duda soy un estúpido —dije—, pero me confieso incapaz de seguir su razonamiento. Por ejemplo, ¿de dónde saca que es un hombre de buen nivel intelectual?
A modo de respuesta, Holmes se encasquetó el sombrero en la cabeza. Le cubría la frente y le quedaba apoyado en el puente de la nariz.
—Cuestión de capacidad cúbica —dijo—. Un hombre con un cerebro tan grande debe de tener algo dentro.
—¿Y su declive económico?
—Este sombrero tiene tres años. Fue entonces cuando se pusieron de moda estas alas planas y curvadas por el borde. Es un sombrero de la mejor calidad. Fíjese en el ribete de seda y en la excelente tela del forro. Si este hombre podía permitirse adquirir un sombrero tan caro hace tres años y desde entonces no ha tenido otro, es indudable que ha sufrido un revés de fortuna.
—Bueno, sí, claro. ¿Y lo de que era previsor, y lo de la regresión moral?
Sherlock Holmes se echó a reír.
—Aquí tiene la previsión —dijo, señalando con el dedo las presillas para la goma que debía sujetar el sombrero—. Ningún sombrero se vende con esto. Que nuestro hombre lo hiciera poner denota cierto nivel de previsión, pues se tomó la molestia de precaverse contra el viento. Pero, como vemos que desde entonces se ha perdido la goma y no la ha sustituido por otra, esto demuestra a las claras que su carácter se ha debilitado. Por otra parte, ha intentado disimular las manchas cubriéndolas de tinta, señal de que no ha perdido por completo el amor propio.
—Desde luego, es un razonamiento plausible.
—Los otros detalles, como la edad madura, el cabello gris, el reciente corte de pelo y la loción, se advierten examinando con cuidado la parte interior del forro. La lupa revela multitud de puntas de cabello, limpiamente cortadas por la tijera del peluquero. Están pegajosas y despiden un inconfundible olor a lima. Observe que el polvo no es el polvo gris y terroso de la calle, sino la pelusilla parda de las casas, lo cual demuestra que ha permanecido colgado entre cuatro paredes la mayor parte del tiempo, y las manchas del interior son una prueba palpable de que el propietario suda abundantemente, y, por lo tanto, no es probable que se encuentre en buena forma física.
—Dice usted que su esposa ha dejado de amarle…
—Este sombrero no se ha cepillado en semanas. Cuando le vea a usted, querido Watson, con polvo de una semana acumulado en el sombrero y su mujer le haya dejado salir en semejante estado, también sospecharé que ha tenido la desgracia de perder el cariño de su amante esposa.
—Pero podría tratarse de un hombre soltero.
—No, porque llevaba el ganso a casa como ofrenda de paz a su mujer. Recuerde la tarjeta atada a la pata.
—Tiene usted respuesta para todo. Pero ¿cómo demonios ha deducido que no hay instalación de gas en la casa?
—Una mancha de cera, o incluso dos, pueden ser fruto de la casualidad, pero cuando veo nada menos que cinco, creo que existen pocas dudas de que ese individuo está en frecuente contacto con cera ardiendo. Probablemente sube todas las noches la escalera con el sombrero en una mano y una vela goteante en la otra. Está claro que el gas no produce manchas de cera. ¿Satisfecho?
—Bueno, todo esto me parece muy ingenioso —dije, echándome a reír—. Pero, puesto que no se ha cometido ningún delito, como antes dijimos, y no se ha producido ningún daño, a excepción de la pérdida de un ganso, me parece un despilfarro de energías.
Sherlock Holmes había abierto la boca para responder, cuando la puerta se abrió de golpe y entró Peterson, el recadero, con las mejillas encendidas y una expresión de enorme asombro en el rostro.
—¡El ganso, señor Holmes! ¡El ganso, señor! —dijo jadeando.
—¡Vaya! ¿Qué pasa con el ganso? ¿Ha vuelto a la vida y ha salido volando por la ventana de la cocina? —preguntó Holmes, enderezándose en el sofá para ver mejor la cara excitada del hombre.
—¡Mire, señor! ¡Vea lo que ha encontrado mi mujer en el buche! —exclamó Peterson.
Extendió la mano y mostró en el centro de la palma una piedra azul de brillo deslumbrante, menor que una alubia, pero tan pura y radiante que centelleaba como un foco en la oscura cavidad de la mano. Sherlock Holmes lanzó un silbido.
—¡Por Júpiter, Peterson! —exclamó, mientras se sentaba en el sofá—. ¡A eso le llamo yo encontrar un tesoro! ¿Supongo que sabe lo que tiene en la mano?
—¡Un diamante, señor! ¡Una piedra preciosa! ¡Corta el cristal como si fuera mantequilla!
—Es algo más que una piedra preciosa. Es la piedra preciosa.
—¿No se referirá al carbunclo azul de la condesa de Morcar? —exclamé yo.
—Exactamente. No podría dejar de reconocer su tamaño y su forma después de haber leído el anuncio en el Times tantos días seguidos. Es una piedra absolutamente única, y sobre su valor solo cabe hacer conjeturas, aunque, desde luego, la recompensa que se ofrece por ella, mil libras esterlinas, no llega ni a la vigésima parte de su precio en el mercado.
—¡Mil libras! ¡Santo Dios misericordioso! —gritó el recadero, mientras se desplomaba en una silla y nos miraba alternativamente al uno y al otro.
—Esa es la recompensa, y tengo razones para creer que existe un trasfondo de consideraciones sentimentales que harían que la condesa se desprendiera de la mitad de su fortuna con tal de recuperar esta piedra.
—Si no recuerdo mal, desapareció en el hotel Cosmopolitan —comenté.
—Exactamente. El 22 de diciembre, hace cinco días. John Horner, fontanero, fue acusado de haberla sustraído del joyero de la dama. Las pruebas contra él eran tan abrumadoras que el caso ha pasado ya a los tribunales. Creo que por aquí tengo la noticia.
Rebuscó entre los periódicos, consultando las fechas, hasta que eligió uno, lo dobló y leyó el siguiente párrafo:
Robo de joyas en el hotel Cosmopolitan. John Horner, de veintiséis años, fontanero, ha sido detenido bajo la acusación de sustraer el 22 de los corrientes, del joyero de la condesa de Morcar, la valiosa gema conocida como el carbunclo azul. James Ryder, jefe de servicios del hotel, declaró que el día del robo había conducido a Horner al vestidor de la condesa de Morcar para que soldara el segundo barrote de la chimenea, que estaba suelto. Permaneció un rato junto a él, pero después tuvo que ausentarse. Al regresar, comprobó que Horner había desaparecido, que el escritorio había sido forzado y que el estuche de tafilete donde, según se supo luego, la condesa solía guardar la joya, yacía, vacío, sobre el tocador. Ryder dio la alarma al instante, y Hormer fue detenido aquella misma noche, pero no se pudo encontrar la piedra en su poder ni en su domicilio. Catherine Cusack, doncella de la condesa, declaró haber oído el grito de espanto que profirió Ryder al descubrir el robo, y haber corrido a la habitación, donde se encontró ante la situación descrita por el anterior testigo. El inspector Bradstreet, de la División B, confirmó la detención de Horner, que se había resistido violentamente y había declarado su inocencia en los términos más enérgicos. Al existir constancia de que el detenido había sufrido una condena anterior por robo, el juez se negó a tratar sumariamente el caso y lo remitió al tribunal del condado. Horner, que había dado muestras de intensa emoción durante las diligencias, se desmayó al oír la decisión del magistrado y tuvo que ser sacado de la sala.
—¡Hum! Hasta aquí ha llegado la policía —dijo Holmes, meditabundo—. Ahora nos incumbe a nosotros desentrañar la cadena de acontecimientos que va desde un joyero desvalijado, a un extremo, al buche de un ganso en Tottenham Court Road, al otro. Como ve, Watson, nuestras pequeñas deducciones han adquirido de pronto una dimensión mucho más importante y menos inocente. Aquí tenemos la piedra preciosa; la piedra procede del ganso, y el ganso procede del señor Henry Baker, el caballero del sombrero raído y el resto de características con las que le he estado aburriendo. Por consiguiente, tendremos que ponernos en serio a la tarea de localizar a este caballero y establecer qué papel ha desempeñado en este pequeño misterio. Empezaremos por el método más sencillo, que consiste, sin lugar a dudas, en poner un anuncio en todos los periódicos vespertinos. Si esto falla, recurriremos a otros medios.
—¿Qué dirá en el anuncio?
—Deme un lápiz y esta hoja de papel. Veamos: «Se ha encontrado un ganso y un sombrero de fieltro negro en una esquina de Goodge Street. El señor Henry Baker puede recuperarlos si acude esta tarde a las 6.30 al 221 B de Baker Street». Claro y conciso.
—Mucho, pero ¿verá él el anuncio?
—Seguro que hojea los periódicos porque, para un hombre pobre, se trata de una pérdida importante. Se asustó tanto al romper el escaparate y ver acercarse a Peterson que solo pensó en huir, pero más tarde debió arrepentirse del impulso que le hizo soltar el ave. Y al incluir su nombre nos aseguramos de que lo lea, porque alguien que le conozca se lo dirá. Aquí lo tiene, Peterson, vaya enseguida a la agencia y que lo inserten en los periódicos de la tarde.
—¿En cuáles, señor?
—Pues en el Globe, el Star, el Pall Mall, el Saint James, el Evening News, el Standard, el Echo y cualquier otro que se le ocurra.
—De acuerdo, señor. ¿Y la piedra?
—Ah, yo guardaré el carbunclo. Muchas gracias. Otra cosa, Peterson. En el camino de vuelta compre un ganso y déjelo aquí, pues tendremos que darle uno a ese caballero a cambio del que se está comiendo ahora su familia.
Cuando el recadero se hubo marchado, Holmes levantó el carbunclo azul y lo miró al trasluz.
—¡Es precioso! —dijo—. Vea cómo brilla y centellea. Por supuesto, es núcleo y foco de delitos, al igual que todas las piedras preciosas. Son el cebo favorito del diablo. En las gemas más grandes y antiguas cabe decir que cada faceta equivale a un crimen sangriento. Esta aún no tiene veinte años. La encontraron a orillas del río Amoy, en el sur de China, y presenta la particularidad de poseer todas las características del carbunclo, salvo que su tonalidad es azul en lugar de roja como la del rubí. A pesar de su juventud, cuenta ya con un siniestro historial. Ha dado lugar a dos asesinatos, un ataque con vitriolo, un suicidio y varios robos, todo por culpa de estos doce quilates de carbón cristalizado. ¿Quién imaginaría que un juguete tan bonito pueda ser un proveedor de clientes para el patíbulo y para la prisión? Voy a guardarlo en mi caja fuerte y a escribirle unas líneas a la condesa para comunicarle que lo tenemos en nuestro poder.
—¿Cree usted que el tal Horner es inocente?
—No me atrevería a asegurarlo.
—¿Cree, pues, que el otro, Henry Baker, tuvo algo que ver en el asunto?
—Me parece mucho más probable que Henry Baker sea un hombre completamente inocente, que no tuviera la menor idea de que el ganso que transportaba valía mucho más que si hubiera sido de oro macizo. Sin embargo, si recibimos respuesta a nuestro anuncio, lo comprobaremos mediante una prueba muy sencilla.
—¿Y hasta entonces no se puede hacer nada?
—Nada.
—En tal caso, yo continuaré mi ronda profesional. Pero volveré esta tarde a la hora indicada, porque me gustaría presenciar la solución de un asunto tan enmarañado.
—Estaré encantado de verle. Ceno a las siete y creo que hay becada. En vista de los recientes acontecimientos, quizá deba decirle a la señora Hudson que examine cuidadosamente el buche.
Me entretuve con un paciente, y eran más de las seis y media cuando me encontré de nuevo en Baker Street. Al acercarme a la casa de Holmes, vi a un hombre alto con boina escocesa y chaqueta abotonada hasta la barbilla que aguardaba en el brillante semicírculo de luz de la entrada. Justo cuando yo llegaba, se abrió la puerta y nos hicieron pasar juntos a las habitaciones de Holmes.
—El señor Henry Baker, supongo —dijo Holmes, levantándose de su butaca y saludando al visitante con la espontánea jovialidad que tan bien sabía asumir—. Por favor, siéntese aquí junto al fuego, señor Baker. La noche es fría, y observo que su circulación sanguínea se adapta mejor al verano que al invierno. Ah, Watson, llega usted en el momento oportuno. ¿Es suyo este sombrero, señor Baker?
—Sí, señor. Es, sin lugar a dudas, mi sombrero.
Era un hombre corpulento, de hombros cargados, cabeza voluminosa y un rostro ancho e inteligente, rematado por una barbita puntiaguda de color castaño canoso. Un toque de color en la nariz y en las mejillas, junto a un ligero temblor en la mano que mantenía extendida, me recordaron la suposición de Holmes acerca de sus hábitos. Llevaba la levita, negra y raída, abotonada hasta arriba, con el cuello alzado, y las flacas muñecas surgían de unas mangas en las que no se advertían signos de puños o camisa. Hablaba en voz baja y entrecortada, eligiendo con esmero las palabras, y daba la impresión de ser un hombre culto e instruido, maltratado por la fortuna.
—Hemos guardado estas cosas varios días —dijo Holmes—, porque esperábamos ver en la prensa un anuncio suyo, comunicándonos su dirección. No entiendo por qué no lo ha puesto.
Nuestro visitante emitió una risita avergonzada.
—No ando tan sobrado de chelines como en otros tiempos —dijo—. Estaba convencido de que la pandilla de maleantes que me asaltó se había llevado mi sombrero y mi ganso. Y no estaba dispuesto a gastar más dinero en un vano intento de recuperarlos.
—Es muy natural. A propósito, en lo que se refiere al ganso, nos vimos obligados a comérnoslo.
—¡A comérselo!
Nuestro visitante estaba tan excitado que casi saltó de la silla.
—Sí. De no hacerlo, no habría sido de provecho para nadie. Pero supongo que este otro ganso que hay encima del aparador, que pesa más o menos lo mismo y está perfectamente fresco, servirá igualmente para sus propósitos.
—¡Oh, desde luego, desde luego! —respondió el señor Baker con un suspiro de alivio.
—Por supuesto, todavía conservamos las plumas, las patas, el buche y otros restos del ganso, de modo que si usted quiere…
El hombre se echó a reír de buena gana.
—Podrían servirme como recuerdo de la aventura —dijo—, pero, aparte de esto, no veo qué utilidad tendrían para mí los disjecta membra de mi difunto amigo. No, señor, creo que, con su permiso, limitaré mis atenciones al precioso ganso que veo encima del aparador.
Sherlock Holmes me lanzó una mirada significativa y se encogió de hombros.
—Pues aquí tiene usted su sombrero y aquí está su ganso —dijo—. Por cierto, ¿le importaría decirme dónde compró el otro ejemplar? Soy bastante aficionado a las aves de corral y pocas veces he visto un ganso tan bien cebado.
—No faltaría más, señor —dijo Baker, que se había levantado y se había puesto bajo el brazo su recién adquirida propiedad—. Unos cuantos amigos frecuentamos al anochecer el Alpha Inn, próximo al Museo. El día, sabe, lo pasamos dentro del propio Museo. Este año, el patrón de la taberna, que se llama Windigate, fundó un club del ganso, mediante el cual, desembolsando unos pocos peniques cada semana, recibiríamos cada uno un ganso por Navidad. Pagué religiosamente mis peniques, y el resto ya lo conoce usted. Le quedo muy agradecido, señor, pues una boina escocesa no es lo más apropiado para mis años ni para mi seriedad.
Con cómica pomposidad, nos dedicó una solemne reverencia y se marchó por donde había venido.
—Hemos terminado con el señor Henry Baker —dijo Holmes, cuando la puerta se cerró tras él—. Es indudable que no sabe nada del caso. ¿Tiene usted hambre, Watson?
—No mucha.
—En tal caso, le sugiero que convirtamos la cena en resopón y sigamos esta pista mientras todavía está fresca.
—Perfectamente de acuerdo.
Hacía una noche muy cruda, de modo que nos pusimos nuestros gabanes y nos envolvimos el cuello con bufandas. Fuera, las estrellas brillaban fríamente en un cielo sin nubes, y el aliento de los transeúntes brotaba como la humareda de un pistoletazo. Nuestras pisadas resonaban duras y secas mientras cruzábamos el barrio de los médicos, Wimpole Street, Harley Street y luego Wigmore Street, hasta desembocar en Oxford Street. Un cuarto de hora después nos encontrábamos en Bloomsbury, ante el Alpha, una pequeña taberna situada en la esquina de una de las calles que conducen a Holborn. Holmes empujó la puerta y pidió dos vasos de cerveza al dueño, un hombre de rostro rubicundo y delantal blanco.
—Su cerveza tiene que ser excelente si es tan buena como sus gansos —dijo Holmes.
—¿Mis gansos?
El hombre pareció sorprendido.
—Sí. Hace solo media hora he estado hablando con el señor Henry Baker, que es miembro de su club del ganso.
—¡Ah, sí, ya comprendo! Pero verá, señor, los gansos no son míos.
—¿No? ¿Pues de quién son?
—Le compré dos docenas a un tendero de Covent Garden.
—¿De veras? Conozco a varios de ellos. ¿Cuál fue?
—Se llama Breckinridge.
—Ah, no le conozco. Bien, a su salud, patrón, y por la prosperidad del negocio. Buenas noches.
Al salir al frío aire exterior, se abrochó el gabán y siguió diciendo:
—Y ahora a por el señor Breckinridge. Recuerde, Watson, que, aunque tengamos a un extremo de la cadena algo tan inocente como un ganso navideño, tenemos al otro extremo a un hombre que va a pasar siete años en prisión a menos que demostremos su inocencia. Es posible que nuestras pesquisas confirmen su culpabilidad, pero en cualquier caso poseemos una línea de investigación que ha pasado por alto a la policía y que una singular casualidad ha puesto en nuestras manos. Y vamos a seguirla hasta el final. ¡Rumbo al sur, pues, y a todo vapor!
Atravesamos Holborn, bajamos por Endell Street, zigzagueamos por una serie de callejuelas y llegamos al mercado de Covent Garden. Uno de los puestos más grandes ostentaba el nombre de Breckinridge, y el dueño, un individuo de aspecto turbio, cara astuta y patillas recortadas, estaba ayudando a un muchacho a echar el cierre.
—Buenas noches. ¡Qué frío hace! —dijo Holmes. El vendedor asintió y dirigió una mirada inquisitiva a mi compañero.
—Veo que ha vendido todos los gansos —continuó Holmes, señalando los estantes de mármol vacíos.
—Mañana puedo tenerle quinientos.
—Eso no me sirve.
—Bueno, quedan algunos en aquel puesto de la luz de gas.
—Pero me lo recomendaron a usted.
—¿Quién?
—El dueño del Alpha.
—Ah, sí. Le envié dos docenas.
—Y de excelente calidad. ¿De donde los sacó usted?
Ante mi sorpresa, esta pregunta provocó un estallido de cólera en el vendedor.
—Oiga usted, señor —dijo con la cabeza erguida y los brazos en jarras—. ¿Adónde quiere llegar? Hable claro de una vez.
—He hablado muy claro. Me gustaría saber quién le vendió los gansos que usted suministró al Alpha.
—Pues yo no pienso decírselo. ¿Y qué pasa?
—Bien, el asunto carece de importancia. Pero no entiendo por qué se acalora usted así por una tontería.
—¡Me acaloro como me da la gana! También usted se acaloraría, vaya que sí, si le fastidiaran tanto como a mí. Cuando pago mi buen dinero por un buen producto, ahí termina la cosa, pero dale con: «¿Dónde están los gansos?» y «¿A quién ha vendido los gansos?» y «¿Cuánto quiere usted por los gansos?». ¡Como si no hubiera más gansos que estos en el mundo, para armar tanto jaleo!
—Yo no tengo relación con la otra gente que le ha estado preguntando —le tranquilizó Holmes en tono indiferente—. Si no nos lo quiere decir, la apuesta queda anulada. Porque me considero un experto en aves de corral y he apostado cinco libras a que el ganso que comí se había criado en el campo.
—Pues ha perdido sus cinco libras, porque se ha criado en la ciudad —le atajó el vendedor.
—De eso ni hablar.
—Yo le digo que sí.
—Yo no lo creo.
—¿Piensa que sabe más de aves que yo, que llevo entre ellas desde que era un mocoso? Le digo que todos los gansos que le vendí al Alpha eran de Londres.
—No logrará convencerme.
—¿Se apuesta algo?
—Es como robarle el dinero, porque me consta que tengo razón. Pero le apuesto un soberano, solo para que aprenda a no ser tan obstinado.
El vendedor rió para sus adentros y dijo:
—Trae acá los libros, Bill.
El muchacho trajo un volumen delgado y otro muy grande, ambos con tapas grasientas, y los colocó juntos bajo la luz de la lámpara.
—Y ahora, señor sabelotodo —dijo el vendedor—, yo creí que no me quedaban gansos, pero veo que aún queda alguien con ganas de hacer el ganso en mi tienda. ¿Ve usted este librito?
—¿Y?
—Es la lista de mis proveedores. ¿Lo ve? Bueno, pues en esta página están los del campo, y detrás de cada nombre hay un número que indica la página de su cuenta en el libro grande. ¡Miremos! ¿Ve esta otra página en tinta roja? Pues es la lista de mis proveedores de Londres. Mire bien el tercer nombre y léamelo en voz alta.
—Señora Oakshott, 117, Brixton Road, y el número es 249 —leyó Holmes.
—Eso mismo. Ahora busque esta página en el libro grande.
Holmes buscó la página indicada.
—Aquí está: señora Oakshott, 117, Brixton Road, proveedores de huevos y pollería.
—Muy bien. Y ahora, ¿cuál es la última entrada?
—22 de diciembre, veinticuatro gansos a siete chelines y seis peniques.
—Eso es. Ahí lo tiene. ¿Y qué pone debajo?
—Vendidos al señor Windigate, del Alpha, a doce chelines.
—¿Qué me dice usted ahora?
Sherlock Holmes parecía profundamente contrariado. Sacó un soberano del bolsillo, lo arrojó sobre el mostrador y se alejó de allí con el aire de alguien cuyo fastidio es demasiado grande para expresarlo con palabras. A los pocos pasos, se detuvo bajo un farol y se echó a reír de aquel modo alegre y callado tan característico en él.
—Cuando vea usted a un hombre con patillas recortadas de ese modo y con el diario deportivo Pink’un asomándole en el bolsillo, siempre podrá sonsacarle recurriendo a una apuesta. Me atrevería a afirmar que, si le hubiera puesto delante cien libras, no me habría dado una información tan completa como la que he conseguido dejándole creer que me ganaba. Bien, Watson, me parece que nos acercamos al final de nuestra investigación. Lo único que queda por decidir es si debemos visitar a la tal señora Oakshott esta misma noche o si lo dejamos para mañana. Por lo que dijo ese tipo tan malcarado, es evidente que, aparte de nosotros, hay otras personas interesadas en el asunto, y opino que…
Sus comentarios se vieron interrumpidos de repente por un fuerte vocerío que procedía del puesto que acabábamos de abandonar. Al volvernos, vimos a un individuo canijo y con cara de rata, de pie en el centro del círculo de luz proyectado por la lámpara, mientras Breckinridge, el tendero, enmarcado en la puerta de su establecimiento, agitaba ferozmente los puños en dirección al amedrentado personaje.
—¡Estoy harto de vosotros y de esos malditos gansos! —gritaba—. ¡Idos todos al diablo! Si vuelves a fastidiarme con tus tonterías te soltaré el perro. Que venga la señora Oakshott en persona y le contestaré, pero ¿a ti qué te importa? ¿Acaso te compré a ti los gansos?
—No, pero uno de ellos era mío —gimoteó el hombrecillo.
—Pues ve a pedírselo a la señora Oakshott.
—Ella me ha dicho que se lo pidiera a usted.
—Pues por mí como si se lo quieres pedir al rey de Roma. Estoy hasta las narices de esta historia. ¡Largo de aquí!
Avanzó unos pasos con gesto amenazador y el otro individuo se esfumó entre las sombras.
—Ajá, esto puede ahorrarnos una visita a Brixton Road —susurró Holmes—. Venga conmigo y veremos qué podemos sacar de este tipo.
Avanzando a largas zancadas entre los reducidos grupos que todavía merodeaban entre los puestos iluminados, mi compañero no tardó en alcanzar al hombrecillo y le tocó con una mano el hombro. El individuo se volvió con brusquedad, y pude ver a la luz de gas que de su rostro había desaparecido todo rastro de color.
—¿Quién es usted? ¿Qué quiere? —preguntó con voz trémula.
—Perdone —dijo Holmes amablemente—, pero no he podido evitar oír lo que le preguntaba hace un momento al tendero. Creo que yo podría ayudarle.
—¿Usted? ¿Quién es usted? ¿Cómo puede saber nada de este asunto?
—Me llamo Sherlock Holmes y mi trabajo consiste en saber aquello que otros no saben.
—Usted no puede saber nada de esto.
—Perdone, pero lo sé todo. Está usted intentando dar con unos gansos que la señora Oakshott, de Brixton Road, vendió a un tendero llamado Breckinridge, y que este vendió a su vez al señor Windigate del Alpha, y este a su club, uno de cuyos miembros es el señor Henry Baker.
—¡Ah, es usted el hombre que yo necesitaba encontrar! —exclamó el hombrecillo con las manos extendidas y los dedos temblorosos—. Me sería difícil explicarle el interés que tengo en este asunto.
Sherlock Holmes paró un coche que pasaba por allí.
—En tal caso, será mejor hablar de ello en una cómoda habitación y no en este mercado azotado por el viento —dijo—. Pero, antes de seguir adelante, dígame por favor a quién tengo el placer de ayudar.
El hombre titubeó un instante.
—Me llano John Robinson —respondió, mirándonos de soslayo.
—No, no, el nombre verdadero —dijo Holmes en tono amable—. Resulta muy incómodo hablar de negocios con un alias.
Un súbito rubor cubrió las pálidas mejillas del desconocido.
—De acuerdo, mi verdadero nombre es James Ryder.
—Eso es. Jefe de servicios del hotel Cosmopolitan. Suba al coche, por favor, y pronto podré informarle de todo cuanto desea saber.
El hombrecillo se nos quedó mirando a uno y a otro, con ojos medio temerosos y medio esperanzados, como alguien que no tiene la certeza de si le aguarda un golpe de suerte o una catástrofe. Subió por fin al carruaje y media hora más tarde nos encontrábamos de nuevo en la sala de Baker Street. No se había pronunciado palabra durante todo el trayecto, pero la respiración agitada de nuestro acompañante y su nervioso abrir y cerrar de manos demostraban a las claras la tensión que le dominaba.
—Ya hemos llegado —dijo Holmes alegremente, al entrar en la habitación—. No hay nada mejor que un buen fuego para un tiempo como este. Me parece que tiene usted frío, señor Ryder. Siéntese, por favor, en el sillón de mimbre, y permita que yo me ponga las zapatillas antes de zanjar este problemilla que le preocupa. ¡Veamos! Así pues, usted quiere saber lo que fue de aquellos gansos.
—Sí, señor.
—O deberíamos decir, más bien, de aquel ganso, porque me parece que lo que le interesa es un ave concreta… blanca, con una raya negra en la cola.
Ryder se estremeció.
—¡Oh, señor! —exclamó—. ¿Puede decirme adónde fue a parar?
—Vino a parar aquí.
—¿Aquí?
—Sí, y resultó un ave de lo más notable. No me extraña que le interese tanto. Después de muerta puso un huevo, el huevecillo azul más pequeño, precioso y brillante que se haya visto jamás. Lo tengo aquí, en mi museo.
Nuestro visitante se puso en pie, tambaleándose, y se agarró con la mano derecha a la repisa de la chimenea. Holmes abrió la caja fuerte y mostró el carbunclo azul, que brillaba como una estrella e irradiaba un frío resplandor en todas direcciones. Ryder se lo quedó mirando con el semblante demudado, sin decidir si debía reclamarlo o asegurar que no sabía nada de él.
—El juego ha terminado, Ryder —dijo Holmes sin perder la calma—. ¡Cuidado, hombre, o se va a caer al fuego! Ayúdele a sentarse, Watson. Le falta sangre fría para robar impunemente. Dele un trago de brandy. Así está mejor. Ahora tiene un aspecto más aceptable. ¡Menudo mequetrefe!
Por un momento el hombre había estado a punto de desplomarse, pero el brandy devolvió un toque de color a sus mejillas, y permaneció allí sentado, mirando con ojos asustados a su acusador.
—Tengo en mis manos casi todos los eslabones y las pruebas necesarias, y es poco lo que puede usted añadir. Sin embargo, es preciso aclarar ese poco para que el caso quede completo. ¿Había oído usted hablar de esta piedra azul de la condesa de Morcar?
—Fue Catherine Cusack quien me habló de ella —dijo el hombre con voz quebrada.
—Entiendo. La doncella de la señora. Claro, la tentación de adquirir de golpe con facilidad una fortuna tan importante fue demasiado fuerte para usted, como lo ha sido antes para otros hombres mejores, pero no se ha mostrado muy escrupuloso en los medios empleados. Me parece, Ryder, que tiene usted madera de la peor especie de canalla. Sabía que ese fontanero, Horner, había estado implicado tiempo atrás en un asunto similar y que las sospechas recaerían inmediatamente sobre él. ¿Y qué hizo? Junto con su cómplice Cusack, ocasionó una pequeña avería en el cuarto de la señora y se las compuso para que enviaran a Horner a repararla. Y, cuando él se marchó, desvalijaron el joyero, dieron la alarma e hicieron arrestar a ese desdichado. A continuación…
De repente, Ryder se desplomó de rodillas sobre la alfombra y se abrazó a las piernas de mi compañero.
—¡Por el amor de Dios, apiádese de mí! —chilló—. ¡Piense en mi padre! ¡En mi madre! Una cosa así les rompería el corazón. Jamás había hecho nada malo y no lo volveré a hacer. ¡Lo juro! ¡Lo juro sobre la Biblia! ¡No me lleve a los tribunales! ¡Por favor, no lo haga!
—¡Vuelva a sentarse! —dijo Holmes con sequedad—. Es muy bonito llorar y arrastrarse ahora, pero poco pensó usted en el pobre Horner, encarcelado por un delito del que no sabía nada.
—Huiré, señor Holmes. Saldré del país, señor. Así tendrán que retirar los cargos contra él.
—¡Hum! Ya hablaremos de esto. Y ahora oigamos la auténtica versión del siguiente acto. ¿Cómo llegó la gema al interior del ganso, y cómo llegó el ganso al mercado? Díganos la verdad, porque ahí reside su única esperanza de salvación.
Ryder se pasó la lengua por los labios resecos.
—Le contaré exactamente lo que sucedió, señor —dijo—. Cuando Horner fue arrestado, me pareció que lo mejor sería sacar de allí la piedra cuanto antes, porque en cualquier momento se le podía ocurrir a la policía registrarme a mí o registrar mi habitación. En el hotel no había ningún escondite seguro. Salí, pues, como si fuera a hacer un recado, y me encaminé a casa de mi hermana. Está casada con un tipo llamado Oakshott y vive en Brixton Road, donde se dedica a engordar gansos para el mercado. A lo largo de todo el camino, cada hombre que veía me parecía un policía o un detective y, aunque la noche era bastante fría, antes de llegar a mi destino el sudor me chorreaba por la cara. Mi hermana me preguntó qué me ocurría y cómo era que estaba tan pálido, pero le dije que el robo de joyas en el hotel me había trastornado. Después salí al patio trasero, me fumé una pipa y discurrí qué era lo más conveniente hacer.
»Tiempo atrás tuve un amigo llamado Maudsley, que fue por mal camino y ha acabado recientemente de cumplir condena en Pentonville. Un día nos encontramos y me habló de diversas clases de robo y de cómo se deshacen los ladrones de lo robado. Sabía que no me delataría, porque yo conocía un par de asuntillos sucios en los que había estado involucrado, y decidí ir a Kilburn, que es donde vive, y confiarle mi problema. Él me indicaría el modo de convertir la piedra en dinero. Pero ¿cómo llegar allí sin contratiempos? Pensé en la angustia que había pasado en el camino desde el hotel hasta la casa de mi hermana, temeroso de que en cualquier momento me pudieran detener y registrar, y encontraran la piedra en el bolsillo de mi chaleco. En aquellos momentos estaba apoyado en la pared, observando a los gansos que correteaban a mi alrededor, y de pronto se me ocurrió una idea que me permitiría burlar al mejor detective que haya existido jamás.
»Unas semanas antes, mi hermana me había dicho que podía elegir uno de sus gansos como regalo de Navidad, y yo sabía que siempre mantenía su palabra. Me llevaría ahora mismo el ganso y en su interior transportaría mi piedra preciosa hasta Kilburn. Había en el patio un pequeño cobertizo y conduje tras él a uno de los gansos, un ejemplar grande y hermoso, blanco y con una raya en la cola. Lo sujeté bien, le abrí el pico y le metí la piedra en el gaznate, tan abajo como pudo alcanzar mi dedo. El ave se la tragó y sentí que le pasaba por la garganta y llegaba al buche, pero el animal aleteaba y se debatía, y mi hermana salió a ver qué pasaba. Cuando me volví para hablar con ella, el pajarraco se me escapó y voló a reunirse con sus compañeros.
»—¿Qué le estás haciendo a este ganso, Jem? —preguntó mi hermana.
»—Bueno —respondí—. Dijiste que me darías uno por Navidad y miraba cuál está más gordo.
»—Oh, ya hemos separado uno para ti. Lo llamamos el ganso de Jem. Es aquel grande y blanco. En total hay veintiséis. Uno para ti, otro para nosotros y dos docenas para vender.
»—Gracias, Maggie —le dije—, pero, si no te importa, prefiero quedarme con el que he escogido.
»—El que te digo pesa por lo menos tres libras más —protestó mi hermana—, y lo hemos engordado especialmente para ti.
»—No importa. Prefiero el otro y me lo voy a llevar ahora mismo.
»—Bueno, como tú quieras —dijo ella, un poco enfadada—. ¿Cuál dices que quieres?
»—Aquel blanco con la raya en la cola, el que está ahora en medio de la bandada.
»—De acuerdo. Lo matas y te lo llevas.
»Así lo hice, señor Holmes, y me llevé el ganso a Kilburn. Le conté a mi amigo lo que había hecho, porque es ese tipo de persona al que se le puede contar una cosa así, y rió hasta que se le saltaron las lágrimas. Después cogimos un cuchillo y abrimos el ganso. Se me cayó el alma a los pies: allí no había ni rastro de la piedra y comprendí que había cometido una enorme equivocación. Dejé el ganso, volví corriendo a casa de mi hermana y me precipité al patio posterior. No había un solo ganso a la vista.
»—¿Dónde están, Maggie? —grité.
»—Los han llevado a la tienda.
»—¿A qué tienda?
»—La de Breckinridge, de Covent Garden.
»—¿Había otro ganso con una raya en la cola, igual al que yo escogí? —pregunté.
»—Sí, Jem. Había dos con una raya en la cola y yo nunca era capaz de distinguirlos uno de otro.
»Entonces, claro, lo entendí todo, y corrí a toda la velocidad que me permitían las piernas en busca del tal Breckinridge. Pero había vendido el lote entero y se negó a decirme a quién. Ya lo han oído ustedes esta noche. Pues todas las veces ha pasado lo mismo. Mi hermana cree que me estoy volviendo loco, y, a veces, yo también lo creo. Y ahora…, ahora soy un ladrón, estoy marcado, sin haber llegado a tocar siquiera el tesoro por el que perdí el buen nombre. ¡Que Dios se apiade de mí! ¡Que Dios se apiade de mí!
Ocultó el rostro entre las manos y prorrumpió en violentos sollozos.
Siguió un largo silencio, roto solo por su agitada respiración y por el acompasado tamborileo de los dedos de Sherlock Holmes en el borde de la mesa. Finalmente, mi amigo se levantó y abrió la puerta de par en par.
—¡Váyase! —dijo.
—¿Cómo, señor? ¡Oh, que Dios le bendiga!
—Ni una palabra más. ¡Fuera de aquí!
No hicieron falta más palabras. Hubo una carrera precipitada, un ruido de pisadas en la escalera, el eco de un portazo y el seco repicar de unos pies que corrían por la calle.
—Al fin y al cabo, Watson —dijo Holmes, alargando la mano en busca de su pipa de arcilla—, la policía no me paga para que cubra sus deficiencias. Si Horner corriera peligro sería otro cantar, pero este tipo no comparecerá para declarar contra él y el proceso no seguirá adelante. Seguro que estoy indultando a un delincuente, pero es posible que esté salvando un alma. El tal Ryder no volverá a descarriarse. Tiene demasiado miedo. Envíelo a la cárcel y lo convertirá en carne de presidio para el resto de su vida. Además, la Navidad invita al perdón. La casualidad ha puesto en nuestro camino un problema sumamente singular, y el placer de resolverlo ha sido ya recompensa suficiente. Si tiene usted la amabilidad de tocar la campanilla, doctor, iniciaremos otra investigación cuyo elemento principal será también un ave.
Relato de de Gemma Muñoz Brugués: Te lo dije
Una agradable sorpresa
Estas Navidades van a ser distintas.
En las noticias ya casi no se habla de ello, como si ultimar las compras navideñas fuera lo único que merece la atención de los vieneses durante estos últimos días de adviento. En los anuncios de champán, los actores siguen celebrando la vida como si nada; los usuarios de Instagram han dejado de añadir el hashtag de homenaje a las víctimas en sus historias; todo el mundo hace planes para las fiestas navideñas sin plantearse siquiera que algo podría salir mal. Que la próxima vez podría tocarles a ellos.
Lea repiquetea el suelo con la punta del pie. Ocho días. Le quedan ocho días para convencer a su familia entera de que no acudan a la misa del gallo este año. Solo de pensar en la iglesia se le hace un nudo en el pecho. Fija la vista en la pantalla que indica el recorrido del tranvía e intenta relajar la respiración. Ya se le ocurrirá algo. Lo que sea para evitar el riesgo de ser víctimas de otro atentado islamista.
Llegan a Dr. Karl Renner-Ring y Lea recita en un susurro el sonsonete de la voz mecanizada que anuncia la última parada. Se sabe de memoria todas las opciones de trasbordo a otras líneas y se ha acostumbrado a repetirlas en voz alta, para tener la mente distraída y olvidar el miedo de encontrarse en una de las plazas más concurridas de Viena. Baja del vagón con las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos y otea a izquierda y derecha por encima de la bufanda. El resto de pasajeros le pasan rozando por los lados sin levantar la cabeza del móvil, ajenos a la amenaza latente que podría estropearles para siempre las navidades. O a sus familias. Un escalofrío le eriza los pelos de la nuca y se sobresalta con el chirrido del tranvía que se aleja. Las autoridades han prometido duplicar los contingentes de vigilancia desde el suceso en la sinagoga. Pero hay mucha más gente de esa suelta por ahí, y Lea lo sabe.
Sacude la cabeza y se une deprisa al torrente de gente que baja hacia la boca del metro. Siempre ha detestado las masas en lugares públicos, pero este es el camino más rápido a casa y no tiene tiempo que perder. Además, según su terapeuta le conviene enfrentarse a sus miedos, en lugar de evitar el transporte público y no participar en las fiestas locales. Pero ir a la iglesia en Nochebuena es harina de otro costal. Tiene que hablar ya con su madre. Y si quiere ganarse el apoyo de sus hermanos debe preparar bien el terreno; es decir, atiborrarlos de ensalada de patata y queso fundido hasta que se les pasen las ganas de discutir y le den la razón cuando hable con el resto de la familia. Lea se ríe bajito al imaginarse a Jonas tumbado en el sillón con una mano en la barriga y el rostro satisfecho. Eli será más dura de roer, pero Lea ha reservado para la ocasión un Riesling de alta gama que le regalaron por su cumpleaños y confía poder ablandar así la fijación católica de su querida hermanita.
Ya está dentro del metro. Cierra los ojos y se agarra con fuerza a la barra del lado de la puerta. Cada sacudida supone un retortijón de estómago para Lea. Por lo menos hoy no falla la electricidad ni parpadean las luces. La última vez que se paró el tren en medio del túnel casi le da un ataque de ansiedad. Suerte de la señora que la tranquilizó diciendo que si fuera un atentado los terroristas ya habrían sacado las pistolas. Lea inspira hondo, abre los ojos y juega a imaginarse la historia de los pasajeros que la rodean. Dos chicos comentan con ilusión algo que ven en el móvil del más rubio, que va pasando la pantalla hacia abajo con el dedo y de vez en cuando da un brinco entusiasmado. El otro parece más tímido, con una mata de pelo que le cubre la frente, pero ante la reacción de su pareja no puede contenerse y le besa en la mejilla. Probablemente están decidiendo qué muebles quedarán mejor en el salón color calabaza del piso donde se acaban de mudar. Lea sonríe, y se fija en la niña de mirada curiosa que hace rato que observa la pareja desde el asiento opuesto. A juzgar por el ceño fruncido de su madre, acicalada y cargada de bolsas con regalos navideños, cuando llegue a casa le pondrá Blancanieves para que la pequeña se olvide enseguida de que no todas las princesas llevan vestido.
Lea sacude la cabeza con reprobación ante tal gesto de intolerancia y se da cuenta de que casi han llegado a Rochusgasse. Y no ha pasado nada. De momento. El metro se detiene en la parada y Lea se apresura hacia las escaleras. Tiene un chico delante que apenas lleva abrigo, con una mochila medio vacía colgada del hombro y la piel oscura. Lea se aparta un par de metros. Y ese, ¿no debería volver a Irak o adonde sea para pasar las Navidades? Algún motivo tendrá para quedarse en Austria, y seguro que no es nada bueno. Lea se estremece y reza por sentir el aire fresco de la calle en la cara. Cuando ve las primeras luces de la calle respira aliviada. A salvo. El chico se aleja sin mirar atrás. Puede que en la mochila no lleve nada más que comida congelada para la cena de hoy, que se tomará solo mientras mira algún video de YouTube en el móvil. Igual que en Nochebuena. Sin nadie a quien contárselo.
Lea se pone en marcha con un sabor agrio en la boca. ¿Por qué sigue dándole vueltas al asunto? Ella no tiene la culpa de ser afortunada por tener una familia con la quien contar. Además, sus hermanos llegarán en media hora y aún tiene que preparar la fondue y poner en frío el vino.
En efecto, Jonas se presenta tan puntual como siempre y le ayuda a preparar los palitos de zanahoria y el humus casero mientras escuchan de fondo la lista de villancicos del año que propone Spotify. Cuando suena el timbre de nuevo, Lea se suelta riéndose del abrazo danzarín de su hermano y abre la puerta emocionada. La carcajada se le congela en los labios. Eli no ha venido sola. Medio escondido detrás de su sonriente hermana, un chico de tez oscura la observa impasible. Lea traga saliva. Se parece demasiado al iraquí del metro.
Lea apenas pronuncia palabra durante la cena. La nueva pareja de su hermana resulta ser de lo más agradable y enseguida se entiende con Jonas, que antes de empezar derecho quería dedicarse al mundo de la música electrónica y lo bombardea a preguntas entre bocado y bocado. Kaleb explica con voz paciente en qué consiste su trabajo como mezclador, y a Lea no se le escapan los ojitos enamorados de Eli, que de vez en cuando deja su copa sobre la mesa y se arrima un poco más a su chico. Les cuenta ilusionada lo rápido que ha fluido todo desde que coincidieron en una sesión de yoga de la uni, hace un par de semanas. Lea frunce el ceño y se pregunta en silencio si no es demasiado pronto como para traerlo a casa. A su casa, para más inri.
Cuando ya solo quedan un par de trozos de tarta y Kaleb se sirve el último trago de vino, Jonas se levanta para recoger la mesa. En la cocina, Lea mete los platos en el lavavajillas de forma automática, y solo se detiene cuando nota las manos de su hermano en los hombros. La mira con semblante preocupado, y Lea sabe que no va a poder retrasar mucho más la conversación.
—Eh, ¿reunión familiar y no se me ha avisado?
Eli guarda el rollo de cocina en el armario y se sienta de un saltito en la encimera. Lea baja los ojos.
—No, bueno, quería hablaros de Nochebuena, pero mejor cuando estemos los tres solos.
Eli frunce el ceño.
—¿Qué es tan importante que no puede escucharlo Kaleb?
Lea aguanta la mirada reprobadora de su hermana, inspira profundamente y confiesa en un murmullo casi inaudible su deseo de quedarse en casa por Navidad. Jonas suelta una carcajada y le frota la nuca con ternura.
—¿Se te han pasado las ganas de ir a misa, hermanita?
—Pero ¡es parte de la tradición! —salta Eli—. Abrigar a la abuela hasta arriba, cantar villancicos por el camino y tomar vino caliente al salir de la iglesia. Incluso a Kaleb le hace ilusión acompañarnos, aunque no sea creyente. —Los dos hermanos mayores se tumban a mirarla. Eli se encoje de hombros—. Claro que pienso invitarle, chicos. Kaleb es mi novio.
Entonces, el aludido entra también en la cocina con los cubiertos en mano y pregunta exhibiendo una sonrisa impecable si Eli les está contando sus virtudes. Ella se ríe fuerte y le planta un beso en los labios. Lea les da la espalda y se dirige a Jonas con la expresión muy seria.
—No podemos ir este año a la iglesia, Jonas. En serio. Es peligroso.
—No será esto otra de tus paranoias, ¿verdad, Lea? Creía que te estaba ayudando hablar con la terapeuta esa.
Lea sacude la cabeza con vehemencia e ignora la pregunta de Eli a sus espaldas, que quiere saber de qué peligro está hablando.
—No es ninguna paranoia, Jonas. Londres, Hamburgo, París, Niza; y ahora aquí. ¡Están por todas partes!
—¿Quiénes están por todas partes?
Lea aprieta los labios y mira a Kaleb de reojo.
—Ellos.
—¿Perdona? —Eli la coge del brazo y la gira bruscamente hacia ella—. ¿Se puede saber de qué estás hablando?
Lea se suelta de un tirón. Tiene la cara roja.
—¡De los terroristas! ¡De los musulmanes y los yihadistas que nos invaden y destrozan nuestras familias! ¿Es que no os dais cuenta? Viena está cada vez más llena de inmigrantes y nadie se molesta en comprobar si tienen tendencias extremistas.
Eli suelta una carcajada cínica.
—Estarás de broma, supongo. Nos está vacilando, ¿verdad? —Se dirige a Jonas con el tono de voz cada vez más alto—. ¿Está metiendo a los inmigrantes en el mismo saco que a los yihadistas?
—Yo no he dicho eso. Es solo que…
—No quiero escuchar ni una palabra más. —Eli lanza una mirada helada a su hermana antes de salir de la cocina—. Kaleb, nos vamos. No vaya a ser que hagas estallar el piso o algo por el estilo.
El golpe de puerta deja paso a un silencio seco. Lea crispa los puños y se afana por contener las lágrimas. Jonas sacude la cabeza.
Desde luego, van a ser unas Navidades muy distintas.
Nochebuena
El tranvía la deja a unos quince minutos de casa de su madre.
Lea se ha puesto las deportivas para hacer el resto del camino andando. Se ha retrasado un poco, seguro que ya están todos esperándola hambrientos cuando llegue. Un escalofrío sacude el cuerpo de Lea al recordar la última vez que vio a sus hermanos. Respira hondo y acelera el ritmo para combatir el frío que empaña Viena con una niebla mística. Qué bonita es su ciudad bajo el alumbrado navideño, piensa orgullosa.
Mientras recorre el camino de gravilla que cruza el jardín delantero, Lea repasa mentalmente los propósitos que se ha fijado para tener la noche en paz. Atisba a través de la ventana la camisa chillona de Jonas cerca de la mesa de los entrantes. Cuando han hablado por teléfono esta mañana, su hermano le ha hecho prometer que no mencionará ese absurdo miedo suyo de ir a la iglesia. Lea da un par de saltitos y sacude las manos para expulsar la negatividad. Ensaya una sonrisa y toca el timbre deseando que sea su madre quien le abra la puerta, aunque aún está un poco resentida con ella. No se esperaba que invitara a Kaleb sin comentárselo antes.
—Mi preciosa sobrina número dos, ¿cómo estás, tesoro?
El abrazo de su tío le infunde un torrente de energía y entra en casa cogida de su cintura. Enseguida oye los gritos de los niños trotando sobre sus cabezas: su prima también ha llegado. Deja el abrigo en el perchero, se descalza y sigue a su tío hasta el comedor. La hermana engreída de su madre se ha apropiado del sillón de la esquina, Jonas conversa con el marido de su prima sin perder de vista los canapés y la abuela observa risueña el intercambio de caricias mal disimuladas que tiene lugar en el sofá. Lea reprime una nausea.
—Qué bien, mira quién ha llegado. —El sarcasmo de Eli, sentada junto a su novio, desata un torbellino de rabia en el pecho de Lea. Se muerde los labios—. Te gustará saber que todos han aceptado de maravilla que Kaleb celebre la Navidad con nosotros, a pesar de ser musulmán. ¿Verdad, abuelita? A ver si te sirve de ejemplo su tolerancia, Lea.
Su madre entra en aquel momento al comedor y la rescata poniéndole un bol de ensalada entre las manos antes de darle un beso sonoro en la mejilla.
—Qué bien que hayas llegado, cariño. ¿Te importa ir a buscar a los sobrinitos arriba? La cena ya está lista.
Lea asiente, consciente de los ojos críticos de sus familiares puestos en ella. Coloca la ensalada sobre la mesa en silencio y, antes de salir del comedor, dirige una mirada fugaz al rostro oscuro de Kaleb, que la observa desde el sofá con la expresión serena y apacible. Como si no le guardara rencor alguno por desconfiar de él. Y aun así, Lea no puede evitar sentir un escalofrío.
La misa del gallo
El cura levanta los brazos y su hábito rojo se abre como si quisiera absorber a todos los presentes. Dan las doce, todo el mundo se levanta de los bancos de madera y los cánticos al niño nacido reverberan por la majestuosa bóveda de piedra. Lea se balancea hacia delante y hacia atrás, mueve los labios sin escuchar los cantos y repasa las caras alegres de los feligreses que tiene más cerca.
Aparte de su prima y los niños, el resto de la familia de Lea se ha unido a la comitiva liderada por su madre para ir a la iglesia. Mientras esperaban que se hicieran las once, han cantado villancicos para mantener despierta a la abuela y se han hartado de turrones. Por el camino, a Lea le da tantas vueltas la cabeza que ha tenido que apoyarse al brazo de su tío. Se ha pasado toda la cena rellenándose la copa de vino, incapaz de soportar sobria la risilla orgullosa de Eli ante los elogios de su madre hacia Kaleb por haber conseguido vete a saber qué éxito laboral. A los sobrinos también les caía la baba cuando se ha puesto a entonar algo parecido a una canción en su lengua materna. Árabe, supone Lea. Tampoco se ha molestado en preguntárselo.
Cuando el cura baja los brazos, su hermano le pellizca el brazo y le susurra al oído:
—¿Lo ves, paranoica? Te dije que no tenías por qué preocuparte. Los terroristas tienen mejores cosas que hacer en Nochebuena.
—Los islamistas no celebran la Nochebuena.
Pero su murmullo queda eclipsado por el estruendo de una traca de petardos que acaba de estallar detrás del altar. Los cohetes salen disparados hacia el techo, el ruido de los silbidos y detonaciones se mezcla con los gritos de la multitud atemorizada, los cristales de las vidrieras caen como una lluvia diabólica sobre las cabezas de los creyentes. Lea nota cómo la angustia le sube por el esófago. El caos se apodera de la iglesia, convertida en una discoteca de los horrores. La gente se empuja para salir, algunos corren y golpean a su paso a los ancianos desamparados. Su madre la apremia clavándole el codo en la espalda, pero Lea está atrapada entre las filas de bancos y el torrente de abrigos que abarrotan el pasillo. Respira hondo y repite en un susurro el mantra que le enseñó la terapeuta para momentos de estrés: «Todo está en tu cabeza», e intenta ignorar los chillidos asustados de los niños y el olor a pólvora que empieza a saturar el aire.
Los petardos siguen detonando. Alguien tira de su manga y se encuentra de pronto entre la multitud del pasillo. El mareo aún le enturbia los sentidos, oye la voz alarmada de Jonas pero no consigue verlo, tiene la sensación de estar aspirando ceniza y se pone a toser. Entonces estalla la traca final y un montón de cohetes de luz blanca iluminan la nave barroca en medio de un estrépito infernal. El resplandor le permite distinguir el rostro de Eli a su derecha, y Lea intenta abrirse paso hacia ella con las manos tapándose los oídos.
Cuando terminan las explosiones, el eco tarda unos segundos en disiparse y deja paso a un silencio turbio. Un niño llora, la gente sigue avanzando, ahora con menos prisa, hacia las grandes puertas de roble. Una corriente fría entra por las vidrieras rotas y apaga las últimas velas. De pronto, se oyen carcajadas. Lea se gira hacia el altar y ve a dos siluetas cruzando la oscuridad. Son dos chicos jóvenes. Blancos. «¡Inocentes de Navidad!», grita el más alto, y las risas diabólicas vuelven a cortar el aire antes de desaparecer hacia los aposentos del cura.
La multitud se desata en insultos y exclamaciones indignadas. Lea percibe la presencia de alguien muy cerca de su cara. Es Kaleb. Se aparta de un salto, pero él le sonríe con una expresión angelical y murmura:
—Parece que no hace falta ser musulmán para provocar el caos, ¿verdad?
Gemma Muñoz Brugués
Mi madre, influenciada por los cuentos ilustrados que mi abuelo le traía de sus frecuentes viajes al exterior, relacionó siempre la nieve con la navidad. En 1945, cuando ella contaba apenas seis años, la familia pasó la navidad en Chicago, atendiendo la invitación del tío Alberto. Acababa de terminar la guerra y resurgía la esperanza en el mundo. Mi madre solo ansiaba conocer la nieve, pero en los días previos, y hasta el día de nochebuena, no cayó ni un solo copo. Esa noche los adultos, reunidos en torno al árbol, sugirieron a los niños pedir un deseo mientras los chiquillos, en la ventana, buscaban la estrella en el cielo y veían maravillados cómo una fina capa de algodón cubría la ciudad.
El 25, día de navidad, cayó una de las peores tormentas de nieve de las que se tenga registro. Trenes y automóviles quedaron atascados durante horas y las noticias de la radio advertían que muchos padres no regresarían a sus hogares a tiempo para celebrar con sus familias.
Mi madre cargaría por años el peso de la culpa, pues el deseo que pidió aquella noche, fue que cayeran montones de nieve para que la navidad no acabara jamás.
Reinaldo Bernal Cárdenas
Nuestra primera Navidad en familia, después de la muerte de papá ocurrida cinco meses antes, fue de consecuencias decisivas para la felicidad familiar. Nosotros siempre fuimos una familia feliz, en ese sentido bien amplio de felicidad: gente honesta, sin crímenes, hogar sin peleas internas ni graves dificultades económicas. Pero, debido en parte a la naturaleza gris de mi padre, ser desprovisto de todo tipo de lirismo, instalado en la mediocridad, siempre nos había faltado ese disfrute de la vida, ese gusto por las felicidades materiales: un buen vino, un balneario, el refrigerador, cosas así. Mi padre había sido un gran equivocado, casi dramático, el pura-sangre de los esfuma-placeres.
Mi padre murió, lo sentimos mucho, etc. Cuando ya nos acercábamos a la Navidad, yo no sabía qué hacer para poner distancia con esa memoria del muerto que obstruía, que parecía haber sistematizado para siempre la obligación de un recuerdo doloroso en cada comida, en cada mínimo gesto de la familia. Una vez sugerí a mamá que fuera al cine a ver una película. ¡Se puso a llorar! ¡Dónde se vio ir al cine estando de luto riguroso! El dolor ya se cultivaba por las apariencias, y yo, que siempre había querido bien a papá, más por instinto filial que por espontaneidad del amor, me veía a punto de detestar al bueno del muerto.
Fue sin lugar a dudas por eso que me nació, en este caso sí, espontáneamente, la idea de hacer una de mis llamadas “locuras”. Esa había sido, en realidad, y desde muy niño, mi excelente conquista contra el clima familiar. Desde muy temprano, desde los tiempos de la secundaria, en que me las arreglaba para sacar regularmente un reprobado todos los años, desde el beso a escondidas a una prima, cuando tenía diez años, descubierto por la tía Velha, una tía detestable; y principalmente desde las lecciones que di o recibí, no sé, de una criada, conseguí, en el reformatorio del hogar y con la vasta parentela, la fama conciliadora de “loco”. “¡Está loco, el pobre!” decían. Mis padres hablaban con cierta tristeza condescendiente, el resto de la parentela me buscaba como ejemplo para sus hijos y probablemente con aquel placer de los que se convencen de alguna superioridad. No tenían locos entre sus hijos. Pues esa fama es la que me salvó. Hice todo lo que la vida me presentó y que mi ser exigía que se realizara con integridad. Y me dejaron hacer de todo, porque era loco, pobrecito. El resultado de todo esto fue una existencia sin complejos, de la cual no tengo nada de qué quejarme.
Siempre teníamos la costumbre, en la familia, de realizar la cena de Navidad. Cena insignificante, ya puede usted imaginarse; cena tipo mi padre: castañas, higos, pasas después de la Misa de Gallo. Empachados de almendras y nueces (si habremos discutimos los tres hermanos por el cascanueces…), empachados de castañas, nos abrazábamos e íbamos a la cama. Fue al recordar esto que arremetí con una de mis “locuras”.
–Bueno, para Navidad, quiero comer pavo.
Hubo una de esas sorpresas que nadie se imagina. Luego, mi tía solterona y santa, que vivía con nosotros, advirtió que no podíamos invitar a nadie debido al luto.
–¿Pero quién habló de invitar a alguien? Esa manía… ¿Cuándo comimos pavo en nuestra vida? Pavo aquí en casa es plato de fiesta, viene toda esa parentela del demonio…
–Hijo mío, no hables así…
–Pues hablo y ya.
Y descargué mi helada indiferencia sobre nuestra parentela infinita, dizque descendiente de bandeirantes, que poco me importa. Era el momento para desarrollar mi teoría de loco, pobrecito, y no perdí la ocasión. De sopetón me dio una ternura inmensa por mamá y tiita, mis dos madres, tres con mi hermana, las tres madres que divinizaron mi vida. Siempre era lo mismo: venía el cumpleaños de alguien y sólo así se hacía pavo en la casa. Pavo era plato de fiesta: una inmundicie de parientes ya preparados por la tradición, invadían la casa por el pavo, las empanaditas y los dulces. Mis tres madres, tres días antes, lo único que sabían de la vida era trabajar preparando carnes frías y dulces finísimos, pues estaban muy bien hechos. La parentela devoraba todo y todavía se llevaba paquetitos para los que no habían podido venir. Mis tres madres quedaban exhaustas. Del pavo, sólo en el entierro de los huesos, al día siguiente, mamá y tiita probaban un pedacito de pierna, oscuro, perdido en el arroz blanco. Y eso que era mamá quien servía, elegía para el viejo y para los hijos. En realidad, nadie sabía concretamente qué era un pavo en nuestra casa, pavo restos de fiesta.
No, no se invitaba a nadie, era un pavo para nosotros cinco, cinco personas. Y tenía que ser con dos farofas, la gorda con los menudos y la seca, doradita, con bastante mantequilla. Quería el buche rellenado sólo con farofa gorda, a la que teníamos que agregar fruta negra, nueces y una copa de Jerez, como había aprendido en casa de la Rosa, mi querida compañera. Está claro que omití decir dónde había aprendido la receta y todos desconfiaron. Y todos se quedaron en ese aire de incienso soplado…¿no sería tentación del Diablo aprovechar una receta tan sabrosa? Y cerveza bien helada, garantizaba yo casi a los gritos. Lo cierto es que con mis “gustos” ya bastante refinados fuera del hogar, primero pensé en un buen vino bien francés. Pero la ternura por mamá venció al loco, a mamá le encantaba la cerveza.
Cuando acabé mis proyectos, me di cuenta, todos estaban felicísimos, con un inmenso deseo de hacer aquella locura con la que había irrumpido. Sabían muy bien que era locura, sí, pero todos se imaginaban que yo era el único que deseaba mucho aquello y era fácil echar encima mío la culpa de sus deseos enormes. Se sonreían, mirándose unos a otros, tímidos como palomas desgarradas, hasta que mi hermana asumió el consentimiento general:
–¡Aunque esté loco!…
Se compró el pavo, se hizo el pavo, etc. Y después de una Misa de Gallo muy mal rezada, tuvimos nuestra Navidad más maravillosa. ¡Qué chistoso! Cuando me acordaba que finalmente iba a lograr que mamá comiera pavo, en esos días no hacía otra cosa que pensar en ella, sentir ternura por ella, amar a mi viejita adorada. Y mis hermanos también, estaban en el mismo ritmo violento de amor, todos dominados por la nueva felicidad que el pavo iba imprimiendo en la familia. De modo que, aún disfrazando las cosas, dejé con tranquilidad que mamá cortara toda la pechuga del pavo. En un momento mamá se detuvo, luego de haber cortado en rebanadas uno de los lados del ave, sin resistirse a aquellas leyes de economía que siempre la habían sumido en una casi pobreza sin razón.
–No, señora, siga cortando… y pedazos grandes. ¡Yo solo me como eso!
Era mentira, el amor familiar, estaba incandescente en mí de tal forma, que hasta era capaz de comer poco, sólo para que los otros cuatro comieran mucho. Y el diapasón de los otros era el mismo. Aquel pavo comido entre nosotros solos redescubría en cada uno lo que la cotidianeidad había borrado por completo: amor, pasión de madre, pasión de hijos. Dios me perdone pero estoy pensando en Jesús. En esa casa de burgueses muy modestos, se estaba realizando un milagro digno de la Navidad de un Dios. La pechuga del pavo quedó enteramente reducida a rebanadas grandes.
–¡Yo sirvo!
–¡Qué loco! ¡Pero por qué tenía que servir si siempre mamá había servido en esa casa! Entre risas, los grandes platos llenos fueron pasando hasta mí y empecé una distribución heroica, mientras mandaba a mi hermano a que sirviera la cerveza. Advertí un pedazo admirable de pavo lleno de carnecita y lo puse en el plato. Y luego varias rebanadas blancas. La voz severa de mamá cortó el espacio angustiado en el cual todos aspiraban a su parte del pavo:
–¡Acuérdate de tus hermanos, Juca!
¿Cuándo iba a imaginarse ella?, ¡la pobre!, que ese era el plato suyo, de la Madre, de mi amiga maltratada que sabía de la existencia de Rosa, que sabía de mis crímenes, a quien sólo le contaba lo que hacía sufrir!… El plato quedó sublime.
–Mamá, este es su plato. ¡No!… ¡No lo pase!
Fue entonces cuando ella no pudo más con tanta conmoción y se puso a llorar. Mi tía también, después de ver que el siguiente plato sublime era el suyo, entró en el asunto de las lágrimas. Y mi hermana también, que jamás había visto lágrimas sin abrir una llave, se desparramó en llanto. Entonces empecé a decir muchas tonterías para no llorar también, tenía diecinueve años… Diablo de familia tonta que veía un pavo y lloraba… Esas cosas… Todos se esforzaban por sonreír, pero ahora la alegría se tornaba imposible. El llanto había evocado, por asociación, la imagen indeseable de mi padre muerto. Mi padre, con su figura gris, vino a estropear para siempre nuestra Navidad. ¡Me dio coraje!
Bueno, empezamos a comer en silencio, consternados, y el pavo estaba perfecto. La carne tierna, de un tejido muy tenue, se mezclaba entre los sabores de las farofas y del jamón, de vez en cuando herida, molestada y vuelta a desear ante la intervención más violenta de la pasa negra y el estorbo petulante de los pedacitos de nuez. Pero papá estaba sentado allí, gigantesco, incompleto, una censura, una llaga, una incapacidad. Y el pavo estaba tan rico, y mamá que por fin sabía que el pavo era un manjar digno de Jesucito nacido.
Empezó una lucha baja entre el pavo y el bulto de papá. Supuse que alentar al pavo era fortalecerlo en la lucha y, está claro, había tomado decididamente el partido del pavo. Pero los difuntos tienen medios escurridizos, muy hipócritas, como para vencerlos. En cuanto alabé al pavo, la imagen de papá creció victoriosa, insoportablemente obstruyente.
–Sólo falta su papá.
Yo ni comía, ya no podía probar más ese pavo perfecto, tanto me interesaba esa lucha entre los dos muertos. Llegué a odiar a papá. Y ni sé qué inspiración genial de repente me volvió hipócrita y político. En aquel instante que hoy me parece decisivo en nuestra familia, tomé aparentemente el partido de mi padre. Fingí, triste.
–Y sí. Papá nos quería mucho y murió de tanto trabajar para nosotros, papá allí en el cielo debe estar contento –dudé, pero resolví no mencionar más al pavo–, contento de vernos a todos reunidos en familia.
Y todos, mucho más tranquilos, empezaron a hablar de papá. Su imagen fue disminuyendo y se transformó en una estrellita brillante en el cielo. Ahora todos comían el pavo con sensualidad, porque papá había sido muy bueno, siempre se había sacrificado tanto por nosotros, había sido un santo que “ustedes, mis hijos, nunca podrán pagar lo que deben a su padre”, un santo. Papá se transformó en santo, una contemplación agradable, una estrellita en el cielo, imposible de deshacer. No perjudicaba más a nadie, puro objeto de contemplación suave. El único muerto aquí era el pavo, dominador, completamente victorioso.
Mamá, tía, nosotros, todos inundados de felicidad. Iba a escribir “felicidad gustativa”, pero no era sólo eso. Era un felicidad mayúscula, un amor de todos, un olvido de otros parientes que distraen del gran amor familiar. Y fue, sé que ese primer pavo comido en el seno de la familia fue el comienzo de un amor nuevo, reacomodado, más completo, más rico e inventivo, más complaciente y cuidadoso. Nació entonces una felicidad familiar para nosotros que, no soy exclusivista, algunos tendrán igual de grande, sin embargo más intensa que la nuestra, me es imposible concebir.
Mamá comió tanto pavo que en un momento imaginé que podría hacerle mal. Pero enseguida pensé: ¡Ah!, ¡no importa! aunque se muera, pero por lo menos que una vez en la vida coma pavo de verdad.
Tamaña falta de egoísmo me había transportado a nuestro infinito amor… Después vinieron una uvas ligeras y unos dulces, que allí en mi tierra llevan el nombre de “bien-casados”. Pero ni siquiera ese nombre peligroso se asoció al recuerdo de mi padre, que el pavo ya había convertido en dignidad, en cosa cierta, en culto puro de contemplación.
Nos levantamos. Eran casi las dos de la mañana, todos alegres con dos botellas de cerveza encima. Todos se iban a acostar, a dormir o a dar vueltas en la cama, poco importa, porque es bueno un insomnio feliz. La cuestión es que Rosa, católica antes de ser Rosa, me había prometido que me esperaría con una champaña. Para poder salir mentí, dije que iba a la fiesta de un amigo, besé a mamá y le guiñé el ojo; era una manera de contar a dónde iba y qué iba a hacer. Besé a las otras dos mujeres sin guiñarles el ojo. Y ahora, ¡Rosa!…
Manuel de Andrade
Henry Clithering rompió de pronto el silencio de la sala:
–¡Debo presentar una queja!
Los demás dieron un pequeño respingo en sus asientos. El coronel Bantry frunció el entrecejo. Su esposa apartó un momento el catálogo de bulbos que hojeaba. El doctor Lloyd se encontraba admirando a la hermosa actriz Jane Helier, quien contemplaba sus uñas rojas perfectamente esmaltadas.
La señorita Marplese encontraba sentada y muy erguida. Fue la primera en hablar:
–¿Una queja? ¿Qué clase de queja?
–Pues una queja muy seria –insistió el señor Clithering–. En esta sala somos seis personas, tres hombres y tres mujeres. Los hombres hemos contado relatos y las mujeres aún no se han pronunciado. Deberían contar también algún relato como el nuestro.
–¡Vaya! –suspiró la señora Bantry–. ¿No te parece suficiente con escuchar con atención? Creo que ya hemos cumplido…
–Es una buena excusa, lo reconozco –apuntilló el señor Henry Clithering–. Pero creo que no es suficiente. Y puesto que empezaste, debes continuar… ¡adelante!
–¡Pero si yono tengo nada que contar! –dijo la señora Bantry–. Nunca me vi rodeada de sangre ni misterios.
–Bueno, tampoco tiene por qué tratarse de nada sangrient –dijo Henry–, aunque estoy seguro de que alguna esconde algún misterio. Por ejemplo usted, señorita Marple… cuéntenos alguna de sus historias…
–No se crea usted, señor Clithering… tampoco recuerdo muchas historias. Bueno, ahora que lo dice, sí que recuerdo una, y además fue una auténtica tragedia. Voy a intentar recordar todo lo que pasó ya que además me vi involucrada. Deben perdonarme si cuento mal la historia…
–Adelante, adelante, estamos deseando escuchar –dijo Henry entusiasmado.
–Pues bien– continuó la señorita Marple –todo ocurrió en un hidro…
–¡En un hidroavión! –interrumpió Jane con los ojos muy abiertos.
–No, querida, en un hidrotermal, un balneario –dijo la señorita Marple.
–¡Oh! ¡Qué lugares tan horribles! –dijo entonces el coronel Bantry–. Hay que levantarse temprano para beber un vaso de agua que sabe a demonios y hay montones de ancianas sentadas por todas partes intercambiando a cada momento endiabladas habladurías…
–Pues sí, señor Bantry –dijo entonces la señorita Marple–. Yo misma…
–Oh, no quise decir eso –se disculpó el coronel.
–No, no, si es cierto. Habladurías y escándalos. De todo eso se habla constantemente. De hecho, muchas de estas mujeres (según los jóvenes, ‘ociosas’), disponen de mucho tiempo y mucho interés en dedicarlo a los demás. Observan y se convierten en auténticas expertas… Aunque debo confesar que a mí muchas veces también me han herido comentarios hechos sin pensar. Pero a veces estos juicios son necesarios.
Por ejemplo, yo misma tuve a una doncella a la que enseguida ‘calé’ y antes de que sucediera lo peor, la despedí, escribiendo una carta negativa para que ninguna de mis amistades la contratara. Mi sobrino pensó que era una maldad por mi parte, pero gracias a eso libré a muchas de mis amigas de una ladronzuela, como luego se comprobó cuando entró a servir a otra casa. En fin… tal vez penséis que todo esto no tiene nada que ver con el relato del balneario Keston Spa, en donde sucede lo que os voy a contar, pero en cierto modo todo tiene relación. Por ejemplo, explica por qué yo no tuve la menor duda de que al ver juntos a los Sanders, supe al instanteque él quería deshacerse de ella.
–¿Cómo dice? –exclamó Henry incorporándose.
–El señor Sanders era un hombre corpulento, atractivo, franco en su trato y muy popular entre todos. Era muy amable con su esposa, pero yo estaba totalmente segura de que en el fondo quería deshacerse de ella. Ya sé que pensáis que no tenía ninguna prueba, pero tampoco las tenía con Walter Hones, y una noche de paseo, ella se cayó al río y después él cobró el dinero del seguro. y poco antes yo le había recomendado a la señora Hones que no se fuera con su marido al viaje a Suiza… Yo conocí a los Sanders en un tranvía. Estaba lleno y tuve que subir al piso superior. Ellos también subieron. Entonces él pareció perder el equilibrio, se resbaló en la escalera y lanzó a su mujer hacia abajo. Ella cayó hacia atrás. Menos mal que el revisor estuvo atento y pudo sostenerla..
–Pero eso pudo ser un accidente –dijo entonces Jane.
–Bueno, claro que sí. Se trató de un accidente… de alguien que es marine y está acostumbrado a los vaivenes y pierde casualmente el equilibrio en una escalera de tranvía… Pero, ¿qué podía hacer yo? ¿Avisar a una jovencita felizmente casada de que su marido no tardaría en asesinarla? Ella estaba enamorada, así que no serviría de nada. Tampoco tenía pruebas para ir a la policía… Así que opté por averiguarlo todo acerca de ellos. Gladys, que así se llama nuestra protagonista, me contó que llevaban poco tiempo casados y que no se encontraban en un buen momento económico. Su marido heredaría unos bienes, pero de momento no tenía nada. Así que vivían de la pequeña renta de ella. Ellos hicieron testamento al casarse, uno a favor del otro. ¡Conmovedor! Tenían una habitación en el piso más alto, en un lugar poco seguro pero con una escalera de incendios delante de la ventana. Me informé de si tenían balcón. ¡Son tan peligroso los balcones! Un empujoncito y… Así que le hice prometerme a ella que no se asomaría al balcón, que había tenido un sueño y que era mejor que no lo hiciera… Aún así estaba muy preocupada. ¿Cómo impedir que él la asesinara en el balneario? ¡Tenía que tenderle una trampa! Debía propiciar un asesinato hacia su esposa para desenmascararlo y conseguir las pruebas necesarias…
–¡Me deja usted sin habla! –dijo el doctor Lloyd–. ¿Qué plan ideó usted?
–No me dio tiempo. El hombre era demasiado inteligente. Imaginó que iba a tenderle una trampa y actuó. Cometió el crimen. –Todos guardaron un profundo silencio–. Sí, yo también me siento fatal. Siempre me quedará la sensación de que no hice lo suficiente para impedirlo. Además, sucedió en Navidad… Fue un cúmulo de tragedias encadenadas. Cuatro días antes de Navidad, murió el jefe de porteros de una bronquitis. Y un día después, una joven doncella. Se le infectó un dedo y… Y allí estábamos en una sala hablando mientras tejíamos la señorita Tropelle, la anciana señora Carpenter y yo. Y esta última se mostraba muy pesimista:
–Miren bien lo que les digo: no hay dos sin tres. En breve habrá otra muerte.
Nada más decir esto, levanté la vista y me encontré con los ojos del señor Sanders. Yo creo que las palabras de la señora Carpenter le dieron una idea. Lo vi en la luz de su mirada. Sin embargo, solo nos dijo:
–¿Puedo hacer alguna compra de Navidad por ustedes? Voy a Keston.
Se mostró muy animado, y charló durante un par de minutos con nosotras. Luego, se fue.
Yo estaba preocupada, así que pregunté:
–¿Alguien sabe dónde está la señora Sanders?
La señora Trollope me dijo que había ido a jugar al bridge con unos amigos, y eso me tranquilizó momentáneamente. Subí a mi habitación y me encontré con mi doctor, quien me contó lo de la muerte de la doncella.
El doctor Coler me pidió que no se lo contara a nadie. Pobre… No sabía que no se hablaba de otra cosa… Pero el doctor Coler también me contó que el señor Sanders le había pedido que echara un vistazo a su esposa, porque últimamente no hacía bien la digestión. Y esto es lo que me asustó.
Bajé de nuevo junto a mis amigas para esperar al señor Sanders, que llegó más tarde. Se acercó a nosotras para pedirnos consejo: quería regalar a su esposa por Navidad un bolso de noche.
Él dijo que quería enseñarnos los que ella tenía, así que subimos a su habitación. Y entonces sucedió todo. Al abrir la puerta, la vimos,tumbada en el suelo boca abajo. Llevaba puesto su abrigo rojo y un sombrero.
Me arrodillé junto a ella para tomarle el pulso. Estaba muerta. Junto a ella había un calcetín lleno de arena, probablemente el arma con el que la mataron.
La señora Trollope gemía, con las manos en la cabeza; el señor Sanders gritaba:
–¡Mi esposa, mi esposa!
Yo estaba segura de que había sido él, así que mi objetivo es que no tocara el cuerpo y que no se quedara a solas con ella. Mandé llamar al gerente. La policía tardó una eternidad en llegar. Las líneas telefónicas no funcionaban.
Por su parte, la señora Carpenter estaba muy orgullosa de que su profecía ‘no hay dos sin tres’ se hubiera cumplido.
La policía me mandó llamar. Yo les conté todo lo que había visto y el inspector suspiró aliviado ante alguien que por fin le relataba los hechos tal y como sucedieron.
–El señor Sanders está muy afectado– me dijo él.
–Sí, eso parece…– hice mucho hincapié en pronunciar de forma irónica ‘parece’.
–¿Y el cuerpo se encuentra en la misma posición de como fue encontrado?
– Yo impedí por todos los medios que nadie se acercara a él. Pero…el sombrero no está en el mismo lugar –dije, pensando que la policía lo habría movido.
–¿El sombrero?
– Sí, supongo que habrán sido ustedes quienes se lo han quitado de la cabeza…
– No, nosotros no movimos nada.
Eso me preocupó.
La señora Sanders estaba vestida como si fuera a salir, con su abrigo rojo y el sombrero del mismo color.
– ¿Recuerda usted si la difunta llevaba pendientes o solía llevarlos?– me preguntó el inspector.
Por fortuna, soy muy observadora, y recordaba el brillo de una perla bajo el ala del sombrero.
–Concuerda… el contenido del joyero de esta mujer ha sido robado –dijo entonces el inspector de policía.
Yo me negué a aceptar la idea del robo, por supuesto.
–¿Está usted seguro de que el asesino es un ladrón? –le pregunté.
–Bueno, eso parece, ¿no? –me dijo él.
Debo confesaros que hasta dudé, a pesar de estar convencida de que el señor Sanders había matado a su esposa. ¿Por qué regresó a por los pendientes? No, estaba claro que no podía ser. Me había equivocado.
–¡Oh!– exclamó la señora Bantry.
–Sí, lo sé… no es lo que esperabais, pero debo ser humilde y reconocer el error. Y bien, esto es exactamente lo que sucedió: la señora Sanders se fue a jugar al bridge con sus amigos. Terminó a las 18.15 horas. Así que debió llegar al balneario a las 18.30 horas. Pero entró por una puerta lateral, ya que nadie la vio entrar… Subió a su habitación, se cambió de ropa y alguien la golpeó por detrás con un calcetín lleno de arena. El armario tenía una puerta cerrada.
Por su parte, el señor Sanders se fue del balneario a las 17.30 horas. Realizó algunas compras. Después se fue con unos amigos y regresó al balneario a las 18.45 horas. Su mujer ya estaba muerta.
El testimonio de los amigos es sincero. Yo misma hablé con ellos.
Poco después nos enteramos de que la señora Sanders se fue antes de la partida de bridge tras recibir una llamada de un tal señor Littleworth. Al señor Sanders pareció no sonarle ese nombre cuando le preguntaron, así que tal vez fuera un nombre ‘falso’ para ocultar otro real.
Y bien, ¿alguno se atreve a dar la respuesta a este caso?
Todos movieron la cabeza en señal de negación.
–Bueno, yo tengo una pregunta –dijo Jane–. ¿Por qué había una puerta del armario cerrada?
–Oh, es usted muy inteligente –respondió la señorita Marple–. La señora Sanders bordaba un pañuelo para su esposo y tenía cerrada esa puerta para que no lo viera. La llave se encontró en su bolso. Allí también guardaba todos sus sombreros.
–Ah, pues tampoco tiene entonces tanto interés suspiró Jane.
–Sí la tiene –dijo entonces la señorita Marple–. De hecho, es lo que truncó la idea del asesino.
–No entiendo –añadió la señora Bantry.
–Muy fácil: resulta que la muerta que encontramos en la habitación no era Gladys.
–¿No? –exclamaron todos con admiración.
–No, y no lo supimos porque estaba boca abajo y yo me empeñé en que nadie tocara el cuerpo. Me di cuenta después, tras darme cuenta de lo que ocultaba la puerta cerrada del armario y pedir al jefe de policía que intentara poner en la cabeza de la fallecida el sombrero que encontraron junto a ella. ¡No entraba! La razón es queno era su sombrero, sino el de Mary, la doncella que murió el día anterior.
El señor Sanders lo había planeado todo muy bien: sabía que el cuerpo de la doncella, Mary, estaba en su habitación a pocos pasos de su cuarto, así que aprovechó que su esposa se fue a jugar al bridge para llevarlo por el balcón hasta su habitación. Le puso la ropa de su mujer. Pero quería ponerle un sombrero y la puerta del armario donde estaban estaba cerrada, así que no tuvo más remedio que ir a por uno de la doncella. Dejó el cuerpo boca abajo y el calcetín con arena junto a él. Después quedó con sus amigos para preparar una coartada y telefoneó a su mujer haciéndose pasar por un tal Littleworth. Quedó a una hora con su esposa y le pidió que entrara por la puerta lateral para no ser vista. Después bajó y habló con nosotras antes de salir. A su vuelta, tuvo lugar el numerito del hallazgo del cuerpo de la supuesta Gladys. Nosotros ya estábamos declarando ante la policía cuando él bajó a buscar a su mujer y la hizo subir por la escalera de incendios. Cuando Gladys llegó al cuarto, se agachó sorprendida ante la doncella y él aprovechó para golpearla con el calcetín. Cambió de ropa a la doncella y vistió a su mujer con ella. Pero el sombrero no cabía en la cabeza, así que lo dejó al lado. Solo un experto se hubiera dado cuenta de que la primera muerta que vimos había fallecido mucho antes. Yo al tocarla noté que estaba muy fría, pero en aquel momento no me sorprendió.
–Cielos, ¡es usted increíble! –dijo la señora Bantry.
–No, no lo soy. A menudo me lamento de no haber podido salvar la vida de aquella joven. aunque… ¿quién iba a hacer caso de las suposiciones de una anciana?
–Tal vez tenía que ocurrir así –dijo Jane–. Tal vez era lo mejor…
Y todos guardaron silencio tras aquella increíble historia.
El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible. Cuando en la aduana los obligaron a dejar el regalo porque excedía el peso máximo por pocas onzas, al igual que el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal. Cuando estos llegaron, murmuraban algo contra los oficiales interplanetarios.
–¿Qué haremos?
–Nada, ¿qué podemos hacer?
–¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!
La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba entre ellos, pálido y silencioso.
–Ya se me ocurrirá algo –dijo el padre.
–¿Qué…? –preguntó el niño.
El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el resto del primer “día”. Cerca de medianoche, hora terráquea según sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo:
–Quiero mirar por el ojo de buey.
–Todavía no –dijo el padre–. Más tarde.
–Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.
–Espera un poco –dijo el padre.
El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pensando en la fiesta de Navidad, en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había tenido que dejar en la aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje fuera feliz y maravilloso.
–Hijo mío –dijo–, dentro de media hora será Navidad.
–Oh –dijo la madre, consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidaría. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron los labios.
–Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometieron.
–Sí, sí. todo eso y mucho más –dijo el padre.
–Pero… –empezó a decir la madre.
–Sí –dijo el padre–. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto.

Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.
–Ya es casi la hora.
–¿Me prestas tu reloj? –preguntó el niño.
El padre le prestó su reloj. El niño lo sostuvo entre los dedos mientras el resto de la hora se extinguía en el fuego, el silencio y el imperceptible movimiento del cohete.
–¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?
–Ven, vamos a verlo –dijo el padre, y tomó al niño de la mano.
Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía.
–No entiendo.
–Ya lo entenderás –dijo el padre–. Hemos llegado.
Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, empleando un código. La puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de voces.
–Entra, hijo.
–Está oscuro.
–No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá.
Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente estaba muy oscuro. Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de ancho, por la cual podían ver el espacio. El niño se quedó sin aliento, maravillado. Detrás, el padre y la madre contemplaron el espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto, varias personas se pusieron a cantar.
–Feliz Navidad, hijo –dijo el padre.
Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas.
EL PERRO MUERTO, un cuento de Tolstói
Jesús llegó una tarde a las puertas de una ciudad e hizo adelantarse a sus discípulos para preparar la cena. Él, impelido al bien y a la caridad, internose por las calles hasta la plaza del mercado.
Allí vio en un rincón algunas personas agrupadas que contemplaban un objeto en el suelo, y acercose para ver qué cosa podía llamarles la atención.
Era un perro muerto, atado al cuello por la cuerda que había servido para arrastrarle por el lodo. Jamás cosa más vil, más repugnante, más impura se había ofrecido a los ojos de los hombres.
Y todos los que estaban en el grupo miraban hacia el suelo con desagrado.
–Esto emponzoña el aire –dijo uno de los presentes.
–Este animal putrefacto estorbará la vía por mucho tiempo –dijo otro.
–Mirad su piel –dijo un tercero–; no hay un solo fragmento que pudiera aprovecharse para cortar unas sandalias.
–Y sus orejas –exclamó un cuarto– son asquerosas y están llenas de sangre.
–Habrá sido ahorcado por ladrón –añadió otro.
Jesús les escuchó, y dirigiendo una mirada de compasión al animal inmundo:
–¡Sus dientes son más blancos y hermosos que las perlas! –dijo.
Entonces el pueblo, admirado, volviose hacia Él, exclamando:
–¿Quién es éste? ¿Será Jesús de Nazaret? ¡Sólo Él podría encontrar de qué condolerse y hasta algo que alabar en un perro muerto…!
Y todos, avergonzados, siguieron su camino, postrándose ante el Hijo de Dios.
Cuento de Guillermo Cabrera Infante: El día que terminó mi niñez
Cuando desperté no reconocí donde estaba. Al fondo había una ventana cerrada y al darme vuelta, mi cara quedó frente a una puerta también cerrada. Por debajo de la puerta se colaba la claridad del amanecer. A través de las hendijas de la ventana entraba la luz de la calle y se reflejaba en la pared. Oía los pasos de la gente que caminaba por la acera y luego veía sus sombras reflejarse en la pared. Los pasos se acercaban primero y luego las sombras comenzaban a crecer y alejarse de la ventana y marchaban al compás de los pasos, refugiándose en el rincón más oscuro, mientras las pisadas se perdían en la calle.
Me senté en la cama y enseguida recordé que mi padre se había ido lejos la noche anterior y que dormía con mi madre. En el cuarto también estaba la cuna de mi hermano. Él y yo dormíamos juntos en el otro cuarto, pero ahora mi madre nos había traído para el suyo y así tenernos cerca y vigilarnos. Yo le llevaba cuatro años a mi hermano y él era grande aunque todavía durmiera en la cuna: tenía cuatro años y dormía en la cuna porque no había otra cama. Ahora no estaba en la cuna y caminaba derecho, pero cuando estaba en la cuna tenía que dormir doblado y yo temía que se quedara así jorobado para siempre, pero mi madre no parecía darle mucha importancia al hecho.
Me levanté y abrí la puerta que daba a la cocina. Con el aire entró un agradable olor a tierra húmeda, a rocío y el acre aroma de la cuaba al arder. Mi madre encendía la candela disponiendo las astillas de leña en pirámide sobre un pedazo de papel colocado dentro de la hornilla. Ella había cortado las astillas con el cuchillo de cocina y mi hermano jugaba en el patio con el cuchillo cortando astillitas de madera y clavándolas en la tierra mojada, imitando una cerca.
—¿Se levantó ya el dormilón? —preguntó con afecto mi madre, mientras echaba agua en la palangana—. Lávate.
Me lavé y me senté entre dormido y despierto en uno de los taburetes, junto a la mesa. Encima de la mesa, en la pared, había un cuadro que no era más que una litografía sobre cartón duro. La litografía representaba un palacio construido en el agua. A la izquierda, dentro del palacio, había un lecho y en él dormía una dama envuelta en muy escasas ropas transparentes. Inclinado sobre ella aparecía un individuo rojo, de rabo terminado en flecha y cuernos puntiagudos, algo que debía ser un diablo sin que acabara de serlo del todo. Era un anuncio. Ahora yo sé que el palacio debía ser alguna mansión de Venecia y que el caballero rojo era la representación de un mosquito. El anuncio tenía una inscripción en inglés que decía más o menos: Do you want to SLEEP?, y mencionaba un producto que debía aniquilar con premura cierta al diablo rojo, a los mosquitos. Yo me pasaba las horas en la cocina mirando el cuadro, hipnotizado tratando de leer el letrero y de comprender su significado, pero éste siempre se me escapaba.
—Ven a ver —me llamó mi hermano desde el patio y allá fui yo.
Había completado la pequeña cerca y en medio de ella había un cangrejo colorado tirando de una cajita de cartón llena de piedras. Me senté a su lado.
—¿Como lo hiciste?
No me contestó. Me mostró las dos muelas del cangrejo en su mano y fue entonces que me di cuenta de que el cangrejo estaba desmuelado, completamente desarmado sin sus tenazas. Pero en sus ojos solidificados había un sordo rencor que demostraba torcidamente, arrastrando su «carreta» como en espera de una mejor oportunidad de venganza.
Mi madre me llamó y me pidió que fuera a comprar el pan. Salí de la casa y sentí esa inquietante sensación de libertad que experimentan todos los niños en la calle. Es un sentimiento confuso de miedo y alegría ante la amplitud del espacio: las calles anchas, abiertas, y el techo inalcanzable del cielo, la luz inmensa y el aire, ese aire indescriptible de los pueblos que el que vive en la ciudad no se puede imaginar. Caminé despacio las dos cuadras hasta la panadería y no hallé a nadie por la calle. Al regreso, me encontré con Fernandito frente a casa. Vino a mi lado.
—¿Jugamos hoy a los bandidos? —me preguntó.
—No puedo.
—¿Por qué?
No quería tener que explicarle que iba a salir con mi madre. No era muy bien visto en el pueblo el muchacho que salía con la madre a hacer visitas.
—No puedo.
—¿Pero por qué?
—Tengo que salir con mi madre.
No quise ver la expresión de desaliento en la cara de Fernandito y comencé a patear con un cuidado exquisito una piedra. Fernandito caminó a mi lado en silencio y se detuvo en la puerta de casa.
—¿Ya hiciste la carta? —le pregunté para variar el tema.
—Yo no, todavía. ¿Y tú?
—Anoche.
—Yo no me apuro. Total. Todos los años es lo mismo: yo pido una cosa y me traen otra.
Fernandito siempre se quejaba los Días de Reyes de no recibir el regalo que pedía. Si pedía un revólver, le traían un guante y una pelota; si pedía un traje de vaquero, le traían un camión de cuerda; si pedía un juego de carpintería, le traían una carriola. Yo no podía quejarme. Mis regalos casi siempre estaban de acuerdo con mis deseos: es decir: ellos se ponían de acuerdo entre sí.
—Ya yo hice mi carta y la cerré. También le hice la de mi hermano.
—¿Qué pediste?
—Ah, no señor. Eso sí no te lo digo.
—¿Y tu hermano?
—Tampoco. Es un secreto. Ni mi mamá lo sabe.
—¿Eh y por qué, tú?
—Es un secreto simplemente.
—Está bien, guardia —dijo y se fue bravo.
—Eh, oye —le grité—, ¿jugamos mañana?
Pero desapareció tras la esquina sin responder.
Cuando entré en casa abrí las ventanas y dejé la puerta entreabierta asegurada con una aldaba chica. Me dirigí hasta el almanaque y arranqué la hoja del día anterior. Frente a mí surgió el número y la fecha: 3 de enero. Levanté las dos hojas siguientes y leí: Visita de los Reyes Magos al Niño Jesús. Dejé el almanaque donde estaba.
A eso de las once mi madre me mandó a comprar los mandados del almuerzo y al llegar a la tienda, me la encontré llena de gente. Todos escuchaban la palabra llena de ruido de Evensio, un mulato alto y fuerte y joven que siempre hablaba de todo. Ahora el tema era las posibilidades de un negocio en el Día de Reyes. Lo primero que pensé era que Evensio había pedido una tienda o una venduta a los Reyes Magos. Pero al seguir hablando, deseché esa idea. Evensio hablaba de otros negocios, de negocios ajenos.
—Vamos a ver, la posibilidá de negosio es ótima, porque los muchachos siempre piden y los padres siempre compran y las compras hay que pagarlas tarde o temprano….
—¿Lar que tú hazes también, Evenzio? —le preguntó Saralegui, el dueño de la tienda.
La gente se rió y yo rambién me reí aunque no entendía nada de lo que hablaban. Aproveché que Evensio se había callado un momento para pedir mis mandados. Antes de que acabase de leer la lista, Evensio había recobrado la palabra.
—Sí, Sara, las mías también. Pero esas vendrán mag adelante, tan pronto cuando me avisen del sentral. Lo que yo desía, caballero, es que las Pacuas y el año nuevo y los Reyes Magos han sido inventados por los comersiantes. ¿Quién se benefisia con esos días? No soy yo…
Seguía hablando todavía, cuando me echaban todos los mandados en un cartucho.
—Dice mi mamá que lo apunte —le dije al dependiente. El muchacho volvió a coger el cartucho y me dijo:
—Espérate.
Fue hasta donde estaba Saralegui y habló con él, bajito. Saralegui me miró y yo no pude sostenerle la mirada y volviéndose al dependiente, hizo seña de que sí con la cabeza mientras movía los labios.
—Dise don Pepe que le digas a tu mamá… Deja, dise que está bien.
Ya iba a marcharme, cuando acerté a pasar por debajo del brazo extendido de Evensio. Él hablaba del mismo tema todavía.
—Son los muchachos que aunque no haya mucho embullo, siempre piden… —y se detuvo para mirarme inquisitivo.
—Vamos a ver, ¿tú qué le pediste a los Reyes?
Traté de buscar en la mente algo que no se pareciese a lo que yo había pedido, pero que fuera semejante a un regalo.
—Un mascotín de primera base.
—Ven; un mascotín de primera base. Eso vale como uno sincuenta, sin contar otras cosas que también te se hayan ocurrido, eh. Pue bien, ahí lo tienen: un mascotín de primera y el otro de allá querrá un velosípido y otro…
Después del almuerzo, dormimos la siesta mi hermano y yo. Mi madre nos despertó como a las cuatro, nos bañó y nos vistió de limpio. Salimos con ella a visitar un tío de mi padre que tenía algún dinero, pero a quien no le gustaban los niños, ni las mujeres, ni las visitas de los parientes. Mi madre durante todo el camino no cesaba de advertirnos cómo comportarnos, qué no hacer, cuál asiento ocupar, cuándo levantarse o pedir la bendición. Caminamos por la calle que bordea los límites del pueblo y nadie podría haber dicho que era invierno. Soplaba un aire tibio, evanescente, que venía del mar y los árboles se recostaban contra un cielo pálido y brillante. A lo lejos, en la bahía se veían las velas blancas de dos o tres barcos cortando las aguas azul oscuro como las aletas de un pez inmaculado. Afortunadamente, por el camino no vi a Fernandito ni a ninguno de los muchachos del barrio.
Mi madre tocó en la puerta con un toque que tenía tanto respeto como incertidumbre de no ser oído. Nerviosa, nos agarró a nosotros por los brazos, para no volver a tocar. Cuando sintió que adentro comenzaban a quitar los cerrojos de la puerta, nos dijo muy bajo, entre sus dientes apretados:
—Recuerden.
Entramos. Ya me iba a preguntar yo cómo alguien podía caminar sin caerse en un lugar tan oscuro, cuando mi hermano tropezó con una silla, que cayó al suelo con estrépito. Por la queja estirada hacia arriba de mi hermano, comprendí que mi madre le halaba una oreja. Nos sentamos en la sala en unos muebles grandes, demasiado llenos de adornos de cobre y hechos de cuero repujado en relieve alto, demasiado alto para ser cómodos. Mis pies colgaban sin llegar al suelo y mi madre cargaba a mi hermano.
Hacía dos meses que yo no veía al tío y me preguntaba si todavía llevaría la barba canosa llena de migas de pan. La última vez que lo vi acababa de comer y se levantaba de la mesa con la barba llena de pan. Vino a besarme en la cabeza y durante días me quedó el olor a tabaco y a vino tinto en el pelo. Al menos, eso me pareció a mí, aunque insistí con mi madre que me lavara la cabeza tres veces esa semana. El tío apareció tras una cortina tan negra como la sala y vino hacia nosotros con su cuerpo enorme. Debía sonreírse, pero no se veía nada bajo la barba espesa.
—Buenas tardes, María —dijo.
—Buenas tardes, don Mariano —dijo mi madre.
Nosotros dos corrimos hacia él con los brazos cruzados y le gritamos a coro, con tanto miedo al tío como a nuestra madre en la voz:
—La bendición, tío.
—Dios los bendiga, sobrinos —dijo tío Mariano con su voz con eco.
Miré a mi madre y la vi mirándome fijamente con sus ojos endurecidos y me pregunté qué habíamos hecho mal. Enseguida recordé que nos habíamos olvidado de darle las buenas tardes, antes de pedirle la bendición.
—Buenas tardes también, tío —dije yo, dejando en la estacada a mi hermano, pero él no se preocupó mucho por ello.
—Un poco demasiado tarde, me parece —dijo mi madre, con dureza.
—Déjalos, María, son niños. ¿Y qué te trae por aquí, sobrina?
Mi madre nos mandó a que fuéramos a tomar agua a la cocina. Allí la criada nos enseñó la despensa del tío: del techo colgaban unas sogas a las que se amarraba en el medio una rodela de latón. Las sogas sostenían una tarima de cedro y encima de ella había jamones, latas de chorizos, pomos de galleta, plátanos, un pilón y una serie de latas, cartuchos y cajas de cartón que debían contener más comida. La criada nos dio el agua y nos volvió a traer a la cocina. Fue entonces que mi hermano vio las rodelas de latón.
—¿Eh, y esas ruedas de lata para qué son? —preguntó.
—Para los ratones —contestó la criada muy oronda, como si ella fuese la autora del sistema.
—¿Para que duerman? —preguntó mi hermano con una mueca de perplejidad.
—Para que no se coman la comida, imbécil —le dijo la criada.
—Usted no le diga eso a mi hermano —le dije yo— porque se lo digo a tío Mariano.
La criada estaba molesta porque no había dicho la última palabra, pero de repente se mostró muy complaciente:
—¿Quieren comer jamón? —nos preguntó y cuando le dijimos que sí, muy entusiasmados, nos respondió con la sonrisa más bestialmente malvada que he visto en una mujer, diciendo:
—Pues cómprenlo.
Cuando regresamos, ya mi madre estaba de pie.
—¿Nos vamos ya? —preguntó mi hermano.
—Sí, nos vamos ya —dijo mi madre.
Mi madre se despidió del tío, que se había quedado sentado.
—Hasta otro día, don Mariano. Y muchas gracias.
—De nada, María. Para servirte. Perdona que no me ponga de pie, pero me duelen demasiado las piernas.
—No se preocupe por eso. Niños —y con esa palabra quería decir que nos despidiéramos.
—La bendición, tío.
—Dios los bendiga una vez más.
—Adiós —esta vez lo dijimos los dos.
Afuera casi oscurecía y toda la calle se llenaba de un color rojo violeta. Caminamos por el pueblo para ver las vidrieras de las tiendas llenas de juguetes y en cada una mi hermano encontraba algo nuevo que añadir a la lista, señalándomelo por lo bajo. Al doblar para regresar a casa, nos encontramos con Blancarrosa, una prima de mi padre que era divorciada. Venía con su hijo. Hablaba tan rápido siempre que yo no podía menos que mirarle a los labios para ver cómo los movía. También abría y cerraba los ojos al hablar y se permitía otras muecas más o menos sincronizadas con la voz. Mi madre decía que era muy expresiva.
—¿Qué, vienen de paseo? Mirando los juguetes, seguro. Yo también saqué a mi muchacho, que me tenía loca, hija, para que viera los juguetes. Lo traje para que señalara los que le gustaran más y ver cuánto costaban…
Aquí mi madre pareció oír algo grave en la conversación, porque nos miró rápidamente y tocó en el brazo a Blancarrosa y la miró fijo.
—Vieja —le dijo—. Fíjate, por favor.
Blancarrosa se rió con su risa gutural y dijo:
—Ay, hija, ¿pero tú todavía andas alimentando esas paparruchas?
Me pregunté qué animal sería aquél, al que mi madre daba comida, pero no pude prestarle mucha atención porque el hijo de Blancarrosa estaba haciéndole unas señas de lo más feas a mi hermano y le pegué un manotazo.
—Niños, ¿qué es eso? —dijo mi madre—. Dejen que lleguemos a casa, para que vean.
—Deja a los muchachos que se peleen, para eso nacieron machos —dijo Blancarrosa y continuó—: Pues sí, hija, yo estoy por lo positivo. Yo no me explico cómo tú, teniendo las ideas que tiene tu marido, andas todavía con esas boberías.
Mi madre estaba molesta, pero también aparecía apenada.
—Bueno, Blanca —dijo finalmente—-, te tengo que dejar porque me voy a hacer la comida.
—Ay, hija, qué esclavizada estás. Ahora cuando yo llegue a casa, le abro una lata de salchichas a éste y se las come con galletas y ya está —eso fue lo último que dijo, porque mi madre se fue.
Al día siguiente —día 4— encontré a mi madre muy preocupada por la mañana. Le pedí permiso para ir a jugar a los pistoleros y me lo dio, pero no pareció oír lo que yo decía. Sólo cuando mi hermano quiso ir también dijo:
—Lo cuidas bien.
—Pero, mami, si es muy chiquito.
—Es tu hermano y quiere ir.
—Pero es que cada vez que lo llevo no puedo jugar. Siempre pierdo, porque él saca la cabeza cuando nos escondemos y me denuncia.
—Llévalo o no vas.
—Está bien. Vamos, avestruz.
Estuvimos jugando toda la tarde y no gané ni una sola vez. Mi hermano sacaba la cabeza del refugio cada vez y disparaba su «pistola» —dos pedazos de madera clavados en ángulo— a diestro y siniestro. Yo no sabía bien lo que era un avestruz, pero había visto su figura en unas postalitas de animales que coleccioné una vez y no podía dejar de pensar en la similitud del cuello de mi hermano, estirado por sobre cualquier parapeto que nos ocultara, muy semejante al pescuezo del avestruz en la litografía. Regresamos tarde y cansados.
Llegamos a casa, comimos sin bañarnos y nos tiramos en el suelo sobre unos sacos de yute a coger el fresco del patio que soplaba por encima de las enredaderas y los crotos y hacía crujir la alta mata de grosellas, trayendo el aroma dulce y picante de la madreselva y el chirrido mecánico de los grillos y más allá el ruido del mar y el ocasional croar de las ranas en el aljibe. El aire fresco me daba de lleno en la cara y yo cerraba los ojos y soñaba con los juguetes que me traerían los Reyes. Era un secreto entonces, pero no era un secreto más que para Eernandito. ¿Por qué? A qué decirle lo que contenían las cartas, si no contenían nada. Es verdad que las había hecho y las había cerrado y guardado, pero los papeles que contenían los sobres estaban en blanco. Yo intuía que los Reyes no podrían traer muchas cosas ese año y por eso había dejado las cartas en blanco. Serían los regalos los que llenarían después el espacio en blanco.
—No te duermas, que quiero hablar contigo —me dijo mi madre sacudiéndome por un hombro. Me senté, alarmado.
—¿Qué es?
—No te asustes. No es nada malo. Ven para acá —y me llevó para la sala.
Me hizo sentar a su lado en el viejo sofá de mimbre.
—Ahora que tu hermano está dormido quiero hablar contigo.
Se detuvo. Parecía no saber cómo seguir.
—Tú eres ya un hombrecito, por eso es que te digo esto. ¿A qué tú crees que fuimos a ver a tu tío Mariano, a quien nunca vemos y que no tiene muchas ganas de vernos tampoco?
Un niño sabe más de lo que piensan los mayores, pero él también conoce el doble juego y sabe qué parte le toca.
—No sé —dije—. Me lo figuro, pero no sé bien. ¿A pedirle dinero?
—Eso es: a pedirle dinero. Pero hay algo más. Tu padre se ha ido lejos a buscar trabajo y es probable que no lo encuentre enseguida. Yo quiero que tú me ayudes en la casa. Que no ensucies mucho tu ropita, que me hagas los mandados, que cuides a tu hermanito. Otra cosa: mientras tu padre encuentra trabajo no podrá mandarnos dinero, así que yo lavaré y plancharé. Necesito que tú me lleves y me traigas la ropa.
Vi el cielo abierto. Yo creía que ella me iba a decir otra cosa y todo lo que hacía era pedirme ayuda.
—Todavía hay más: vas a tener que ir a menudo a casa de tu tío, aunque no te guste. El nos va a mandar alguna de su ropa para lavar.
—Está bien, yo voy.
—Recuerda que tienes que ir a buscarla por el zaguán, no por la puerta de alante y se la pides a la criada.
Mi madre siguió dándome instrucciones y cuando observé que las repetía más de una vez, sentí que se me hacía un hoyo en la boca del estómago: ella trataba de decirme algo más, pero no podía. Por fin se detuvo.
—Atiéndeme, hijo. Lo que voy a decirte es una cosa grave. No te va a gustar y no lo vas a olvidar nunca —y sí tenía razón ella—. ¿Recuerdas, mi hijito, la conversación que tuve con Blancarrosa ayer? ¿Sí?… ¿Te diste cuenta de algo?
—Sí, que nosotros comemos mejor que los hijos de ella.
Mi madre se rió con una risa apenada.
—Todavía eres más niño de lo que yo pensaba. No es eso, es referente a los Reyes Magos.
Por fin: lo había visto venir desde el principio. ¿Qué será?
—¿Lo de los Reyes?
—Sí, hijito, lo de los Reyes. ¿No te diste cuenta que ella trataba de decirles a ustedes que los Reyes no existían?
No me había dado cuenta de ello, pero comenzaba a darme cuenta de lo que mi madre se traía entre manos. Ella tomó aliento.
—Pues bien: ella lo hizo sin malicia, pero de despreocupada que es, yo lo hago por necesidad. Silvestre, los Reyes Magos no existen.
Eso fue todo lo que dijo. No: dijo más, pero yo no oí nada más. Sentí pena, rabia, ganas de llorar y ansias de hacer algo malo. Sentí el ridículo en todas sus fuerzas al recordarme mirando al cielo en busca del camino por donde vendrían los Reyes Magos tras la estrella. Mi madre no había dejado de hablar y la miré y vi que lloraba.
—Mi hijito, ahora quiero pedirte un favor: quiero que mañana vayas con este peso y compres para ti y para tu hermano algún regalito barato y lo guardamos hasta pasado. Tu hermano es muy chiquito para comprender.
Eso o algo parecido fue lo último que dijo, luego agregó: «Mi niño», pero yo sentí que no era sincera, porque esas palabras no me correspondían: yo no era ya un niño, mi niñez acababa de terminar.
Pero las lecciones de la hipocresía las aprende uno rápido y hay que seguir viviendo. Todavía faltaban muchos años para hacerme hombre, así que debía seguir fingiendo que era un niño. Al día siguiente me encontré con Fernandito cuando venía de la tienda. Llevaba yo bajo el brazo un par de sables de latón y sus vainas y un pito de auxilio, que me habían costado setenta centavos. Me acerqué a Fernandito que pretendía no haberme visto.
—Oye, Fernandito —le dije, amistoso—, un amigo vale más que un secreto. Te voy a decir lo que le pedí a los Reyes.
Me miró radiante, sonriendo.
—¿Sí? ¿Dime, dime qué cosa?
—Un sable de guerra.
Y para completar el gesto infantil, imité un guerrero con su sable en la mano, el pelo revuelto y una mueca de furia en el rostro.
✅ Así en la paz como en la guerra , La Habana: Ediciones R, 1960.
Cuento de Saki: La fiesta de Navidad de Reginald
–Dicen –dijo Reginald– que no hay nada más triste que la victoria, excepto la derrota. Si usted ha estado alguna vez con gente aburrida durante lo que se considera la estación festiva, probablemente puede modificar ese hecho. Nunca olvidaré haber pasado una Navidad con los Babwold. Mrs. Babwold es una parienta de mi padre –una especie de persona dejada de lado hasta que se le adopta como prima–, y eso fue considerado una razón suficiente para que yo tuviera que aceptar su invitación formulada por sexta vez; aunque por qué los pecados de un padre deben ser asumidos por sus hijos, usted no encontrará ningún papel en ese cajón; ahí es en donde guardo viejos menús y programas de estrenos.
Mrs. Babwold asume una personalidad más bien solemne y nunca se la ha visto sonreír, aun cuando dice cosas desagradables a sus amigos o prepara la lista de compras. Toma sus placeres con tristeza. Un elefante del Estado en Durban nos produce una impresión muy similar. Su marido se dedica al jardín en todas las estaciones. Cuando un hombre sale en medio de la lluvia para sacar las orugas de los rosales, generalmente me imagino que su vida puertas adentro deja algo que desear; de todos modos, debe ser muy perturbador para las orugas.
Por supuesto había otras personas allí. Había cierto mayor que había cazado cosas en Laponia, u otro lugar de esa clase: no me acuerdo de qué cosas eran pero no porque no me lo recordaran. Las traía a colación, frías, con cada comida, y estaba continuamente dándonos detalles de lo que medían de punta a punta, como si pensara que íbamos a hacerles ropa interior abrigada para el invierno. Solía escucharlo absorto de una manera que creía adecuada, hasta que un día modestamente mencioné las dimensiones de un okapi, que había cazado en los pantanos de Lincolnshire. El mayor se puso de un hermoso color escarlata (recuerdo haber pensado en ese momento que me gustaría pintar mi baño de ese color), y creo que instantáneamente sintió en su corazón disgusto por mí. Mrs. Babwold adoptó una expresión de “primeros auxilios a los heridos” y le preguntó por qué no publicaba un libro sobre sus memorias deportivas, que sería tan interesante. No recordó hasta más tarde que le había regalado dos gruesos volúmenes sobre el tema con su retrato y su autógrafo como portada y un apéndice sobre los hábitos del mejillón ártico.
Al atardecer poníamos a un lado as preocupaciones y distracciones del día y realmente vivíamos. Se consideraba que las cartas eran una manera muy frívola y vacía de pasar el tiempo, de modo que la mayoría jugaban a lo que llamaban un juego de libros. Uno se iba al hall, supongo que para inspirarse, luego volvía con una bufanda atada alrededor del cuello, y se suponía que los otros debían adivinar que uno era Wee Macgreegor. Soporté la necedad hasta que pude, pero finalmente, en un rapto de afabilidad, consentí en hacerme pasar por un libro, sólo que les advertí que me llevaría cierto tiempo. Esperaron alrededor de cuarenta minutos mientras yo jugaba a los bolos con copas de vino con el paje de la despensa: se juega con un corcho de champagne, y el que voltea más copas sin romperlas gana. Yo gané, con cuatro no rotas sobre siete. Creo que William estaba demasiado ansioso. En el salón estaban más bien furiosos porque yo no había vuelto, y no se pacificaron en absoluto cuando les dije que yo era At the end of the passage.
“Nunca me gustó Kipling”, fue el comentario de Mrs. Babwold, cuando comprendió la situación. “Nunca encontré nada ingenioso en Earthworms out of Tuscany, ¿o ese es de Darwin?”.
Por supuesto, estos juegos son muy educativos, pero personalmente prefiero el bridge.
La noche de Navidad se suponía que debíamos estar especialmente joviales, a la antigua manera inglesa. El hall estaba terriblemente expuesto a corrientes de aire, pero parecía ser el lugar adecuado para festejar, y estaba decorado con abanicos japoneses y linternas chinas, que le daban un aire “muy vieja Inglaterra”. Una joven con voz confidencial nos brindó un largo recitado acerca de una niña pequeña que murió o hizo algo igualmente trillado, y luego el mayor nos hizo un relato gráfico de la lucha que tuvo con un oso herido. Yo deseaba privadamente que alguna vez los osos ganaran en esas ocasiones; al menos no fanfarronearían sobre ello luego. Antes de que tuviéramos tiempo de recuperar nuestro ánimo, fuimos entretenidos con la lectura telepática de un joven, de quien se sabía instintivamente que tenía una buena madre y un sastre indiferente, el tipo de joven que habla incansablemente a través de la sopa más espesa y alisa su pelo vagamente como si pesara que podía devolverle el golpe. La lectura telepática tuvo cierto éxito: anunció que la anfitriona estaba pensando en poesía, y ella admitió que su mente estaba meditando sobre una de las odas de Austin, lo que era bastante aproximado. Me imagino que realmente estaba pensando si un cogote de cordero y un budín de ciruela sería suficiente para la cena de la cocina del día siguiente. Como suprema disipación, todos se sentaron a jugar halma progresivo, con chocolate con leche como premio. He sido correctamente educado, y no me gusta jugar juegos de ingenio por chocolate con leche, de modo que inventé un dolor de cabeza y me retiré. Había sido precedido unos minutos antes por Miss Langshan-Smith, una dama más bien formidable, que siempre se levantaba a alguna hora incómoda por la mañana y daba la impresión de haber estado en comunicación con gran parte del Gobierno Europeo antes del desayuno. Una oportunidad tal no se presenta dos veces en la vida. Cubrí todo, excepto la firma, con otra nota, advirtiendo que antes de que estas palabras fueran leídas, habría terminado una vida malgastada, lamentaba la molestia que ocasionaba y le gustaría un funeral militar. Unos minutos después hice estallar una bolsa llena de aire en el rellano y emití un gemido teatral que podía ser oído hasta en el sótano. Luego, siguiendo mi intención inicial, me fui a la cama. El ruido que hizo esa gente para forzar la puerta de la buena señora era positivamente indecoroso; ella se resistió galantemente, pero creo que buscaron balas por alrededor de un cuarto de hora, como si ella hubiera sido un histórico campo de batalla.
Odio viajar el 26 de diciembre, pero ocasionalmente debemos hacer cosas que nos desagradan.
Saki (seudónimo de Hector Hugh Munro)
Cuento de Paz Monserrat Revillo: El arte de hacer posible lo difícil
El orgulloso Melchor depositó el cargamento de oro a los pies del Niño. Después miró fijamente a los ojos del Bebé y en lugar del esperado agradecimiento recibió como respuesta la visión instantánea y completa de la vida del futuro Mesías. Todo el Nuevo Testamento, en sus cuatro versiones oficiales completadas por varias apócrifas, pasó ante sus ojos en un momento como por arte de Magia.
A la vuelta, mientras sus despreocupados compañeros cabalgaban hacia sus reinos sintiendo el alivio del deber cumplido, Melchor rumiaba cabizbajo una de las sentencias que el Maestro en pañales diría en el futuro. Esa maldita frase le impresionaba mucho más que todas las hazañas, los amigos rarísimos, la cruenta pasión y el truco final con que sorprendería al Mundo ese desobediente sin remedio.
En cuanto llegó a su lejano país mandó construir una aguja de tamaño gigantesco que plantó a la entrada de su reino apuntando al cielo. A partir de entonces, por el ojo de la aguja —convertido ahora en puerta del Reino— pudo salir cada Navidad con su camello cargado de lingotes, sin ningún remordimiento de conciencia.
Paz Monserrat Revillo, ,Jardinería de interior, Enkuadres, 2019.
Era la noche de Navidad y en el fondo de la inclusa los niños cantaban villancicos desesperadamente ante el nacimiento que habían improvisado las monjas. Eran las doce, y una monja comenzó a encender las velas rojas, rosas, azules y amarillas con esa lenta prosopopeya con que se encienden las arañas de las iglesias.
En la sala del torno, la monja encargada de esperar, llena de nostalgia veía los nacimientos que vio en su infancia, y tenía los ojos llenos de pequeñas lucecitas. En eso sonó el timbre anunciador de que alguien había abandonado un niño en el torno. Ella volvió el torno y vio aparecer un recién nacido iluminado por un halo que brotaba de él como el que brota de la luciérnaga. No se atrevió a tocarlo y corrió en busca de la superiora como si fuese a avisarle un incendio
Volvió con ella y se quedaron igualmente deslumbradas. ¿Quién era aquel hijo del amor que así resplandecía? Algo hacía sospechar la solemnidad de la noche y de la hora, pero por si aquel era un pensamiento sacrílego y todo aquello era obra de Satanás, rechazaron la sospecha. Se avisó al obispo, y entre todos decidieron ocultar al resplandeciente para evitar el cisma.
Relato corto de Francisco Rodríguez Criado: Los Reyes Magos, según mis padres
Mi padre, que quería hacerse perdonar después de no sé qué lío con su secretaria, nos invitó a toda la familia, durante las vacaciones de Semana Santa, a hacer un viaje por Egipto, donde visitamos, entre otras maravillas, las pirámides de Giza, el Valle de los Reyes y la necrópolis de Dahshur.
Y eso fue un error por su parte, enseñarnos Egipto (mi madre diría que también lo del dichoso lío con la secretaria), porque allí descubrimos en toda su dimensión a los impresionantes camellos (llegamos a montar en un par de ellos). Así que después de ver tan cerca a estos mamíferos, a los cuales, por cierto, ya habíamos estudiado en el cole, me resultó de lo más sospechoso que mis padres nos alentaran en la noche del 5 de enero a mi hermana Rosa y a mí a que nos acostáramos pronto en previsión de que el rey Baltasar nos iba a visitar de madrugada, a lomos de su camello, para dejarnos valiosos regalos traídos desde Oriente.
A mi hermana, que solo tenía cuatro años, le hizo mucha ilusión la noticia, pero a mis nueve años ya había cosas que me costaba creer. Así que me dormí sin concederle demasiada importancia al asunto. Al levantarnos íbamos a tener regalos en el comedor. Estupendo, pues. No era relevante quién se iba a encargar de traerlos, y menos aún si venían de Oriente o de algún centro comercial…
Pero no iba a ser tan sencillo: en plena madrugada unos gritos atronadores que procedían del vestíbulo nos despertaron a mi hermana y a mí. Resulta que el camello se había quedado atascado en el quicio de la puerta y tanto él como el rey Baltasar no dejaban de soltar alaridos, con el consiguiente cabreo del resto de los vecinos, que subieron muy enfadados hasta nuestro piso para saber qué demonios estaba ocurriendo.
Y así estuvimos, durante al menos un par de horas, completamente desquiciados, con los bomberos tratando de desatascar al sufrido animal bajo la atenta mirada de un grupo numeroso de curiosos que no paraban de hacer preguntas. Mi madre, tan servicial, se mostraba apenada de que nuestros visitantes ni siquiera hubieran podido degustar la mandarina, el turrón y el vaso de leche que había dejado para ellos en la mesita del salón. Por otra parte, un agente de Inmigración le preguntó de malos modos al rey Baltasar si tenía los papeles, y otro del SEPRONA no paraba de pedirle las vacunas del camello y el chip de identificación. “¿O es que se cree que uno puede desplazarse en camello sin tener todos los trámites en regla?”.
Y como todos discutían por detalles nimios, pero nadie se extrañó de que un rey negro venido de Oriente y un camello de notables dimensiones tratasen de colarse en plena madrugada en un decimotercer piso del madrileño barrio de Chamberí, llegué a la conclusión de que no tenía sentido que yo fuera tan escéptico con las narraciones familiares. Decidí que a partir de ese momento confiaría más en lo que me contasen mis padres, pues no eran tan fabuladores como yo había pensado, y de paso me comprometí a transmitirle a Rosa ese espíritu navideño alimentado por la inocencia.
Tanto es así, que durante algún tiempo mi pequeña hermana siguió creyendo que los Reyes Magos proceden de Oriente, los niños vienen de París, y mi padre y la secretaria tan solo eran buenos amigos.
Cuento de Leopoldo Alas Clarín: El rey Baltasar
Don Baltasar Miajas llevaba de empleado en una oficina de Madrid más de veinte años; primero había tenido ocho mil reales de sueldo, después diez, después doce y después… diez; porque quedó cesante, no hubo manera de reponerle en su último empleo y tuvo que conformarse, pues era peor morirse de hambre, en compañía de todos los suyos, con el sueldo inmediato… inferior. “¡Esto me rejuvenece!”, decía con una ironía inocentísima; humillado, pero sin vergüenza, porque él no había hecho nada feo, y a los Catones de plantilla que le aconsejaban renunciar al destino por dignidad, les contestaba con buenas palabras, dándoles la razón, pero decidido a no dimitir, ¡qué atrocidad! Al poco tiempo, cuando todavía algunos compañeros, más por molestarle que por espíritu de cuerpo, hablaban con indignación del “caso inaudito de Miajas”, el interesado ya no se acordaba de querer mal a nadie por causa del bajón de marras, y estaba con sus diez mil como si en la vida hubiese tenido doce.
En otras ocasiones hubo tentativas de dejarlo cesante, por no tener padrinos, aldabas, como decía él con grandísimo respeto; pero no se consumaba el delito, porque, a falta de recomendaciones de personajes, tenía la de ser necesario en aquella mesa que él manejaba hacía tanto tiempo. Ningún jefe quería prescindir de él y esto le sirvió en adelante no para ascender, que no ascendía, sino para no caer. Sin embargo, no las tenía todas consigo y a cada cambio de ministerio se decía: “¡Dios mío! ¡Si me bajarán a ocho!”.
Por lo demás, no pensaba en la cosa pública más que cuando había crisis. Hasta que los chicos anunciaban por las calles: “¡El extraordinario con la caída del Ministerio!”, don Baltasar no se acordaba de que había Estado, ni Gobierno, ni intereses públicos en el mundo. Y no era que no comprase todas las noches, al retirarse, su periódico. Pero no era por la política: era por las charadas, los acertijos, anagramas, etcétera.
Se metía en casa y, rodeado de su mujer y de sus tres hijos, dos varones y una hembra, pequeñuelos todavía, se entregaba a las dulzuras del hogar, de las zapatillas suizas, y de la sección amena de su periódico. No aborrecía el mundo, no era misántropo; pero no estaba a gusto más que entre los suyos, que eran la familia, y unos cincuenta tiestos con flores, y veinte pájaros que tenía y cuidaba en un estrechísimo terrado al que le daba derecho su cuarto piso con honores de guardilla. Era en la calle de Ferraz; desde aquella altura disfrutaba la vista de un panorama que le parecía asombroso, sobre todo por el silencio, por la soledad, por la luz esplendorosa y por el aire puro. Allí no venía a interrumpirle en sus contemplaciones de anacoreta lego o de braman sin cavilaciones más bicho viviente que éste o el otro gato, que se le quedaba mirando, también perezoso, también soñador y amigo de aquella soledad en la altura.
Miajas bajaba al mundo pensando en sus flores, sus aves y sus hijos; se enfrascaba en los expedientes con la afición que le había ido dando el amor al cumplimiento exacto del deber, y de todo lo demás que le rodeaba allá abajo no se daba cuenta siquiera. Como donde él vivía de veras, con toda el alma, era en su cuarto piso, en su terrado principalmente, las calles, la oficina, los paseos, todo le parecía metido en un cuarto rastrero, ahogado… in inferís. “¡Sursum corda!“, le gritaba el pecho, aunque no en latín; y en cuanto podía, ¡arriba!, ¡al terrado! La impureza del aire de abajo era para Miajas una preocupación constante; creía deber la salud al aire puro de su retiro empingorotado. Cuando oía hablar de las prevaricaciones y manos puercas de muchos sujetos, algunos compañeros suyos, pensaba con orgullo en su inmaculada honradez, en su probidad segura, achacaba la diferencia, por asociación de ideas, o mejor, de imágenes, a la impureza del aire que se respiraba allá abajo. Se figuraba que aquellas pobres gentes que casi nunca se codeaban con los gatos allá por las nubes, que no recibían durante horas y horas los soplos del aire puro, cerca del cielo, bajo torrentes de luz, en una atmósfera transparente, se iban llenando de microbios morales que producían aquellas debilidades de conciencia, aquellas tristes caídas. Pero, en general, pensaba muy poco en todo esto. No le importaba lo que hacían los demás, y tampoco dedicaba mucho tiempo a recordar los propios méritos y servicios. Así que casi tenía olvidadas ciertas visitas que le habían hecho illo tempore en su humilde guardilla disimulada, ilustres personajes de la política y del foro. Dos habían sido los señorones que habían venido a pedirle algo al pobre Miajas a tales alturas.
La oficina de don Baltasar era muy importante porque en ella se despachaban asuntos de muchísimo dinero y, como en última instancia, el que entendía y en realidad resolvía las arduas cuestiones de minas o cosas parecidas era don Baltasar, y sólo él, los que entendían de veras la aguja de marcar querían y procuraban tenerlo de su parte; pues, aun suponiendo que más arriba se quisiera atender más al favor que a la justicia y a la ley, mucho era, y en ocasiones indispensable, contar con el informe de aquel perito incorruptible. Una emperatriz o algo parecido tenía grandísimos intereses en cierto negocio famoso, y era abogado y principal agente de la ilustre dama un santón político de los primeros, muy popular, elocuente… y largo. No se anduvo en chiquitas; con sus aires democráticos, subió al cuarto piso de Miajas y entre bromitas, confianzas, promesas y veladísimas amenazas procuró ganar el ánimo del modestísimo empleado de diez mil reales, de quien, ¡oh, escándalos!, en realidad dependía aquel asunto que importaba tantos millones. Pero, ¡ay, amigo!, que el ilustre procer no tenía razón; y Miajas, avergonzado, sintiéndolo infinito, como si cometiera un delito de lesa majestad o, por lo menos, de lesa soberanía nacional…, dijo nones, y el señor aquél, elocuentísimo, jefe de partido, casi árbitro de los destinos del país en ocasiones, tuvo que bajar el ciento y pico de escaleras, lo mismo que las había subido, sin sacar nada en limpio, porque allí no se podía hacer nada sucio. Este triunfo no dejaba de halagar a don Baltasar, más que por el mérito de su honrada resistencia, por el honor de haber tenido en su casa, y suplicándole en vano y tratando de convencerle, a tan conspicuo personaje. Sin embargo, se le mezclaba esta satisfacción con el remordimiento de no haber podido complacer a una eminencia como aquélla, y también tenía cierto escozor que era así como un vago temor de que algún día aquel prócer se vengara dejándole cesante, o por lo menos… bajándole a ocho.
La otra visita fue de otro santón no menos ilustre e influyente, también demócrata, y que era un especialista en materias de conciencia. Cuando él en un discurso decía: “¡Mi conciencia!”, parecía decir: “¡Mis pergaminos!”. Pues él también andaba en cosas de minas, y también subió las cien escaleras y pico. Pero éste hizo ante todo grandes protestas de la pureza de sus intenciones; con toda sinceridad mostraba el gran disgusto que tenía sólo en pensar que don Baltasar pudiera creer que venía a sobornarle, a deslumbrarle… Venía a convencerle; no tenía que esperar Miajas ni premio ni castigo, resolviese lo que quisiera. Se hablaba a su convicción y nada más. Y el señor de la conciencia sacó unos papelitos y los leyó; y discutieron él y Miajas, y después de dos horas, con la mayor naturalidad, don Baltasar declaró que aquel ilustre prohombre tenía razón, que la ley estaba con él y que el negociado informaría, si a él se le hacía caso, como pedía el insigne caballero, que de resultas se ganarían acaso millones. Y se fue el señor rectísimo, dejando a Miajas los papelitos aquellos, con su firma, y no volvió en la vida; ni el empleado de diez mil reales le debió jamás favor alguno ni se lo encontró cara a cara otra vez. No importaba: él guardaba como un tesoro los papelitos y, sin decírselo a nadie, saboreaba el orgullo de haber tenido ante sí, tan fino, tan amable, al hombre más severo de España, al Catón más tieso de la Península. Pero después de algún tiempo fue olvidando la aventura y por fin ya disfrutaba de la contemplación de la propia honradez como de una cosa muy insípida, sin mérito grande, aunque indispensable. Estaba dispuesto a morir de hambre antes que a prevaricar en lo más insignificante. Pero el placer de este estado de alma era ya para él muy inferior al que le proporcionaba la solución de un jeroglífico.
Si aquellos señorones ilustres jamás hicieron nada bueno ni malo a don Baltasar; si el prócer de la conciencia no tuvo la amabilidad de mandarle siquiera unos cartuchos de dulces a los hijos de Miajas, no se portaron así el año de gracia de 189… los dos ricachos americanos que habían sacado de pila, respectivamente, al hijo mayor Carlos y a la hija Pepilla.
El día de Reyes, muy tempranito, los chicos se encontraron en el terrado sendos juguetes de todo lujo: él, un guerrero indomable, con uniforme de teniente de caballería, con todas las armas y galones que eran de ordenanza; ella, una casa puesta para un matrimonio de porcelana, con ama de cría, un chiquitín y dos criadas, una de ellas negra. Era una maravilla. El entusiasmo de aquellos niños pobres, que otros años se contentaban con una caja de pinturas de peseta y una “pepona” de precio semejante, no tuvo límites… ni entrañas. A Marcelo, el hijo segundo, el más cariñoso, más aplicado y más metido por los mimos de su padre, los Reyes… no le habían traído nada, porque nada era un cartucho de dulces que se encontró al lado de esos soberbios juguetes. Pues bien, Pepilla y Carlos no tuvieron lástima, ni siquiera delicadeza, y delante de su hermano, sin padrino rico, ni pobre, porque lo había sido un abuelo, ya difunto, hicieron alarde de su riqueza, de su suerte escandalosa, de su alegría insolente. Los niños son así, ya lo dijo Víctor Hugo pintando el tormento de un sapo. ¿Cómo a don Baltasar no se le ocurrió remediar aquella injusticia de la suerte? No supo nada a tiempo. El encargado de dar la sorpresa fue un muchacho que, con el mayor sigilo, de parte de los ricachos americanos, dejó de noche, con pretexto de una visita, en el terrado, los regalos aquellos con tarjetas en que se leía: “A Pepilla. Gaspar” y “A Garlitos. Melchor”. El cartucho de dulces de Marcelo era uno de los tres que su madre había comprado, porque aquel año el presupuesto de los Miajas andaba apuradísimo, y la noche anterior, la del cuatro al cinco, el matrimonio, con profunda tristeza, resignado, había resuelto, después de melancólica deliberación, que era una locura gastar aquel año en juguetes, por modestos que fueran, cuando no había apenas para garbanzos ni para remendar las botas de los chicos.
Cuando don Baltasar, muy temprano, subió al terrado y vio a sus hijos en torno del portentoso hallazgo y se enteró de todo, y contempló la alegría loca, salvaje, de los egoístas agraciados (¡inocentes de su alma!), y después miró a Marcelo que, pálido, sonreía con una mueca dolorosa, chupando la cinta azul de seda de su cartucho de dulces, sintió una angustia dolorosa en el alma, una especie de agonía de todo lo bueno que tenía su corazón puro, de pobre resignado. Aquello era lo mismo que una puñalada. Dios los perdonará, pero sus queridos compadres habían incurrido en una omisión grosera, de solterones sin delicadeza: muy ricos, espléndidos, pero que no sabían lo que eran hijos… Aquellos juguetes finísimos, de príncipes, valían uno con otro, lo menos… treinta duros… ¡Virgen Santísima! Pues con treinta reales hubieran podido Melchor y Gaspar hacer feliz a toda la familia… Y ahora, ahora…, en tono de broma, él, Miajas, estaba pasando por una amargura… pueril… que era inexplicable, por lo fuerte, por lo profunda.
Si hubiera sido Pepilla la desheredada, a grito pelado hubiera hecho constar la más enérgica protesta. Llanto y paradas durante tres horas, por lo menos. Carlos hubiera disputado a puñetazos el odioso privilegio, a no ser él el privilegiado… Marcelo…. sonreía, luchaba por vencerse, por disimular la tristeza, ¡y tenía ocho años! ¡Ángel de mi alma! ¡Qué culpa tiene él de que su pobre abuelo se le haya muerto y de que yo… deba aún al panadero todo el pan que hemos comido en diciembre. Miajas no sabía qué decir ni qué hacer, ni siquiera cómo mirar a su hijo segundo, que se quedaba sin juguete. Marcelo se fue hacia su padre, se le metió entre las rodillas y empezó a acariciarse las mejillas frotando con ellas los raídos pantalones de su señor padre. Su papá era su juguete, de movimiento, de cariño; así parecía pensar el niño consolándose.
Aquellas caricias de resignación monstruosa, resignación a los ocho años, exaltaron más la sensibilidad paterna. Don Baltasar se creyó inspirado de repente, una inspiración mitad amor, mitad rebeldía, y por ello fue por lo que exclamó con voz nerviosa, enérgica, de fingida alegría:
—Observo, señores, que aquí falta un rey.
—¿Qué rey, qué rey? —gritaron Pepita y Carlos.
—Sí, falta uno. A ti, el rey Melchor te regaló eso: a ti, eso el rey Gaspar… Falta Baltasar, que es el que trae el regalo de Marcelín, ¡cosa rica! Pero, amigo; como el rey Baltasar viene de más lejos, de más lejos, de allá, de… (Miajas era muy mal orientalista) de… la Conchinchina…, pues viene retrasado… por las nieves, ¡como los trenes a veces! Pero vendrá…. ¡Oh!, ¡yo te aseguro que vendrá! ¡No pasa de mañana, Marcelín, cree a tu padre!
Marcelo, con lágrimas de inefable alegría en los ojos, sonriendo entre lágrimas, como Andrómaca, miraba a su padre extasiado, dudando de su felicidad futura… Creía y no creía en los reyes; era acaso dudoso aquello del milagro de los juguetes puestos en el balcón por manos invisibles…, pero ahora se inclinaba a pensar que su rey esta vez iba a ser su padre y se lo agradecía ¡tanto!, ¡tanto! Era mejor así. Pero, ¿vendría el juguete?
—¿Y qué le va a traer? —preguntó Carlos entre incrédulo y envidioso de una dicha futura en la que ya no le tocaba nada.
—Eso… Dios lo sabe. Pero me parece a mí… que va a ser… ¿Tú qué opinas, Marcelo?
Márcelo era particularmente aficionado a las defensas de plazas fuertes, era el Vauban de la casa, y mientras Carlos se armaba hasta los dientes, él prefería construir murallas de cartón, y con un ingenio positivo, improvisaba aspilleras, cañones, reductos, combinando los más heterogéneos desperdicios de la industria: dedales viejos, rodajas de pies de butacas rotos, cápsulas vacías de escopeta, cajas de cerillas y otra porción de inutilidades que, combinadas y distribuidas, convertían la mesa del comedor en una fortaleza muy respetable.
Marcelo opinó que el rey Baltasar le traería, si era amigo de cumplir, soldados de latón, de artillería, con cañones y todo…
Don Baltasar se echó a la calle aturdido, como borracho por emociones de amor, amargura, despecho y decisión violenta que le llenaban el alma; se figuraba que llevaba, si no en la mano, en el alma, en la intención, una tea incendiaria que debía prender fuego a la moral pública que se debía al orden constituido, a los más altos principios; ¡qué sabía él! En fin, por ello era por lo que salía dispuesto a cumplir su promesa temeraria de encontrar al rey Baltasar, y no ya traerlo de Conchinchina, sino sacarlo del centro de la tierra y hacerlo presentarse ante su Marcelo con un juguete verdaderamente regio que no valiese menos que el de sus señores hermanos.
Lo primero que hizo… fue lo que hace el Gobierno, pensar en los gastos, no en los ingresos; escoger el juguete monumental (así lo llamaba para sus adentros), sin pensar en la mina o en la lotería de donde había de sacar el dinero necesario para pagarlo.
Se paró en la calle de la Montera, ante un escaparate de juguetes de lujo. Entre tanta monada de subido precio no vaciló un momento: la elección quedó hecha desde el primer momento; nada de armaduras, coches, velocípedos de maniquí, grandes pelotas, ni demás chucherías: lo que había de comprar a Marcelín era aquella plaza fuerte que estaba siendo la admiración de cuatro o cinco granujas que rodeaban a Miajas junto al escaparate. “¡Lo que puede la voluntad! —pensaba el humilde empleado—; estos chicos cargarían con esa maravilla del arte de divertir a los niños con no menos placer que yo; en materia de posibles, allá nos vamos estos pilluelos y yo, y, sin embargo, ellos se quedan con el deseo y yo entro ahora mismo en el comercio y compro eso… y se lo llevo a Marcelín… ¿En dónde está el privilegio, la diferencia? ¿En los cuartos? ¡No! ¡Mil veces no! En la voluntad: yo quiero de veras que ese juguete sea de mi hijo.”
Y entró, y compró la plaza fuerte que le deslumbraba con el metal de sus cañones, cureñas y cuantos pertrechos eran del caso.
Cuando Marcelín viera aquellas torres y murallas, casamatas, puentes, troneras, soldados y tremendas piezas de artillería, se volvería loco, creería estar soñando. ¡Para él tanta hermosura!…
Al ir a pagar después de que el juguete estuvo sobre el mostrador, don Baltasar sintió un nudo en la garganta…
—Verán ustedes —dijo—; no me lo llevo ahora precisamente porque…, naturalmente…, no he de cargar con ese armatoste…
—Lo llevará un mensajero…
—No; no, señores; no se molesten ustedes. Déjenlo ahí apartado; yo enviaré por el juguete…, y entonces… traerán el dinero… el precio…
Y salió aturdido y dando tropezones.
—Ya no hay más remedio —iba pensando—. El juguete es mío; un contrato es un contrato. Hay que buscar el dinero debajo de las piedras.
Pero en vez de ponerse a desempedrar la calle, se fue, como siempre, a la oficina.
Había grandes apuros por causa de arreglar asuntos que pedían del Ministerio despachados, y el director había dispuesto habilitar aquel día festivo.
Gran marejada político-moral-administrativa había por entonces en Madrid y en toda España; una de esas grandes irregularidades que de vez en cuando se descubren había puesto una vez sobre el tapete la cuestión de los cohechos, prevaricaciones y las clásicas manos puercas de la administración pública.
Los periódicos de circulación venían echando chispas; se celebraban grandes reuniones públicas para protestar y escandalizarse en colectividad; el Círculo Mercantil y una junta de abogados se empeñaban en empapelar a un ministro y a muchos proceres, al parecer poco delicados en materia de consumos y de ferrocarriles.
El Ministerio, amenazado con tanto ruido, se agarraba al poder como una lapa, y en las oficinas de Madrid había una terrible justicia de enero (del mes que venía corriendo) más o menos aparente.
Los subsecretarios, los directores, los jefes de negociado, estaban hechos unos Catones, más o menos serondos; no se hablaba más que de revisiones de cuentas de expedientes; en fin, se quería que la moralidad de los funcionarios brillara como una patena. Habia mucho miedo.
—Siempre pagaremos justos por pecadores —decían muchos pecadores que todavía pasaban por justos.
Y a todo esto, don Baltasar Miajas sin enterarse de nada. Oía campanas, pero no sabía dónde. El run run de las conversaciones referentes a los chanchullos legales llegaba hasta él sin sacarle de sus habituales pensamientos; lo oía como quien oye llover. Él cumplía con su cometido y andando.
Cuando llegó aquel día ante la mesa de su cargo, dispuesto a sacar el precio del juguete de debajo de las piedras, no soñaba con que había en el mundo inmoralidad, empleados venales, etcétera. Lo que él necesitaba eran diez duros.
No sabía que estaba sobre un volcán rodeado de espías. Los pillos del negociado, que los había, estaban convertidos en Argos de la honradez provisional y temporera que el director del ramo había decretado dando puñetazos sobre un pupitre.
Y el diablo, no la Providencia, como pensó don Baltasar, hizo que cierto contratista interesado en un expediente que Miajas acababa de despachar, de modo favorable para aquel señor, se le acercara y, fingiendo sigilo, pero con ánimo de que pudieran otros oficinistas enterarse de su generosidad, dejase entre unos papeles algunos billetes de Banco.
Era un hombre tosco, acostumbrado a vencer así en las oficinas de su pueblo; y como no conocía a Miajas y quería ir anunciando su procedimiento expeditivo para que se enterasen los que podían servirle el día de mañana, hizo lo que hizo de aquella manera torpe, que comprometía al infeliz covachuelista.
Don Baltasar, en el primer momento no se dio cuenta de lo que acababa de suceder. Todavía no se había hecho cargo de tan vituperable acción, y ya los espías del director se habían guiñado el ojo. Cuando el contratista insistió en su torpeza, llamando la atención de Miajas, éste… vio el cielo abierto. Y equivocándose sin duda, atribuyó entonces a la Providencia aquella oportunidad del diablo. En cualquier otra ocasión, sin escandalizarse, con mucha humildad y molestia, habría devuelto al pillastre su dinero, diciéndole con buenos modos que él había cumplido con su conciencia y que ya estaba pagado por el Gobierno.
Pero… ahora… Marcelín… la plaza fuerte comprada… la promesa de traer al rey Baltasar aunque fuese de los pelos… y cierto profundo espíritu de rebelión… de protesta moral… En fin, todo ello hizo que don Baltasar, en voz baja, temblorosa, dijera:
—¡Oh, no, caballero; es demasiado; basta con un… pequeño recuerdo… Guarde usted eso, guarde usted eso, pronto —y metió entre unos papeles un billete de cincuenta pesetas.
A la mañana siguiente, en el terrado de la humilde vivienda de Miajas, su hijo segundo, Marcelo, encontró, con una tarjeta firmada por el rey Baltasar, el juguete pasmoso, la plaza fuerte que había soñado.
Y por la tarde, el rey Baltasar recibió la noticia de que estaba cesante.
Por hacerle un favor no se le formaba expediente.
Justicia de enero. No había perdido más que el pan y la honra.
Relato corto de Arthur Machen: Los niños felices
Un día después de la Navidad de 1915, mis deberes profesionales me llevaron al Norte; o, para ser más preciso, como nuestros convencionalismos, al “Distrito Nordeste”. Había habido ciertas charlas singulares; varios chismorreos respecto a que los alemanes tenían un «escondrijo» por parte de Malton Head. Nadie parecía saber exactamente qué hacían allí o qué esperaban lograr. Mas la información corría como un incendio de una boca a otra, y se creyó conveniente que tal habladuría fuese seguida hasta sus orígenes, y expuesta al público o negada de una vez por todas.
Me dirigí, pues, al Distrito Nordeste, el domingo 26 de diciembre de 1915, y continué mis investigaciones a partir de la Bahía Helmsdale, que es un pequeño pueblo marítimo situado a tres kilómetros escasos del cabo Malton. La gente de los prados y las marismas también se había enterado de la fábula, considerándola con supremo desdén. Por lo que pude averiguar, dicho cuento había tenido origen en los juegos de unos niños que durante el verano habían vivido en Helmsdale. Habían improvisado un burdo drama de espías alemanes y su captura, y habían utilizado la Caverna Helvy, situada entre Helmsdale y el cabo Malton, como escenario de sus juegos. Esto era todo; aparentemente, los bobos habían hecho el resto; los bobos que creían de todo corazón a los «rusos», y se persignaban ante aquel que expresaba sus dudas respecto a los «Ángeles de Mons».
–Los niños forjaron un cuento que no se creían –me espetó un habitante del pueblo, que seguramente me juzgó más prudente que otras personas.
Naturalmente, no podía comprender, pese a todo, que un periodista tiene dos deberes: proclamar la verdad y denunciar la mentira.
A primeras horas de la tarde del lunes, ya había terminado con los «alemanes» y su escondite, y decidí detenerme en Banwick antes de regresar a casa, pues había oído comentar a menudo que era un lugar bellísimo y curioso. De modo que cogí el tren de la una y media, y empecé a internarme, deteniéndome en muchas estaciones desconocidas en medio de las grandes mesetas; cambié de tren en Marishes Ambo, y proseguí el viaje por un territorio extraño, a la escasa luz de la tarde invernal. De pronto, el tren abandonó el terreno llano y comenzó a descender por una cañada profunda y estrecha, oscurecida por bosques a cada lado, amarillenta por las ramas quebradas, solemne en su soledad. Lo único que se movía era el río acaudalado y turbulento que espumeaba sobre las rocas, y formaba plácidos remansos en las orillas.
Los oscuros bosques se diseminaron en grupos de antiguas matas de espinos; grandes rocas grises, de formas raras, surgían del suelo; y otras dentadas se elevaban hacia las alturas a cada lado de la cañada. El río iba creciendo y ensanchándose, y siguiendo su curso llegamos a Banwick al ponerse el sol.
Contemplé la maravilla de la ciudad a la luz del crepúsculo, rojizo por occidente. Las nubes ensombrecían los rosales; había mares de verdor por entre islas de luz carmesí; y nubes relucientes como espadas flamígeras, como dragones de fuego. Y por debajo de aquellos colores, de aquellas luces confundidas se veían las luces del puerto abajo, y más arriba, al otro lado del puente, la abadía en ruinas y la inmensa iglesia en la colina.
Salí de la estación por una antigua calle, tortuosa y estrecha, con recintos cavernosos y patios que se abrían al otro lado, y tramos de peldaños que ascendían hacia las terrazas de las casas, o descendían al puerto y a la marea del agua. Distinguí muchas casas torcidas, casi hundidas por el peso de los años, casi por debajo del nivel del suelo, con techumbres de troncos de árbol derruidas y portales encorvados, con rastros de grabados grotescos en sus muros. Y cuando llegué al muelle, al otro lado del puerto había la más asombrosa confusión de techos de tejas rojas que había visto en mi vida, y la gran iglesia normanda de color gris, en la colina pelada que los dominaba. Más abajo, las barcas se balanceaban con la marea, y el agua ardía en los fuegos del atardecer. Era la ciudad de un sueño mágico. Estuve en el muelle hasta que en el cielo hubo desaparecido todo resplandor, y las aguas y la noche invernal quedaron completamente a oscuras en Banwick.
Hallé una vieja posada junto al puerto. Los muros de las habitaciones iban al encuentro unas de otras, formando unos extraños e inesperados ángulos; había agudas proyecciones y raras junturas de ladrillos, como si una habitación tratase de internarse en otra; había indicios de escaleras imprevistas en los rincones de los techos. Mas también había un bar donde Tom Smart había gustado de sentarse, con un buen fuego de leños, viejos sillones y bastantes perspectivas de conseguir «algo caliente» después de cenar.
Me senté en tan agradable lugar una hora o dos, y conversé con la amable gente del pueblo que entraba y salía. Todos me hablaban de las viejas aventuras o la industria de la población. Antaño era un gran puerto ballenero, y tenían unos magníficos astilleros; y más adelante, Banwick fue famoso por su corte del ámbar.
–Pero ahora ya no es nada –se entristeció un parroquiano del bar–, y nosotros nada poseemos.
Salí a dar una vuelta antes de cenar. Banwick estaba en tinieblas, en espesas tinieblas. Por buenos motivos, no ardía en sus calles ni una sola luz; y apenas se distinguían algunos resquicios luminosos a través de los visillos de las ventanas. Era como andar por una ciudad de la Edad Media, con las formas antiguas de las casas apenas visibles en la oscuridad, formas que me recordaban los cuadros extraños y cavernosos del París y Tours medievales que trazó Doré.
Apenas había nadie en las calles; aunque todos los patios y callejones parecían llenos de niños. Divisé a varios corriendo aquí y allá. Y nunca había oído unas voces infantiles tan felices. Unos cantaban, otros reían, y atisbando por una de las oscuras cavernas, percibí un corro de niños que danzaban, dando vueltas y más vueltas, cantando con voces muy diáfanas una bella melodía; seguramente una tonadilla local, supuse, ya que se trataba de unas modulaciones que jamás había escuchado.
Regresé a la posada y hablé con su propietario respecto a la gran cantidad de niños que jugaban en las oscuras calles y en los patios, y en lo felices que todos me habían parecido.
Durante un instante me contempló fijamente y al fin me dijo:
–Bueno, caballero, los niños andan un poco sueltos estos días. Sus padres se hallan en el frente, y sus madres no pueden dominarlos ni sujetarlos en casa. De modo que todos se han vuelto un poco salvajes.
Había algo raro en su expresión. Pero no conseguí descubrir en qué estribaba la rareza. Y me di cuenta de que mi observación le había dejado inquieto, pero yo ignoraba en absoluto qué le pasaba. Cené y me senté un par de horas a discutir de los «alemanes» en su escondite del cabo Malton.
Terminé mi relato del mito alemán, y en vez de irme a la cama, decidí que debía dar otra vuelta por Banwick, envuelto en su maravillosa oscuridad. De modo que salí y crucé el puente subiendo por la calle del otro lado, donde se veía (se hubiese visto en pleno día) el amontonamiento de tejados rojos casi unos encima de otros, que había contemplado aquel atardecer. Ante mi asombro, vi que los extraordinarios niños de Banwick continuaban en la calle, alborotando, jugando y riendo, bailando y cantando, por las escaleras que daban a los patios interiores, pareciendo de esta forma que flotasen en el aire. Sus alegres carcajadas resonaban como campanadas en la noche.
Eran las once y cuarto cuando salí de la posada, y estaba precisamente pensando que las madres de aquella población eran excesivamente indulgentes con sus hijos, cuando éstos empezaron a entonar la antigua melodía que ya había escuchado antes. Las diáfanas y modélicas voces se elevaban en la oscuridad: a lo que me pareció, por centenares. Yo me hallaba en una callejuela, y vi con gran estupor que los niños pasaban ante mí en una larga procesión que ascendía por la colina hacia la abadía. Ignoro si había aparecido una luna muy pálida, o si las nubes pasaban por delante de las estrellas; pero el aire se aplacó, y conseguí divisar a los niños con toda claridad, andando lentamente y cantando, en un transporte de exaltación en tanto entonaban la dulce melodía en medio del bosque invernal, que en aquellos momentos parecía transformado por una temprana primavera.
Todos vestían de blanco, algunos con extrañas marcas en sus cuerpos que, supuse, tenían cierto significado en aquel fragmento de místico misterio que estaba yo contemplando.
Muchos llevaban coronas hechas con algas húmedas en torno a las sienes; uno mostraba una cicatriz pintada en la garganta; un chiquillo llevaba una túnica abierta, y señalaba una profunda herida encima del corazón, de la que parecía manar sangre; otro niño tenía las manitas muy separadas, con las palmas llenas de espinos y sangrando, como si se las hubiesen atravesado. Uno de los cantores llevaba un bebé en brazos, e incluso éste presentaba una herida en la cara.
La procesión pasó ante mí, y oí cantar a los niños mientras seguían ascendiendo por la colina hacia la antigua iglesia. Regresé a la posada, y al atravesar el puente me asaltó de repente la idea de que era el día de los Santos Inocentes. Sin duda, acababa de presenciar una confusa reliquia de alguna tradición medieval, por lo que al llegar a mi destino le formulé al posadero unas preguntas al respecto.
Entonces comprendí el significado de la extraña expresión que antes había observado en su rostro. Empezó a temblar y a estremecerse de horror; y luego se alejó de mí como si yo fuese un mensajero de la muerte.
Unas semanas más tarde estaba leyendo un libro titulado Los antiguos ritos de Banwick. Lo había escrito, en el reinado de la reina Isabel I de Inglaterra, un autor anónimo que había conocido el esplendor de la antigua abadía y la desolación que la asoló. Y hallé este pasaje:
«Y en el Día de los Inocentes, a medianoche, se celebró un maravilloso y solemne servicio religioso. Ya que cuando los monjes terminaron de cantar el Tedeum en los maitines, subió al altar el abad, espléndidamente ataviado con una vestidura de oro, por lo que era una maravilla contemplarle. Y también entraron en el templo todos los niños de tierna edad de Banwick, todos ataviados con túnicas blancas. Luego, el abad empezó a cantar la misa de los Santos Inocentes. Y cuando terminó la consagración de la misa, se adelantó hasta el Santo Libro el niño más pequeño de cuantos se hallaban presentes y podían estar de pie. Y este niño llegó al altar, y el abad lo instaló en un trono de oro reluciente, y se inclinó y lo adoró, entonando:
Talium Regnum Celoerum, Aleluya. De éste es el Reino de los Cielos, Aleluya.
Y todo el coro cantó en respuesta:
Amicti sunt stolis albis, Aleluya, Aleluya. (Vestidos están con túnicas blancas, Aleluya, Aleluya).
Y el prior y todos los monjes, por orden, adoraron y reverenciaron al niño que se hallaba sentado en el trono.»
Yo había presenciado la procesión de la Orden Blanca de los Santos Inocentes. Había visto a los que salían cantando de las aguas profundas donde se hallaba el Lusitania; había visto a los mártires inocentes de los campos de Flandes y Francia regocijándose ante la idea de oír misa en su morada espiritual.
Microrrelato de Marco Denevi: Desastroso fin de los tres Reyes Magos
“Herodes, viéndose burlado por los
Magos se irritó
sobremanera y mandó matar a todos los niños de Belén.”
(Mateo, 2, 16).
Camino de regreso a sus tierras, los tres Reyes Magos oyeron a sus espaldas el clamor de la Degollación. Más de una madre corrió tras ellos, los alcanzó y los maldijo. De todos modos la noticia se propagó velozmente. Marcharon entre puños crispados y sordas recriminaciones de hombres y mujeres. En una encrucijada vieron a José y a María que huían a Egipto con el Niño. Cuando llegaron a sus respectivos países los mató el remordimiento.
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Odiaba las Navidades a muerte, pero nadie –ni su esposa ni sus hijos ni sus nietos– lo tomaba en serio. La tarde de Nochebuena, aprovechando que habían salido a comprar los últimos regalos, se desnudó, desnudó el árbol, pisoteó las bolas y se aderezó cabeza, brazos y piernas con bombillas de colores. Después metió los pies en una palangana en el preciso instante en que un cortocircuito dejaba sin luz a todo el barrio. Pero él aguardó, impertérrito, canoso, mojado y gordo, arrugándose a oscuras. Tras una hora de espera, el agua ya estaba helada y se levantó, tiritando, a buscar un albornoz. Su familia lo descubrió en el pasillo, justo en el momento en que volvía la luz, en pelotas, vestido sólo de estornudos y guiños parpadeantes, la estrellita plateada en la oreja, el reno en el ombligo y el muérdago en su sitio. “Feliz Navidad”, dijo.
Cuento de José María Merino: Solsticio de invierno
En el cielo del amanecer brillaba con fuerza aquel insólito lucero que la gente común contemplaba con asombro, pero el capitán sabía que era uno de los satélites de comunicaciones que permitían a su ejército mantener la supremacía en aquella guerra interminable
–Mi capitán –transmitió el cabo–. Aquí solo hay varios civiles refugiados, unos pastores que han perdido el rebaño por el impacto de un obús y una mujer a punto de dar a luz.
El capitán, desde la torreta del carro, observaba el establo con los prismáticos.
–Registradlo todo con cuidado.
–Mi capitán –transmitió otra vez el cabo–, también hay un perturbado, vestido con una túnica blanca, que dice que va a nacer un salvador y otras cosas raras.
–A ese me lo traéis bien sujeto.
–Mi capitán –añadió el cabo, con la voz alterada–, la mujer se ha puesto de parto.
–Bienvenido al infierno –murmuró el capitán, con lástima.
A la luz del alba, aparecieron en la loma cercana las figuras de tres camellos cargados de bultos y montados por jinetes de raras vestiduras, y el capitán los observaba acercarse, indeciso.
–Abrid fuego –ordenó al fin–. No quiero sorpresas.
Manuel Hidalgo: La misa del perro
Sucedió el día de Año Nuevo, muy temprano. La mujer menudita y el perro menudito entraron en el templo a escuchar la Santa Misa. La mujer tomó agua bendita de la pila, se persignó y también hizo la señal de la cruz en la frente del perrillo, que iba protegido del frío por un abrigo escocés. Se sentaron en el último banco, a mi lado. Llegado el momento de darnos la paz, la mujer me extendió una mano y el perro me dio una patita. ¿Qué iba a hacer yo? “La paz sea contigo”, le dije al perro, que me miró con agradecimiento. Cuando llegó la hora de comulgar, la mujer me pidió que cuidara del chucho hasta su regreso, y allí nos quedamos, el perro y yo, lejos ambos del estado de gracia exigido. Que recuerde, yo nunca he mordido a nadie, pero el perro quizá tuviera ese pecadillo sin confesar. En fin, eso no era asunto mío, del mismo modo que mis asuntos no parecían ser de la incumbencia de aquel perro, el cual, al término del oficio, se mostró huidizo.
La Coruña, España (1851-1921)
Catorce años de no interrumpida laboriosidad podía apuntar el Peludo en su hoja de servicios; catorce años en que no hubo día sin ración de palos y sin hambre. ¡El hambre especialmente! ¡Qué martirio!
Sacar fuerzas de flaqueza para el cochinero trote, obligado por los pinchazos del recio aguijón; aguantar picadas de tábanos y de moscas borriqueras, enconadas, feroces con el sol y el polvo, en las llagas de la reciente matadura; sufrir talonazos y ver cortar la vara de avellano o de taray que, silbadora y flexible, se ha de ceñir a su piel, averdugándola; probar la dentellada de la espuela y el sofrenazo violento del bocado; recibir puñadas en el suave hocico y en los ojos, en los dulces y grandes ojos cuya mirada siempre expresa mansedumbre; doblegarse bajo la excesiva carga; arrastrarse molido y pugnar por no caer al suelo antes de que se termine una caminata tres veces más fatigosa de lo que cabe dentro de los límites del vigor asnal; todo esto, con ser tanto, le parecía miseriuca al Peludo, en cortejo de pasar rozando una pradera verde como la esperanza, mullida y aterciopelada como tapiz de seda, y no poder hartar la panza vacía, redondear los ijares metidos y chupados y la tripa hueca como tubería de órgano. Era tal la impresión que causaba al Peludo la vista de la hierba apetitosa, rociada, velluda, de los dorados pajares y de las mieses en sazón; tal la rabia que sentía al oír el murmurio de la fuente cuando secaba sus fauces el anhelo del trabajo y la polvareda pegajosa del camino real; tal la violencia de su furioso apetito y el ímpetu de su colosal gazuza, que más de una vez, él, el manso, el resignado, el trabajador, el obediente, «pensó» hacer una muy gorda y sonada: soltar un rebuzno de guerra y arremeter a coces y a muerdos contra su despiadado jinete, su espolique, su amo, su tirano… ¡Qué deleite arrojar al suelo el lastre de sacos de harina, que pesan cual plomo, patearlos, reventarlos; que la harina se esparciese por la carretera; meter en ella el hocico, aventarla, hacerla volar en blanquísimas nubes! Y si era mucha el ansia de comer, no menor la de revolcarse. ¡Revolcarse! ¡Cuánto tiempo, desde su tierna infancia, su época de buchecillo retozón y candoroso, que no se revolcaba, con las cuatro patas batiendo el aire y la gris barriga al sol, el Peludo!
Cruzaban estas ráfagas de emancipación por la deprimida mollera del esclavo, pero no adquirían consistencia; eran aleteos pasajeros que abatía al punto la convicción de su eterna servidumbre y de que la había dispuesto la suerte, el fatum que preside a la existencia del jumento. Sí, lo peor del caso es que al Peludo la desgracia le había hecho fatalista; no esperaba nada de la Providencia, ni se atrevía a creer que pudiese lucir para él jamás un instante de relativa dicha. Hiciese lo que hiciese lo mismo tenía que ser… Hambre y palos, palos y hambre… Arriba con la carga; avante por la senda, y nada de protestas ni de quiméricos ensueños…
Razón llevaba el paciente Peludo en desconfiar de la suerte y en prometerse mayores desventuras; su amo, en vez de mostrarle algún apego, una pizca de consideración, a medida que el Peludo perdía fuerzas, agilidad y bríos, iba tratándole con mayor dureza y encomendándole las tareas más rudas y bajas, los transportes más reventadores y las jornadas a palo seco, en todo el rigor de la frase. Por eso, la glacial y lluviosa noche del 24 de diciembre encontró al cuitado Peludo sufriendo la intemperie con cachaza estoica, atado a una argolla de hierro, a la puerta de la más conocida taberna del Pellejón, una de las varias que salpicaban las orillas de la carretera de Marineda a Brigos. Otras veces no faltaba para el Peludo en aquel templo báquico el abrigo de una cuadra o de un estercolero, o siquiera de un cobertizo cerquita del pajar; pero ésta era noche de bulla y parranda, de regodeo y jarros colmados de vino y aguardiente, y cuando el Peludo, al trotecillo desmayado de sus provectas patas, se acercó a la taberna, no quedaba sitio ni techo para él. De dos puntillones, el amo le pegó a la pared, le amarró a la anilla, y allí se quedó el jumento, sin más techo que un emparrado desnudo de follaje, cuyas ramas goteaban hilos de agua llovediza, formando una charca bajo los cascos.
Veía el Peludo, al través de los vidrios de la ventana, la sala de la taberna iluminada, alegre, llena de hombres que jugaban a los naipes, disputaban, despachaban guisotes de bacalao y apuraban vasos de caña y tinto. Mientras los racionales celebraban así la Navidad, el asno, transido y empapado hasta los huesos, rendido de cansancio y desfallecido de necesidad, no tenía ánimos ni para exhalar un suplicante y doloroso rebuzno pidiendo sustento y calor. Una nube veló sus pupilas; sus corvas se doblaron. Iba a caer sobre el fango líquido, cuando advirtió una claridad suave, muy diferente de la que derramaban las pestíferas candilejas de la taberna, y divisó a su lado, con profunda sorpresa a otro borrico: un asno plateado, de luciente pelo, vivaracho, cordial. ¡Qué compañía tan grata! «¡Hi-ho!», flauteó dulcemente el caduco y asendereado jumento. Púsose el recién venido a roer con los dientes la cuerda que al Peludo sujetaba, y presto lo dejó libre. Echó a andar el argentado borriquillo, y detrás de él, sin meterse en más averiguaciones, el Peludo, ya regocijado y fuerte. A medida que adelantaban, la noche se hacía transparente, estrellada, tibia; el camino, fácil, seco, llano, lindo. A derecha e izquierda, prados de un tono de felpa verdegay, esmaltados de violetas y ranúnculos, convidaban al Peludo a saciar su apetito; arroyos cristalinos le brindaban con qué apagar su sed. Y el Peludo, entrando a saco, descuidado, libre, se entregó a la hierba jugosa; desde lejos podía oírse el ruido de molino que al mascar producía su vieja dentadura. Bebió a su talante en los manantiales; atracóse de trébol y hierba mollar, y al paso que devoraba, redondeábase su panza como globo que se infla, hasta que de súbito estallaron las cinchas que sujetaban la albarda, y quedóse en pelota, feliz como un rey. ¡Ahora sí que no se sentía fatalista el Peludo! Tan dichosa aventura lo convertía en el mayor providencialista del universo. En lontananza empezaba a despuntar la mañanica dorada y risueña; las violetas del prado olían a gloria; todo incitaba a un revuelco deleitable, y, izas!, el Peludo se dejó caer y se puso a nadar en aquel golfo de verdura, impregnándose de olores floreales, recogiendo en su pelambrera hojas de manzanilla. El asno se sentía victorioso, envuelto en luces de gloria. Y allá en los aires, lejos, alto, voces misteriosas repetían la profética cláusula: «Nos ha nacido un niño, y se llama Emmanuel…» El asno de plata, salvador del Peludo, le miraba entre compasivo y amigable, y le rebuznaba bondadosamente: «¡Hi-ho! ¿No me conoces? Soy el que calentó con su aliento a Jesús en el establo…, y el que llevó a Egipto a María la Nazarena…».
A la puerta de la taberna, el amo del Peludo, al salir de madrugada con los humos de la embriaguez muy densos aún, vio a su montura tendida en la charca, los ojos vidriosos, las patas rígidas.
–Rompióse la cuerda –observó el tabernero–. No le dé patadas -agregó-, que de poco sirve; tiene la oreja fría; está difunto.
Pero el amo, con la terquedad característica de los beodos, seguía descargando puntapiés al animal, jurando, blasfemando y maldiciendo. Al fin, convencido de lo inútil de sus esfuerzos, soltó una opaca risotada.
–Para lo que servía… –gruñó–. Ya ni podía conmigo…
Madrid, España (1866-1954)
Después de la misa del Gallo celebrada en el oratorio y oída con más recogimiento que una comedia de teatro antiguo en lunes clásico, los invitados de la marquesa de San Severino pasaron al comedor.
La fiesta era de pura intimidad; la marquesa había limitado la invitación a las personas más allegadas de su familia y a unos pocos amigos predilectos.
Entre todos no pasaban de quince.
–La Nochebuena es una fiesta de familia. Todo el año vive uno de esperanzas, abierto el corazón al primero que llega; hoy quiero recogerme en los recuerdos: sé que todos ustedes me acompañan esta noche porque me quieren de verdad, y yo a su lado me encuentro muy dichosa.
Los invitados asintieron graciosamente al cumplido.
–¡Ya lo creo! ¿Dónde mejor podía pasarse la señalada noche?
–Así, así, pocos y buenos.
–¡Ilfaut serrer les rangs, querida marquesa!
–¡Home, sweet home!
Y, rebosantes de expansiva satisfacción, dispusiéronse a celebrar con alegría la Noche que, según el poeta, «Envidia dar pudiera / al más luciente día».
Pero, a pesar de tan propicia disposición, lo cierto es que todos parecían tristes y preocupados, como si estuvieran con el alma en donde quisieran estar en cuerpo y alma.
El saque de la conversación correspondió, como siempre, al insigne Manolo Borines; pero perdió el tanto de salida, sin peloteo. Secundó con más fuerza, apuntando una historia escandalosa y tampoco le atendió nadie. Desalentado, desistió de su empeño y llamó a los criados para que le sirvieran por segunda vez de un exquisito turbot con salsa deppoise.
La conversación desmayaba y caía a cada paso, mal sostenida por lugares comunes y frases de ocasión, sin espontaneidad y sin gracia. La risa no era franca ni sonora; parecían desgarraduras dolorosas y terminaban en un ¡ay! como aliviador suspiro. No había duda; neblina de tristeza nublaba el ambiente. Era como una obligación aparentar regocijo y nadie reflejaba siquiera cortés agrado. ¡Pobre marquesa! ¡Ella, que, según frase de revisteros, poseía como nadie el don encantador de que las horas parecieran minutos en su casa! Bien asegura la superstición vulgar que la noche del nacimiento del Hijo de Dios nada pueden maleficios y encantos. Porque no se hallaban encantados, ciertamente, los invitados de la marquesa. Ella, con su bondad confiada, había creído que pasarían una noche agradable a su lado, y ellos, por no desairarla estaban allí, forzados por los deberes sociales, estaban allí… y con el pensamiento muy lejos. Con quien y sin quien, porque cada uno, por su voluntad, por su gusto, habría pasado la Nochebuena en otra parte, donde le llamaban o el amor o el capricho, o la diversión, la virtud o el vicio, un móvil cualquiera, pero más atractivo, más fuerte que la cortesía social, y así pensaba cada uno, el marqués de San Severino, el dueño de la casa, esposo tranquilo de la bondadosa marquesa, el primero:
–¡Qué ocurrencia la de mi mujer! ¡Me aburren estas fiestas de familia! Tener que estar aquí toda la noche, sentado entre mi tía, la venerable condesa de Encinar del Valle, y Josefina Montero, prima carnal, es decir, prima ósea de mi mujer. ¡Porque cuidado si está delgada! En cambio, mi tía… ¡Para cuándo son los empréstitos! ¡Qué aburrimiento! Mi tía sólo habla de comer y de beber, y la primita… de arder. La una dice que el escaparate de Lhardy está hermoso estos días; la otra dice que Paul Bourget se amanera, que prefiere a Paul Hervieu. ¡Me vuelven loco! A estas horas estarán cenando en casa de la Chipilina. ¡Allí sí que se divertirán! ¡Si esta gente tuviera la feliz ocurrencia de marcharse temprano!
Así monologaba el dueño de la casa, el ilustre marqués de San Severino, y la primita espiritual, a su vez, pensaba:
–¡Qué idea la de mi prima! ¡Noche más aburrida! Mi primo es un bárbaro, no se le puede hablar de nada. A estas horas estará Federico en casa de los Vivares. Allí sí que me hubiese ido yo de muy buena gana… ¡Pero la familia!… ¡Si Pilar hubiera sabido que yo no venía a su casa por ir a casa de los Vivares!
La marquesa de Encinar del Valle, grosse gourmande, opinaba como el sacerdote de la Bella Helena que en la mesa de sus sobrinos había trop de fleurs y, en cambio, el menú dejaba mucho que desear. Muy artístico el espejo con marco de orquídeas, violetas y lilas blancas, muy caprichosa la góndola de porcelana de Sevres, y los pastorcitos de Watteau mirándose en el espejo como en un lago amoroso del país azul de citerea, pero los filets de volaille eran abominables.
La verdad, hubiera sido mejor ir al réveillon de Mistress Bryan. Allí sí se comía.
La condesita de Robledal, figura elegantísima, de una raza soñada, exótica en todas partes como una quimera de artista, pensaba… en lo imposible; en una cita misteriosa con un ser ideal, en poesía sin palabras y en música sin sonidos, como los amores que ella soñaba, sin caricias, sin besos, aroma purísimo de flores inaccesibles. ¡Triste condesita! ¡Cuántos tropezones había dado por ir mirando arriba! Aquella noche misma en que con qué poco hubiera forjado un ideal, como una niña que con un pedazo de trapo forma un muñeco y en él pone ternuras de madre. El trapo con que había formado su último muñeco dormiría a la hora aquella o quizás estaría de cena con sus compañeros, en el cuarto de oficiales de un cuartel de húsares, pero de húsares de Pavía, con uniforme de color de cielo…, y allí, allí estaba fijo el pensamiento de la marquesita soñadora mientras cenaba desentendida de cuanto la rodeaba.
A su lado, Manolo Borines, con la cara congestionada y la expresión de vaguedad idiota del predestinado al reblandecimiento, pensaba, como el marqués en la Chipilina, en la juerga que habría en aquella casa y lo gustoso que se hallaría en ella. ¡Digo! ¡Qué mujeres! ¡La francesa había prometido bailarles unquadrille con el grand eccart; seis mil francos se había gastado en dessous para la circunstancia! ¡Y perder aquello por cumplir con la marquesa! De reojo miraba al marqués, como si quisiera decirle: si esto concluyera pronto, podríamos hacer una escapada; el marqués lo comprendía y miraba el reloj impaciente.
Paco Noguera, literato de salón protegido de los marqueses, que le costeaban las ediciones de sus poesías, pensaba con tristeza en sus hermanas, dos pobres muchachas que sufrían en casa mil privaciones, mientras él brillaba en fiestas y en veladas aristocráticas. Dos tristes vidas sacrificadas para que él luciera; ellas planchaban con mil afanes las camisolas limpísimas del hermano; ellas vestían unas faldillas pardas y no podían salir a la calle bien abrigadas para que él vistiera un frac bien cortado y se abrigara con gabán de pieles, y el poeta, brillante luz sostenida por el pábilo consumido de dos existencias sacrificadas, pensaba en ellas con remordimiento, pensaba en la cena miserable de sus pobres hermanas.
Lola Montero pensaba en que Isidoro Torres cenaría en casa de la condesa de Fondelvalle, y en que la condesa quería casarle a toda costa con su hija…, y en que ella debía estar allí o Isidoro en casa de los de San Severino, y los nervios desbocados no la dejaban sosegar ni atravesar bocado… Y así todos, con el pensamiento lejos y el alma donde quisieran haber estado en cuerpo y alma.
Y la dueña de la casa, tan satisfecha de ver reunidas a su alrededor a las personas de su cariño. Sólo dos le faltaban: su hermana, la marquesa del Robledal, venerable señora, consagrada por entero a la devoción, una santa, una verdadera santa, y otra… de quien no quería acordarse, su cuñadito, el condesito de Santa Elena…, de quien más valía no hablar… Pasaría la Nochebuena rodeado de toreros y perdidos en algún colmado, ése estaba fuera de la sociedad… y de todo.
La marquesa, en su bondad placentera, no podía pensar que las dos personas que faltaban a su mesa aquella noche eran las dos únicas personas felices. Una por sublime virtud, otra por los vicios más abyectos, eran las únicas que rompían la monotonía vulgar de la vida, las únicas que dejaban sobresalir su propia vida sobre la vida impuesta por los demás, sacrificada a las conveniencias sociales.
Microrrelato de Eduardo Galeano: Nochebuena
Montevideo, Uruguay (1940-2015)
Fernando Silva dirige el hospital de niños, en Managua.
En vísperas de Navidad, se quedó trabajando hasta muy tarde. Ya estaban sonando los cohetes, y empezaban los fuegos artificiales a iluminar el cielo, cuando Fernando decidió marcharse. En su casa lo esperaban para festejar. Hizo una última recorrida por las salas, viendo si todo quedaba en orden, y en eso estaba cuando sintió que unos pasos lo seguían. Unos pasos de algodón: se volvió y descubrió que uno de los enfermitos le andaba detrás. En la penumbra, lo reconoció. Era un niño que estaba solo. Fernando reconoció su cara ya marcada por la muerte y esos ojos que pedían disculpas o quizá pedía permiso.
Fernando se acercó y el niño lo rozó con la mano:
–Decile a… –susurró el niño–. Decile a alguien, que yo estoy aquí.
[De El libro de los abrazos]Relato corto de Rafael Escobar de Andreis: Navidad en familia
Se esperaba una gran fiesta, la brisa de diciembre así lo presagiaba. Era Navidad, fecha escogida por los familiares para visitar a sus viejitos en el ancianato.
Sofía combinaba sus labores de enfermera con las del engalanamiento del lugar. Distribuyó bombas multicolores, atravesó serpentinas y por último puso dos cremosas tortas sobre la mesa principal. Pero también acicalaba a los anfitriones: limpiaba unos mocos, apaciguaba unos pelos sobre una calva, enjugaba babas, colocaba pañales para evitar sorpresas incómodas y repartía pócimas para calmar persistentes espasmos de tos.
Algunos familiares llegaron tarde, como a veces sus mensualidades, pero terminaron por cumplir a pesar de las congestiones del último mes del año. Era el encuentro de padres con hijos, nietos y abuelos, sobrinos con tíos, hermanos y hasta alguna esposa o esposo con su antigua cónyuge.
A las cinco de la tarde cada anciano estaba rodeado por su grupo familiar, recién bañado, recién peinado y con traje limpio. Algunos ancianos solo balbuceaban, otros no oían, otros consentían en que les mantuvieran quieto el miembro que temblaba.
Doña Bárbara, la dueña del Hogar, rompió la monotonía:
–Sofía, llegó la hora de las tortas, recuerda que a la derecha está la de los abuelitos, por favor no te confundas, es la primera que se reparte para que los demás nos ayuden.
Los viejitos comieron con sus apetitos de pájaro y diez minutos después cayeron en un profundo sueño, demasiado profundo para ser natural.
–Ahora sí, Sofía, reparta la torta a los demás.
Mientras estos comían con avidez y los durmientes eran llevados a sus habitaciones, fueron llegando las notas de una música festiva.
Taganrog, Rusia (1860-1904)
Vanka Chukov, un muchacho de nueve años, a quien habían colocado hacía tres meses en casa del zapatero Alojin para que aprendiese el oficio, no se acostó la noche de Navidad. Cuando los amos y los oficiales se fueron, cerca de las doce, a la iglesia para asistir a la misa del Gallo, cogió del armario un frasco de tinta y un portaplumas con una pluma enrobinada y, colocando ante él una hoja muy arrugada de papel, se dispuso a escribir. Antes de empezar dirigió a la puerta una mirada en la que se pintaba el temor de ser sorprendido, miró al icono oscuro del rincón y exhaló un largo suspiro. El papel se hallaba sobre un banco, ante el cual estaba él de rodillas.
«Querido abuelo Constantino Makarich –escribió–: Soy yo quien te escribe. Te felicito con motivo de las Navidades y le pido a Dios que te colme de venturas. No tengo papá ni mamá; sólo te tengo a ti…
Vanka miró a la oscura ventana, en cuyos cristales se reflejaba la bujía, y se imaginó a su abuelo Constantino Makarich, empleado a la sazón como guardia nocturno en casa de los señores Chivarev.
Era un viejecillo enjuto y vivo, siempre risueño y con ojos de bebedor. Tenía sesenta y cinco años. Durante el día dormía en la cocina o bromeaba con los cocineros, y por la noche se paseaba, envuelto en una amplia pelliza, en torno de la finca, y golpeaba de vez en cuando con un bastoncillo una pequeña plancha cuadrada, para dar fe de que no dormía y atemorizar a los ladrones. Acompañábanlo dos perros: Canelo y Serpiente. Este último se merecía su nombre: era largo de cuerpo y muy astuto, y siempre parecía ocultar malas intenciones; aunque miraba a todo el mundo con ojos acariciadores, no le inspiraba a nadie confianza. Se adivinaba, bajo aquella máscara de cariño, una perfidia jesuítica. Le gustaba acercarse a la gente con suavidad, sin ser notado, y morderla en las pantorrillas. Con frecuencia robaba pollos de casa de los campesinos. Le pegaban grandes palizas; dos veces había estado a punto de morir ahorcado; pero siempre salía con vida de los más apurados trances y resucitaba cuando lo tenían ya por muerto.
En aquel momento, el abuelo de Vanka estaría, de fijo, a la puerta, y mirando las ventanas iluminadas de la iglesia, embromaría a los cocineros y a las criadas, frotándose las manos para calentarse. Riendo con risita senil les daría vaya a las mujeres. “¿Quiere usted un polvito?”, les preguntaría, acercándoles la tabaquera a la nariz. Las mujeres estornudarían. El viejo, regocijadísimo, prorrumpiría en carcajadas y se apretaría con ambas manos los ijares. Luego les ofrecería un polvito a los perros. El Canelo estornudaría, sacudiría la cabeza, y, con el gesto huraño de un señor ofendido en su dignidad, se marcharía. El Serpiente, hipócrita, ocultando siempre sus verdaderos sentimientos, no estornudaría y menearía el rabo.
El tiempo sería soberbio. Habría una gran calma en la atmósfera, límpida y fresca. A pesar de la oscuridad de la noche, se vería toda la aldea con sus tejados blancos, el humo de las chimeneas, los árboles plateados por la escarcha, los montones de nieve. En el cielo, miles de estrellas parecerían hacerle alegres guiños a la Tierra. La Vía Láctea se distinguiría muy bien, como si, con motivo de la fiesta, la hubieran lavado y frotado con nieve…
Vanka, imaginándose todo esto, suspiraba. Tomó de nuevo la pluma y continuó escribiendo:
«Ayer me pegaron. El maestro me cogió por los pelos y me dio unos cuantos correazos por haberme dormido arrullando a su nene. El otro día la maestra me mandó destripar una sardina, y yo, en vez de empezar por la cabeza, empecé por la cola; entonces la maestra cogió la sardina y me dio en la cara con ella. Los otros aprendices, como son mayores que yo, me mortifican, me mandan por vodka a la taberna y me hacen robarle pepinos a la maestra, que, cuando se entera, me sacude el polvo. Casi siempre tengo hambre. Por la mañana me dan un mendrugo de pan; para comer, unas gachas de alforfón; para cenar, otro mendrugo de pan. Nunca me dan otra cosa, ni siquiera una taza de té. Duermo en el portal y paso mucho frío; además, tengo que arrullar al nene, que no me deja dormir con sus gritos… Abuelito: sé bueno, sácame de aquí, que no puedo soportar esta vida. Te saludo con mucho respeto y te prometo pedirle siempre a Dios por ti. Si no me sacas de aquí me moriré.»
Vanka hizo un puchero, se frotó los ojos con el puño y no pudo reprimir un sollozo.
«Te seré todo lo útil que pueda -continuó momentos después-. Rogaré por ti, y si no estás contento conmigo puedes pegarme todo lo que quieras. Buscaré trabajo, guardaré el rebaño.
Abuelito: te ruego que me saques de aquí si no quieres que me muera. Yo escaparía y me iría a la aldea contigo; pero no tengo botas, y hace demasiado frío para ir descalzo. Cuando sea mayor te mantendré con mi trabajo y no permitiré que nadie te ofenda. Y cuando te mueras, le rogaré a Dios por el descanso de tu alma, como le ruego ahora por el alma de mi madre.
«Moscú es una ciudad muy grande. Hay muchos palacios, muchos caballos, pero ni una oveja. También hay perros, pero no son como los de la aldea: no muerden y casi no ladran. He visto en una tienda una caña de pescar con un anzuelo tan hermoso, que se podrían pescar con ella los peces más grandes. Se venden también en las tiendas escopetas de primer orden, como la de tu señor. Deben costar muy caras, lo menos cien rublos cada una. En las carnicerías venden perdices, liebres, conejos, y no se sabe dónde los cazan.
«Abuelito: cuando enciendan en casa de los señores el árbol de Navidad, coge para mí una nuez dorada y escóndela bien. Luego, cuando yo vaya, me la darás. Pídesela a la señorita Olga Ignatievna; dile que es para Vanka. Verás cómo te la da.»
Vanka suspira otra vez y se queda mirando a la ventana. Recuerda que todos los años, en vísperas de la fiesta, cuando había que buscar un árbol de Navidad para los señores, iba él al bosque con su abuelo. ¡Dios mío, qué encanto! El frío le ponía rojas las mejillas; pero a él no le importaba. El abuelo, antes de derribar el árbol escogido, encendía la pipa y decía algunas chirigotas acerca de la nariz helada de Vanka. Jóvenes abetos, cubiertos de escarcha, parecían, en su inmovilidad, esperar el hachazo que sobre uno de ellos debía descargar la mano del abuelo. De pronto, saltando por encima de los montones de nieve, aparecía una liebre en precipitada carrera. El abuelo, al verla, daba muestras de gran agitación y, agachándose, gritaba: “¡Cógela, cógela! ¡Ah, diablo!”. Luego el abuelo derribaba un abeto, y entre los dos lo trasladaban a la casa señorial. Allí, el árbol era preparado para la fiesta. La señorita Olga Ignatievna ponía mayor entusiasmo que nadie en este trabajo. Vanka la quería mucho. Cuando aún vivía su madre y servía en casa de los señores, Olga Ignatievna le daba bombones y le enseñaba a leer, a escribir, a contar de uno a ciento y hasta a bailar. Pero, muerta su madre, el huérfano Vanka pasó a formar parte de la servidumbre culinaria, con su abuelo, y luego fue enviado a Moscú, a casa del zapatero Alajin, para que aprendiese el oficio…
«¡Ven, abuelito, ven! -continuó escribiendo, tras una corta reflexión, el muchacho-. En nombre de Nuestro Señor te suplico que me saques de aquí. Ten piedad del pobrecito huérfano. Todo el mundo me pega, se burla de mí, me insulta. Y, además, siempre tengo hambre. Y, además, me aburro atrozmente y no hago más que llorar. Anteayer, el ama me dio un pescozón tan fuerte, que me caí y estuve un rato sin poder levantarme. Esto no es vivir; los perros viven mejor que yo… Recuerdos a la cocinera Alena, al cochero Egorka y a todos nuestros amigos de la aldea. Mi acordeón guárdalo bien y no se lo dejes a nadie. Sin más, sabes que te quiere tu nieto VANKA CHUKOV.
Ven en seguida, abuelito.»
Vanka plegó en cuatro dobleces la hoja de papel y la metió en un sobre que había comprado el día anterior.
Luego, meditó un poco y escribió en el sobre la siguiente dirección:
«En la aldea, a mi abuelo.»
Tras una nueva meditación, añadió:
«Constantino Makarich.»
Congratulándose de haber escrito la carta sin que nadie lo estorbase, se puso la gorra, y, sin otro abrigo, corrió a la calle.
El dependiente de la carnicería, a quien aquella tarde le había preguntado, le había dicho que las cartas debían echarse a los buzones, de donde las recogían para llevarlas en troika a través del mundo entero.
Vanka echó su preciosa epístola en el buzón más próximo… Una hora después dormía, mecido por dulces esperanzas. Vio en sueños la cálida estufa aldeana. Sentado en ella, su abuelo les leía a las cocineras la carta de Vanka. El perro Serpiente paseábase en torno de la estufa y meneaba el rabo.
La mujer fue trasladando las bolsas al dormitorio. A un lado amontonó las que contenían productos perecederos y, al otro, las de los juguetes y adornos de variada aplicación. El abeto lo dejó afuera, en el pasillo. La mujer observó el resultado de su tarea y la encontró bien hecha. Luego se acostó. Las compras la habían fatigado y ya era bastante tarde. Una vez dormida advirtió que se le había incorporado al sueño un roce anómalo, como de arañazos en la pared. Pensó en el abeto un segundo antes de no pensar en nada. El abeto era de plástico, pero llevaba incorporado un práctico mecanismo de crecimiento. A juzgar por los síntomas, tenía que haberse producido algún desajuste en la maquinaria, pues las ramas del abeto taponaban el pasillo de modo selvático. La mujer ni siquiera necesitó despertarse para comprender que estaba atrapada.
Cuento de José Luis Ibáñez Salas: Esta noche de Reyes
Madrid, España (1963)
Podríamos comenzar por decir que está lloviendo una fina lluvia sobre las aceras de las calles de una ciudad cualquiera de un mundo occidental que empieza a sentirse asediado por los derrotados y por los arrogantes suicidas medievales, podría comenzar (a qué el podríamos si el que va escribir, si el que ya está escribiendo soy yo con mi mismidad literaria forjada a base de escribir y leer y ver películas y sobre todo vivir y ser vivido) por dejar escrito en este que va a ser un cuento sobre una noche de Reyes que la ciudad es a esta hora un hervidero de camellos de los desiertos surcando sus cielos para que mañana los niños y muchos mayores se crean de verdad que los Reyes son los Reyes, unos Reyes más inventados que los propios Reyes que nunca fueron enterrados en la catedral alemana de Colonia.
La ciudad es a esta hora un espacio sin tiempo al que le quedan pocas horas para que el milagro anual de los regalos se haga realidad. Ella se mira el cordón del zapato desatado y se escucha a sí misma decirse que cualquieraseagachaaatárselo. Está esperándole a él y tiene frío. Su vestido es muy hermoso, como ella, pero inadecuado para el tiempo que ya está haciendo estos días en que el invierno sabe que llegó su hora de serlo. El abrigo que lleva no es más que un dicharachero espasmo de elegancia inútil para una ropa que se precie. Y llora. Eso es lo peor, que está llorando. Cuando él llega ella ya se ha secado sus cuatro lágrimas y aparenta ser la chica de la plaza de los Linces que (casi) siempre es. Duerme, duerme, duerme parece decirse a sí misma como suele hacer cada vez que las cosas van mal, cada vez que la realidad se empecina en ser lo que no es.
El muchacho huele a cielo y a solera, inexplicablemente, resplandeciendo como un cometa al que sigan unos magos que vengan del otro lado de la Tierra. Va a ser noche de Reyes, sí. Él sólo piensa en este momento en ella y en derrotar a esos nervios que le bloquean las rodillas ahora que está llegando a su portal. Quisiera llorar, pero no sabe.
¿Has escrito tu carta a los Reyes? Y ella pensó antes de responder claroquesí. ¿Y qué les has pedido? HacerelamorconRafa, pero no lo dice, se lo queda para sí y lo que pronuncia suavemente es Ya sabes, discos y algún libro. Resulta que Rafa les ha pedido lo mismo, pero él lo ha escrito de verdad en una carta de verdad que ha metido en un sobre de verdad al que le ha pegado un sello de verdad antes de echarlo todo a un buzón de verdad de esos que todavía quedan en la ciudad como si fueran hitos de un tiempo extinguido. Lo bonito es lo que ha escrito en esa carta, que es esto:
Queridos Reyes Magos, quisiera pediros algo que es muy importante para mí y que creo que me lo merezco pues me parece haber sido un buen chico durante todo este año que se termina y en el cual he aprobado todo y he tratado de maravilla a mis padres, a los que he obedecido en todo, y a mis hermanos, a los que he ayudado hasta a hacer esos deberes suyos que tanto les cuesta hacer, y creo que he sido un buen vecino y un buen amigo de mis amigos, que suelen decir de mí que soy el mejor de entre todos ellos, al menos eso es lo que le he escuchado muchas veces a Romu, que sé que me aprecia mucho, como yo le aprecio a él, que es un buen chico que además me presentó este año a ella, de quien no os diré el nombre porque prefiero que la conozcáis en persona cuando vayáis a llevarle el regalo que ha pedido, que es el mismo que yo os voy a pedir.
Quisiera hacer el amor con ella por vez primera el mismo día en que vosotros bajáis a la Tierra para ser Reyes y dejarnos a todos con la boca abierta cuando contemplamos la mañana del día 6 esas cosas tan magníficas que nos traéis.
Eso es lo único que este año me atrevo a pediros. Nada más.
Atentamente, Rafael Solano, desde mi ciudad.
Romu le pregunta por lo que desea, que cierre los ojos y se lo diga con una canción y Rafa le canta Mira cómo tiemblo, inexplicablemente, pero con una determinación de adulto. Los dos se miran un segundo de esos largos, largos y Romu se levanta de la mesa del pub y se despide de Rafa con un siemprehasmoladomucho,tío, quélástimaquetevayanlastías. Rafa se queda solo en el interior del pub mientras suena incandescente The One i Love, de REM. Se termina la cerveza y se va al encuentro de ella. Los Reyes deben estar ya de camino. La magia de su noche le acompaña desde que tiene recuerdos. Afuera llueve un poco. Suenan sirenas de ambulancias y de coches de policía.
Suben las escaleras porque el ascensor se ha estropeado. No se miran, tiemblan y se desean. Las luces se apagan y él corre hasta el siguiente piso para encenderlas. Cuando todo se ilumina ella comienza a cantar con su voz de alabastro y Rafa se detiene a contemplarla. De la calle llegan estruendos como de petardos gigantescos de esos tan habituales en estos días desaforados de ruidos y destellos. Ella abre la puerta y comprueba en un segundo que no hay nadie en el interior de la casa donde han decidido hacer el amor por primera vez. De la calle sube a toda velocidad un olor irreconocible pero molesto. Una nueva explosión acalla el sonido de las alarmas y bate el destino de las sirenas fantasmales. Llegan a una habitación donde hay una cama espléndida y solícita. Rafa y ella se abrazan con los ojos cerrados. La vida y la muerte son en ese instante, sin ellos saberlo, una vez más, la aurora de un porvenir al que nunca se le dan los buenos días. Rafa apaga la luz y ella se desnuda en el silencio de la ropa desaparecida. Ninguno de los dos escucha ya las sirenas ni percibe el olor a neumático fundido sobre el asfalto que es en ese instante la ciudad.
La Coruña, España (1941)
En el cielo del amanecer brillaba con fuerza aquel insólito lucero que la gente común contemplaba con asombro, pero el capitán sabía que era uno de los satélites de comunicaciones que permitirían a su ejército mantener la supremacía en aquella guerra interminable.
–Mi capitán –transmitió el cabo–. Aquí sólo hay varios civiles refugiaos, unos pastores que han perdido el rebaño por el impacto de un obús y una mujer a punto de dar a luz.
El capitán, desde la torreta del carro, observaba el establo con los prismáticos.
–Registradlo todo con cuidado.
–Mi capitán –transmitió otra vez el cabo–, también hay un perturbado, vestido con una túnica blanca, que dice que va a nacer un salvador y otras cosas raras.
–A ese me lo traéis bien sujeto.
–Mi capitán –añadió el cabo, con la voz alterada–, la mujer se ha puesto de parto.
-Bienvenido al infierno –murmuró el capitán, con lástima.
A la luz del alba, aparecieron en la loma cercana las figuras de tres camellos cargados de bultos, y el capitán los observaba acercarse, indeciso.
-Abrid fuego –ordenó al fin–. No quiero sorpresas.
Juan Pedro Aparicio, Luis Mateo Díez y José María Merino, Palabras en la nieve (Un filandón), Madrid, Rey Lear, 2007, págs. 121-122.
Cuento de Miguel Ángel Molina: Lía
Son las doce; todos duermen ella. A esa hora la perra siempre descansa; pero hoy está alterada. Es noche de Reyes, las niñas yacen ensimismadas esperando que amanezca y sus padres descansan satisfechos al tener todo preparado. Lía no entiende de festividades, olisquea por el salón, descubre mi presencia y ladra. Intento escapar, pero su olfato me persigue y continúa ladrando. Devuelvo los regalos que reposaban junto a los zapatos infantiles y desaparezco en silencio. Mañana la regañarán por no haberles dejado dormir. Nunca sabrán que gracias a ella el escritor de este microrrelato no robó sus ilusiones.
Miguel Ángel Molina, Diluvio personal, La Kermese Heroica, 2019.
Cuento de Silvio Huberman: Stanno tutti bene
La Nochebuena llegaría en un par de horas. Para la
vigila eran siete a la mesa.
Evitaron el parque de la quinta, una espaciosa y descuidada
mansión de otro tiempo en el contorno oeste de Buenos Aires porque algunos
vecinos solían festejar el advenimiento de la Navidad con disparos al aire, un
peligro que se alojaba en la punta y el derrotero de una bala perdida. La
celebración, entonces, se amucharía alrededor de una mesa, antigua como las
luces de la araña amarradas a sus viejas tulipas.
El ambiente, sobrecargado, barroco, inyectaba una cuota adicional de disimulada turbación.
Las bandejas sobre el aparador, junto a la mesa, revelaban que la cena no sería exquisita. Las gaseosas y el agua decretaban una suerte de ley seca. Alguno, tal vez, fuera un alcohólico redimido.
Luciano dejaba escapar las primeras exclamaciones de una partitura clásica para piano, un ensayo más.
Antonio, el viejo italiano metalúrgico que aún fatigaba su fábrica en Parque Patricios, instaló la cabecera. Leticia, su esposa, a la derecha, luego Renata, la figlia del alma paterna. A su lado, Luciano y por fin el barbado Paolo, en la contra cabecera, sentado como podía sobre sus 150 kilos.
A Ernesto y Teresa les reservaron lugares a la izquierda de Antonio; Paolo administraría la comida y la bebida, acaparada como sus colecciones. La mejor era la colección de cuchillos.
Solo cuando un bocado o un sorbo interrumpían la catarata de Paolo, se dejaban oír algunas expresiones breves, interjecciones. Paolo presumía de una erudición incomprobable, una versación que le permitía explicar cómo se construye una compleja antena de televisión o narrar detalles solo por él conocidos de la Segunda Guerra Mundial. Paolo exponía con tono sostenido, voz firme y constante, era hijo de Leticia pero no de Antonio: Leticia y Antonio estaban unidos en coincidentes segundas nupcias después de que ella aceptó ciertas condiciones para concretar el matrimonio. Por mera conveniencia, Leticia ahora agitaba un festivo banderín de Huracán, el amor futbolístico de Antonio devenido como otros en bien ganancial de la pareja.
Cuando Leticia pronunció las palabras mágicas de la aceptación, sabía que jamás las cumpliría. Esa Nochebuena, él tenía 75, ella 57.
Leticia disfrutaba con sus historias, reducía a Renata y a Luciano al silencio de un abismo, les ordenaba que sacaran de la mesa y trajeran otras bandejas desde la cocina. Renata era corpulenta, aún más entrada en carnes que su madre, su escote dejaba entrever pechos de treintañera, rotundos, insinuantes. Se ganaba la vida en un empleo público, soñaba que ella y su novio formarían otra familia, independiente, ajena, feliz.
No era el caso de Luciano, algo menor, flaco como su padre, amanerado y temeroso. Entonaba una voz imperceptible, ahogada, innecesaria, porque el piano hablaba en su nombre.
Renata lucía distraída, ausente. Leticia, en cambio, reía, sonora.
Teresa conocía a Leticia de cuando ambas esperaban en la puerta de la escuela primaria. Sus hijos, María y Luciano, compartieron sus juegos infantiles.
Una iglesia anunció las doce. Apareció la mesa dulce, se levantaron, chocaron los siete vasos de vidrio y se desearon ¡FELIZ NAVIDAD! Se abrazaron, intercambiaron los regalos, cada uno alabó el que había recibido, Leticia descubrió, alborozada, que Paolo, su hijo, imaginó para ella tres hermosos cuchillos.
- HUBERMAN,SILVIO (Autor)
El regalo de los Reyes Magos, un cuento de O. Henry
Greensboro, Estados Unidos (1862-1910)
Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en céntimos. Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con el dueño del almacén y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que suponía un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.
Evidentemente no había nada que hacer fuera de tumbarse en el pobre lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.
Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos apartamentos de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía así lo habría descrito.
Abajo, en la entrada, había un buzón al que no llegaba carta alguna. Y un timbre eléctrico al que no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al apartamento una tarjeta con el nombre de “Señor James Dillingham Young”.
La palabra “Dillingham” había llegado hasta allí volando con la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de “Dillingham” aparecían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde “D”. Pero cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su apartamento, le decían “Jim” y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.
Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas; se quedó de pie junto a la ventana, mirando hacia afuera, apenada y vio un gato gris que caminaba sobre una verja gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada centavo, mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana no se puede ir muy lejos. Los gastos habían sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas felices imaginando algo bonito para él. Algo fino y especial y de calidad, algo que tuviera exactamente ese mínimo de condiciones para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en un apartamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales. Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se alejó de la ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió su color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia sus cabelleras y la dejó caer cuan larga era.
Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la cabellera de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el apartamento frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose su barba de envidia.
La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de pardas aguas. Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían sobre la raída alfombra roja.
Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con los ojos todavía brillantes, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras para salir a la calle.
En la puerta donde se detuvo había un cartel: “Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases”. Delia subió rápidamente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande, demasiado blanca, fría, no parecía la “Sofronie” indicada en la puerta.
–¿Quiere comprar mi pelo? –preguntó Delia.
–Compro pelo –dijo Madame–. Sáquese el sombrero y déjeme mirar el suyo.
La áurea cascada cayó libremente.
–Veinte dólares –dijo Madame, sopesando la cabellera con manos expertas.
–Démelos inmediatamente –dijo Delia.
Oh, y las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a mirar los comercios en busca del regalo para Jim.
Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún lugar había otro regalo como ése. Y ella los había inspeccionado todos. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo y no por algún adorno inútil y de mal gusto, tal como ocurre siempre con las cosas de verdadero valor. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veintiún dólares y regresó rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de una cadena.
Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez. Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una tarea tremenda, amigos míos, una tarea gigantesca.
A los cuarenta minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que la hacían parecerse a un encantador estudiante holgazán. Miró su imagen en el espejo con ojos críticos, largamente.
“Si Jim no me mata, se dijo, antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco una corista de Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?”.
A las siete de la noche el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para recibir la carne.
Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de la mesa que quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces oyó sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y ahora murmuró: “Dios mío, que Jim piense que sigo siendo bonita”.
La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo tenía veintidós años y ¡ya con una familia que mantener! Necesitaba evidentemente un abrigo nuevo y no tenía guantes.
Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perdiguero que ha descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobación ni de horror ni de ningún otro sentimiento para los que ella hubiera estado preparada. Él la miraba simplemente, con fijeza, con una expresión extraña.
Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él.
–Jim, querido –exclamó–, no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía pasar la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo. No te importa, ¿verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime “Feliz Navidad” y seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo te he comprado!
–¿Te cortaste el pelo? –preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta de un hecho tan evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental.
–Me lo corté y lo vendí –dijo Delia–. De todos modos, te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo siendo la misma aun sin mi pelo, ¿no es así?
Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad.
–¿Dices que tu pelo ha desaparecido? –dijo con aire casi idiota.
–No pierdas el tiempo buscándolo –dijo Delia–. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo. Es Nochebuena, muchacho. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber contado mi pelo, uno por uno –continuó con una súbita y seria dulzura–, pero nadie podría haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne al fuego? -preguntó.
Pasada la primera sorpresa, Jim pareció despertar rápidamente. Abrazó a Delia. Durante diez segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin importancia. Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál es la diferencia? Un matemático o algún hombre sabio podrían darnos una respuesta equivocada. Los Reyes Magos trajeron al Niño regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro acertijo será explicado más adelante.
Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa.
–No te equivoques conmigo, Delia –dijo–. Ningún corte de pelo, o su lavado o un peinado especial, harían que yo quisiera menos a mi mujercita. Pero si abres ese paquete verás por qué me has provocado tal desconcierto en un primer momento.
Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se oyó un jubiloso grito de éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino cambio hacia un histérico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que requirió el inmediato despliegue de todos los poderes de consuelo del señor del apartamento.
Porque allí estaban las peinetas –el juego completo de peinetas, una al lado de otra– que Delia había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con sus bordes adornados con joyas y justamente del color exacto para lucir en la bella cabellera ahora desaparecida. Eran peinetas muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido.
Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos húmedos y con una débil sonrisa, y dijo:
–¡Mi pelo crecerá muy rápido, Jim!
Y enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y gritó:
–¡Oh, oh!
Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta palma de su mano. El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del brillante y ardiente espíritu de Delia.
–¿Verdad que es maravilloso, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarlo. Ahora podrás mirar la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con la cadena puesta.
En vez de obedecer, Jim se dejó caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y sonrió.
–Delia –le dijo–, olvidémonos de nuestros regalos de Navidad por ahora. Son demasiado hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas. Y ahora pon la carne al fuego.
Los Reyes Magos, como ustedes seguramente saben, eran muy sabios –maravillosamente sabios– y llevaron regalos al Niño en el Pesebre. Ellos fueron los que inventaron los regalos de Navidad. Como eran sabios, no hay duda que también sus regalos lo eran, con la ventaja suplementaria, además, de poder ser cambiados en caso de estar repetidos. Y aquí les he contado, en forma muy torpe, la sencilla historia de dos jóvenes atolondrados que vivían en un apartamento y que insensatamente sacrificaron el uno al otro los más ricos tesoros que tenían en su casa. Pero, para terminar, digamos a los sabios de hoy en día que, de todos los que hacen regalos, ellos fueron los más sabios. De todos los que dan y reciben regalos, los más sabios son los seres como Jim y Delia. Ellos son los verdaderos Reyes Magos.
“The Gift of The Magi”
The Four Million (Short Stories), 1906
Cuento corto de Rafel Reig: Noche de Reyes
Cangas de Onís, España (1963)
Ya había cumplido once, pero se negaba a aceptar la realidad. No existen los Reyes. ¡Cómo que no! Yo he visto que se han bebido el agua y se han comido los mazapanes. El agua me la bebo yo, le decía Gerardo. Y yo los mazapanes, explicaba Carmen. La niña se resistía. Prefería seguir sin saberlo. Juraba que había oído las pisadas de los camellos. Nosotros somos los Reyes. No puede ser. ¿Y por qué no puede ser? Pues… porque… ¿entonces quién es el tercero? ¡Falta un Rey! De pronto, la niña se rindió y dijo desilusionada: Es verdad. El tercero es el tío Julio, ¿a que sí? Por eso viene cuando no está papá, ¿verdad? ¡Basta de tonterías! Los Reyes somos papá y mamá. Ahora vete a tu cuarto. Gerardo no miró a Carmen, que se había puesto muy roja. Él también prefería no saber. ¿Para qué perder la ilusión? Julio era el hermano pequeño de Gerardo, el tercer Rey Mago.
Cuento de Emilio Gavilanes: Carta a los Reyes
Madrid, España (1959)
Yo no conocí a mis padres. Murieron cuando tenía dos años, en un accidente. Me crio mi abuela, que vivía con ellos. Cuando digo “mi abuela” me refiero a mi abuela materna. A los otros abuelos tampoco los conocí.
No supe el tipo de educación que me estaba dando hasta que murió y salí de aquella casa y me relacioné con otra gente, pues hasta entonces yo casi únicamente hablaba con ella. Mientras vivió, nunca salí solo a la calle, ni fui al colegio. Ella me enseñó a leer y a hacer cuentas. Yo no sentía necesidad de amigos. Cuando la acompañaba a la compra, o a un recado, a cualquier sitio de la calle, muchas personas me decían cosas y me saludaban, pero todo era tan breve que no tenía tiempo de darme cuenta de que no eran iguales que ella. Fue después, cuando ella murió y comencé a conocer el mundo, cuando comprendí lo distinta que era abuela de los demás. Por ejemplo, una tarde, al ir a coger unas galletas, tiré un bote lleno de harina. Abuela me convenció de que había nevado en la cocina y estuvimos toda la tarde jugando a hacer dibujos en la nieve. Otra vez se me resbaló de las manos una botella de leche y se me cayó al suelo. Abuela me hizo varios barquitos de papel para que jugara en aquel charco blanco, enorme. Yo creía que eso era la vida.
Cuando ella murió, yo tenía quince años. Me llevaron a vivir con unos tíos míos que vivían en Madrid y a los que no había visto nunca. Tenían tres hijos. Dos hijos y una hija. Nunca me llevé bien con ellos. O más bien al revés: nunca se llevaron bien conmigo. Bueno, no se llevaban ni bien ni mal con nadie. Ni siquiera entre ellos. Apenas se hablaban. Y cuando lo hacían se mostraban muy educados. Como si fuesen extraños. La casa siempre estaba en silencio. No se oía música. Nadie cantaba. Nadie reía. Nadie lloraba. Nadie gritaba. Parecía que estaban en una casa extraña. Yo tenía la impresión de que había ocurrido algo terrible y nadie me lo decía.
Mi tío y mis primos trabajaban en Correos. Yo llegué a su casa en septiembre. Y en diciembre mi tío me dijo que me había apuntado para que trabajara aquel mes en Correos, de turronero, como se llamaba entonces. No tenía edad, pero mi tío hizo un chanchullo con la documentación. Como yo era muy alto, mi juventud no llamó la atención de nadie. Me mandaron a Buzones, en Cibeles, el sótano al que iban a parar las cartas que la gente echaba en aquellos enormes buzones dorados que daban (aún están) a un lateral del edificio, en el paseo del Prado. Las cartas caían por un tobogán que desembocaba en una enorme cesta de mimbre que cada cierto tiempo había que vaciar sobre unas mesas gigantes, en las que un ejército de manos las clasificaban por tamaños, con el sello siempre en la esquina superior derecha, y las iban llevando a los que se encargaban de las máquinas que las matasellaban, desde donde se distribuían según sus destinos. A medida que se acercaba la Navidad había que vaciar las cestas cada menos tiempo, pues tardaban menos en llenarse
Al entrar en Buzones, primero me llamó la atención el olor. Un olor rancio al que me acabé acostumbrando. Y después, la gente. Todos eran hombres, los hombres más feos y desagradables que había visto en mi vida. Cabezas grandes, sonrisas monstruosas, piernas cortas, barrigas a punto de reventar, dientes podridos, pelo sucio, alientos asquerosos… Gente que además estaba todo el tiempo chillando, cantando, discutiendo, criticando, riéndose de alguien. Parecía un sueño. A mí me tocó formar equipo con un hombre gordo que se llamaba Hilario y un anciano silencioso, gris, casi invisible, que recibieron mi llegada como una bendición, pues lo que más les costaba era recoger del suelo las cartas que seguían cayendo mientras se vaciaban las cestas sobre las mesas. Los dos me adoptaron como su mascota. Al principio parecían distintos del resto, que no participaban de la animalidad que nos rodeaba. Despreciaban al resto por vagos, brutos y maleducados. Pero no tardaron en revelarse ellos mismos como engreídos, ordinarios, chivatos, falsos… La tarde de Nochebuena, Hilario, que se había hartado de llamar por lo bajo borrachos a todos los que trabajaban allí, y de los que fingía ser amigo, agarró una borrachera descomunal. Me decía: Qué vergüenza, qué vas a pensar de mí. Y me lo decía echándome a la cara un aliento putrefacto. Acabó dormido sobre una mesa, pero como estorbaba, lo llevaron encima de unas sacas de cartas, y lo dejaron en una postura humillante, ante el bestial alborozo de todos, excepto el anciano, que no se rio, pero que tampoco hizo el menor gesto por defender a su amigo. Recordé una cosa que decía mi abuela: “Te empiezas comportando como un criminal, te vas transformando en un imbécil y acabas siendo feo”.
Pero lo que más me llamó la atención el primer día fueron las cartas a los Reyes Magos. Había montones de ellas por todos lados: bajo las mesas, detrás de las máquinas, en todos los pasillos, sucias, rotas, pisoteadas… En algún momento me puse a recoger todas las que vi, cartas muy serias -como la que yo mismo había enviado unos días antes, sin que lo supiesen mis tíos-, y cuando tuve un pequeño montón lo uní con toda naturalidad al del resto de cartas que estaba clasificando y se lo llevé a los que matasellaban. Unos minutos después, uno de ellos lanzó una maldición y se puso a gritar y a amenazar al gracioso que le había llevado aquello, agitando bien alto el paquete de cartas a los Reyes y preguntando quién había sido. Yo levanté la mano tímidamente, asustado, y todos los demás explotaron en una carcajada ruidosa. El pobre hombre que gritaba, quizá al ver que yo era mucho más alto que él, prefirió callarse. Todos creyeron que había sido una broma y me daban palmadas en la espalda para felicitarme. Me resulta increíble que nadie, entre aquella gente endurecida, brutal, cruel, que siempre estaban atentos a que alguien cometiera el menor desliz para aplastarlo y humillarlo, que nadie se diese cuenta de que yo no sabía que los Reyes no existían. No concebían la inocencia.
Yo había pedido en mi carta volver a estar con abuela. Unos días después de que los Reyes no me trajeran nada, mi tío me dijo si quería quedarme con alguna prenda de abuela de recuerdo. Como acababan de vender la casa, iban a tirar su ropa. Entonces vi su abrigo colgado de una percha en la penumbra de un armario abierto y creí que era ella, que se había metido allí para darme una sorpresa.
Abuela era muy alta. Su abrigo me valía. Cuando me lo puse, instantáneamente me pareció que estaba dentro de su cuerpo. Me sentí lento, bondadoso y cansado. Al meter las manos en los bolsillos, topé con sendos pañuelos arrugados. Dos cosas personales, íntimas, que nadie podía ver. Me parecía estar tocando su alma.
Cuento de Joaquim Machado de Assis: Misa del gallo
Río de Janeiro, Brasil (1839-1908)
Nunca pude entender la conversación que tuve con una señora hace muchos años; tenía yo diecisiete, ella treinta. Era noche de Navidad. Había acordado con un vecino ir a la misa de gallo y preferí no dormirme; quedamos en que yo lo despertaría a medianoche.
La casa en la que estaba hospedado era la del escribano Meneses, que había estado casado en primeras nupcias con una de mis primas. La segunda mujer, Concepción, y la madre de ésta me acogieron bien cuando llegué de Mangaratiba a Río de Janeiro, unos meses antes, a estudiar preparatoria. Vivía tranquilo en aquella casa soleada de la Rua do Senado con mis libros, unas pocas relaciones, algunos paseos. La familia era pequeña: el notario, la mujer, la suegra y dos esclavas. Eran de viejas costumbres. A las diez de la noche toda la gente se recogía en los cuartos; a las diez y media la casa dormía. Nunca había ido al teatro, y en más de una ocasión, escuchando a Meneses decir que iba, le pedí que me llevase con él. Esas veces la suegra gesticulaba y las esclavas reían a sus espaldas; él no respondía, se vestía, salía y solamente regresaba a la mañana siguiente. Después supe que el teatro era un eufemismo. Meneses tenía amoríos con una señora separada del esposo y dormía fuera de casa una vez por semana. Concepción sufría al principio con la existencia de la concubina, pero al fin se resignó, se acostumbró, y acabó pensando que estaba bien hecho.
¡Qué buena Concepción! La llamaban santa, y hacía justicia al mote porque soportaba muy fácilmente los olvidos del marido. En verdad era de un temperamento moderado, sin extremos, ni lágrimas, ni risas. En el capítulo del que trato, parecía mahometana; bien habría aceptado un harén, con las apariencias guardadas. Dios me perdone si la juzgo mal. Todo en ella era atenuado y pasivo. El propio rostro era mediano, ni bonito ni feo. Era lo que llamamos una persona simpática. No hablaba mal de nadie, perdonaba todo. No sabía odiar; puede ser que ni supiera amar.
Aquella noche el escribano había ido al teatro. Era por los años 1861 o 1862. Yo debería de estar ya en Mangaratiba de vacaciones; pero me había quedado hasta Navidad para ver la misa de gallo en la Corte [alude a la ciudad de Río de Janeiro, por esos años capital del Imperio bajo el reinado de don Pedro II]. La familia se recogió a la hora de costumbre, yo permanecí en la sala del frente, vestido y listo. De ahí pasaría al corredor de la entrada y saldría sin despertar a nadie. Había tres copias de las llaves de la puerta; una la tenía el escribano, yo me llevaría otra y la tercera se quedaba en casa.
—Pero, señor Nogueira, ¿qué hará usted todo este tiempo? —me preguntó la madre de Concepción.
—Leer, doña Ignacia.
Llevaba conmigo una novela, Los tres mosqueteros, en una vieja traducción del Jornal do Comércio. Me senté en la mesa que estaba en el centro de la sala, y a la luz de un quinqué, mientras la casa dormía, subí una vez más al magro caballo de D’Artagnan y me lancé a la aventura. Dentro de poco estaba yo ebrio de Dumas. Los minutos volaban, muy al contrario de lo que acostumbran hacer cuando son de espera; oí que daban las once, apenas, de casualidad. Mientras tanto, un pequeño rumor adentro llegó a despertarme de la lectura. Eran unos pasos en el corredor que iba de la sala al comedor; levanté la cabeza; enseguida vi un bulto asomarse en la puerta, era Concepción.
—¿Todavía no se ha ido? —preguntó.
—No, parece que aún no es medianoche.
—¡Qué paciencia!
Concepción entró en la sala, arrastraba las chinelas. Traía puesta una bata blanca, mal ceñida a la cintura. Era delgada, tenía un aire de visión romántica, como salida de mi novela de aventuras. Cerré el libro; ella fue a sentarse en la silla que quedaba frente a mí, cerca de la otomana. Le pregunté si la había despertado sin querer, haciendo ruido, pero ella respondió enseguida:
—¡No! ¡Cómo cree! Me desperté yo sola.
La encaré y dudé de su respuesta. Sus ojos no eran de alguien que se acabara de dormir; parecían no haber empezado el sueño. Sin embargo, esa observación, que tendría un significado en otro espíritu, yo la deseché de inmediato, sin advertir que precisamente tal vez no durmiese por mi causa y que mintiese para no preocuparme o enfadarme. Ya dije que ella era buena, muy buena.
—Pero la hora ya debe de estar cerca.
—¡Qué paciencia la suya de esperar despierto mientras el vecino duerme! ¡Y esperar solo! ¿No le dan miedo las almas del otro mundo? Observé que se asustaba al verme.
—Cuando escuché pasos, me pareció raro; pero usted apareció enseguida.
—¿Qué estaba leyendo? No me diga, ya sé, es la novela de los mosqueteros.
—Justamente; es muy bonita.
—¿Le gustan las novelas?
—Sí.
—¿Ya leyó La morenita [la novela A Moreninha (1844), de Joaquim Manuel de Macedo]?
—¿Del doctor Macedo? La tengo allá en Mangaratiba.
—A mí me gustan mucho las novelas, pero leo poco, por falta de tiempo. ¿Qué novelas ha leído?
Comencé a nombrar algunas. Concepción me escuchaba con la cabeza recargada en el respaldo, metía los ojos entre los párpados a medio cerrar, sin apartarlos de mí. De vez en cuando se pasaba la lengua por los labios, para humedecerlos. Cuando terminé de hablar no me dijo nada; nos quedamos así algunos segundos. Enseguida vi que enderezaba la cabeza, cruzaba los dedos y se apoyaba sobre ellos mientras los codos descansaban en los brazos de la silla; todo esto lo había hecho sin desviar sus astutos ojos grandes.
«Tal vez esté aburrida», pensé.
Y luego añadí en voz alta:
—Doña Concepción, creo que se va llegando la hora, y yo…
—No, no, todavía es temprano. Acabo de ver el reloj; son las once y media. Hay tiempo. ¿Usted si no duerme de noche es capaz de no dormir de día?
—Lo he hecho.
—Yo no; si no duermo una noche, al otro día no soporto, aunque sea media hora debo dormir. Pero también es que me estoy haciendo vieja.
—Qué vieja ni qué nada, doña Concepción.
Mi expresión fue tan emotiva que la hizo sonreír. Habitualmente sus gestos eran lentos y sus actitudes tranquilas; sin embargo, ahora se levantó rápido, fue al otro lado de la sala y dio unos pasos, entre la ventana de la calle y la puerta del despacho de su marido. Así, con su desaliño honesto, me daba una impresión singular. A pesar de que era delgada, tenía no sé qué cadencia en el andar, como alguien que le cuesta llevar el cuerpo; ese gesto nunca me pareció tan de ella como en aquella noche. Se detenía algunas veces, examinaba una parte de la cortina, o ponía en su lugar algún adorno de la vitrina; al fin se detuvo ante mí, con la mesa de por medio. El círculo de sus ideas era estrecho; volvió a su sorpresa de encontrarme despierto, esperando. Yo le repetí lo que ella ya sabía, es decir, que nunca había oído la misa de gallo en la Corte, y no me la quería perder.
—Es la misma misa de pueblo; todas las misas se parecen.
—Ya lo creo; pero aquí debe haber más lujo y más gente también. Oiga, la Semana Santa en la Corte es más bonita que en los pueblos. Y qué decir de las fiestas de San Juan, y las de San Antonio…
Poco a poco se había inclinado; apoyaba los codos sobre el mármol de la mesa y metía el rostro entre sus manos abiertas. No traía las mangas abotonadas, le caían naturalmente, y le vi la mitad de los brazos, muy claros y menos delgados de lo que se podría suponer. Aunque el espectáculo no era una novedad para mí, tampoco era común; en aquel momento, sin embargo, la impresión que tuve fue fuerte. Sus venas eran tan azules que, a pesar de la poca claridad, podía contarlas desde mi lugar. La presencia de Concepción me despertó aún más que la del libro. Continué diciendo lo que pensaba de las fiestas de pueblo y de ciudad, y de otras cosas que se me ocurrían. Hablaba enmendando los temas, sin saber por qué, variándolos y volviendo a los primeros, y riendo para hacerla sonreír y ver sus dientes que lucían tan blancos, todos iguales. Sus ojos no eran exactamente negros, pero sí oscuros; la nariz, seca y larga, un poquito curva, le daba a su cara un aire interrogativo. Cuando yo subía el tono de voz, ella me reprimía:
—¡Más bajo! Mamá puede despertarse.
Y no salía de aquella posición, que me llenaba de gusto, tan cerca quedaban nuestras caras. Realmente, no era necesario hablar en voz alta para ser escuchado; murmurábamos los dos, yo más que ella, porque hablaba más; ella, a veces, se quedaba seria, muy seria, con la cabeza un poco torcida. Finalmente se cansó; cambió de actitud y de lugar. Dio la vuelta y vino a sentarse a mi lado, en la otomana. Volteé, y pude ver, de reojo, la punta de las chinelas; pero fue sólo el tiempo que a ella le llevó sentarse, la bata era larga y se las tapó enseguida. Recuerdo que eran negras. Concepción dijo bajito:
—Mamá está lejos, pero tiene el sueño muy ligero, si despierta ahora, pobre, se le va a ir el sueño.
—Yo también soy así.
—¿Cómo? —preguntó ella inclinando el cuerpo para escuchar mejor.
Fui a sentarme en la silla que quedaba al lado de la otomana y le repetí la frase. Se rio de la coincidencia, también ella tenía el sueño ligero; éramos tres sueños ligeros.
—Hay ocasiones en que soy igual a mamá; si me despierto me cuesta dormir de nuevo, doy vueltas en la cama a lo tonto, me levanto, enciendo una vela, paseo, vuelvo a acostarme y nada.
—Fue lo que le pasó hoy.
—No, no —me interrumpió ella.
No entendí la negativa; puede ser que ella tampoco la entendiera. Agarró las puntas del cinturón de la bata y se pegó con ellas sobre las rodillas, es decir, la rodilla derecha, porque acababa de cruzar las piernas. Después habló de una historia de sueños y me aseguró que únicamente había tenido una pesadilla, cuando era niña. Quiso saber si yo las tenía. La charla se fue hilvanando así lentamente, largamente, sin que yo me diese cuenta ni de la hora ni de la misa. Cuando acababa una narración o una explicación, ella inventaba otra pregunta u otro tema, y yo tomaba de nuevo la palabra. De vez en cuando me reprimía:
—Más bajo, más bajo.
Había también unas pausas. Dos o tres veces me pareció que dormía, pero sus ojos cerrados por un instante se abrían luego, sin sueño ni fatiga, como si los hubiese cerrado para ver mejor. Una de esas veces, creo, se dio cuenta de lo embebido que estaba yo de su persona, y recuerdo que los volvió a cerrar, no sé si rápido o despacio. Hay impresiones de esa noche que me aparecen truncadas o confusas. Me contradigo, me cuesta trabajo. Una de ésas que todavía tengo frescas es que, de repente, ella, que apenas era simpática, se volvió linda, lindísima. Estaba de pie, con los brazos cruzados; yo, por respeto, quise levantarme; no lo permitió, puso una de sus manos en mi hombro, y me obligó a permanecer sentado. Pensé que iba a decir alguna cosa, pero se estremeció, como si tuviese un escalofrío, me dio la espalda y fue a sentarse en la silla, en donde me encontrara leyendo. Desde allí, lanzó la vista por el espejo que quedaba encima de la otomana, habló de dos grabados que colgaban de la pared.
—Estos cuadros se están haciendo viejos. Ya le pedí a Chiquinho que compremos otros.
Chiquinho era el marido. Los cuadros hablaban del asunto principal de este hombre. Uno representaba a «Cleopatra»; no recuerdo el tema del otro, eran mujeres. Vulgares ambos; en aquel tiempo no me parecieron feos.
—Son bonitos —dije.
—Son bonitos, pero están manchados. Y además, para ser francos, yo preferiría dos imágenes, dos santas. Éstas se ven más apropiadas para cuarto de muchacho o de barbero.
—¿De barbero? Usted no ha ido a ninguna barbería.
—Pero me imagino que los clientes, mientras esperan, hablan de señoritas y de enamoramientos, y naturalmente el dueño de la casa les alegra la vista con figuras bonitas. En casa de familia es que no me parece que sea apropiado. Es lo que pienso; pero yo pienso muchas cosas; así, raras. Sea lo que sea, no me gustan los cuadros. Yo tengo una Nuestra Señora de la Concepción, mi patrona, muy bonita; pero es escultura, no se puede poner en la pared, ni yo quiero, está en mi oratorio.
La idea del oratorio me trajo la de la misa, me recordó que podría ser tarde y quise decirlo. Creo que llegué a abrir la boca, pero luego la cerré para escuchar lo que ella contaba, con dulzura, con gracia, con tal languidez que le provocaba pereza a mi alma y la hacía olvidarse de la misa y de la iglesia. Hablaba de sus devociones de niña y señorita. Después se refería a unas anécdotas, historias de paseos, reminiscencias de Paquetá [una isla distante unas pocas millas de la bahía de Guanabara], todo mezclado, casi sin interrupción. Cuando se cansó del pasado, habló del presente, de los asuntos de la casa, de los cuidados de la familia que, desde antes de casarse, le habían dicho que eran muchos, pero no eran nada. No me contó, pero yo sabía que se había casado a los veintisiete años.
Y ahora no se cambiaba de lugar, como al principio, y casi no salía de la misma actitud. No tenía los grandes ojos largos, y empezó a mirar a lo tonto hacia las paredes.
—Necesitamos cambiar el tapiz de la sala —dijo poco después, como si hablara consigo misma.
Estuve de acuerdo para decir alguna cosa, para salir de la especie de sueño magnético, o lo que sea que fuere que me cohibía la lengua y los sentidos. Quería, y no, acabar la charla; hacía un esfuerzo para desviar mis ojos de ella, y los desviaba por un sentimiento de respeto; pero la idea de que pareciera que me estaba aburriendo, cuando no lo era, me llevaba de nuevo los ojos hacia Concepción. La conversación moría. En la calle, el silencio era total.
Llegamos a quedarnos por algún tiempo —no puedo decir cuánto— completamente callados. El rumor, único y escaso, era un roído de ratón en el despacho, que me despertó de aquella especie de somnolencia; quise hablar de ello, pero no encontré la manera. Concepción parecía divagar. Un golpe en la ventana, por fuera, y una voz que gritaba: «¡Misa de gallo!, ¡misa de gallo!».
—Allí está su compañero, qué gracioso; usted quedó de ir a despertarlo, y es él quien viene a despertarlo a usted. Vaya, que ya debe de ser la hora; adiós.
—¿De verdad? —pregunté.
—Claro.
—¡Misa de gallo! —repitieron desde afuera, golpeando.
—Vaya, vaya, no se haga esperar. La culpa ha sido mía. Adiós, hasta mañana.
Y con la misma cadencia del cuerpo, Concepción entró por el corredor adentro, pisaba mansamente. Salí a la calle y encontré al vecino que me esperaba. Nos dirigimos de allí a la iglesia. Durante la misa, la figura de Concepción se interpuso más de una vez entre el sacerdote y yo; que se disculpe esto por mis diecisiete años. A la mañana siguiente, en la comida, hablé de la misa de gallo y de la gente que estaba en la iglesia, sin excitar la curiosidad de Concepción. Durante el día la encontré como siempre, natural, benigna, sin nada que hiciera recordar la charla de la víspera. Para Año Nuevo fui a Mangaratiba. Cuando regresé a Río de Janeiro, en marzo, el escribano había muerto de una apoplejía. Concepción vivía en Engenho Novo, pero no la visité, ni me la encontré. Más tarde escuché que se había casado con el escribiente sucesor de su marido.
El cuento “Misa de gallo”, de Joaquim Machado de Assis, fue publicado por primera vez en 1984, en A Semana.
La tarde va declinando; se filtran los postreros destellos de sol por el angosto ventanito del sótano. Todo está en silencio. Las manos del anciano van removiendo, como si fuera una blanda masa, el montón de monedas de oro, relucientes, que está sobre la mesa. El anciano tiene una larga barba entrecana; los ojos aparecen hundidos. Los últimos fulgores del sol van desapareciendo; por el tragaluz ya sólo se escurre una débil y difusa claridad. Las monedas vuelven a la recia y sólida arca. El anciano cierra la puerta con un cerrojo, con dos, con una armella, con unas barras de hierro, y luego asciende, lento, por la angosta escalerita. Ya está en la casa. La casa se levanta en un extremo del pueblo; se halla rodeada de extenso vergel, y tiene, a un lado, una accesoria para labriegos y servidumbre. El anciano camina lentamente por la casa; su índica –el de la mano derecha– pasa y repta sobre la curvada nariz. Al pasar por un corredor ha visto el viejo una puerta abierta; esta puerta ha mandado él que esté siempre cerrada. Se detiene un momento el viejo; da una voz de pronto; le enardece la cólera; acude un criado; el viejo impropera al criado, se acerca a él, le grita en su propia cara. Tiembla el pobre servidor, y prorrumpe en palabras de excusa. Y el viejecito de la barba larga prosigue su camino. De pronto se detiene otra vez; ha visto sobre un mueble unas migajas de pan. La cosa es insólita. No puede creer el anciano lo que ven sus ojos. Llegarán, por este camino, a dispersar, destruir su hacienda. Han estado aquí, sin duda, comiendo pan –pan salido, indudablemente, de la despensa–, y han dejado caer unas migajas. Y ahora su cólera es terrible. La casa se hunde a gritos; la mujer del viejo, los hijos, los criados, todos, todos, le rodean suspensos, temblorosos, mohinos, tristes. Y el viejo prosigue con sus gritos, con sus denuestos, con sus improperios, con sus injurias.
La hora de cenar ha llegado. Antes ha conversado el anciano con los cachicanes que llegan todas las noches de las heredades cercanas. Todos han de darle cuenta–cuenta menudísima, detallada– de la jornada diaria. No puede acostarse ningún día el viejo sin que sepa, concretamente, en qué se ha gastado el más pequeño dinero y qué es lo que han hecho, minuto por minuto, todos sus servidores. La relación de los labrantines se desliza entreverada por los gritos y denuestos del anciano. Y todos sienten ante él un profundo pavor.
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El pastor se ha retrasado un poco esta noche. El pastor regresa de los prados próximos al pueblo, todas las noches, poco antes de sentarse a la mesa el anciano. El pastor apacienta una punta de cabras y un hatillo de carneros. Cuando llega, después de la jornada, por la noche, encierra su ganado en una corraliza del huerto y se presenta al amo para dar cuenta de la jornada del día. El anciano, un poco impaciente, se ha sentado a la mesa. Le intriga la tardanza del pastor. La cosa es verdaderamente extraña. A un criado que tarda en traerle una vianda –retraso de un minuto–, el anciano le grita desaforadamente. El criado se desconcierta; un plato cae al suelo; la mujer y los hijos del viejo se muestran despavoridos; sin duda, ante esta catástrofe –la caída de un plato–, la casa se va a venir abajo con el vociferar colérico, iracundo, tempestuoso, del viejo. Y, en efecto, media hora dura la terrible cólera del anciano. El pastor aparece en la puerta; trae cara de quien va a ser ajusticiado; en mal momento va a dar cuenta de su misión del día.
–¿Ocurre alguna novedad? – pregunta el viejo al pastor
El pastor tarda un instante en responder; con el sombrero en la mano, mira absorto, indeciso, al señor.
–Ocurrir, como ocurrir –dice al cabo–, no ocurre nada…
–Cuando tú hablas de eso modo es que ha ocurrido algo…
–Ocurrir, como ocurrir… –repite el pastor dando vueltas entre las manos al sombrero.
–¡Sois unos idiotas, mentecatos, estúpidos! ¿No sabéis hablar? ¿No tienes lengua? Habla, habla…
Y el pastor, trémulo, habla. No ocurre novedad, no ha sucedido nada durante el día. Los carneros y las cabras han pastado, como siempre, en los prados de los alrededores. Los carneros y las cabras siguen perfectamente; han pastado bien; si, han pastado como todos los días… El viejo se impacienta.
–¡Pero, idiota, acabarás de hablar! –grita colérico.
Y el pastor dice, repite, torna a repetir que no ha ocurrido nada. No ha ocurrido nada; pero en el establo que se halla a la salida del pueblo, junto a la era –establo y era propiedad del señor–, ha visto, cuando regresaba el pastor a casa, una cosa que no había visto antes. Ha visto que dentro del establo había gente.
El viejo, al escuchar esas palabras, da un salto. No puede contenerse; se levanta, se acerca al pastor y le grita:
–¿Gente en el establo? ¿El establo que está junto a la era? Pero…, pero ¿es que no se respeta ya la propiedad? ¿Es que os habéis propuesto arruinarme todos?
El establo son cuatro paredillas ruinosas; la puerta –de madera carcomida, desvencijada– puede abrirse con facilidad; una ventanita, abierta en la pared del fondo, da a la era. Ha entrado gente en el establo; se han instalado allí; pasarán allí la noche; tal vez estén viviendo allí desde hace días. Y todo esto en la propiedad, en la sagrada propiedad del viejo. Y sin pedirle a el permiso. Ahora la tormenta de cólera es tan grande, más grande, más estruendosa que antes. Sí, sí; indudablemente todos se han propuesto arruinar al pobre anciano; todos, descuidados, manirrotos, sin parar atención en la hacienda, se han propuesto que este anciano acabe en la pobreza, en la miseria. El caso de ahora es terrible; no se ha visto nunca cosa semejante; nunca ha entrado nadie en una propiedad –casa o tierra– de este viejo señor. Y el viejo señor, ante hecho tan peregrino, estupendo, decide ir él mismo a comprobar el desafuero, a remediarlo, a echar del establo a esos vagabundos.
¿Qué gente era? –le pregunta al pastor
Pues eran…, pues eran –replica titubeante el pastor– pues era un hombre y una mujer.
¿Un hombre y una mujer? Pues ahora veréis.
Y el viejo de la larga barba ha cogido su sombrero, ha empuñado el bastón y se ha puesto en camino hacia la era próxima al pueblo.
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La noche es clara, límpida, diáfana; brillan –como las moneditas de oro antes– las estrellitas en el cielo. Todo está sosegado; el silencio es grato, profundo. El anciano va caminando solo, nerviosamente, vibrando de cólera. Da fuertes golpazos con el callado en el suelo. La silueta del establo ante la blancura de la era, se percibe a lo lejos, sobre el cielo de un azul oscuro. Ya va llegando el anciano a las paredillas ruinosas. La puerta está cerrada. La mano del viejo pasa y repasa por la luenga barba. No quiere el viejo penetrar de pronto por la puerta. Se detiene un momento, y luego, despacito, se va acercando a la ventanita que da a la era. Se ve dentro un vivo resplandor. El anciano va a aplicar su cara hacia la ventana. Y sus ojuelos vivarachos están cerca del angosto hueco. La mirada del anciano penetra en lo interior. Y, de repente, el viejo lanza un grito, un grito que se esfuerza, un segundo después, por reprimir. La sorpresa ha paralizado los movimientos del anciano. A la sorpresa sucede la admiración, a la admiración, la estupefacción profunda. Todo el cuerpo del anciano está clavado junto a la pared con sólida inmovilidad. La respiración del viejo es anhelosa. Jamás ha visto el viejo lo que ha visto ahora; esto que el anciano contempla no lo han contemplado, sin duda, nunca ojos humanos. No se aparta la mirada del viejo del interior del establo. Pasan los minutos, pasan las horas insensiblemente. El espectáculo es maravilloso, sorprendente. ¿Cuánto tiempo ha pasado ya? ¿Cómo medir el tiempo ante tan peregrino espectáculo? Tiene la sensación el anciano de que han pasado muchas horas, muchos días, muchos años… El tiempo no es nada al lado de esta maravilla, única en la tierra.
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Regresaba lentamente, absorto, meditativo, el vio a su casa de la ciudad. Han tardado en abrirle la puerta, y él no ha dicho nada. Dentro de la casa, una criada ha dejado caer la vela cuando iba alumbrándole, y él no ha tenido ni la más leve palabra de reproche. Con la cabeza baja, reconcentrado, iba andando por los corredores como un fantasma. Su mujer, que le ha recibido en una sala, al hacer un movimiento brusco, ha derribado un mueble; han caído al suelo unas figuritas, y se han roto. El anciano no ha dicho nada. La sorpresa ha paralizado a la esposa del caballero. La sorpresa, el asombro ante la insólita mansedumbre del viejo ha sobrecogido a todos. El anciano, encerrado en un profundo mutismo, se ha sentado en un sillón. Sentado, ha dejado caer la cabeza sobre el pecho, ha estado meditando un largo rato. Le han llamado después –como se llama a un durmiente–, y él, con mansedumbre, con bondad, dócilmente cual un niño, se ha dejado llevar hasta la cama y ha consentido que le fueran desnudando. Y a la mañana siguiente, el viejo ha continuado silencioso, absorto; a unos pobres que han llamado a la puerta les ha entregado un puñado de monedas de plata. De su boca no sale ni la más leve palabra de cólera. La estupefacción es profunda en todos. De un monstruo se ha trocado en un niño el viejo señor. Su mujer, los hijos, están alarmados; no pueden imaginar tal cambio; algo grave debe de ocurrirle al viejo; durante su paseo, por la noche, a la era, al establo, algo ha debido de ocurrirle. Esta mansedumbre de ahora es acaso más terrible que las cóleras de antes; acaso pueda ser nuncio este abatimiento de algún grave mal. Todos miran, observan, examinan al anciano en silencio, recelosos, inquietos. No se deciden a interrogarle; él se obstina en su mutismo. Y la mujer, al cabo, dulcemente, con precauciones, interroga al anciano. El coloquio es largo, prolijo; el viejo no accede a revelar su secreto. Y al cabo, tras el mucho porfiar, con dulzura, de la mujer ha puesto, para hablar, para hacer la revelación suprema, sus labios. El asombro se pinta en la cara de la esposa.
–¡Tres reyes y un niño! –exclama sin poder contenerse.
Y el anciano le indica que calle, poniéndose el índice de través en la boca. Sí, sí, la mujer callará. Callará, pero pensará siempre lo que está pensando ahora. No sabe la buena señora qué es peor, si lo de antes –la cólera de antes– o esta locura, sí, locura, de ahora. ¡Tres reyes en un establo y un niño! Evidentemente; durante su paseo nocturno debió de ocurrirle algo al anciano. Poco a poco se difunde por la casa la noticia de que la mujer del anciano conoce el secreto de éste; preguntan los hijos a la madre; la madre se resiste a hablar; al cabo, pegando la boca al oído de la hija, revela el secreto del padre. Y la exclamación no se hace esperar.
–¡Qué locura! ¡Pobre!
La servidumbre se entera de que los hijos conocen la causa del mutismo del señor; no se atreven, por lo pronto, a interrogar a los hijos; al cabo, una sirvienta anciana, que lleva en la casa treinta años, pregunta a la hija. Y la hija, poniendo sus labios a la par del oído de la anciana, le dice unas palabras.
–¡Oh, qué locura! ¡Pobre, pobre señor! –exclama la vieja.
Poco a poco la noticia se ha ido difundiendo por toda la casa. Sí; el señor está loco; padece una singular locura; todos mueven a un lado la cabeza tristemente, compasivamente, cuando hablan del anciano. ¡Tres reyes y un niño en un establo! ¡Pobre señor!
Y el viejo de la larga barba, sin impaciencias, sin irritación, sin cóleras, va viendo, en profundo sosiego, cómo pasan los días. A la mansedumbre se junta en su persona la persona la liberalidad. Da de su dinero a los pobres, a los necesitados; tiene palabras dulces para todos, exorables. Y todos en la casa, asombrados, recelosos, entristecidos –sí, entristecidos–, le miran con mirada larga y piadosa. El señor se ha vuelto loco; no puede ser de otra manera. ¡Tres reyes en un establo! La mujer, inquieta, va a buscar a un famoso doctor. Este doctor es un hombre muy sabio; conoce las propiedades de los simples, de las piedras y las plantas. Cuando ha entrado el doctor a la casa le han conducido a presencia del viejo; ha dejado éste hacer al doctor; parecía un niño, un niño dócil y débil. El doctor le ha ido examinando; le interrogaba sobre la vida, sobre sus costumbres, sobre su alimentación. El anciano sonríe con dulzura. Y cuando le ha revelado su secreto al doctor, después de un prolijo interrogatorio, el doctor ha movido la cabeza, asistiendo, como se asiente, para no desazonarlo, a los despropósitos de un loco.
–Sí, sí –decía el doctor–. Sí, sí; es posible. Sí, sí; tres reyes y un niño en un establo.
Y otra vez tornaba a mover la cabeza. Y cuando se han despedido, en el zaguán, a la mujer del anciano, que le interrogaba ansiosamente, ha dicho:
–Locura pacífica, sí; una locura pacífica. Nada de peligro; ningún cuidado. Loco, sí, pero pacífico.
Esperemos…
Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.
Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de un negocio en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es la única tienda que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.
Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad,no parecía que hubiera manera de rechazarle.
Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.
Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:
—Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.
Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.
Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.
—Mañana y mañana y mañana —murmuró entre dientes—, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.
Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.
Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.
A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?
Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad. Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.
No conseguía nada. El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.
—¿Un cuento de Navidad? —dijo él cuando yo hube terminado—. ¿Sólo es eso? Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.
Fuimos a Jack’s, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes. Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.
—Fue en el verano del setenta y dos —dijo—. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic. Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.
“Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías. Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara. Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena. No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela. En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?
Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.
La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente, encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.
“—¿Eres tú, Robert? —dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.
“Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.
“—Sabía que vendrías, Robert —dice—. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.
“Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.
“Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.
“—Está bien, abuela Ethel —dije—. He vuelto para verte el día de Navidad.
“No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.
“No
llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era
lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego
que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero
decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y
chocha, pero no tanto como para no notar la
diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y
puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la
corriente.
“Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.
“—Eso es estupendo, Robert —decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.
“Al cabo de un rato, empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.
“Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete cámaras. De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.
“No
debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se
había quedado dormida en su butaca. Demasiado Chianti, supongo. Entré en la
cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido,
roncando como un bebé. No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni
siquiera podía escribirle una nota de despedida,
puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de
su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es
el final de la historia.
—¿Volviste alguna vez? —le pregunté.
—Una sola —contestó. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.
—Probablemente había muerto.
—Sí, probablemente.
—Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.
—Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.
—Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.
—Le mentí y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.
—La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.
—Todo por el arte, ¿eh, Paul?
—Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.
—Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?
—Sí —dije—. Supongo que sí.
Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.
—Eres un as, Auggie —dije—. Gracias por ayudarme.
—Siempre que quieras —contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos. Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?
—Supongo que estoy en deuda contigo.
—No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.
—Excepto el almuerzo.
—Eso es. Excepto el almuerzo.
Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.
Paul Auster
Cuento de Alphonse Daudet: Las tres misas
I
–¿Dos pavos trufados, Garrigú?
–Sí, mi reverendo, dos magníficos pavos rellenos de trufas, y puedo decirlo porque yo mismo ayudé a rellenarlos. Parecía que el pellejo iba a reventar al asarse, tan estirado estaba…
–¡Jesús María, y a mí que me gustan tanto las trufas! Dame pronto la sobrepelliz, Garrigú. Y ¿qué más has visto en la cocina, fuera de los pavos?
–¡Oh, una porción de cosas buenas! Desde mediodía no hemos hecho otra cosa que pelar faisanes, abubillas, ortegas, gallos silvestres. Las plumas volaban por todas partes… Después, trajeron del estanque anguilas, carpas doradas, truchas…
–¿De qué tamaño eran las truchas, Garrigú?
–De este tamaño, mi reverendo. ¡Enormes!
–¡Oh, Dios mío, me parece estarlas viendo! ¿Pusiste el vino en las vinajeras?
–Sí, mi reverendo, he puesto vino en las vinajeras… ¡Pero, caramba!, no se parece al que beberá usted después de la misa de medianoche. Si viera en el comedor del castillo los botellones que resplandecen llenos de vino de todos colores… Y la vajilla de plata, los centros de mesa cincelados, los candelabros, las flores… ¡Nunca se ha visto una cena de nochebuena semejante! El señor Marqués ha invitado a todos los señores de la vecindad. En la mesa habrá cuarenta personas, sin contar al juez ni al escribano… ¡Ah, qué suerte tiene usted, que es de la partida, mi reverendo!. Sólo con haber olfateado los hermosos pavos, el perfume me sigue a todas partes… ¡Ah!
–Vamos, vamos, hijo mío. Guardémonos del pecado de la gula, sobre todo en la noche de Navidad. Ve pronto a encender los cirios y a dar el primer toque para la misa, porque las doce se acercan y no hay que retrasarse…
Esta conversación se mantenía la nochebuena del año de gracia de mil seiscientos y tantos, entre el reverendo don Balaguer, ex prior de los Carmelitas, entonces capellán a sueldo de los señores de Trinquelague, y su monaguillo Garrigú, o lo que él creía su monaguillo Garrigú, porque deben saber que aquella noche el diablo había tomado la cara redonda y los rasgos indecisos del joven sacristán, para hacer caer mejor en la tentación al reverendo padre, haciéndole cometer un espantoso pecado de gula. Así, pues, mientras el pretendido Garrigú (¡hum, hum!) hacía repicar a todo trapo las campanas de la capilla del castillo, el reverendo acababa de ponerse la sobrepelliz en la pequeña sacristía, con el espíritu turbado ya por todas aquellas descripciones gastronómicas; y decía para sí, vistiéndose:
–¡Pavos asados… carpas doradas… truchas de este porte!
Afuera soplaba el viento de la noche, difundiendo la música de las campanas, y al propio tiempo iban apareciendo luces en la sombra, en las cuestas del monte Ventoux, en cuya cima se levantaban las viejas torres de Trinquelague. Eran las familias de los cortijeros, que iban a oír la misa del gallo en el castillo. Trepaban la cuesta, cantando, en grupos de cinco o seis, el padre adelante, linterna en mano, las mujeres envueltas en sus grandes mantos oscuros, en que se estrechaban y abrigaban sus hijos. A pesar de la hora y del frío, todo aquel buen pueblo caminaba regocijado, animado por la idea de que, al salir de misa y como todos los años, tendría la mesa puesta en las cocinas. De tiempo en tiempo, sobre la cuesta ruda, la carroza de algún señor, precedida por lacayos con antorchas, hacía resplandecer sus cristales a la luz de la luna, alguna mula trotaba agitando los cascabeles, y a la luz de las teas envueltas en la bruma, los campesinos reconocían al juez, y lo saludaban al paso:
–Buenas noches, buenas noches, maese Arnoton.
–Buenas noches, buenas noches, hijos míos.
La noche era clara, las estrellas parecían reavivadas por el frío; el cierzo picaba y la escarcha fina, deslizándose sobre los vestidos sin mojarlos, conservaba fielmente la tradición de las nochebuenas blancas de nieve. Allá, en lo alto de la cuesta, el castillo aparecía como la meta de todos los caminantes, con su enorme masa de torres, techos y coronamientos, la torre de la capilla irguiéndose en el cielo negro, y una multitud de lucecitas que parpadeaban, iban, venían, se agitaban en todas las ventanas, y parecían, sobre el fondo oscuro del edificio, chispas que corrieran por las cenizas de un papel quemado…
Una vez transpuesto el puente levadizo y la poterna, era necesario, para llegar a la capilla, atravesar el primer patio, lleno de carrozas, de criados, de sillas de mano, todo iluminado por la luz de las antorchas y las llamaradas de las cocinas.
Se oía el rumor de los asadores, el estrépito de las cacerolas, el choque de los cristales y la vajilla de plata, movidos para los preparativos de una comida, y por encima de todo aquello, se extendía un vapor tibio que olía bien, a las carnes asadas y a las hierbas perfumadas de las salsas, lo que hacía decir a los cortijeros, como al capellán, como al juez, como a todo el mundo:
–¡Qué excelente cena vamos a tener después de la misa!
II
¡Tilín!… ¡Tilín!… ¡Tilín!…
La misa de media noche comienza. En la capilla del castillo, que es una catedral en miniatura, de arcos entrecruzados y zócalos de roble que cubren las paredes, se han tendido todas las colgaduras, se han encendido todos los cirios. ¡Y cuánta gente! ¡Y qué trajes! En primer lugar, sentados en los sillones esculpidos que rodean el coro, están el señor de Trinquelague, vestido de tafetán color salmón, y a su lado los nobles señores invitados. Enfrente, en reclinatorios tapizados de terciopelo, se han instalado la anciana marquesa viuda, con su vestido de brocado color de fuego, y la joven señora de Trinquelague, con la cabeza cubierta por una alta torre de encaje, plegada a la última moda de la corte de Francia. Más abajo se ve, vestidos de negro, con grandes pelucas puntiagudas y rostros afeitados, al juez Tomás Arnoton y al escribano maese Ambroy, dos notas graves entre las sedas vistosas y los damascos recamados Luego vienen los gordos mayordomos, los pajes, los picadores, los intendentes, la dueña Bárbara, con todas sus llaves colgadas de la cintura, en un llavero de plata fina. En el fondo, sentados en escaños, están los de menor cuantía, las criadas, los cortijeros con sus familias, y más allá, al lado mismo de la puerta que abren y cierran discretamente, los señores marmitones que van, entre dos salsas, a oír un poco de misa y a llevar un olorcillo de cena a la iglesia de fiesta, entibiada con tantos cirios encendidos.
¿Es la vista de sus gorras blancas lo que tanto distrae al oficiante? ¿No sería, más bien, la campanilla de Garrigú, esa endiablada campanilla que se agita al pie del altar con infernal precipitación, y que parece estar diciendo a cada rato?
–¡Despachemos, despachemos!.. Cuánto más pronto hayamos concluido, más pronto nos sentaremos a la mesa.
El hecho es que cada vez que suena aquella campanilla del demonio, el capellán se olvida de su misa y no piensa sino en la cena. Se figura las cocinas rumorosas, los hornillos en que arde un fuego de fragua, el vaho que sale de las cacerolas entreabiertas, y entre aquel vaho dos magníficos pavos, rellenos, reventando, constelados de trufas…
O bien ve pasar filas de pajes llevando fuentes envueltas en tentador humillo, y entra con ellos en el gran salón dispuesto ya para el festín. ¡Oh delicia! Aquí está la inmensa mesa, atestada y resplandeciente, los pavos adornados con sus plumas, los faisanes abriendo sus alas rojizas, los botellones color rubí, las pirámides de frutas brillando entre las ramas verdes, y los maravillosos pescados de que hablaba Garrigú, (¡Garrigú, hum!) tendidos en un lecho de hinojo, con la escama nacarada como si acabaran de salir del agua, y con un ramilletito de hierbas aromáticas en su boca de monstruos. Tan viva es la visión de aquellas maravillas, que a don Balaguer le parece que todos aquellos platos estupendos están servidos delante de él, sobre los bordados del mantel del altar, y dos o tres veces, en lugar de decir Dominus vobiscum, llegó a decir Benedicite… Fuera de esas pequeñas equivocaciones, el buen hombre despacha el oficio divino muy concienzudamente, sin saltar una línea, sin omitir una genuflexión, y todo anda muy bien hasta el fin de la primera misa, pues ya sabéis que el día de Navidad el mismo oficiante debe celebrar tres misas consecutivas.
–¡Y va una! –se dijo el capellán, lanzando un suspiro de alivio; luego, sin perder un minuto, hizo señas a su monaguillo, o al que creía su monaguillo, y…
–¡Tilín!… ¡Tilín!… ¡Tilín!…
La segunda misa comienza, y con ella el pecado de don Balaguer.
“¡Vaya!, despachemos”, le grita con su vocecita agria la campanilla de Garrigú, y esa vez el desgraciado oficiante, entregado completamente al demonio de la gula, se lanza sobre el misal, y devora las páginas con la avidez de un espíritu sobreexcitado. Se inclina, se levanta frenéticamente, esboza apenas las señales de la cruz, las genuflexiones, acorta todos sus ademanes para acabar más ligero… Apenas si extiende los brazos cuando el Evangelio; apenas si se golpea el pecho en el Confiteor. Parece que entre el monaguillo y él apostaran a quién balbucea con más prisa. Los versículos y las respuestas se precipitan, se atropellan. Las palabras medio pronunciadas, sin abrir la boca, cosa que tomaría demasiado tiempo, terminan en murmullos incomprensibles.
–Oremus… ps… ps… ps.
–Mea culpa… pa… pa…
Como vendimiadores apurados pisando la uva del tonel, ambos chapuzan en el latín de la misa, enviando salpicaduras a todos lados.
–¡Dom… scum!.. –dice Balaguer.
–Stutuo… –contesta Garrigú.
Y mientras tanto la campanilla sigue repiqueteando a sus oídos, como los cascabeles que se ponen a los caballos de posta para hacerlos galopar con mayor rapidez. Ya pueden ustedes darse cuenta de que una misa rezada tiene que terminar muy pronto de ese modo…
–¡Y van dos! –dijo el capellán, jadeante.
Luego, sin perder tiempo en respirar, rojo, sudando, baja a la carrera las gradas del altar, y…
–¡Tilín!… ¡Tilín!… ¡Tilín!…
Comienza la tercera misa. Ya no hay que dar sino unos cuantos pasos para llegar al comedor; pero ¡ay! a medida que se aproxima la cena, el infortunado Balaguer se siente acometido por una locura de impaciencia y de glotonería. Su visión se acentúa, las carpas doradas, los pavos asados están allí, allí… los toca… los… ¡Oh, Dios mío!… Las fuentes humean, los vinos embalsaman… Y sacudiendo su badajo endiablado, la campanilla le grita:
–¡Ligero, ligero, más ligero!…
Pero ¿cómo andar más ligero? Sus labios se mueven apenas. Ya no pronuncia las palabras… Sólo que trampeara completamente a Dios y le escamoteara su misa… ¡Y es lo que hace el desdichado! De tentación en tentación comienza por saltar un versículo, luego dos. Luego, la epístola es demasiado larga y no la termina, roza apenas el Evangelio, pasa ante el credo sin entrar en él, saltea el padrenuestro, saluda de lejos el prefacio, y a saltos y brincos se precipita en la condenación eterna, seguido siempre por el infame Garrigú, (¡Vade retro, Satanás!) que lo secunda con maravillosa comprensión, le levanta la casulla, vuelve las hojas de dos en dos, maltrata los atriles, vuelca las vinajeras, y sacude sin cesar la campanilla, cada vez más fuerte, cada vez más ligero…
¡Hay que ver la cara sorprendida de todos los concurrentes! Obligados a seguir por la mímica del sacerdote aquella misa de la que no entienden una palabra, unos se levantan cuando otros se arrodillan, se sientan cuando los demás se ponen de pie, y todas las fases de aquel oficio singular se confunden en los escaños en una multitud de actitudes diversas. La estrella de Navidad, en camino por los senderos del cielo, dirigiéndose hacia el pequeño establo, palidece de espanto al ver aquella confusión…
–El abate anda demasiado a prisa… No se le puede seguir –murmura la anciana viuda agitando la cofia con desvarío.
Maese Arnoton, con sus anteojos de acero sobre las narices, busca en su libro de misa por dónde diablos pueden ir. Pero, en el fondo, toda aquella buena gente, que piensa también en cenar, no se disgusta ni mucho menos de que la misa vaya como por la posta, y cuando don Balaguer, con la cara radiante, se vuelve hacia la concurrencia gritando con todas sus fuerzas el ¡lte missa est! todos a una voz, en la capilla, le contestan con un Deo gratias tan alegre, tan arrebatador, que parece el primer brindis en la gran mesa de la cena…
III
Cinco minutos después la multitud de señores se sentaba en la gran mesa del comedor, con el capellán en medio. El castillo, iluminado de arriba abajo, retumbaba con cantos, gritos, risas, rumores, y el venerable don Balaguer clavaba el tenedor en un ala de ave, ahogando el remordimiento de su pecado bajo los torrentes del buen vino del papa, y los excelentes jugos de los manjares. Tanto comió y bebió el pobre santo varón, que aquella misma noche murió de una indigestión terrible, sin haber tenido siquiera tiempo de arrepentirse; luego, a la madrugada, llegó al cielo, todo rumoroso aun por las fiestas de la noche, y ya se imaginarán ustedes de qué manera se le recibió:
–¡Retírate de mí vista, mal cristiano! –le dijo el soberano Juez, nuestro amo y señor–. Tu falta es bastante grande para borrar una vida entera de virtud… ¡Ah, me has robado una misa de Navidad!… Pues bien: me pagarás trescientas en su lugar, y no entrarás al paraíso sino cuando hayas celebrado en tu propia capilla esas trescientas misas de Navidad, en presencia de todos cuantos han pecado por tu culpa y contigo…
Tal es la leyenda de don Balaguer, como se cuenta en el país de los olivos. Hoy el castillo de Trinquelague no existe ya, pero la capilla se mantiene aún en pie en la cumbre del monte Ventoux, entre un grupo de encinas verdes. El viento hace golpear la puerta dislocada, la hierba invade el umbral; hay nidos en los rincones del altar y en el alféizar de las altas ventanas, cuyos vidrios de colores han desaparecido ya hace mucho. Pero parece que todos los años, para nochebuena, una luz sobrenatural vaga por aquellas ruinas, y que, al acudir a las misas y a las cenas, los campesinos ven aquel espectro de capilla iluminado con cirios invisibles que arden al aire, hasta bajo la nieve y bajo el viento.
Ustedes reirán si les parece, pero un vinatero del lugar, llamado Garrigue, descendiente sin duda de Garrigú, me ha afirmado que una noche de Navidad, hallándose algo chispo, se había perdido en la montaña hacia el lado de Trinquelague, y he aquí lo que vio:
Hasta las once de la noche, nada. Todo estaba silencioso, oscuro, inanimado De pronto, a eso de medianoche, sonó una campana en lo alto de la torre, una vieja, viejísima campana que parecía hallarse a diez leguas de allí. Pronto, por el camino que sube hacia el castillo, Garrigue vio temblar luces, agitarse sombras indecisas. Bajo el portal de la capilla la gente andaba, cuchicheaba:
–Buenas noches, maese Arnoton.
–Buenas noches, buenas noches, hijos míos…
Cuando todos hubieron entrado, mi vinatero, que era muy valiente, se acercó despacito, y mirando por la puerta rota asistió a un espectáculo singular. Todos los que había visto pasar estaban colocados alrededor del coro en la nave arruinada, como si los antiguos escaños existieran todavía. Hermosas damas vestidas de brocado con cofias de encaje, señores galoneados de pies a cabeza, campesinos de chaquetas bordadas como las de nuestros abuelos, todos con aire de viejos, marchitos, empolvados, fatigados. De tiempo en tiempo, las aves nocturnas, huéspedes habituales de la capilla, despertadas por todas aquellas luces, iban a vagar en torno de los cirios cuya llama subía recta y vaga como si ardiera tras de una gasa, y lo que divertía mucho a Garrigue era cierto personaje de grandes anteojos de acero, que meneaba a cada instante su alta peluca negra, en la que uno de los pájaros se había parado, enredado en los pelos y batiendo silenciosamente las alas…
En el fondo, un viejecito de estatura infantil, de rodillas en medio del coro, agitaba desesperadamente una campanilla sin badajo y sin voz, mientras que un sacerdote, vestido de oro viejo, iba y venía ante el altar, recitando oraciones de las que no se entendía una palabra… No podía ser otro que don Balaguer, diciendo su tercera misa rezada…
- Daudet, Alphonse (Autor)
- Galdos, Benito Pérez (Autor)
Cuento de Navidad (Vladimir Nabokov)
Se hizo el silencio. La luz de la lámpara iluminaba despiadadamente el rostro mofletudo del joven Anton Golïy, vestido con la tradicional blusa rusa campesina abotonada a un lado bajo su chaqueta negra, quien, nervioso y sin mirar a nadie, se disponía a recoger del suelo las páginas de su manuscrito que había desperdigado aquí y allá mientras leía. Su mentor, el crítico de Realidad Roja, miraba el suelo mientras se palpaba los bolsillos buscando una cerilla. También el escritor Novodvortsev guardaba silencio, pero el suyo era un silencio distinto, venerable. Con sus anteojos prominentes, su frente excepcionalmente grande y dos mechones ralos colocados de través sobre la calva tratando de ocultarla, estaba sentado con los ojos cerrados como si todavía siguiera escuchando, con las piernas cruzadas sobre una mano embutida entre la rodilla y una de las lorzas de su muslo. No era la primera vez que se veía sometido a este tipo de sesiones con sedicentes novelistas rústicos, ansiosos y tristes. Y tampoco era la primera vez que había detectado en sus inmaduras narrativas ecos –que habían pasado inadvertidos para los críticos– de sus veinticinco años de escritura, porque la historia de Golïy era un torpe refrito de uno de sus propios temas, el de El filo, una novela corta que había compuesto lleno de esperanza y de entusiasmo, y cuya publicación el pasado año no había logrado en absoluto acrecentar su segura aunque pálida reputación.
El crítico encendió un cigarrillo. Golïy, sin alzar la vista, guardó el manuscrito en su cartera. Pero su anfitrión se mantenía en silencio, no porque no supiera cómo enjuiciar el relato, sino porque esperaba, dócil y también aburrido, que el crítico finalmente se decidiera a pronunciar las frases que él, Novodvortsev, no se atrevía ni siquiera a insinuar: que el argumento era un tema de Novodvortsev, que también procedía de Novodvortsev la imagen aquella del personaje principal, un tipo taciturno, dedicado en cuerpo y alma a su padre, un hombre trabajador, que logra una victoria psicológica sobre su adversario, el despreciable intelectual, no tanto en razón de su educación, sino gracias a una especie de serena fuerza interior. Pero el crítico encorvado en el sillón de cuero como un gran pájaro melancólico se empecinaba desesperadamente en su silencio.
Cuando Novodvortsev se dio cuenta de que una vez más no iba a oír las palabras esperadas, mientras trataba de concentrar su pensamiento en el hecho de que, después de todo, el aspirante a escritor había ido hasta él, y no hasta Neverov, para solicitar su opinión, cambió de postura, volvió a cruzar las piernas metiendo la mano entre las mismas, y dijo con toda seriedad: “Veamos”, pero al observar la vena que se hinchaba en la frente de Golïy, cambió de tono y siguió hablando con voz tranquila y controlada. Dijo que la historia estaba sólidamente construida, que el poder de lo colectivo se advertía en el episodio en el que los campesinos empiezan a construir una escuela con sus propios medios; que, en la descripción del amor que Pyotr siente por Anyuta, había ciertas imperfecciones de estilo que no lograban acallar sin embargo el reclamo poderoso de la primavera y la urgencia del deseo y, mientras hablaba, no dejaba de recordar por alguna razón que había escrito a aquel crítico recientemente, para recordarle que su vigésimo quinto aniversario como escritor era en enero, pero que le rogaba categóricamente que no se organizara ninguna conmemoración, teniendo en cuenta que sus años de dedicación al sindicato todavía no habían acabado…
–En cuanto al tipo de intelectual que has creado, no acaba de ser convincente –decía–. No logras transmitir la sensación de que está condenado…
El crítico seguía sin decir nada. Era un hombre pelirrojo, enjuto y decrépito, del que se decía que estaba tuberculoso, pero que probablemente era más fuerte que un toro. Le había contestado, también por carta, que aprobaba la decisión de Novodvortsev, y allí se había acabado el asunto. Debía de haber traído a Golïy como compensación secreta… Novodvortsev se sintió de improviso tan triste –no herido, sólo triste– que dejó de hablar de pronto y empezó a limpiar las gafas con el pañuelo, dejando al descubierto unos ojos muy bondadosos.
El crítico se puso en pie.
–¿Adónde vas? Todavía es temprano –dijo Novodvorstsev, levantándose a su vez. Anton Goïly se aclaró la garganta y apretó su cartera contra el costado.
–Será un escritor, no hay duda alguna –dijo el crítico con indiferencia, vagando por el cuarto y apuñalando el aire con su cigarrillo ya acabado. Canturreaba entre dientes, con cierto tono de asperidad, se inclinó sobre la mesa de trabajo y luego se quedó un rato mirando una estantería donde una edición respetable de Das Kapital ocupaba su lugar entre un volumen gastado de Leonid Andreyev y un tomo anónimo sin encuadernar; finalmente, con el mismo paso cansino, se acercó a la ventana y abrió la cortina azul.
–Venga a verme alguna vez –decía mientras tanto Novodvortsev a Anton Golïy, que primero se inclinó a saludarle con torpeza para después erguirse como con altanería–. Cuando escriba algo nuevo, tráigamelo.
–Una buena nevada –dijo el crítico, dejando caer la cortina–. Por cierto, hoy es Nochebuena.
Y se puso a buscar distraído su sombrero y su abrigo.
–En los viejos tiempos, al llegar estas fechas tú y tus colegas hubieran estado produciendo a marchas forzadas manuscritos navideños…
–Yo no –dijo Novodvortsev.
El crítico se rio entre dientes.
–Es una lástima. Deberías escribir un cuento de Navidad. En el nuevo estilo.
Anton Golïy tosió en su pañuelo.
–En otro tiempo lo hicimos… –empezó con voz ronca, gutural, pero luego carraspeó.
–Lo digo en serio –siguió el crítico, embutiéndose en el abrigo–. Se puede inventar algo inteligente… Gracias, pero ya son…
–En otro tiempo –dijo Anton Golïy–. Lo hicimos. Un maestro. Un maestro que… Se le metió en la cabeza hacer un árbol de Navidad para los niños. En la cima. Colocó una estrella roja.
–No, eso no sirve –dijo el crítico–. Es más bien severo para un cuento. Tienes que darle un perfil más sutil. La lucha entre dos mundos diferentes. Todo ello contra un fondo nevado.
–Hay que tener cuidado con los símbolos, en términos generales –dijo sombrío Novodvortsev–. Tengo un vecino, un hombre muy recto, miembro del partido, militante activo, y sin embargo utiliza expresiones como “el Gólgota del Proletariado”…
Cuando sus huéspedes se hubieron ido se sentó en su mesa y apoyó la cabeza en su gran mano blanca. Junto al tintero había algo que parecía un vaso sencillo y cuadrado con tres plumas hincadas en una especie de caviar de bolas azules. El objeto tenía unos diez o quince años: había sobrevivido todos los tumultos, mundos enteros habían caído despedazados en torno de él, pero ni una de aquellas bolas de cristal se había roto. Eligió una pluma, dispuso una hoja de papel convenientemente, metió unas cuantas hojas más debajo de la primera para escribir sobre una superficie más blanda…
–¿Pero sobre qué? –dijo Novodvortsev en voz alta, y a continuación con el muslo hizo a un lado la silla y se puso a caminar por la habitación. En su oído izquierdo sentía un zumbido insoportable.
El canalla aquel lo dijo con toda la intención, pensó, y como si quisiera seguir los pasos del crítico fue hasta la ventana.
Tiene la pretensión de aconsejarme y de avisarme… Y ese tono de mofa… Probablemente piensa que ya he perdido toda originalidad… Pues haré un cuento de Navidad… Y entonces, él escribirá: “Estaba yo en su casa una noche y, entre una cosa y otra, se me ocurrió sugerirle: Dmitri Dmitrievich, deberías describir la lucha entre el viejo y el nuevo orden en el entorno de un nevado cuento de Navidad. Podrías llevar hasta sus últimas consecuencias el tema que apuntabas de forma tan extraordinaria en El filo, ¿recuerdas el sueño de Tumanov? Ese es el tema al que me refiero … Y precisamente aquella noche nació la obra que …”
La ventana daba a un patio. No se veía la luna… No, pensándolo bien, sí que hay una especie de brillo que sale de detrás de aquella chimenea. La leña estaba apilada en el patio, cubierta con una alfombra reluciente de nieve. En una ventana resplandecía la cúpula verde de una lámpara, alguien trabajaba en su mesa, y el ábaco relucía como si sus cuentas estuvieran hechas de cristal de colores. De repente, en el más absoluto silencio, unos copos de nieve cayeron del alero del tejado. Luego, de nuevo, un torpor absoluto.
Sintió el cosquilleo de vacío que siempre presagiaba el deseo y la urgencia de escribir. En este vacío algo estaba adquiriendo forma, algo crecía. Una especie de nuevo cuento de Navidad… La misma nieve de siempre, un conflicto totalmente nuevo…
Oyó unos pasos cautelosos al otro lado de la pared. Era su vecino que volvía a casa, un tipo discreto y educado, comunista hasta la médula. En una suerte de arrebato más o menos abstracto, con una deliciosa sensación de confianza, Novodvortsev se volvió a sentar a la mesa. El tono, la coloratura de la obra ya empezaban a tomar cuerpo. Sólo tenía que crear el esqueleto, el tema. Un árbol de Navidad: ése era el comienzo. Se imaginó ciertas familias, gente que en los viejos tiempos había sido importante, gente que estaba aterrorizada, de mal humor, condenada (se los imaginaba con tanta nitidez …), gente que con toda seguridad estaba ahora mismo colocando adornos de papel en un abeto que habían cortado a hurtadillas en el bosque. En estos tiempos ya no había dónde comprar aquellos adornos y oropeles, ya no se apilaban los abetos a la sombra de San Isaac…
Alguien llamó a la puerta, un golpe amortiguado, como si se hubiera cubierto los nudillos con un trozo de tela. La puerta se abrió unos centímetros. Delicadamente, sin apenas meter la cabeza, el vecino le dijo: “¿Le importaría prestarme una pluma? Si tiene alguna con la punta un poco roma, se lo agradeceré”.
Novodvortsev se la dio.
–Muchísimas gracias –dijo el vecino, cerrando la puerta silenciosamente.
Aquella interrupción insignificante rompió en cierta manera la imagen que estaba madurando en su mente. Se acordó de que en Elfilo Tumanov sentía cierta nostalgia por la pompa de las antiguas fiestas. Pero no buscaba ni quería una mera repetición. Y en aquel momento pasó por su mente otro recuerdo inoportuno. Recientemente, en una fiesta, había oído cómo una joven le decía a su marido: “Te pareces mucho a Tumanov en varios aspectos”. Durante unos días se sintió feliz. Pero luego conoció personalmente a la citada señora y el tal Tumanov resultó ser el novio de su hermana. Y tampoco ésa había sido su primera desilusión. Un crítico le había dicho que iba a escribir un artículo sobre tumanovismo. Había algo que le adulaba infinitamente en ese ismo y también en la t con la que la palabra comenzaba en ruso. El crítico, sin embargo, se había ido al Cáucaso a estudiar a los poetas georgianos. Y, a pesar de todo, no podía negar que Tumanov le había proporcionado ciertos momentos agradables. Por ejemplo, una lista como la siguiente: “Gorky, Novodvortsev, Chirikov…”
En una autobiografía que acompañaba sus obras completas (seis volúmenes con retrato del autor incluido) había contado cómo él, hijo de padres humildes, se había abierto camino en el mundo. Su juventud, en realidad, había sido feliz. Un vigor saludable, fe, éxito. Habían transcurrido veinticinco años desde que una aburrida revista literaria publicara su primer relato.
A Korolenko le había gustado su obra. Había sido arrestado un par de veces. Habían cerrado un periódico por su culpa. Ahora sus aspiraciones cívicas se habían visto cumplidas. Se sentía libre y cómodo entre los escritores jóvenes que empezaban. Su nueva vida le satisfacía al máximo. Seis volúmenes. Su nombre era conocido. Y sin embargo su fama era pálida, pálida…
Saltó de nuevo mentalmente hasta la imagen del árbol de Navidad y, bruscamente y sin aparente razón, se acordó del cuarto de estar de la casa de unos comerciantes, de un gran volumen de artículos y poemas con páginas de cantos dorados (una edición benéfica para los pobres) que de alguna forma estaba relacionado con aquella casa, recordó también el árbol de Navidad del cuarto de estar, la mujer que él amaba en aquel tiempo, y las luces del árbol reflejándose como un temblor de cristal en sus ojos abiertos al coger una mandarina de una de las ramas más altas. Habían transcurrido veinte años o quizá más, cómo se fijaban en la memoria algunos detalles…
Disgustado, abandonó este recuerdo y se imaginó una vez más esos viejos abetos más bien ralos que, en ese mismo momento, con toda seguridad, se veían engalanados y decorados con adornos… Pero ahí no había ningún relato, aunque siempre se le podía dar un ángulo sutil… Exiliados que lloran en torno de un árbol de Navidad, engalanados con sus uniformes impregnados de polilla, mirando al árbol sin dejar de llorar. En algún lugar de París. Un viejo general rememora al recortar un ángel de cartón dorado cómo solía abofetear a sus soldados… Pensó entonces en un general que había conocido personalmente y que ahora estaba en el extranjero, y no había forma de imaginárselo llorando arrodillado ante un árbol de Navidad…
“Pero, con todo, ahora voy por buen camino”, dijo Novodvortsev en voz alta, persiguiendo impaciente un pensamiento que se le había escapado. Y entonces algo nuevo e inesperado empezó a tomar forma en su imaginación: una ciudad europea, un pueblo bien alimentado, cubierto de pieles. Un escaparate completamente iluminado. Tras él, un enorme árbol de Navidad de cuyas ramas cuelgan frutas carísimas y en cuya base se amontonan muchos jamones. Símbolo de bienestar. Y delante del escaparate, en la acera helada…
Todo nervioso, pero nervioso con la excitación del triunfo, sintiendo que había encontrado la clave única y necesaria, que iba a componer algo exquisito, que iba a describir como nadie lo había hecho antes la colisión de dos clases, de dos mundos, empezó a escribir. Escribió acerca del árbol opulento en el escaparate descaradamente iluminado y del trabajador hambriento, víctima del paro, mirando aquel árbol con mirada severa y sombría.
“El insolente árbol de Navidad –escribió Novodyortsev– ardía con todos y cada uno de los colores del arco iris”.
La Navidad es una época triste. La frase acudió a la mente de Charlie un instante después de que el despertador hubo sonado, y le trajo otra vez la depresión amorfa que lo había perseguido toda la tarde anterior. Al otro lado de la ventana, el cielo estaba negro. Se sentó en la cama y tiró de la cadenilla de la luz que colgaba delante de su nariz. «El día de Navidad es el día más triste del año —pensó—. De todos los millones de personas que viven en Nueva York, yo soy prácticamente el único que tiene que levantarse en la fría oscuridad de las seis de la mañana el día de Navidad; prácticamente el único.»
Se vistió, y al bajar la escalera desde el piso superior de la pensión donde vivía, sólo oyó unos ronquidos, para él groseros; las únicas luces encendidas eran las que habían olvidado apagar. Desayunó en un puesto ambulante que no cerraba en toda la noche, y, en un tren elevado, marchó hacia la parte alta de la ciudad. Recorrió la Tercera Avenida hasta desembocar en Sutton Place. El vecindario estaba a oscuras. Los edificios levantaban, a ambos lados de las luces callejeras, muros de ventanas negras. Millones y millones de personas dormían, y aquella pérdida general de conciencia generaba una impresión de abandono, como si la ciudad se hubiera desmoronado, como si aquel día fuese el fin del tiempo. Charlie abrió las puertas de hierro y cristal del edificio de apartamentos donde trabajaba como ascensorista desde hacía seis meses, cruzó el elegante vestíbulo y entró en el vestidor de la parte trasera. Se puso el chaleco de rayas con botones de latón, un falso fular, unos pantalones con una franja azul cielo en lacostura, y una chaqueta. El ascensorista de noche dormitaba en el banquillo dentro del ascensor. Charlie lo despertó. El hombre le dijo con voz espesa que el portero de día se había puesto enfermo y que no vendría. Enfermo el portero, Charlie no dispondría de tiempo para almorzar, y muchísima gente le pediría que saliera a buscar un taxi.
Charlie llevaba trabajando unos minutos cuando lo llamaron desde el piso catorce. Era una tal señora Hewing, que —Charlie se había enterado por casualidad— tenía fama de inmoral. La señora Hewing todavía no se había acostado, y entró en el ascensor ataviada con un vestido largo bajo el abrigo de pieles. La acompañaban dos perros de aspecto raro. Él la bajó y miró cómo salía a la oscuridad de la calle y acercaba los perros al bordillo. No estuvo fuera más de unos minutos. Volvió a entrar y él subió con ella otra vez a la planta catorce.
Al salir del ascensor, ella dijo:
—Felices pascuas, Charlie.
—Bueno, para mí hoy no es precisamente un día festivo, señora Hewing —repuso él—. Creo que las Navidades son las fechas más tristes del año. Y no es porque la gente de esta casa no sea generosa, quiero decir, recibo muchas propinas, pero ¿sabe usted?, vivo solo en un cuarto de alquiler y no tengo familia ni amistades, o sea, que la Navidad no es para mí una fiesta precisamente.
—Lo siento, Charlie —dijo la señora Hewing—. Yo tampoco tengo familia. Es bastante triste estar solo, ¿verdad?
Llamó a sus perros y entró tras ellos en su apartamento. Él volvió a bajar en el ascensor.
Todo estaba tranquilo, y Charlie encendió un cigarrillo. A aquella hora, la calefacción del sótano acompasaba la respiración del edificio con su vibración regular y profunda, y los tétricos ruidos de vapor caliente que despedía la caldera empezaron a resonar primero en el vestíbulo y después en cada uno de los dieciséis pisos. Aquel despertar puramente mecánico no alivió la soledad ni el malhumor del ascensorista. La oscuridad al otro lado de las puertas de cristal se había vuelto azul, pero aquella luz azulada parecía carecer de origen; como surgida en medio del aire. Era una luz lacrimosa, y a medida que iba invadiendo la calle vacía, Charlie tuvo ganas de llorar. Entonces llegó un taxi y los Walser se apearon, borrachos y vestidos con trajes de noche, y él los subió al ático. Los Walser le hicieron reflexionar sobre la diferencia entre su propia vida en un cuarto de pensión y la vida de la gente que residía allí arriba. Era terrible.
Después empezaron a llamar los que madrugaban para ir a la iglesia, que aquella mañana no fueron sino tres personas. Algunos más salieron hacia la iglesia a las ocho en punto, pero la mayoría de los inquilinos siguieron durmiendo, aun cuando el olor a beicon y café ya penetraba en la caja del ascensor.
Poco después de las nueve, una niñera bajó con un niño. Tanto ella como él exhibían un bronceado intenso: Charlie sabía que acababan de volver de las Bermudas. Él nunca había estado en las Bermudas. Él, Charlie, era un prisionero confinado ocho horas al día en una caja de dos metros por dos y medio, a su vez confinada en un hueco de dieciséis pisos. En un inmueble u otro, llevaba diez años ganándose la vida como ascensorista.
Según
sus cálculos, el trayecto medio venía a tener unos doscientos metros, y, cuando
pensaba en los miles de kilómetros que había recorrido sin moverse del sitio,
cuando se imaginaba a sí mismo conduciendo el ascensor a través de la bruma por
encima del mar Caribe y posándose en una playa de coral de las Bermudas, no
atribuía a la naturaleza misma del ascensor la estrechez de sus viajes: para
él, los pasajeros eran los culpables de su confinamiento, como si la presión
que aquellas vidas ejercían sobre la suya le hubiese cortado las alas.
En todo esto pensaba cuando llamaron los DePaul, que vivían en el piso nueve.
Le desearon también una feliz Navidad.
—Bueno, son ustedes muy amables por pensar en mí —les dijo mientras bajaban—, pero para mí no se trata de un día festivo. La Navidad es una fecha triste cuando uno es pobre. Vivo solo en un cuarto de alquiler. No tengo familia.
—¿Con quién va a comer hoy, Charlie? —preguntó la señora DePaul.
—No voy a tener comida navideña —dijo Charlie—. Nada más que un bocadillo.
—¡Oh, Charlie! —La señora DePaul era una mujer corpulenta, de corazón vehemente, y la queja de Charlie cayó sobre su talante festivo como un súbito chubasco—. Ojalá pudiéramos compartir con usted nuestra comida de Navidad —dijo—. Yo soy de Vermont, ¿sabe?, y cuando era niña, ¿me entiende?, solíamos invitar a mucha gente a nuestra mesa. El cartero, ¿sabe?, y el maestro, y cualquiera que no tuviese familia propia, ¿no?, y ojalá pudiéramos compartir nuestra comida con usted, digo, como entonces, y no veo por qué no podemos. No podremos sentarlo a nuestra mesa porque no puede usted dejar el ascensor, ¿no es cierto?, pero en cuanto mi marido trinche el pavo, le daré un timbrazo y prepararé una bandeja para usted, ya verá, y quiero que usted suba y comparta, aunque sea así, nuestra comida de Navidad.
Charlie
les dio las gracias, sorprendido por tanta generosidad, pero se preguntó si no
olvidarían su promesa al llegar los parientes y amigos del matrimonio.
Luego llamó la anciana señora Gadshill, y cuando ella le deseó felices fiestas,
él bajó la cabeza.
—Para mí no es precisamente fiesta —repitió—. La Navidad es un día triste para los pobres. No tengo familia, ¿sabe? Vivo solo en una habitación de huéspedes.
—Yo tampoco tengo familia, Charlie —dijo la señora Gadshill. Habló con deliberada amabilidad, pero su buen humor era forzado—. Es decir, hoy no tendré conmigo a ninguno de mis chicos. Tengo tres hijos y siete nietos, pero nadie encuentra manera de venir al este a pasar las Navidades conmigo. Yo entiendo sus problemas, desde luego. Ya sé que es difícil viajar con niños en vacaciones, aunque yo siempre me las arreglaba cuando tenía su edad, pero la gente tiene distintas formas de ver las cosas, y no podemos juzgarla por lo que no entendemos. Pero sé cómo se siente, Charlie. Yo tampoco tengo familia. Estoy tan sola como usted.
El discurso de la anciana no conmovió a Charlie. Sí, quizá estuviese sola, pero tenía un apartamento de diez habitaciones y tres criadas, y mucha, muchísima pasta, y diamantes por todas partes, y había cantidad de niños pobres en los suburbios que se darían sobradamente por satisfechos si tuvieran ocasión de hacerse con la comida que su cocinera tiraba. Entonces pensó en los niños pobres. Se sentó en una silla del vestíbulo y se puso a pensar en ellos.
Ellos se llevaban la peor parte. A partir de otoño comenzaba toda aquella agitación a propósito de las Navidades y de que eran fechas dedicadas a ellos. Después del Día de Acción de Gracias, no podían escaparse; estaba establecido que no podían escaparse. Guirnaldas y adornos por todas partes, campanas repicando, árboles en el parque, Santa Claus en cada esquina y fotos en diarios y revistas, y en todas las paredes y las ventanas de la ciudad les anunciaban que los niños buenos tendrían cuanto quisieran. Aunque no supiesen leer, sabrían esto. Aunque fuesen ciegos. Estaba en la atmósfera que los pobres críos respiraban. Cada vez que salían de paseo, veían todos aquellos juguetes caros en los escaparates; escribían cartas a Santa Claus, y sus padres y madres les prometían echarlas al correo, y cuando los niños se habían ido a la cama, las quemaban en la estufa. Y al llegar la mañana de Navidad, ¿cómo explicarles, cómo decirles que Santa Claus sólo visitaba a los niños ricos, que nada sabía de los niños buenos? ¿Cómo mirarlos a la cara, cuando todo lo que uno podía regalarles era un globo o una piruleta?
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Al
volver a casa unas cuantas noches atrás, Charlie había visto a una mujer y a
una chiquilla que bajaban por la calle Cincuenta y Nueve. La niña lloraba.
Adivinó que estaba llorando, y supo que lloraba porque había visto en los
escaparates todos los juguetes de las tiendas y no alcanzaba a comprender por
qué ninguno era para ella. Imaginó que la madre era sirvienta, o quizá
camarera, y las vio camino de vuelta a una habitación como la suya, con paredes
verdes y sin calefacción, para cenar una sopa de lata el día de Nochebuena. Y
vio luego cómo la niña colgaba en alguna parte sus raídos calcetines y se
quedaba dormida, y vio a la madre buscando en su bolso algo quemeter en los
calcetines… El timbre del piso once interrumpió su ensoñación.
Subió; el señor y la señora Fuller estaban esperando. Cuando le desearon feliz
Navidad, él dijo:
—Bueno, para mí no es precisamente fiesta, señora Fuller. La Navidad es un día triste cuando uno es pobre.
—¿Tiene usted hijos, Charlie? —preguntó ella.
—Cuatro vivos —dijo él—. Dos en la tumba. —Se sintió abrumado por la majestad de su embuste—. Mi mujer está inválida —añadió.
—Qué triste, Charlie —lamentó la señora Fuller. Salió del ascensor cuando llegaron a la planta baja, y dio media vuelta—. Voy a darle algunos regalos para sus hijos, Charlie. Mi marido y yo vamos a hacer una visita, pero cuando volvamos le daremos algo para sus niños.
Él le dio las gracias. Luego llamaron del cuarto piso, y subió a recoger a los Weston.
—No es que sea un día festivo para mí —les dijo cuando le desearon feliz Navidad—. Es una fecha triste para los pobres. Ya ven, yo vivo solo en una pensión.
—Pobre Charlie —dijo la señora Weston—. Sé exactamente cómo se siente. Durante la guerra, cuando el señor Weston estaba lejos, yo pasé sola las Navidades. No tuve comida navideña, ni árbol ni nada. Me preparé unos huevos revueltos, me senté y me eché a llorar.
Su
marido, que ya estaba en el vestíbulo, la llamó impacientemente.
—Sé exactamente cómo se siente usted —declaró la señora Weston.
Al mediodía, el olor de aves y caza había reemplazado al de beicon y café en el recinto del ascensor, y la casa, como una gigantesca y compleja granja, estaba ensimismada en la preparación de un festín doméstico. Todos los niños y las niñeras habían vuelto del parque. Abuelas y tías llegaban en enormes automóviles. La mayoría de la gente que atravesó el vestíbulo llevaba paquetes envueltos en papel de colores y lucía sus mejores pieles y sus ropas nuevas. Charlie siguió quejándose ante casi todos los inquilinos cuando éstos le deseaban felices pascuas, ya en su papel de solterón solitario, ya representando a un pobre padre, según su talante, pero aquella efusión de melancolía y la compasión que suscitaba no lograron mejorarle el ánimo.
A la una y media llamaron del piso nueve, y al subir encontró al señor DePaul, que, de pie en la puerta de su piso, sostenía una coctelera y un vaso.
—Un pequeño brindis navideño, Charlie —dijo, y le sirvió una copa. Después apareció una sirvienta con una bandeja de platos cubiertos, y la señora DePaul salió del cuarto de estar.
—Feliz Navidad, Charlie —le deseó—. Le dije a mi marido que trinchara pronto el pavo para que usted pudiera probarlo, ¿sabe? No puse el postre en la bandeja porque tuve miedo de que se derritiera, así que cuando vayamos a tomarlo ya le avisaremos.
—Y ¿qué es una Navidad sin regalos? —dijo el señor DePaul, y sacó del recibidor una caja grande y plana que colocó encima de los platos cubiertos.
—Ustedes hacen que este día me parezca un auténtico día de Navidad —dijo Charlie. Las lágrimas le asomaban a los ojos—. Gracias, gracias.
—¡Feliz Navidad! ¡Felices pascuas! —exclamaron los otros, y vieron cómo Charlie se llevaba su comida y su regalo al ascensor.
Guardó ambas cosas en el vestidor cuando llegó abajo. En la bandeja había un plato de sopa, un pescado con salsa y una ración de pavo. Sonó otro timbre, pero antes de contestar abrió la caja que le habían regalado y vio que contenía una bata. La generosidad de los DePaul y la bebida que había ingerido empezaban a hacerle efecto, y subió lleno de júbilo a la planta doce. La sirvienta de la señora Gadshill lo esperaba en la puerta con una bandeja, y a su espalda estaba la anciana.
—¡Felices Navidades, Charlie! —le dijo. Él se lo agradeció y de nuevo le afluyeron las lágrimas.
Al bajar tomó un sorbo del vaso de jerez que había en la bandeja. La aportación de la señora Gadshill era un plato combinado. Comiócon los dedos la chuleta de cordero. Sonaba el timbre otra vez; se limpió la cara con una servilleta de papel y subió a la planta once.
—Feliz Navidad, Charlie —dijo la señora Fuller, que estaba en la puerta con los brazos llenos de paquetes envueltos en papel de regalo, como en un anuncio comercial. El señor Fuller, a su lado, rodeaba con el brazo a su mujer, y ambos parecían a punto de echarse a llorar.
—Aquí tiene algunas cosas para llevar a sus hijos —dijo el señor Fuller—. Y esto es para su mujer, y esto otro para usted. Y si quiere llevarlo todo al ascensor, dentro de un minuto le tendremos preparada su comida.
Charlie llevó todos los obsequios al ascensor y regresó en busca de la bandeja.
—¡Felices
pascuas, Charlie! —exclamó el matrimonio cuando él cerró la puerta.
Guardó la comida y los regalos en el vestidor y abrió el paquete que iba a su
nombre. Dentro había una cartera de piel de cocodrilo con las iniciales del
señor Fuller en la esquina. La bandeja contenía también pavo; comió con los
dedos un pedazo de carne y lo estaba regando con bebida cuando sonó el timbre.
Subió de nuevo. Esta vez eran los Weston.
—¡Feliz
Navidad, Charlie! —le dijeron, y lo invitaron a un ponche de huevo, le
ofrecieron pavo y le entregaron un regalo. El presente era también una bata.
Luego llamaron del siete, y él subió y le dieron más comida y más obsequios.
Sonó el timbre del catorce, y cuando llegó arriba vio en el recibidor a la
señora Hewing, vestida con una especie de salto de cama, llevando un par de
botas de montar en una mano y varias corbatas en la otra. Había estado llorando
y bebiendo.
—Felices fiestas, Charlie —le deseó tiernamente—. Quería regalarle algo, he pensado en ello toda la mañana, he revuelto todo el apartamento y éstas son las únicas cosas útiles para un hombre que he podido encontrar. Es lo único que dejó el señor Brewer. Me figuro que las botas no le sirven para nada, pero ¿por qué no se queda con las corbatas?
Charlie las aceptó, le dio las gracias y volvió precipitadamente al ascensor, porque el timbre había sonado ya tres veces.
Hacia las tres de la tarde, Charlie tenía catorce bandejas de comida esparcidas por la mesa y por el suelo del vestidor, y los timbres seguían sonando. Cuando empezaba a probar un plato, tenía que subir y recoger otro, y en mitad del buey asado de los Parson tuvo que dejarlo para ir a buscar el postre del matrimonio DePaul. Dejó cerrada la puerta del vestidor, porque intuía que un acto de caridad era exclusivo y que a cada uno de sus amigos le habría disgustado descubrir que no eran ellos los únicos que trataban de aliviar su soledad. Había pavo, ganso, pollo, faisán, pichón y urogallo. Había trucha y salmón, escalopes a la crema, langosta, ostras, cangrejo, salmonete y almejas. Había pudín de ciruela, bizcocho con frutas, crema batida, trozos de helado derretido, tartas de varias capas, torten, éclairs y dos porciones de crema bávara. Tenía batas, corbatas, gemelos, calcetines y pañuelos, y uno de los inquilinos le había preguntado su talla y después le había regalado tres camisas verdes. Había una tetera de cristal, llena —según rezaba la etiqueta— de miel de jazmín, cuatro botellas de loción para después del afeitado, varios sujetalibros de alabastro y una docena de cuchillos de carne. La avalancha de caridad que Charlie había precipitado llenaba el vestidor y a ratos lo hacía sentirse inseguro, como si hubiera abierto un manantial del corazón femenino que fuese a enterrarlo vivo bajo una montaña de comida y batas. No había hecho notables progresos en la ingestión de los platos, porque todas las raciones eran anormalmente grandes, como si los donantes hubieran pensado que la soledad genera un apetito descomunal. Tampoco había abierto ninguno de los regalos para sus hijos imaginarios, pero se había bebido todo lo que le habían dado, y en derredor yacían los posos de martinis, manhattans, old-fashioneds, cócteles de champán con zumo de frambuesas, ponches, bronxes y sidecars.
Le ardía la cara. Amaba al mundo y el mundo lo amaba a él. Alrecordar su vida, la veía bajo una luz rica y maravillosa, rebosante de asombrosas experiencias y amigos excepcionales. Pensó que su trabajo de ascensorista —surcar de arriba abajo cientos de metros de peligroso espacio— requería el nervio y el intelecto de un hombre-pájaro. Todas las limitaciones de su vida, las paredes verdes de su habitación, los meses de desempleo, se desvanecieron. Nadie pulsó el timbre, pero entró en el ascensor y lo disparó a toda velocidad hasta el ático para descender de nuevo y volver a subir otra vez, a fin de poner a prueba su maravilloso dominio del espacio.
Sonó el timbre del doce mientras él viajaba, y se detuvo en el piso el tiempo necesario para recoger a la señora Gadshill. Cuando la caja inició el descenso, él soltó los mandos, en un paroxismo de júbilo, y gritó:
—¡Ajústese el cinturón de seguridad, señora! ¡Vamos a hacer una acrobacia aérea!
La pasajera chilló. Después, por alguna razón, se sentó en el suelo del ascensor. ¿Por qué la mujer estaba tan pálida?, se preguntó Charlie. ¿Por qué se había sentado en el suelo? Ella soltó otro chillido. Charlie hizo que la caja se posase suavemente e incluso, a su juicio, hábilmente, y abrió la puerta.
—Siento haberla asustado, señora Gadshill —dijo mansamente—. Estaba bromeando.
Ella gritó de nuevo. A continuación, salió al vestíbulo llamando a gritos al superintendente.
El superintendente del inmueble despidió en el acto a Charlie, y ocupó el puesto de éste en el ascensor. La noticia de que se había quedado sin empleo escoció a Charlie durante un minuto. Era su primer contacto del día con la mezquindad humana. Se sentó en el vestidor y empezó a roer un mondadientes. El efecto de las bebidas empezaba a abandonarlo, y aun cuando no había cesado todavía, preveía una sobriedad fatal. El exceso de comida y regalos comenzó a provocarle una sensación de culpabilidad y desprecio por sí mismo. Lamentó largamente haber mentido con respecto a sus imaginarios hijos. Era un solterón con necesidades bastante elementales. Había abusado de la bondad de los inquilinos. Era despreciable.
Entonces, mientras desfilaba por su pensamiento una secuencia de ideas ebrias, evocó la nítida silueta de su casera y de sus tres hijos flacuchos. Pudo imaginárselos sentados en el sótano. La alegría de la Navidad no había existido para ellos. La escena le llegó al alma. Darse cuenta de que él se hallaba en condiciones de dar, de hacer dichoso al prójimo sin el menor esfuerzo, le devolvió la sobriedad. Cogió un gran saco de arpillera que se usaba para la recogida de basuras y empezó a llenarlo, primero con sus propios regalos y luego con los obsequios para los niños que no tenía. Procedió con la prisa de un hombre cuyo tren se acerca a la estación, porque apenas era capaz de esperar el momento en que aquellas largas caras se iluminasen cuando él cruzara la puerta. Se cambió de ropa y, espoleado por una desconocida y prodigiosa sensación de poderío, se echó el saco al hombro como un Santa Claus cualquiera, salió por la puerta trasera y se dirigió en taxi a la zona baja del East Side.
La patrona y sus hijos acababan de comerse el pavo que les había enviado el Club Demócrata local, y estaban ahítos e incómodos cuando Charlie empezó a aporrear la puerta y a gritar: «¡Feliz Navidad!» Arrastró el saco tras él y derramó por el suelo los regalos de los niños. Había muñecas y juguetes musicales, cubos, costureros, un traje de indio y un telar, y tuvo la impresión de que, en efecto, como había esperado, su llegada disipaba la melancolía reinante. Una vez abierta la mitad de los regalos, dio un albornoz a la patrona y subió a su cuarto a examinar las cosas con que le habían obsequiado.
Ahora bien, los hijos de la casera habían recibido tantos regalos antes de que llegase Charlie que estaban confusos con aquella avalancha; la patrona, guiada por una intuitiva comprensión de la naturaleza de la caridad, les permitió abrir varios paquetes mientras Charlie estaba en la habitación, pero luego se interpuso entre los niños y los obsequios que quedaban sin abrir.
—Eh, chicos, ya tenéis bastante —dijo—. Ya habéis recibido vuestros regalos. Mirad todas las cosas que os han dado. Fijaos, ni siquiera habéis tenido tiempo de jugar con la mitad. Mary Anne, ni has mirado esa muñeca que te dio el Cuerpo de Bomberos. Sería una hermosa acción coger todo esto que sobra y llevarlo a esa pobre gente de Hudson Street: a los Deckkers. No habrán tenido regalos.
Un aura beatífica iluminó la cara de la casera cuando advirtió que podía dar, podía ser heraldo de alegría, mano salvadora en un caso de mayor necesidad que el suyo, y, al igual que la señora DePaul y la señora Weston, al igual que el propio Charlie y la señora Deckker, que a su vez habría de pensar posteriormente en los pobres Shannon, se dejó invadir primero por el amor, luego por la caridad y finalmente por una sensación de poder.
—Vamos, niños, ayudadme a recoger todo esto. De prisa, vamos, de prisa —dijo, porque ya había oscurecido y sabía que estamos obligados mutuamente a una benevolencia dispendiosa un solo y único día, y que ese día concreto estaba casi a punto de acabar. Estaba cansada, pero no podía quedarse tranquila, no podía descansar.
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(Albany, New York, 1836 – Surrey, Inglaterra, 1902)
Reinó la sorpresa y, en ciertos casos, el desencanto, en Rough and Ready, cuando se supo que Dick Spindler se disponía a celebrar una fiesta de Navidad “familiar” en su propia casa. Del hombre que acababa de hallar un magnífico filón en su mina bien se esperaba que aprovecharía su primera oportunidad para celebrar su buena fortuna, pero que la fiesta asumiría contornos tradicionales, anticuados y respetables no era lo que esperaban en Rough and Ready, donde se creyó que era un tanto presumido. No había media docena de familias en Rough and Ready; jamás nadie supo antes que Spindler tenía parientes y esta llegada de forasteros al poblado parecía indicar, por lo menos, una carencia de espíritu público. Sugirió uno de sus críticos:
—Bien podría haber brindado a los muchachos —que habían trabajado junto a él en las zanjas durante el día y difundían mentiras con él alrededor del fogón durante la noche— una mesa abundante con qué hartarse y guardar las sobras para la vieja banda de los Spindler, como lo hacen otras familias. Cuando el viejo Scudder celebró la construcción de su casa, el año pasado, su familia vivió durante una semana de lo que quedaba del festín, después que los muchachos hubieron bailado y consumido todo lo mejor esa noche —y los Scudder ni siquiera eran extraños.
Era evidente, también, que prevalecía una sensación de inquietud hacia la actitud de Spindler, que denotaba una profana inclinación por la minoría de lo selecto y respetable, a la vez que un alejamiento, sin la excusa del matrimonio, de la mayoría de los solteros joviales e independientes de Rough and Ready.
—Si estuviera detrás de una chica e hiciera proyectos, lo entendería —afirmaba otro crítico.
—No estés tan seguro de que no lo está —dijo el Tío Jim Starbuck, seriamente.
—Verás que, en el fondo de esta reunión “familiar”, hay alguna de estas mujeres, hechas sólo para esto y para crear dificultades.
Este sombrío vaticinio entrañaba cierta verdad, pero no de la índole que el misógino suponía. En efecto, Spindler había visitado hacía algunas noches la casa del reverendo señor Saltover. Como la señora de Saltover sufría en estos momentos una de sus “tremendas jaquecas”, lo transfirió a la cortesía de su hermana viuda, la señora Huldy Price, quien le prodigó de buen grado la atención práctica y crítica que compartió con la media que estaba zurciendo. Era una mujer de treinta y cinco años, de singular vigor e inteligencia práctica, que cierta vez había traído subrepticiamente a su casa a su esposo herido en una refriega en la frontera, y con apacible serenidad sirvió café para sus burlados perseguidores, mientras su cónyuge yacía escondido, a buen recaudo, en el desván; caminó cuatro millas en busca de la asistencia médica que llegó demasiado tarde para salvarlo, y lo enterró secretamente en su propio solar, con un solo testigo, salvando así su posición y propiedad en aquella comunidad alocada, que creía que se había escapado. Muy poco de esta ímproba experiencia podía advertirse ahora en sus turgentes mejillas morenas, en sus serenos ojos negros, tras las zarzas de sus tiesas pestañas, en su figura regordeta o en su risa franca y audaz, que surgió con la tenue intensidad de una sonrisa, cuando dio la bienvenida al señor Spindler.
—No lo había visto desde “hacía siglos”, pero imaginaba que estaría muy ocupado arreglando la nueva casa.
—Bueno… sí —dijo Spindler, con un leve titubeo—, estoy pensando en efectuar una especie de reunión de Navidad con mis… —estaba por decir “amigos” pero lo cambió por “parientes” y finalmente se decidió por “familiares”, por ser más correcto en la casa de un predicador.
La señora de Price pensó que eso era muy buena idea. Navidad era la época más razonable para reunir a la familia y “ver quién está aquí y quién está allá, quién se está poniendo viejo y quién no y quién está muerto y enterrado. Dichosos aquellos que podían disfrutar de la posición que les permitía hacerlo y ser felices”. La invencible filosofía de la viuda quizá la llevaba más allá de cualquier recuerdo peligroso de la solitaria tumba de Kansas y, sosteniendo a la luz su labor de calceta, dirigió una fugaz y alegre mirada al turbado rostro del señor Spindler, quien estaba al lado del hogar.
—Bueno, no puedo decir mucho sobre eso —contestó Spindler, todavía incómodo—, pues, como ve, no estoy muy versado en esas cosas.
—¿Cuánto hace que los vio? —preguntó la señora Price, aparentemente dirigiéndose a la media. Spindler se rio débilmente.
—Bueno, ya que hablamos de eso… ¡nunca los he visto!
La señora Price puso la media sobre la falda y abrió sus ojos francos ante Spindler.
—¿Nunca los vio? —repitió—. Entonces, ¿no son parientes cercanos?
—Hay tres primos —dijo Spindler, contándolos con los dedos—, un medio tío, una especie de cuñado, eso es, el hermano del segundo esposo de mi cuñada, y un sobrino. Eso hace seis.
—Pero si no los ha visto supongo que le han escrito —insinuó la señora Price.
—Casi todos me han escrito pidiéndome dinero, viendo mi nombre en los diarios, porque había encontrado un valioso filón —replicó Spindler, con parquedad—, y solo sé sus direcciones.
—¡Oh! —exclamó la señora Price, volviendo a su media.
Algo en el tono de su exclamación aumentó el embarazo de Spindler, pero también tuvo la virtud de exasperarlo.
—Usted ve, señora Price —dijo abruptamente—, tendría que decirle que, según presumo, se trata de esos amigos que “no han progresado”, y me parece que lo más correcto que puedo hacer, porque “he progresado”, es darles una especie de fiesta de Navidad. Algo semejante a lo que su cuñado estaba diciendo el último domingo en el pulpito, sobre la paz y la buena voluntad entre los hombres.
La señora Price miró nuevamente a su interlocutor, cuyo rostro perplejo y amarillento delataba cierta duda, aunque también una suerte de determinación, con respecto a las perspectivas que le deparaba lo dicho.
—Una muy buena idea, señor Spindler, y que, además, lo honra —dijo gravemente.
—Estoy muy contento de oírselo decir, señora Price —repuso con un acento de gran alivio—, pues pensaba pedirle un gran favor. Usted ve —cayó en su titubeo de antes—, eso es… lo que pasa es… esta clase de cosas me es más bien extraña, fuera de mi dominio… y le iba a preguntar si tendría algún inconveniente en ocuparse de todo este asunto y dirigirlo por mí.
—¿Dirigirlo por usted? —dijo la señora Price, con una rápida mirada por debajo del borde de sus pestañas. ¡Hombre de Dios! ¿En qué está pensando?
—Ocuparse de todo el trabajo por mí —se apresuró a decir Spindler, con nerviosa desesperación—. Arreglar todo y prepararlo para lo demás… pedir todo lo que necesita y arreglar los dormitorios… yo puedo salir del paso mientras usted lo hace… después ayudarme a recibir a los invitados y sentarse a la cabecera de la mesa… como si fuera la dueña.
—Pero —objetó la señora Price, con una risa franca—, esa es la obligación de uno de sus parientes… su sobrina, por ejemplo… o prima, si una de ellas es mujer.
—Como le dije —insistió Spindler—, me son extraños; no los conozco, pero a usted sí. Facilitaría las cosas para ellos… y para mí. Los presentaría…. Una mujer de su experiencia allanaría todas esas nimias dificultades —continuó Spindler, con un vago recuerdo de la historia de Kansas —y pondría a todos sobre terciopelo. ¡No diga “No”, señora Price! Estoy contando con usted.
La sinceridad e insistencia de un hombre pueden ir muy lejos hasta con la mejor de las mujeres. La señora Price, que al principio había recibido el pedido de Spindler con divertida originalidad, empezaba ahora a sentir una secreta inclinación hacia el mismo. Y, por supuesto, empezó a señalar objeciones.
—Me temo que no va a servir —dijo pensativamente, cayendo en la cuenta de que sí podría prestar su colaboración, con eficiencia—, usted ve, prometí pasar la Navidad en Sacramento con mis sobrinas de Baltimore. Y después hay que consultar al señor Saltover y a mi hermana.
Pero aquí, en el rostro del señor Spindler, se hizo evidente una desazón tan grande, que la viuda declaró que “lo pensaría”, reacción ésta que el señor Spindler pareció considerar casi tan semejante a “hablar del asunto nuevamente” que la señora Price empezó a creerlo ella misma cuando él se marchó lleno de esperanzas.
Lo “pensó” lo suficiente para ir a Sacramento y excusarse ante sus sobrinas. Pero allí se permitió “hablar del asunto”, para infinito deleite de aquellas muchachas de Baltimore, que calificaban esta extravagancia de Spindler como “californiana y excéntrica”. De tal suerte, no fue raro que las noticias volvieran, a su debido tiempo, a Rough and Ready y sus viejos compañeros supieran por primera vez que él nunca había visto a sus parientes y que serían doblemente extraños. Esto no acrecentó su popularidad, ni tampoco deploró tener que expresar la noticia de que sus parientes tal vez eran pobres y que el reverendo señor Saltover había aprobado su proceder y comparado con el festín del poderoso, al cual se invitaba a lisiados y a ciegos. En realidad, la alusión suponía agregar hipocresía y un toque de popularidad a la defección de Spindler, pues se discutía que él podría haber agasajado al “Ojizarco Joe” o el “Patituerto Billy” —que una vez había sido “mascado” por un oso, mientras exploraba una veta aurífera— si hubiera sido sincero. Sea como fuere, Spindler hizo caso omiso de estas críticas, en su alegría por el apoyo que el señor Saltover daba a sus planes y la aceptación de la señora Price para actuar como ama de casa. En efecto, le propuso que las invitaciones aludieran también a esta circunstancia feliz, diciendo “por gentil asentimiento del reverendo señor Saltover”, con garantía de su buena voluntad, pero la viuda no quiso saber nada de eso. Las invitaciones fueron debidamente escritas y despachadas.
—Suponga —sugirió Spindler, con súbita y lóbrega aprensión—, suponga que no vienen.
—No tema usted —replicó la señora Price riendo.
—¿Y si están muertos? —continuó Spindler.
—No pueden estar todos muertos —dijo la viuda, jovialmente.
—Le escribí a otro primo político —dijo Spindler, dudosamente—, en caso de accidente, no pensé en él antes porque era rico.
—¿Y nunca lo ha visto tampoco, señor Spindler? —preguntó la viuda, con un leve tono sarcástico.
—¡Por Dios! ¡No! —respondió.
La señora Price cometió solo un error en sus preparativos para la fiesta. Había notado lo que el cándido Spindler nunca hubiera imaginado —el sentimiento que le tenían sus viejos amigos— y había sugerido, con mucho tacto, que se les tendría que enviar una invitación general para la noche.
—Puede haber refrescos también, después de la comida, juegos y música.
—Pero —dijo el sencillo anfitrión— ¿no pensarán los muchachos que les estoy jugando una mala pasada, por así decirlo, dándoles un segundo turno, como si fueran los restos después de un ataque?
—Tonterías —dijo la señora Price con decisión—. Está muy de moda en San Francisco y es lo que se debe hacer.
Ante esta decisión, Spindler, con la ciega fe que tenía en la administración de la viuda, se rindió débilmente. Un anuncio en el periódico Weekly Banner dando cuenta de que “la noche de Navidad don Ricardo Spindler se propone agasajar a sus amigos y conciudadanos en una fiesta familiar, en su propia residencia”, no sólo acrecentó la brecha entre él y sus “muchachos”, sino que despertó un profundo resentimiento, que sólo esperaba una salida. Se tenía entendido que todos asistirían, pero que iban a divertirse “con la velada” en forma que podría no coincidir con el sentido de humor de Spindler o el de sus parientes, parecía una conclusión decidida de antemano.
Por desgracia también, ulteriores acontecimientos favorecieron la materialización de esta ironía. Algunas mañanas después de haber sido enviadas las invitaciones, Spindler, en una de sus conferencias diarias con la señora Price, sacó un diario de su bolsillo.
—Parece —dijo, mirándola con incómoda gravedad— que tendremos que sacar uno de esos nombres de la lista, Sam Spindler, y calcular que vienen sólo seis parientes.
—Ah —dijo la señora Price, con interés—, entonces, ¿ha tenido usted una respuesta en la que declinaba la invitación?
—No exactamente eso —dijo Spindler, con lentitud—, pero, por los comentarios de este diario, fue colgado la semana pasada por el Comité de Vigilancia de Yolo.
La señora Price abrió los ojos ante el rostro de Spindler, mientras le sacaba el diario de la mano.
—Pero —dijo rápidamente—, esto puede ser un error, ¡algún otro Spindler! ¡Si usted dice que nunca los ha visto!
—Creo que no es un error —dijo Spindler con sumisa gravedad—, pues el Comité devolvió mi invitación con el gentil y despectivo comentario de que lo “mandaron donde no acostumbran celebrar la Navidad”.
La señora Price emitió un sonido entrecortado, pero una mirada a los ojos serenos, meditativos e inquisitivos de Spindler le devolvió su coraje de antes.
—Bueno —dijo alegremente—, quizá haya sido mejor que no viniera.
—¿Está segura de eso, señora Price? —inquirió Spindler, con un gesto de leve preocupación—. Ahora me parece que era uno de los que podían haber sido invitados a la fiesta y así arrancado como una tea de la zarza ardiente, como dicen las Escrituras. Pero usted sabe más sobre esto.
—Señor Spindler —preguntó la señora Price repentinamente, con un leve destello en sus ojos negros—, ¿son sus… son los otros, como éste? ¿O esto… —aquí sus ojos recobraron su natural dulzura y volvió a reír, aunque de un modo ligeramente histérico— puede volver a suceder?
—Creo que estamos bastante seguros de tener seis para comer —replicó Spindler, ignorando la pregunta. Luego, como si notara algún otro significado en sus palabras, agregó con vehemencia—: Pero usted no me abandonará, señora Price, si las cosas no salen exactamente como yo pensé, ¿verdad? Como ve, yo nunca conocí en realidad a estos parientes.
La sinceridad de su intención era tan obvia y, sobre todo, parecía tener una confianza tan patética en su opinión, que ella titubeó en hacerle saber el efecto que su revelación le había causado. ¿Y cómo serían sus otros parientes? ¡Buen Dios! Sin embargo, por raro que fuese, ella se sentía tan impresionada por él y tan fascinada por su auténtico quijotismo, que tal vez, en virtud de estas complejas razones, repuso un poco duramente:
—Según veo, uno de estos primos es una dama, y luego está su sobrina. ¿Sabe algo con respecto a ellas, señor Spindler?
Su semblante se ensombreció.
—No más de lo que sé de los demás —dijo, como si se disculpara. Después de un momento de vacilación prosiguió—: Ahora que usted habla de eso, me parece haber oído decir que mi sobrina es divorciada. Pero —agregó animándose— también que era muy simpática.
La señora Price se rió parcamente y guardó silencio por algunos minutos. Después, aquella sublime mujercita lo miró. Lo que él pudo haber visto en sus ojos era más de lo que esperaba o, me temo, merecía.
—Ánimo, señor Spindler —dijo con aire varonil—. Yo estaré con usted hasta el final de esto, ¡no se preocupe! Pero no diga nada sobre… sobre … esto del Comité de Vigilancia, a nadie. Ni sobre su sobrina… era su sobrina, ¿no?… la divorciada. Charley (el difunto señor Price) tenía una hermana un poco rara, que… ¡pero eso no tiene nada que ver! Y su sobrina quizá no venga; y, si viene, no tiene por qué presentarla a toda la concurrencia.
Cuando se despidieron. Spindler, por mero agradecimiento, le dio un efusivo apretón de manos y se demoró tanto tiempo en hacerlo que las oscuras mejillas de la viuda se sonrojaron. Un renovado vigor penetró quizá en su corazón, pues, al día siguiente, fue a Sacramento, no sin antes ordenar a Spindler que, de ninguna manera, mostrara cualquier contestación que pudiera recibir. En Sacramento, sus sobrinas volaron hacia ella con una profusión de confidencias.
—¡Queríamos tanto verte, tía Huldy, pues hemos oído algo maravilloso de tu rara fiesta de Navidad! —el corazón de la señora Price dio un vuelco, pero sus ojos se cerraron y abrieron rápidamente.
—¡Imagínatelo! Uno de los parientes perdidos del señor Spindler… un tal señor Wragg… vive en este hotel y papá lo conoce. Es una especie de medio tío, creo, y está furioso porque Spindler lo invitó. Le mostró la carta a papá; dijo que era la insolencia más grande del mundo; que Spindler era un idiota ostentoso, que había hecho un poco de dinero y que quería usarlo para entrar en la sociedad; y lo más gracioso de todo el asunto es que este medio tío y bruto entero es un advenedizo… un vulgar individuo petulante, un…
—No importa lo que sea, Kate —interrumpió la señora Price, apresuradamente—. Yo digo que su conducta es una vergüenza.
—Nosotros también —respondieron las dos chicas, vehementemente. Después de una pausa, Kate se asió las rodillas con los dedos unidos, y balanceándose hacia atrás y hacia adelante, dijo—: Milly y yo tenemos una idea, y no digas que “No”. La hemos tenido desde que ese bruto habló de esa manera. Ahora, por él sabemos más de las vinculaciones familiares de este señor Spindler que tú; y sabemos cuántas molestias tendrás que compartir con él para organizar esta fiesta. ¿Entiendes? Bueno, primeramente, queremos saber cómo es Spindler. ¿Es un salvaje?, ¿tiene barba como los mineros que vimos en el barco?
La señora Price dijo que, al contrario, era muy suave, tenía voz dulce y era más bien buen mozo.
—¿Joven o viejo?
—Joven, en realidad no es más que un muchacho, como pueden juzgar por sus acciones —replicó la señora Price, con un sugestivo aire de matrona.
Kate se llevó los impertinentes a sus hermosos ojos grises, se los puso aparatosamente sobre su nariz aguileña, y luego dijo, con una voz que fingía disgusto:
—Tía Huldy… ¡esta revelación es espantosa!
La señora Price irrumpió con esa risa franca que le era habitual, aunque su oscura mejilla se coloreó con un leve matiz bermejo.
—Si esa es la maravillosa idea que ustedes tienen, no veo la ayuda —dijo secamente.
—¡No, eso no es! Tenemos, en efecto, una idea. Ahora mira.
La señora Price “miró”. Para el observador superficial este procedimiento parecía consistir meramente en someter su cintura y hombros a los brazos de sus sobrinas, y sus oídos a las voces confidenciales y convincentes de las jóvenes.
Dos veces dijo “ni pensarlo” y “es imposible”; una vez la llamó a Kate “¡traviesa!” y finalmente dijo que “no prometería, pero que quizá escribiría”.
Faltaban dos días para Navidad. Nada en el aire, cielo o paisaje de la ladera serrana delataban la época para el forastero del Este. Una fina lluvia había estado cayendo durante una semana sobre los pinos, laureles y castaños de la India, las briznas de malezas que comenzaban a brotar y las flores que abrían tímidamente sus capullos. Los serios y apacibles flancos de las colinas que habían quedado desoladas y resecas hacia el final de la sequía, cobraron vida una vez más; las silenciosas y olvidadas castañas dejaban oír el delicado susurro de los saltos y el flujo rápido del agua por riachos polvorientos mientras los ríos mayores entonaban su canto por los lechos pedregosos. Vientos del sudoeste traían el tibio perfume de la savia de los pinos esparciéndose en los bosques, o la débil y lejana fragancia de la mostacilla silvestre que medraba en los valles bajos. Pero, cual si fuese una ironía de la naturaleza, esta suave incursión de primavera en el bosque agreste sólo traía conmoción y pesares para el hombre y los sitios donde realizaba su labor. Las zanjas se desbordaban, los vados de la cañada se tornaban intransitables, las compuertas estaban sueltas y en los senderos y caminos de carretas de Rough and Ready el lodo llegaba a las rodillas. La diligencia de Sacramento que entrara al campamento por un camino de montaña traía las ruedas y las tablas atascadas y cubiertas con un pigmento viscoso, como si hubiese sido una mezcla de lodo y sangre, que desapareció cuando el vehículo vadeó el torrentoso y peligroso riacho, emergiendo luego con inmaculada pureza, dejando atrás, en Rough and Ready, el sucio barro que la cubría. Una obligada semana de ociosidad en el río “Bar” había llevado a los mineros a gozar de un solaz más acogedor en la taberna, con sus espejos, sus pinturas floridas, sus sillones y su estufa. El vaho de las botas mojadas y el humo de las pipas flotaba sobre esta última como el incienso del sacrificio en un altar, pero la actitud de los hombres era más crítica y severa que satisfecha y poco exteriorizaba de la dulzura del tiempo o de la época.
—¿Has oído si la diligencia ha traído más parientes de Spindler?
El cantinero, a quien se dirigía la pregunta de esta manera, se movió de su cómoda posición contra el mostrador y contestó:
—Por lo que yo sé, no creo.
—Y ese borrachín de primo segundo… ese pico rojo… que llegó ayer, ¿no ha estado rondando por aquí en busca de su veneno?
—No —dijo el cantinero, pensativo—, me imagino que Spindler lo tendrá encerrado; está resuelto a mantenerlo sobrio hasta después de Navidad y evitar que ustedes lo molesten.
—Va a estar delirando antes de eso —replicó el primero que habló—, ¿y qué hay de ese fatigado medio sobrino que le pidió prestado veinte dólares a Yuba Bill en el camino y cuando quiso bajarse en Shootersville, Bill no lo dejó y lo llevó a casa de Spindler, cobrando del propio Spindler el dinero, antes de dejarlo ir?
—Está allá con el resto de la “fauna” —respondió el cantinero— pero me imagino que la señora Price les habrá dado de comer. Tú conoces a la vieja… esa otra prima política… a quien Joe Chandler jura que recuerda como una vieja cocinera de un restaurante chino de Stockton… apostaría cualquier cosa a que la señora Price la ha adornado con alguna de sus elegantes ropas antiguas, para hacerla parecer decente.
El Tío Jim Starbuck prorrumpió un profundo quejido y expresó:
—¿No les dije? —y volviéndose en tono suplicante a los otros, agregó—: ¡Es esa maldita viuda que está atrás de todo! Primero convenció a Spindler para efectuar la fiesta y ahora estoy seguro de que va a arreglar a esos pelagatos y prevenirlos para que nosotros no nos podamos divertir a costa de ellos. Y como la persona que está manejando todo es una mujer y no Spindler, tenemos que planear las cosas muy bien y no ser muy bruscos, no sea que alguno de los muchachos patalee…
—¡Ya lo creo! —exclamó una voz áspera pero decidida, de entre el grupo.
—Y —dijo otra voz— no por nada la señora Price vivió en el “Sangriento Kansas”.
—¿Qué programa has decidido, Tío Jim? —preguntó el cantinero ligeramente, para frenar lo que parecía presagiar una discusión peligrosa.
—Bueno —dijo Starbuck—, calculamos reunimostemprano la noche de Navidad en Hooper’s Hollow, y adornarnos a la moda india; luego iremos a casa de Spindler con antorchas de pinotea para realizar una “danza de antorchas” alrededor de la casa; los que bailen y griten afuera entrarán por turno para tomar refrescos. Jake Cooledge, de Boston, dice que si alguien llegara a objetar, sólo tenemos que decir que somos “Máscaras de los Tiempos Viejos”, ¿enterados? Más tarde se oirá la canción “Esas Campanas Vespertinas de los Sábados”, ejecutada por la banda con los peroles de cateo. Después, al final, Jake Cooledge pronunciará uno de esos discursos sarcásticos, como dando la bienvenida a la familia de Spindler a la “Inauguración del Reformatorio y Casa de Pobres de Spindler”. Hizo una pausa, posiblemente a la espera de esa aprobación que, sin embargo, no pareció llegar espontáneamente—. No es mucho —agregó en tono de disculpa—, pues nos molestarán las mujeres, pero agregaremos números al programa, a medida que veamos cómo salen las cosas. Ya saben, por lo que hemos oído, todavía no están a mano todos los parientes de Spindler. Tenemos que esperar, como en los tiempos de elecciones, las cifras de los distritos lejanos. Pero… ¿qué es eso?
Era el tumulto de cascos de caballos, sobre el agua y el barro y el ruido de latigazos en el camino, frente a la puerta: ¡la diligencia de Sacramento! En un instante, todos los hombres estuvieron a la expectativa y Starbuck salió como una saeta, para detenerse en la plataforma. Hubo las usuales bienvenidas, el consabido bullicio, el apresurado ingreso a la cantina de los pasajeros sedientos y una pausa. El Tío Jim retornó, excitado y jadeante.
—¡Miren, muchachos, si esto no es lo más rico que hay! Dicen que hay dos parientes más de Spindler en la diligencia, que han venido como carga especial, consignada… ¿oyen? —consignada… ¡a Spindler!
—¿Rígidos, en ataúdes? —sugirió una voz ansiosa.
—No he podido escuchar más. Pero aquí están.
Se produjo la brusca irrupción de un grupo curioso que entró al bar riendo, conducido por Yuba Bill, el cochero. Después, el grupo se disolvió, apareciendo dos niños, un varoncito y una nena que se tenían de la mano; el mayor no representaba más de seis años. Estaban vestidos rústicamente, pero aseados, con una especie de sincronizada actitud, que sugería la formalidad de los orfelinatos filantrópicos. Lo más conspicuo de todo era una cadenita de metal, que traían alrededor del cuello, de la cual colgaban el pasaje común y las etiquetas de la poderosa empresa “Express, Wells, Fargo y Cía.” con la leyenda: “A Ricardo Spindler. Frágil. Con gran cuidado. Cobrar cuando se entrega”. Los niños levantaban de a ratos sus manecillas y tocaban las etiquetas, como para mostrarlas. Examinaron el grupo, el piso, el bar, de color dorado, y a Yuba Bill, sin temor y sin perplejidad. La manera de mirar sugería que estaban habituados a esta observación.
—Ahora, Bobby —dijo Yuba Bill, reclinándose contra el bar, con un aire medio paternal, medio directivo—, di a estos caballeros cómo has venido hasta aquí.
—Por el exprezo Fargo —respondió el niño, ceceando.
—¿De dónde?
—Red Hill, Oregon —fue la respuesta.
—¿Red Hill, Oregon? Eso está a mil millas de aquí —dijo uno de los presentes.
—Me imagino —insinuó Yuba Bill fríamente— que vinieron por diligencia hasta Portland, por barco hasta San Francisco, por barco nuevamente hasta Stockton y luego por diligencia por toda la línea. Todo por la Compañía “Express Wells y Fargo”, de agente a agente, de mensajero a mensajero. No han sido tocados ni dirigidos por nadie, sino por los agentes de la compañía; todo cuanto tuvieron como dirección son esos pasajes alrededor de sus cuellos. Y no necesitaban nada más. He llevado montones de tesoros, en otras oportunidades, caballeros y, una vez, cien mil dólares en billetes verdes, pero, ¡nunca llevé nada que fuera tan vigilado y custodiado como estos niños! El inspector de división de Stockton quería ir con ellos por la línea, pero Jim Bracy, el mensajero, dijo que lo tomaría como un reproche a su persona y renunciaría, si no se los confiaban a él, junto con los otros equipajes. Te divertiste bastante, Bobby, ¿no? Bastante para comer y tomar, ¿eh?
Los dos niños rieron suavemente, volviéronse un tanto esquivos, y luego, mirando tímidamente a Yuba Bill, dijeron:
—Zi.
—¿Saben a dónde van? —preguntó Starbuck, con voz forzada.
La pequeña contestó rápida y vehementemente:
—Zí, a Nabidá y Zanta Clauz.
—¿A qué? —preguntó Starbuck
Quien interrumpió ahora fue el niño, con aire de suficiencia:
—Ella quiere dezir el primo Dick. Él tiene Nabidá.
—¿Dónde está tu mamá?
—Muerta.
—¿Y tu papá?
—En el hospital.
Oyóse una risotada que venía de los más alejados, hacia cuya dirección todos miraron con disgusto, pero la risa se había acallado. Sin embargo, Yuba Bill levantó la voz desde atrás.
—Sí, ¡en el hospital! Gracioso, ¿no?… ¡un lugar divertido! Que lo pruebe, quien se rio, y en menos de cinco minutos, por Satanás que lo dejo en condiciones de ser admitido, sin que le cobren un solo centavo. —Se calló, dirigió una mirada rápida de ira a su alrededor, y luego, apoyándose contra el mostrador, hizo señas a alguien que estaba cerca de la puerta y le dijo con un tono de visible disgusto—: Tú, cuéntales a estos gaznápiros cómo pasó, Bracy. ¡Me enferman!
Bracy, el mensajero del expreso, se adelantó hacia el lugar donde se hallaba Yuba Bill y respondió al requerimiento.
—No es nada extraordinario, señores —comenzó sonriendo—, sólo que parece que un hombre llamado Spindler, que vive por aquí, mandó una invitación al padre de estos niños, para que enviara a su familia a una fiesta de Navidad. Fue una acción bastante bondadosa de Spindler, considerando que eran parientes pobres que él nunca había conocido, ¿verdad?
Hizo una pausa; algunos de los presentes interrumpieron el silencio no con palabras, sino aclarando la carraspera de sus gargantas.
Por lo menos —reanudó Bracy—, eso es lo que pensaron los muchachos de Red Hill, Oregon, cuando se enteraron. Como el padre se había roto una pierna y estaba internado en el hospital y la madre había fallecido hacía pocas semanas los muchachos pensaron que sería duro que los pobres niños perdieran la fiesta, sólo porque no había nadie que los trajera. Como ellos no podían acompañarlos, reunieron un poco de dinero y se les ocurrió mandarlos por diligencia. Nuestro representante en Red Hill compartió en seguida el entusiasmo de los muchachos; no quiso aceptar dinero por adelantado y dijo que los mandaría por encomienda, como cualquier otro paquete. Y lo hizo ¡y aquí están! Y eso es todo, señores; y ahora tengo que entregarlos a este Spindler, obtener su recibo y sacarles las etiquetas. Ahora tenemos que irnos; vamos, Bill, ayúdame a llevarlos.
—Esperen —exclamó al unísono una docena de voces, mientras una docena de manos hurgaban una docena de bolsillos; lamento decir que algunas manos salieron vacías, pues era una época difícil en Rough and Ready, pero el cochero se paró ante ellos y levantó una mano en señal de advertencia.
—Ni un centavo, muchachos… ¡ni un centavo! La “Compañía Express de Wells Fargo” no se compromete a llevar oro con niños, por lo menos en el mismo contrato —se rió y luego, mirando a su alrededor, dijo confidencialmente con voz queda, aunque pudo ser oída por los niños—: Hay hasta tres bolsas de monedas de plata en la diligencia que han llovido sobre los niños desde que empezaron el viaje y que han pasado de representante a representante, de mensajero a mensajero… ¡suficiente para pagar su viaje de aquí a la China! Es hora de decir basta. Podemos estar seguros do que no van a llegar pobres a esa fiesta de Navidad.
Levantó al niño, al mismo tiempo que Yuba Bill alzó a la pequeña sobre los hombros y ambos salieron. Luego, los parroquianos salieron uno por uno de la cantina, siguiéndolos silenciosa y torpemente, y cuando el cantinero terminó de guardar los vasos y se dio vuelta, vio asombrado que el salón estaba vacío.
La casa de Spindler o más bien la “Farolería de Spindler”, como gustaban llamarla en Rough and Ready, quedaba más arriba del campamento, en una ladera desmontada, que se vengaba, empero, no produciendo ni la vegetación suficiente para cubrir los pocos tocones que no podían arrancarse.
Un gran edificio de madera en el estilo seudoclásico, que se veía con frecuencia en el oeste, con una cúpula discordante, estaba rodeado por una baranda aún más inapropiada, sostenida por columnas dóricas, que ya estaban pintorescamente cubiertas de enredaderas en flor. El señor Spindler había encomendado el amueblamiento del interior al mismo contratista que había decorado la gran sala dorada del “Eureka Saloon”, y parecía que había usado exactamente el mismo diseño y material en ambos. Había espejos dorados por toda la casa y mesas de mármol, cupidos de yeso en todos los rincones y leones de estuco diseminados por doquier. Las habilidosas manos de la señora Price habían disimulado algunos de éstos con ramas de laurel y pino, impartiendo al ambiente un ligero toque navideño. Empero había dedicado la mayor parte de su tiempo a tratar de aplacar las excentricidades de los pintorescos parientes de Spindler, a tranquilizar a la señora “tía” Martha Spindler, la anciana cocinera ya aludida, proclive a considerar el deslumbrante esplendor de la casa, como indicio de peligrosa inmoralidad; a disuadir al “primo” Morley Hewlett que confundía el aparador del comedor con un bar para “refrescos intermitentes”, y a impedir que el sobrino mentecato, Phinney Spindler, “tirase” a las botellas, desde la baranda, usase la ropa de su tío o comprase en las tiendas, a cuenta de él, diversas mercaderías. Sin embargo, la inesperada llegada de los dos niños entrañó para ella gran alivio y solaz. Escribió en seguida a sus sobrinas un breve relato de su milagroso rescate. “Creo que estos pobres chicos nos cayeron del cielo para hacer posible nuestra fiesta de Navidad, sin hablar de la simpatía que conquistó Spindler en Rough and Ready. Los va a tener aquí el mayor tiempo posible y le escribirá a su padre. ¡Pensar que estos pobres chiquitines, han viajado mil millas a “Nabidá”, como dicen ellos!… aunque los mensajeros les prodigaron tantos y tan solícitos cuidados, que sus cuerpecitos fueron literalmente colmados, como si hubiesen sido codornices. Ya ven, queridas mías, vamos a poder arreglarnos sin “ventilar” la famosa idea de ustedes. Lo lamento, pues sé que se mueren de ganas por verlo todo”.
Cualquiera que hubiese sido la idea de Kate, lo cierto es que, en ese momento, la dirección de la señora Price no necesitaba ayuda de extraños. Llegó la Navidad y el episodio de la comida transcurrió sin serio detrimento, pero todavía tenía que llegar la horda de Rough and Ready. En efecto, la señora Price bien sabía que, aunque los “muchachos” se mostraban más moderados y en realidad propensos a simpatizar con los toscos esfuerzos del anfitrión, en el aspecto de los parientes de Spindler había mucho todavía que podía excitar su sentido de lo ridículo.
Pero la fortuna volvió a sonreír en la casa de Spindler con una dramática sorpresa, aún mayor que la llegada de los niños. Frente al cambio operado en Rough and Ready, los “muchachos” habían resuelto, como deferencia hacia las mujeres y los niños, omitir la primera parte de su “programa” y se presentaron a la casa sobria y tranquilamente, como invitados comunes. Pero, antes de haber tenido tiempo de estrechar la mano de los anfitriones y conocer a los parientes, se escuchó un ruido de ruedas frente a la puerta abierta, y las luces iluminaron un carruaje y una pareja —un carruaje privado— como nunca se había visto desde que el gobernador del Estado llegó para inaugurar una nueva zanja. Se produjo luego un silencio, viéndose el resplandor del farol del carruaje sobre seda blanca, el pisar suave de un pie de raso en la terraza y en el pasillo y una verdadera visión de belleza que hacía su entrada en el recinto. Los hombres de mediana edad y los antiguos residentes en ciudades recordaron su juventud, los más jóvenes evocaron a Cenicienta y a su Príncipe. Hubo un estremecimiento y un silencio mientras esta última invitada —una chica hermosa, radiante de juventud y adornos— se llevó un delicado binóculo a los brillantes ojos y avanzó con familiaridad, con una mano extendida, hacia Dick Spindler. La señora Price emitió un sonido entrecortado y se echó para atrás, estupefacta.
—Tío Dick —dijo una risueña voz de contralto, que remedaba algo la propia voz de la señora Price, por su desembozada franqueza—, estoy encantada de haber venido, aunque un poco tarde y deploro que el señor M’Kenna no haya podido también estar presente, por asuntos de trabajo.
Todos escucharon con ansiedad, pero nadie con mayor vehemencia y estupor que el mismo dueño de casa. ¡M’Kenna! ¡El primo rico que no había contestado a la invitación! ¡Y tío Dick! ¡Era ésta, entonces, su sobrina divorciada! Y, a pesar de su gran asombro recordó que, a la verdad, nadie sino él y la señora Price lo sabían… y esa dama miraba discretamente hacia otro lado.
—Sí —continuó la media sobrina vivamente—, vine de Sacramento con unos amigos hasta Shootersville y desde allá vine hacia aquí, y aunque debo volver esta noche, no me podría privar del placer de venir, aunque sólo fuera por una hora o dos, para honrar la invitación de mi tío, a quien no he visto desde hace años —hizo una pausa y, levantando los lentes, volvió una mirada cortés e interrogante hacia la señora Price—. ¿Una de nuestras parientes? —preguntó con una sonrisa a Spindler.
—No —contesto éste un poco turbado— es una… ¡una amiga!
La media sobrina le tendió la mano que la señora Price tomó.
Pero la bella forastera… lo que dijo e hizo, fueron las únicas cosas recordadas en Rough and Ready en aquella ocasión festiva; nadie pensó en los otros parientes, nadie se acordó de ellos ni de sus excentricidades; el mismo Spindler fue olvidado. La gente sólo se acordaba de cómo la hermosa sobrina de Spindler prodigó sus sonrisas y atenciones a todos y puso a sus pies particularmente al misógino Starbuck y al sarcástico Cooledge, que olvidó su discurso anterior; cómo se sentó al piano y cantó como un ángel, enmudeciendo a los más bulliciosos y excitados, sumiéndolos en un silencio sentimental y emotivo; cómo, con la gracia de una ninfa, dirigió con el “tío Dick” una danza de Virginia, logrando que toda la concurrencia hiciera lo propio, ansiosos por sentir un fugaz y ligero roce de su mano delicada, en los cambios del baile; cómo, cuando habían transcurrido dos horas —tiempo asaz efímero para los invitados— todos estaban en la terraza, con las cabezas descubiertas y los ojos radiantes, para ver pasar el carruaje maravilloso, que se llevaba a la princesa de las hadas. Cómo… pero este incidente nunca se conoció en Rough and Ready.
Ocurrió en el sagrado cuarto de vestir, donde la señora Price, con sus propias manos, estaba colocándole la capa a la media sobrina del señor Spindler. Aprovechando esa oportunidad para tomar a la hermosa pariente por los hombros y sacudirla violentamente, le dijo:
—Oh, sí, y está todo muy bien para ti, Kate, pues te vas y nunca volverás a ver a Rough and Ready ni al pobre Spindler; pero, ¿qué voy a hacer yo, señorita? ¿Cómo he de arreglármelas? Pues sabes que, al menos, tengo que decirle que no eres su media sobrina.
—¿Tienes que decirle? —preguntó la joven.
—¿Tengo? —repitió la viuda impacientemente—. ¿Tengo? ¡Por supuesto que tengo! ¿En qué estás pensando?
—Estaba pensando, tiíta —dijo la muchacha con audacia—, por lo que he visto y oído esta noche, si no soy su media sobrina ahora, ¡sólo será una cuestión de tiempo!
—Entonces, es mejor que esperes. Buenas noches, querida. Y, en realidad… resultó que tenía razón.
Relato corto de Colette: Ensueño de año nuevo
Las tres volvemos a casa empolvadas, yo, la pequeña doga y la perra de pastor flamenca. Ha nevado en los pliegues de nuestras ropas. Yo llevo charreteras blancas; en la cara chata de Poucette se funde un azúcar impalpable, y la perra de pastor centellea toda, desde su puntiagudo hocico a su cola semejante a una cachiporra.
Salimos para contemplar la nieve, la verdadera nieve y el verdadero frío, rarezas parisienses, ocasiones, casi imposibles de encontrar, de final de año. En mi barrio desierto, corrimos como tres locas, y las fortificaciones hospitalarias, las calumniadas «fortis» presenciaron, desde la avenida de Ternes al bulevar Malesherbes, nuestra jadeante alegría de perros en libertad. Nos inclinamos, de lo alto del talud, sobre el foso que colmaba un crepúsculo violáceo agitado por torbellinos blancos; contemplamos Levallois negro salpicado de luces rosadas, detrás de un velo tejido con miles y miles de moscas blancas, vivas, frías como flores deshojadas, que se derruían en los labios, en los ojos, suspendidas por un momento las pestañas, del vello de las mejillas. Arañamos con nuestras diez patas una nieve intacta, fiable, que huía bajo nuestros pies con un acariciador crujir de tafetán. Lejos de todos los ojos, galopamos, ladramos, comimos la nieve al vuelo, saboreamos su dulzura de sorbete avainillado y polvoriento.
Sentadas ahora frente a la ardiente rejilla las tres callamos. El recuerdo de la noche, de la nieve, del viento desencadenado detrás de la puerta, se funde lentamente en nuestras venas y vamos a deslizarnos en ese sueño repentino, recompensa de las largas caminatas.
La perra de pastor, que humea como un baño de pies, ha recobrado su dignidad de loba amaestrada, su seriedad falsa y cortés. Escucha, con una oreja, el susurro de la nieve a lo largo de las persianas cerradas, con la otra acecha el tintineo de las cucharas de la antecocina. Su nariz afilada palpita, y sus ojos color cobre, abiertos, fijos en el fuego, se mueven incesantemente, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, como si estuviera leyendo. Yo estudio, un poquito recelosa, a esa recién llegada, esa perra femenina y complicada que guarda bien, ríe raramente, se conduce como persona sensata, con una impenetrable mirada. Sabe mentir, robar; pero grita, sorprendida, como una jovencita asustada, y casi enferma de emoción. ¿Dónde adquirió, esa lobita de bajas caderas, esta hija de las tierras valonas, su odio hacia la gente mal vestida y su reserva aristocrática? Le ofrezco un puesto en mi hogar y en mi vida, y quizás, ella que ya sabe defenderme, me amará.
Mi pequeña doga de corazón infantil duerme, reventada de sueño, con fiebre en el hocico y las patas. La gata gris no ignora que nieva, y desde la hora del almuerzo no he vuelto a verle la punta de la nariz, hundida en el pelo de su vientre. Heme aquí una vez más, como al principio del otro año, sentada frente a mi hogar, a mi soledad, frente a mí misma.
Un año más… ¿Para qué contarlos? Este primero de año parisiense no me recuerda nada de los días de Año Nuevo de mi juventud. ¿Quién podría devolverme la pueril solemnidad de los días de Año Nuevo de antaño? Mientras yo cambiaba, cambió para mí la forma de los años. El año ya no es ese sendero serpenteante, esa cinta desenrollada que de enero ascendía a la primavera, subía, subía al verano para florecer en llanura serena, en prado ardiente recortado de sombras azules, salpicado de deslumbrantes geranios, luego descendía a un otoño oloroso, brumoso, que exhala aroma a marjal, o fruta madura y caza, luego se internaba en un invierno seco, sonoro, espejeante de lagunas heladas, de nieve rosada bajo el sol… Después la cinta ondulada se precipitaba, vertiginosa, hasta romperse en seco, frente a una fecha maravillosa, aislada, suspendida entre los dos años como flor de escarcha: el día de Año Nuevo.
Una niña muy amada, entre unos padres que no eran ricos, y que vivía en el campo entre árboles y libros y que no conoció ni deseó costosos juguetes; he aquí lo que veo al inclinarme esta noche sobre mi pasado. Una niña supersticiosamente encariñada con las fiestas de las estaciones, con las fechas señaladas por un regalo, una flor, un pastel tradicional. Una niña que por instinto ennoblecía paganamente las fiestas cristianas, enamorada solamente del ramo de boj, del huevo rojo de Pascua, de las rosas deshojadas de Corpus y de los altares -siringas, acónitos, manzanillas-, del vástago de avellano coronado por una crucecita, bendecido en la misa de la Ascensión y plantado en los linderos del campo, al que protege del granizo. Una niñita prendada del pastel de cinco cuernos, cocido y comido el día de Ramos; de la «crepé» en Carnaval; del asfixiante olor de la iglesia, durante el mes de María.
Anciano sacerdote sin malicia que me distes la comunión, ¿pensabas que esa niña silenciosa, fijos los ojos en el altar, esperaba el milagro, el inaprensible movimiento del chal azul que ceñía a la Virgen? ¿Verdad? ¡Yo me comportaba de forma tan juiciosa! Es cierto que pensaba en milagros, pero… no los mismos que tú. Adormilada por el incienso de las cálidas flores, hechizada por el perfume mortuorio, la podredumbre almizclada de las rosas, yo vivía, bondadoso hombre, sin malicia, en un paraíso que no podías imaginar, poblado de mis dioses, de mis animales habladores, de mis ninfas y de mis sátiros. Y yo te escuchaba hablar de tu infierno, pensando en el orgullo del hombre que, por sus crímenes de un instante, inventó el eterno gehena. ¡Ah, cuánto tiempo hace!
Mi soledad, esta nieve de diciembre, este umbral de otro año, no me devolverán el escalofrío de antaño, cuando acechaba, durante la larga noche, el lejano estremecimiento, entreverado con los latidos de mi corazón, del tambor municipal, despertando con el día nuevo a la aldea dormida. Temía, llamaba, desde la profundidad de mi lecho de niña, a ese tambor en la noche helada, a eso de las seis, con una angustia nerviosa próxima al llanto, apretadas las mandíbulas, el vientre contraído. Sólo este tambor, y no las doce campanadas de la medianoche, daba para mí la brillante apertura del nuevo año, el advenimiento misterioso tras el cual el mundo entero jadeaba, suspendido al primer rran del viejo parche de mi aldea.
Pasaba, invisible en la oscura mañana, lanzando a las paredes su viva y fúnebre alboradilla, y detrás de él se reanudaba una vida, nueva y saltando hacia doce meses nuevos. Liberada, yo saltaba de mi cama con la vela, corría a las felicitaciones, los besos, los bombones, los libros con cantos dorados. Abría la puerta a los panaderos portadores de las cien libras de pan y hasta mediodía, grave, penetrada de una importancia comercial, daba a todos los pobres, los verdaderos y los falsos, el cantero de pan y la moneda que recibían sin humildad y sin gratitud.
Mañanas de invierno, lámpara roja en la oscuridad, aire inmóvil y áspero de antes de nacer el día, jardín adivinado en la oscura alba, disminuido, cubierto de nieve, abetos abrumados que dejabais resbalar, de hora en hora, el fardo de tus brazos negros, abanicazos de los pajarillos asustados, y sus juegos inquietos en medio de un polvo de cristal, más tenue, más lleno de lentejuelas que la irisada bruma de un surtidor. ¡Oh, inviernos todos de mi infancia, un día de invierno acaba de devolveros a mi recuerdo! Es mi rostro de antaño el que busco en este espejo ovalado, cogido con mano distraída, y no mi rostro de mujer, de mujer joven a la que pronto abandonará su juventud.
Hechizada aún por mi sueño, me sorprendo de haber cambiado, de haber envejecido, mientras soñaba. Con trémulo pincel, podría pintar, encima de este rostro, el de una lozana niña enmorenecida por el sol, sonrosada por el frío, unas mejillas elásticas que acababan en una esbelta barbilla, unas cejas móviles prestas a fruncirse, una boca cuyas astutas comisuras desmentía el breve labio ingenuo. ¡Ay, sólo es un instante! El adorable terciopelo del pastel resucitado se deshace y echa a volar. El agua oscura del espejito sólo retiene mi imagen que es igual, completamente igual a mí, señalada de ligeros arañazos, finalmente grabada en los párpados, en las comisuras de los labios, entre las obstinadas cejas. Una imagen que ni sonríe ni se entristece, y que murmura para sí solita:
«Hay que envejecer. No llores, no juntes unos dedos suplicantes, no te rebeles: hay que envejecer. Repítete estas palabras, no como grito de desesperación, sino como recordatorio de una partida necesaria. Mírame, mira tus parpados, tus labios, levanta los rizos de tus cabellos sobre las sienes: ya empiezas a alejarte de tu vida; no lo olvides: ¡hay que envejecer!
»Aléjate lentamente, lentamente, sin lágrimas, no olvides nada. Llévate tu salud, tu alegría, tu atildamiento, el poco de bondad y justicia que te hizo la vida menos amarga; ¡no olvides! Vete engalanada, vete dulce, y no te detengas a lo largo del irresistible camino; en vano lo intentarías. ¡Hay que envejecer! Sigue el camino, tiéndete sólo para morir. Y cuando te tiendas a través de la vertiginosa cinta ondulada, si detrás de ti no dejaste, uno a uno, tus rizados cabellos ni tus dientes uno a uno, ni tus miembros usados uno a uno, si el eterno polvo no sació tus ojos de la luz maravillosa antes de tu última hora, si hasta el final has conservado en tu mano la mano amiga que te guía, tiéndete sonriendo, duerme dichosa, duerme privilegiada…»
Cuento de Nochebuena (Rubén Darío)
El hermano Longinos de Santa María era la perla del convento. Perla es decir poco, para el caso; era un estuche, una riqueza, un algo incomparable e inencontrable: lo mismo ayudaba al docto fray Benito en sus copias, distinguiéndose en ornar de mayúsculas los manuscritos, como en la cocina hacía exhalar suaves olores a la fritanga permitida después del tiempo de ayuno; así servía de sacristán, como cultivaba las legumbres del huerto; y en maitines o vísperas, su hermosa voz de sochantre resonaba armoniosamente bajo la techumbre de la capilla. Mas su mayor mérito consistía en su maravilloso don musical; en sus manos, en sus ilustres manos de organista. Ninguno entre toda la comunidad conocía como él aquel sonoro instrumento del cual hacía brotar las notas como bandadas de aves melodiosas; ninguno como él acompañaba, como poseído por un celestial espíritu, las prosas y los himnos, y las voces sagradas del canto llano. Su eminencia el cardenal -que había visitado el convento en un día inolvidable- había bendecido al hermano, primero, abrazádole enseguida, y por último díchole una elogiosa frase latina, después de oírle tocar. Todo lo que en el hermano Longinos resaltaba, estaba iluminado por la más amable sencillez y la más inocente alegría. Cuando estaba en alguna labor, tenía siempre un himno en los labios, como sus hermanos los pajaritos de Dios. Y cuando volvía, con su alforja llena de limosnas, taloneando a la borrica, sudoroso bajo el sol, en su cara se veía un tan dulce resplandor de jovialidad, que los campesinos salían a las puertas de sus casas, saludándole, llamándole hacia ellos: “¡Eh!, venid acá, hermano Longinos, y tomaréis un buen vaso…”. Su cara la podéis ver en una tabla que se conserva en la abadía; bajo una frente noble dos ojos humildes y oscuros, la nariz un tantico levantada, en una ingenua expresión de picardía infantil, y en la boca entreabierta, la más bondadosa de las sonrisas.
Avino, pues, que un día de Navidad, Longinos fuese a la próxima aldea…; pero ¿no os he dicho nada del convento? El cual estaba situado cerca de una aldea de labradores, no muy distante de una vasta floresta, en donde, antes de la fundación del monasterio, había cenáculos de hechiceros, reuniones de hadas, y de silfos, y otras tantas cosas que favorece el poder del Bajísimo, de quien Dios nos guarde. Los vientos del cielo llevaban desde el santo edificio monacal, en la quietud de las noches o en los serenos crepúsculos, ecos misteriosos, grandes temblores sonoros…, era el órgano de Longinos que, acompañando la voz de sus hermanos en Cristo, lanzaba sus clamores benditos. Fue, pues, en un día de Navidad, y en la aldea, cuando el buen hermano se dio una palmada en la frente y exclamó, lleno de susto, impulsando a su caballería paciente y filosófica:
–¡Desgraciado de mí! ¡Si mereceré triplicar los cilicios y ponerme por toda la vida a pan y agua! ¡Cómo estarán aguardándome en el monasterio!
Era ya entrada la noche, y el religioso, después de santiguarse, se encaminó por la vía de su convento. Las sombras invadieron la Tierra. No se veía ya el villorrio; y la montaña, negra en medio de la noche, se veía semejante a una titánica fortaleza en que habitasen gigantes y demonios.
Y fue el caso que Longinos, anda que te anda, pater y ave tras pater y ave, advirtió con sorpresa que la senda que seguía la pollina no era la misma de siempre. Con lágrimas en los ojos alzó estos al cielo, pidiéndole misericordia al Todopoderoso, cuando percibió en la oscuridad del firmamento una hermosa estrella, una hermosa estrella de color de oro, que caminaba junto con él, enviando a la tierra un delicado chorro de luz que servía de guía y de antorcha. Diole gracias al Señor por aquella maravilla, y a poco trecho, como en otro tiempo la del profeta Balaam, su cabalgadura se resistió a seguir adelante, y le dijo con clara voz de hombre mortal: ‘Considérate feliz, hermano Longinos, pues por tus virtudes has sido señalado para un premio portentoso.’ No bien había acabado de oír esto, cuando sintió un ruido, y una oleada de exquisitos aromas. Y vio venir por el mismo camino que él seguía, y guiados por la estrella que él acababa de admirar, a tres señores espléndidamente ataviados. Todos tres tenían porte e insignias reales. El delantero era rubio como el ángel Azrael; su cabellera larga se esparcía sobre sus hombros, bajo una mitra de oro constelada de piedras preciosas; su barba entretejida con perlas e hilos de oro resplandecía sobre su pecho; iba cubierto con un manto en donde estaban bordados, de riquísima manera, aves peregrinas y signos del zodiaco. Era el rey Gaspar, caballero en un bello caballo blanco. El otro, de cabellera negra, ojos también negros y profundamente brillantes, rostro semejante a los que se ven en los bajos relieves asirios, ceñía su frente con una magnífica diadema, vestía vestidos de incalculable precio, era un tanto viejo, y hubiérase dicho de él, con sólo mirarle, ser el monarca de un país misterioso y opulento, del centro de la tierra de Asia. Era el rey Baltasar y llevaba un collar de gemas cabalístico que terminaba en un sol de fuegos de diamantes. Iba sobre un camello caparazonado y adornado al modo de Oriente. El tercero era de rostro negro y miraba con singular aire de majestad; formábanle un resplandor los rubíes y esmeraldas de su turbante. Como el más soberbio príncipe de un cuento, iba en una labrada silla de marfil y oro sobre un elefante. Era el rey Melchor. Pasaron sus majestades y tras el elefante del rey Melchor, con un no usado trotecito, la borrica del hermano Longinos, quien, lleno de mística complacencia, desgranaba las cuentas de su largo rosario.
Y sucedió que –tal como en los días del cruel Herodes– los tres coronados magos, guiados por la estrella divina, llegaron a un pesebre, en donde, como lo pintan los pintores, estaba la reina María, el santo señor José y el Dios recién nacido. Y cerca, la mula y el buey, que entibian con el calor sano de su aliento el aire frío de la noche. Baltasar, postrado, descorrió junto al niño un saco de perlas y de piedras preciosas y de polvo de oro; Gaspar en jarras doradas ofreció los más raros ungüentos; Melchor hizo su ofrenda de incienso, de marfiles y de diamantes…
Entonces, desde el fondo de su corazón, Longinos, el buen hermano Longinos, dijo al niño que sonreía:
–Señor, yo soy un pobre siervo tuyo que en su convento te sirve como puede. ¿Qué te voy a ofrecer yo, triste de mí? ¿Qué riquezas tengo, qué perfumes, qué perlas y qué diamantes? Toma, señor, mis lágrimas y mis oraciones, que es todo lo que puedo ofrendarte.
Y he aquí que los reyes de Oriente vieron brotar de los labios de Longinos las rosas de sus oraciones, cuyo olor superaba a todos los ungüentos y resinas; y caer de sus ojos copiosísimas lágrimas que se convertían en los más radiosos diamantes por obra de la superior magia del amor y de la fe; todo esto en tanto que se oía el eco de un coro de pastores en la tierra y la melodía de un coro de ángeles sobre el techo del pesebre.
Entre tanto, en el convento había la mayor desolación. Era llegada la hora del oficio. La nave de la capilla estaba iluminada por las llamas de los cirios. El abad estaba en su sitial, afligido, con su capa de ceremonia. Los frailes, la comunidad entera, se miraban con sorprendida tristeza. ¿Qué desgracia habrá acontecido al buen hermano?
¿Por qué no ha vuelto de la aldea? Y es ya la hora del oficio, y todos están en su puesto, menos quien es gloria de su monasterio, el sencillo y sublime organista… ¿Quién se atreve a ocupar su lugar? Nadie. Ninguno sabe los secretos del teclado, ninguno tiene el don armonioso de Longinos. Y como ordena el prior que se proceda a la ceremonia, sin música, todos empiezan el canto dirigiéndose a Dios llenos de una vaga tristeza… De repente, en los momentos del himno, en que el órgano debía resonar… resonó, resonó como nunca; sus bajos eran sagrados truenos; sus trompetas, excelsas voces; sus tubos todos estaban como animados por una vida incomprensible y celestial. Los monjes cantaron, cantaron, llenos del fuego del milagro; y aquella Noche Buena, los campesinos oyeron que el viento llevaba desconocidas armonías del órgano conventual, de aquel órgano que parecía tocado por manos angélicas como las delicadas y puras de la gloriosa Cecilia…
El hermano Longinos de Santa María entregó su alma a Dios poco tiempo después; murió en olor de santidad. Su cuerpo se conserva aún incorrupto, enterrado bajo el coro de la capilla, en una tumba especial labrada en mármol.
Cuento de José Luis Velarde: Las ruinas, la nieve y el viento
La anarquía surgió de pronto…
El Libro de las Desapariciones
Novela inédita de José Luis Velarde
La puerta del bar se abrió más empujada por la fuerza del viento que por el impulso brindado por un hombre diminuto que avanzó casi hasta el final del establecimiento sin encontrar un sitio disponible. A falta de un mesero que le ofreciera un trago caliente se topó con una sonrisa enorme y una voz enrarecida por un acento extraño que tras darle una bienvenida entrañable comenzó a contar una historia inusual.
—Era la Nochebuena en Chicago. O quizá era la víspera de Año Nuevo en Nueva York, ya no puedo precisarlo. La memoria nunca ha sido mi fuerte y menos tras beber uno que otro vaso de whisky. El bar está repleto. Lo invito a sentarse en mi mesa. Podemos compartirla. No espero a nadie.
—Me parece bien —respondió el recién llegado.
—¿Acepta, acepta de verdad? Agradezco su compañía y que me permita compartir con usted alguna que otra historia. No es frecuente encontrar buenos interlocutores. Personas que atienden charlas de extraños en un bar tan frío como el exterior. ¿Usted invita la próxima ronda?
El aludido asintió con un minúsculo parpadeo.
—Ya veo que no habla mucho, pero su gesto es suficiente. Incluso pediré una botella más tarde, pero sólo si mi conversación le resulta agradable. Advierto que hablo mucho. Tiendo a explayarme, mas prometo no abusar. Si usted nota que me sobrepaso pídame callar. Además soy olvidadizo y suelo apropiarme de la charla. Interrumpa sin miedo. No sería la primera vez que alguien reprocha mi falta de memoria y la poca educación que me impide ceder la palabra a mis amigos. Ya me lo han dicho en todo Chicago.
—¿Usted es extranjero? Me pareció notar cierto acento forastero, quizá español, en su voz.
—Es usted un hombre lógico. Me atrevo a decir analítico. Ensayo todas las noches para reducir mi seseo al hablar. Ya conseguí grandes avances, mas debo decirle que nunca he logrado acomodar como quisiera la dentadura postiza que cierto médico chambón colocó en mis encías. El desajuste me provoca una pronunciación singular, alguna hinchazón y uno que otro mal entendido, pero éste es mi país y…
—Camarero, traiga un litro de scotch y un par de vasos —interrumpió su invitado sacudiéndose la nieve del cabello. Y al hacerlo su estatura ya no era la misma.
—En verdad agradezco su gentileza. Trataré de mantenerla presente en la medida de mis posibilidades, ya le dije que soy un poco olvidadizo. Creo que lo juzgué mal. Lo supuse de menor estatura. Ahora su esplendidez lo agiganta sin duda.
—No agradezca ni me elogie. No me lo merezco. Yo también necesito un buen trago. Vamos cuente lo prometido. Escucho.
—Sí claro, permítame recordar los detalles. Creo que mis recuerdos son caprichosos; aparecen cuando se les pega la gana y en ocasiones me hacen quedar mal. A veces repito la misma historia durante quince o veinte días consecutivos y de pronto soy incapaz de recordarla. Para entonces ya hablo de un tema distinto en otro bar. Camarero por favor apresúrese con la orden. Perdón, perdón, pero parecía a punto de escapar sin atendernos. Hay personas incapaces de servir a los demás con las atenciones debidas. Los empleados de este sitio parecen carámbanos. Nunca he venido en verano, quizá en esa época del año han de convertirse en espantapájaros con tal de no servir.
—A veces ocurre, pero hoy el sitio está repleto. A pesar de ello se apuran. Ya llegó nuestro whisky antes de que usted acumule más reproches.
—Gracias, gracias por atendernos tan pronto. Dijo el parlanchín en voz baja antes de llenar un vaso que consumió sin interrupciones.
El invitado abrió los ojos sin decir nada.
—No, no vaya a pensar que estoy loco o que el alcoholismo me confunde. Relleno mi vaso al tiempo que el suyo. Soy sólo un bebedor social, nunca un abusivo. Un anciano jubilado que va y viene en búsqueda de compañía, aunque a veces olvide los nombres y confunda las fechas. Lo que sí recuerdo ahora y con bastante claridad es que conducía de regreso a casa cuando vi a un muchachito semioculto en un portal. Era una noche próxima a la navidad, o al fin de año. El frío era tan intenso como hoy. Una parada de autobús cercana me hizo pensar que esperaba el transporte y que no debía encontrarse demasiado lejos de sus padres. Seguí la marcha por un instante y luego detuve del todo mi auto cuando advertí que el niño estaba solo. La nieve crepitaba al paso de los vehículos cada vez más escasos. Se acercaba la medianoche y el frío iba en aumento. No se trataba sólo de los copos que caían sin detenerse, lo peor era el viento.
—El viento agudiza cualquier frío —respondió y luego se apuró a beber sin interrupciones hasta concluir el contenido. —Perdón por no permitirle adelantarse. Salud.
—Salud. Brindo por nuestra naciente amistad y retomo nuestro tema antes de olvidarlo. El viento. Si usted ha soportado una ventisca en Chicago, sabrá a lo que me refiero. No importa cuántos grados marque el termómetro, la temperatura real siempre será mucho más baja por el factor de congelación introducido por ese aire interminable. Es una fiera ululante y helada que viene desde el Polo Norte sin encontrar un poco de sol que la reduzca y la domestique. Si eso no le parece bastante gélido, recuerde que antes de azotar a la ciudad, las ráfagas semicongeladas extraen más frío de los Grandes Lagos, por eso el viento se adentra en los huesos hasta ahuyentar todo deseo de salir a la calle, por más que se trate de las celebraciones más atractivas. Ahora puedo decirle que usted también bebe rápido. Otro brindis por ello.
—Salud. Quizá es por el frío. Apenas sentí que bebía. Sírvame un poco más para no dejarlo solo.
—Perdone, ¿usted de dónde es?
—Nueva York —respondió el hombre en un murmullo.
—¡De Nueva York! Válgame dios. Entonces bien sabe de lo que hablo. La gente sólo desea permanecer oculta en escondrijos como los osos y dormir hasta que las marmotas señalen el inicio de la primavera. No quiero decir con esto que en Nueva York haga menos frío, no podría terminar de expresarlo sin que usted me llamara mentiroso, lo único que afirmo es que en Chicago, al menos yo, experimento más molestias. No importa que ambas ciudades se encuentren casi a la misma altura en un globo terráqueo y que el invierno disponga de humedad por todas partes. Yo hablo de fríos distintos por más que compartan similitudes. Quizá el frío es más intenso en quienes sufren alguna clase de tristeza. ¿O no? Aunque más allá de cualquier comparación yo siento que en invierno nos encontramos más propensos a que la melancolía se instale en el corazón. ¿No lo cree así?
—Mmmh. Yo no encuentro mayores diferencias. Los inviernos son capaces de matar a cualquiera sorprendido al descubierto.
—Permítame rellenar su vaso y de paso el mío ya que parece tener una fuga, aunque usted tampoco se queda atrás. Supongo que mi percepción del frío cambia de acuerdo a lo visto en la historia que aún no termino de contarle
—Será por el frío. Gracias. Será que la nostalgia me lleva a castañetear los dientes y a interrumpir. Siga por favor. ¿Cuáles son las diferencias entre un frío y otro en sitios cercanos y de muchas formas parecidos.
—Debe ser mi percepción. Un simple enfoque. Disculpe. Debo recomponer mis recuerdos. Desde mi humilde entender un corazón triste no es capaz de ofrecer digna resistencia al frío ártico; y éste se aprovecha de las ventajas concedidas en cualquier ciudad congelada. Un ramalazo de escarcha por aquí y unos carámbanos por allá hasta que uno se convierte en monigote de nieve. Un fantoche discreto con nariz de zanahoria, bombín apachurrado y ojos fingidos con dos pedazos de carbón irremediablemente sombríos. Un espantapájaros misántropo en medio de un jardín cubierto por tres mantos de hielo sin una cosecha que velar en muchos kilómetros a la redonda. El panorama espantoso empeora si se añade una fecha que debiera ser festiva. Valgan estas acotaciones inútiles para volver al testimonio que estaba contándole. Figúrese usted lo que sentía aquel niño que no lucía muy abrigado cerca de una parada desierta de autobús cercana al lago Michigan.
—Es muy triste su historia.
—Bajé la ventana para preguntar al jovencito si necesitaba ayuda. Apenas me dirigió la mirada y lo vi retroceder para buscar el amparo de una estructura metálica abandonada un millón de años atrás en cualquiera de esas ciudades que a los visitantes les parecen igual de frías aún en el verano. No sé si se trataba de las ruinas de un edificio de departamentos. Un fantasma que durante muchos años había adquirido vida gracias a los ocupantes. Los mismos que se retiraron conforme el inmueble envejecía y se deterioraba sin que nadie se preocupara por arreglarlo.
—Así ocurre en las grandes urbes. Suelen deteriorarse sin que sus habitantes lo noten. Salud. ¿Qué había ahí?
—¿Las ruinas de un edificio? ¿La carcasa inservible de una nave espacial abandonada por extraterrestres confundidos entre la neblina espesa de la noche que intento recrear con su ayuda? ¿El esqueleto de un dinosaurio surgido de las profundidades de la Tierra? Ninguna de estas preguntas que planteo sin miedo de hacer el ridículo es despreciable. Salud. Bien podrían ser esbozos de respuestas en las ocasiones en que el sentido común se manifiesta inútil. De ese modo circunstancial, deben revelarse muchas verdades surgidas de meros atrevimientos. Lo malo es que somos muy pocos los que nos aventuramos a construir hipótesis, sobre todo cuando ni siquiera existe evidencia alguna de los hechos que pretenden aclararse. No es sencillo poner en marcha la imaginación y más complicado resulta ejercitarla cuando se carece de recuerdos, pero algunos no tenemos más remedio que forjar una historia tras otra. Quizá porque intentamos aplicar métodos científicos sin saber la ecuación más simple. Quizá porque nos creemos poetas o porque no deseamos estar solos. Me refutará que no abundan los que se animen a narrar invenciones, por eso le doy mi respuesta antes de escucharlo decir nada. Estoy convencido de que las personas como yo encuentran casi imposible respetar las reglas de la cordura. No temen hundirse en la corriente determinada por los pensamientos comunes. Esa agua profunda que no admite comentarios. Por eso hablan y emergen hacia la superficie lo mismo que yo. Quizá sólo soy un loco. Por eso no me haga usted tanto caso, ni se preocupe demasiado cuando le hable de asuntos tristes. A lo mejor sólo busco la compañía de alguien que se permita invitarme un trago sin exigir nada más que un relato inusitado. Historias que se narran cuando el invierno comienza a enfriarnos los huesos. Algunas veces me han llamado mentiroso, pero ahora todo lo que le cuento en verdad ocurrió.
—No dudo de sus palabras —respondió el oyente con voz irregular.
—Aquella noche descendí del auto y el niño me miró con miedo. Retrocedió y se perdió para siempre en la noche. En vano le grité que volviera, quizá sólo contribuí a asustarlo más. Aún ahora no puedo entender que alguien rechazara la ayuda ofrecida en aquel congelador. Hasta llegué a pensar que no entendía mis palabras. Sus rasgos eran hispanos. Tal vez era un inmigrante ilegal y por eso huyó entre la nieve. Disculpe, pero no puedo evitar seguir haciendo suposiciones a pesar de los años transcurridos. En fin, aquella noche regresé a mi auto para llamar a la policía. Un tipo somnoliento tomó el reporte de un pequeño adentrándose en una construcción abandonada del centro. Estuve veinte minutos más en el sitio y decidí marcharme. Mi cuerpo temblaba y la ayuda solicitada no se miraba por ninguna parte. Ya en casa mi esposa se burló de mi cabello cubierto por la escarcha, me llamó fantasma invernal y no hizo mucho caso de mi historia. En cuanto pude abandoné la cama y me refugié en la sala. Aquella noche, o durante lo que restaba de ella, no pude dormir bien. Me soñaba en un lugar extraño, donde nadie era capaz de entenderme, mucho menos mi mujer. Quizá haberla encontrado tan desatenta incrementó la angustia que sentía. ¿Usted cómo experimenta la soledad?
—A veces busco quién me acompañe y otros días prefiero mantenerme a resguardo de la gente.
—Lo mismo me ocurre, pero esa noche me soñé como un viajero espacial que llegaba a un planeta donde era incapaz de comunicarme. No me mire así. Imagínese que usted y yo, si nosotros, fuéramos pilotos de una nave descendida en un mundo congelado. Un sitio donde nada indicaría nuestra procedencia distante. Seríamos tan monstruosos o tan normales como cualquiera de aquellos que nos rodearan, pero sólo podríamos expresarnos en un idioma desconocido para todos los que nos rodearan. Una especie de dialecto sin normas académicas ni diccionarios para viajeros intergalácticos. Un lenguaje sin gestos válidos y sin traductores de bolsillo o artefactos telepáticos. Estaríamos solos y el viento no dejaría de soplar arrastrando copos de nieve tan grandes como un puño cerrado. No destacaríamos por nada que no fuera nuestra condición de migrantes. Por no poder comunicarnos con aquellos individuos dueños del lenguaje más adecuado para una cultura aérea, criminal o intrascendente. ¿Me sigue?
—Si —fue la respuesta escueta como los ojos apenas abiertos.
—Trato de ubicar la historia que ahora compartimos como protagonistas. Sírvame más scotch por favor. En la historia que propongo procedemos de un mundo donde el sol es constante y avanzamos hasta llegar a un sitio donde la nieve es cotidiana. Con titánico esfuerzo llegamos a una ciudad que pudiera ser Nueva York o Chicago en el invierno más húmedo y más frío del siglo XXI. Elijo estos ejemplos, porque usted me ha dicho que conoce ambas metrópolis. Gracias por dejarme clara su respuesta. Gracias, daba lo mismo elegir Detroit o Cleveland, pero deseaba mencionar algunos puntos de referencia sólo para destacar nuestra imposibilidad de encontrar a quién avisar de nuestra llegada. Suena absurdo, pero nuestro aislamiento sería total por la incomunicación padecida. Mírenos ahí. Viaje en el tiempo o a través de fronteras menos distantes, pero igual de incapacitadoras. La nieve cae espesa. El viento lastima los ojos. No podemos ver la Estatua de la Libertad o el Empire State. El parque de los Cubs languidece tan extraviado como el Yankee Stadium. Central Park es sólo un espacio blanquecino que no se distingue de la explanada solitaria de la fundición abandonada en Chicago. No se asuste, aún podemos desplazarnos, aunque nos cueste tanto trabajo que sentimos desesperar. En un instante las condiciones climáticas mejoran un poco, pero en las esquinas de las calles desiertas no encontramos nada que nos oriente. Los negocios están cerrados, además son repetitivos. Una tienda de autoservicio y una gasolinera y un jardín y un puesto de revistas; o un banco, un taller mecánico, un expendio de gasolina y una tienda de autoservicio. Una escenografía reiterada que se repite desde aquí hasta el Océano Pacífico y desde Texas hasta la frontera con Canadá. Así son muchos de nuestros cruces de calles y avenidas. Imagínese que aquel mundo tampoco ofrece variantes exteriores. Tarde o temprano sentiríamos caminar en círculos aunque nos estuviéramos desplazando en un solo sentido. ¿No es verdad que de acuerdo a esta lógica daría lo mismo estar en Nueva York o en Chicago o en un planeta congelado de Júpiter? Además, la nevada volvería para impedir la visión, borraría los pasos y se metería en los ojos con la misma terquedad con que me cegaba aquella noche en que miré al muchachito desaparecer en la ventisca. ¿Qué ocurriría si nos separásemos? De seguro íbamos a vagar sin descubrir pistas que nos llevaran de regreso a nuestra nave abandonada en algún paisaje irreconocible. ¿Puedo pedir otra botella?
—Por supuesto. Ya es tiempo.
—En ese paisaje del que le hablo ni siquiera podríamos encontrarnos. De sobrevivir al invierno, quizá seríamos vistos como perpetuos extraños en el largo proceso empleado en aprender el lenguaje, encontrar un empleo y encubrir una vida que seguiría siendo tan increíble como las civilizaciones ubicadas más allá del Sistema Solar. Quizá preferiríamos pasar inadvertidos. Quizá correríamos a refugiarnos en cafés como éste durante los atardeceres helados. Sitios donde nadie toma a mal platicar con desconocidos que parecen extranjeros. Ahí esperaríamos con paciencia una invitación para beber uno que otro vaso de whisky. Con este frío aún historias descabelladas como la que le cuento adquieren visos de credibilidad. ¿No es así?
—Claro, aunque hay momentos en que me pierdo entre tantos detalles. Además hemos bebido con buen ritmo. Me gustaría que apresurara el final antes de emborracharme del todo. Aún debo regresar a casa.
—Con mucho gusto. ¿Le resulta extraño mi acento? Debo decirle que no uso dientes postizos. Cuando me lo preguntó hace ya buen rato decidí que era la mejor manera de conseguir su atención. Así resulta más simple plantear historias como la que refiero. Historias de hombres sin recuerdos que parezcan válidos. Niños surgidos de los quicios de las puertas para conceder posibilidades mágicas a las armazones recubiertas de óxido. Edificios abandonados. ¿Naves espaciales? ¿Viajeros involuntarios? Armazones increíbles como los puntos de vista no siempre recibidos con gusto por los interlocutores pillados en las calles azotadas por el frío. Interlocutores sorprendidos por los personajes sin rostro que se congelan en las paradas del autobús extraviado en las cercanías del Lago Michigan o en las avenidas celestiales de Alfa Centauro. Una galaxia menos distante que el sitio fantasmagórico comprendido entre la Nochebuena de Chicago y el Nueva York que se empeña en recibir al año que se inicia, aunque el frío sea tan intenso como durante la noche interminable en que usted me ha permitido contarle esta historia.
—¿Y me lo dice a mí? —respondió el hombre con tono melancólico.—. Y me lo dice a mí —repitió al tiempo que comenzaba a desdibujarse como si nunca hubiera entrado al bar. Alguien abrió la puerta y por un momento la noche fue invadida por las voces de los clientes que no lo vieron marcharse.
José Luis Velarde
Relato de Rossi Vas: Anhelado por Nerea
Aquella solitaria noche del 22 de diciembre, día de su cumpleaños, ella se fue al tenebroso bosque señalado en el sueño premonitorio como “el del duende que robaba los sueños”, en busca del suyo. Las temperaturas nocturnas rozaron los cuatro grados bajo cero, y la periodista temblaba de frío acurrucada en la bufanda. Durante el último mes, acomodada en el sofá con el portátil por la urgencia de los artículos pendientes por entregar, menospreció los potenciales peligros que podría haber en ese bosque, lejos de la aldea. “Odio estas fiestas en las que todos se juntan en la mesa… ¡Pero esta vez ganaré El Duende navideño!”, pensó frenéticamente cuando por la cabeza de nuevo se le pasó la entrega del premio de mejor narrador, que desde la editorial catalana organizaban cada fin de año.
La Navidad no le atraía nada, todo lo contario. Desde que perdió a su padre por esas fechas, añoraba la chimenea y los regalos de aquella época y, sobre todo, a los duendes acerca de los que él le contaba unas historias fascinantes y… “¡Y tanto que ganaré!”, balbuceó pisando con rabia las hojas muertas tiradas por el suelo mojado. Bajo la escasa luz de la luna, el susurro de la durmiente naturaleza llegó, sordo y sombrío. De atrás del pino que inclinaba sus ramas por encima de ella, se oyó un ronco crujido. Atemorizada, la mujer se giró. Contuvo la respiración e intentó examinar el lugar hundido en la oscuridad. Sin embargo, apenas veía a un metro de distancia, y tan solo distinguió el sendero recién trazado por alguien que había pasado apresurado dejando sus huellas. La noche anterior había llovido tanto que por poco arrasa con la aldea. A Nerea le dieron escalofríos nuevamente; esta vez no solo por el frío. Justo delante, a tan solo medio metro, unos cálidos brazos varoniles la agarraron en su fuerte abrazo. El anillo macizo que tenía ese hombre le hizo un arañazo. Seguidamente, el grito de desesperación de la mujer se escuchó ansioso, por el bosque repentinamente enmudecido. No obstante, su novio nunca llevaba anillos.
Por la mañana del día anterior, se despertó por los tiernos gemidos de él. La estaba observando con su mirada enigmática que Nerea, ni siquiera había aprendido a descifrar en el poco tiempo que le conocía. “Déjate llevar por mi energía y no te arrepentirás”, le había susurrado al oído aquella madrugada después de haberla hecho suya, utilizando su provocación seductiva. Tenía una voz melodiosa, y ella sintió el dolor dulce en la ingle. Le trajo el desayuno a la cama, la miró fijamente en los ojos y la besó con la punta de los labios. Más que un beso, parecía una mariposa de hielo dibujada en la ventana. Se fue diciéndole que iba a volver con un regalo por su cumpleaños. Por un largo rato, el denso perfume de su cuerpo corpulento quedó atrapado entre las sábanas de lino y los labios de su amada, quitándole la paz con su sabor a fresas frescas.
Entrecerró los ojos. El deseo insaciable de retenerle en Navidad le sacó las lágrimas. A veces, Aleksandar se comportaba de manera celosa, como si fuese otra persona.
Él no volvió y ella se puso a acabar los artículos, visiblemente inquieta. Sus intentos de concentrarse acabaron con la ruidosa caída del portátil al suelo, lo que le agravó el estado de ánimo. “¡No te tenía que haber creído, Aleksandar!”, murmuró como si le tuviera delante, y se inclinó a recoger el portátil. Tal vez, ¿le había prometido ayudarla a ganar El Duende navideño, inventando no sé qué historia del sueño premonitorio? Era un hombre impetuoso, cuya innata honestidad le compensaba y le hacía verse como un ángel caído. Y la periodista cayó en la trampa. A toda costa, deseaba ganar el anhelado premio, sin perder la pasión de su misterioso amante cuya mirada se le había clavado en los pensamientos. La cautivaba no tanto por venir y desaparecer de la nada, sino porque expresaba en voz alta sus deseos más íntimos.
Aunque en ese frenesí, Nerea ignoraba algo primordial; él tenía un hermano gemelo.
Cuento de Guy de Maupassant: Una cena de Nochebuena
No sé exactamente el año. Llevaba todo un mes cazando por aquellos lugares con un brío impetuoso y una alegría salvaje, con ese ardor que se tiene para las pasiones nuevas. Me hallaba en Normandía, en casa de un pariente soltero, Jules de Banneville; y éramos solamente nosotros dos, una doncella, un doméstico y el guarda del castillo señorial. Este castillo, viejo edificio grisáceo rodeado de pinos, en cuyo interior había unas largas avenidas de castaños azotados por el viento, parecía abandonado desde hacía siglos. Un mobiliario antiguo era lo único que contenían aquellos salones siempre cerrados, donde antaño unos personajes, cuyos retratos se veían colgados en un corredor tan desapacible como las avenidas, recibían ceremoniosamente a los nobles vecinos.
Pero nosotros nos habíamos refugiado en la cocina, único rincón habitable de la mansión, una inmensa cocina, cuyas paredes, perdidas en las tinieblas, se iluminaban cuando se arrojaba un nuevo haz de leña en la amplia chimenea. Todas las noches, después de despabilar una dulce modorra ante el fuego, y una vez que de nuestras botas se había evaporado la humedad, subíamos a nuestra habitación, mientras que los podencos, allí mismo, como sonámbulos, soñando escenas de caza, lanzaban ladridos amortiguados.
La habitación era la única pieza del castillo que se había techado y enyesado completamente, a causa de los ratones. Pero la habían dejado sin muebles, blanqueada de cal, y, en las paredes, solamente colgaban unas escopetas, varios látigos y algunos cuernos de caza. Colocadas en los dos rincones de esta choza siberiana había dos camas, en las cuales nos deslizábamos tiritando.
Frente al castillo, a una legua de distancia, el acantilado caía a pico sobre el mar; y, noche y día, los poderosos vientos del océano arrancaban suspiros de los recios árboles encorvados, gemidos al techo y a las veletas, y hacían rechinar todo el venerable edificio, invadido por el viento que entraba por entre sus tejas sueltas, sus chimeneas grandes como abismos y sus ventanas, que no cerraban ya.
* * *
Aquel día había helado de una manera horrible. Al llegar la noche nos sentamos a la mesa, ante el gran fuego de la alta chimenea, donde asaban un lomo de liebre y dos perdices, que olían muy bien. Mi primo levantó la cabeza, y dijo:
–No hará calor cuando nos acostemos.
Indiferente, repliqué:
–No, pero tendremos patos en los estanques mañana por la mañana.
La sirvienta, que ponía nuestros cubiertos en un extremo de la mesa y los de los domésticos en el otro, preguntó:
–¿Saben los señores que esta noche es Nochebuena?
Seguramente no nos habíamos enterado, pues apenas mirábamos el calendario. Mi compañero contestó:
–Entonces esta noche es la misa del gallo. ¡Y por eso las campanas han estado sonando todo el día!
La sirvienta replicó:
–Sí y no, señor; también han tocado porque ha muerto Fournel padre.
Fournel padre, anciano pastor, era una celebridad del país. Tenía ochenta y seis años de edad, y nunca había estado enfermo hasta el momento en que, un mes antes, había cogido un frío al caerse dentro de una charca en una noche oscura. Al día siguiente se había quedado en cama, y desde entonces estaba agonizando. Mi primo se volvió hacia mí:
–Si quieres –dijo–, iremos dentro de un rato a ver a esas pobres gentes.
Quería hablar de la familia del viejo, de su nieto. que tenía cincuenta y ocho años de edad, y de su nieta política, que era un año más joven. La generación intermedia no existía ya desde hacía mucho tiempo. Vivían en un miserable chamizo, a la entrada de la aldea, a la derecha. Pero no sé por qué esta idea de la Nochebuena, en medio de nuestra soledad, nos dio ganas de charlar. A solas los dos, nos contábamos antiguas historias de Nochebuena, aventuras de esta noche loca, los pasados lances amorosos y los despertares del día siguiente, acompañados de otra persona, con sus sorpresas imprevistas, y el asombro de los descubrimientos.
De esta manera, nuestra cena duró mucho tiempo, fumando numerosas pipas; y embriagados por esas alegrías de los solitarios, alegrías contagiosas que nacen de repente entre dos amigos íntimos, hablamos sin parar, rebuscando en nuestros propios casos para comunicarnos esos recuerdos confidenciales del corazón que se escapan en las horas de efusión.
La doncella, que se había ido un buen rato antes, volvió:
–Voy a la misa, señor.
–¡Ya!
–Son las once y cuarto.
–¿Y si fuésemos también a la iglesia? –me preguntó Jules–; esta misa de Nochebuena es muy curiosa en el campo.
Acepté, y nos fuimos, envueltos en nuestras pieles de caza. Un filo agudo pinchaba el rostro y hacía saltar las lágrimas en los ojos. El aire crudo entraba de golpe en los pulmones y secaba la garganta. El cielo profundo, limpio y duro, estaba tachonado de estrellas, que parecían pálidas por la helada; brillaban no como si fuesen unos astros de fuego, sino de cristal, como unas cristalizaciones brillantes. A lo lejos, sobre la tierra de acero, seca y retumbante, resonaban los chanclos de los campesinos; y por todo el horizonte, las campanitas de los pueblos tañían, lanzaban sus sones penetrantes, como friolentos también, en la vasta noche helada.
En el campo no dormía nada. Los gallos, engañados por esos ruidos, cantaban; y cuando se pasaba por delante de los establos, se sentía rebullir a los animales, turbados por esos rumores de vida. Al aproximarse a la aldea, Jules se acordó de repente de los Fournel.
–¡Aquí está su choza! –dijo–. ¡Entremos!
Aporreó largo tiempo en vano. Entonces una vecina, que salía de casa para ir a la iglesia, al vernos, dijo:
–Están en misa, señores; han ido a rezar por el padre.
–Los veremos al salir –dijo mi primo.
La luna, en su ocaso, perfilaba a ras del horizonte su forma de hoz en medio de una siembra infinita de granos de luz, arrojados a puñados en el espacio. Y por la campiña negra, unas lucecitas temblorosas se encaminaban desde todas las partes hacia el puntiagudo campanario, que repicaba sin descanso. Entre los patios de las granjas, salpicadas de árboles, en medio de las llanuras sombrías, esas lucecitas daban pequeños saltos, a medio metro del suelo. Eran farolillos de cuerno que llevaban los campesinos para alumbrarse en la noche, caminando delante de sus mujeres, tocadas con un gorro blanco y envueltas en largos mantos negros, y seguidas de rapazuelos medio dormidos y cogidos de la mano.
Por la puerta abierta de la iglesia se divisaba el coro iluminado. Una guirnalda de velas de sebo, de las más baratas, daba una vuelta completa alrededor de la nave de la iglesia; y en el suelo, en una capilla, a la izquierda, un gran niño Jesús, sobre paja verdadera, en medio de ramas de abeto, enseñaba su desnudez sonrosada y amanerada.
La misa había comenzado. Los hombres, agachados, y las mujeres, de rodillas, rezaban. Estas gentes sencillas, reanimadas por la noche fría, contemplaban muy conmovidas la imagen torpemente pintada, y juntaban las manos tan cándidamente convencidas como intimidadas por el humilde esplendor de esta representación pueril. El aire helado hacía palpitar las llamas. Jules me dijo:
–¡Salgamos, se está mejor fuera!
Y por el camino abierto, mientras que los toscos campesinos se prosternaban y tiritaban de frío devotamente, nos pusimos a charlar otra vez de nuestros recuerdos, y durante tan largo rato, que había terminado la misa cuando llegábamos a la aldea.
Un hilo de luz se veía bajo la puerta de los Fournel.
–Velan al muerto –dijo mi primo–. Entremos en casa de esta pobre gente, eso les agradará.
Agonizaban unos tizones en la chimenea. La pieza, negra, cubierta de un barniz de suciedad y con sus vigas carcomidas y ennegrecidas por el tiempo, estaba llena de un olor sofocante a morcillas asadas en una parrilla. En el centro de la gran mesa, debajo de la cual el arcón del pan alzaba su tapa abombada como un vientre, una vela, en una palmatoria de hierro retorcido, desenroscaba hasta el techo el humo acre de su pabilo. Y los dos Fournel, el marido y la esposa, cenaban a solas.
Taciturnos, con un aire afligido y sus caras de campesinos embrutecidos, comían gravemente sin decir una palabra. En un solo plato, colocado entre los dos, un gran trozo de morcilla despedía un olor pestilente. De cuando en cuando arrancaban un pedazo con la punta del cuchillo, lo aplastaban en el pan, que comían a bocados y después lo masticaban lentamente.
Cuando el vaso del marido estaba vacío, la mujer, cogiendo la cántara de sidra, se lo llenaba.
Al entrar nosotros, se levantaron, nos hicieron sentar, nos ofrecieron que “hiciésemos como ellos”, y, ante nuestra negativa, siguieron comiendo. Al cabo de unos minutos de silencio, mi primo preguntó:
–Pero, Anthime, ¿el abuelo de ustedes ha muerto?
–Sí, mi buen señor, ha muerto ya.
Tomó el silencio. La mujer, por cortesía, despabiló la vela. Entonces, por decir algo, añadió:
–Era muy viejo ya…
Su nieta política, de cincuenta y siete años, continuó:
–Sí, su tiempo habla terminado; ya nada tenía que hacer aquí.
De repente, me entraron ganas de ver el cadáver de ese centenario, y les rogué que me lo enseñasen. Los dos campesinos, plácidos hasta entonces, se conmovieron bruscamente. Sus ojos inquietos se interrogaron, y no respondieron. Mi primo, viendo su turbación, insistió. Entonces el hombre, con aire desconfiado y cazurro, preguntó:
–¿Y de qué les servirá eso?
–De nada –dijo Jules–, pero eso se hace siempre. ¿Por qué no quieren enseñarlo?
El campesino se encogió de hombros:
–¡Oh, yo, yo sí quiero! Sólo que a estas horas es penoso.
Mil suposiciones nos pasaban por la mente. Y como los nietos del muerto no se movían, y permanecían frente a frente, con los ojos bajos, con esa cara de palo de las gentes descontentas, que parece decir: “Márchense”, mi primo le habló con autoridad:
–Vamos, Anthime, levántense y condúzcannos a su habitación.
Pero el hombre, que había tomado su resolución, respondió con gesto enfurruñado:
–Ésa es la pena, señor, no ha podido estar allí.
–Pero entonces, ¿dónde está?
La mujer atajó a su marido:
–Se lo voy a decir: lo hemos puesto hasta mañana en el arcón, porque no teníamos ningún sitio.
Y retirando el plato de morcilla, levantó la tapa de su mesa, se inclinó con la vela para iluminar el interior del gran cofre abierto, en cuyo fondo distinguimos una cosa gris, una especie de paquete largo del que salía por una punta una cabeza descarnada, con unos cabellos blancos desgreñados, y por la otra, dos pies desnudos.
Era el viejo, muy enjuto, con los ojos cerrados, enrollado en una manta de pastor, durmiendo allí su último sueño en medio de unos mendrugos de pan casi tan viejos como él. ¡Y habían cenado allí, encima del muerto! Jules, indignado y temblando de cólera, gritó:
–¿Por qué no lo han dejado en su cama? ¡Palurdos!
Entonces la mujer se puso a lloriquear, y en seguida:
–Se lo voy a decir, mi buen señor; no tenemos más que una cama en la casa. Antes nos acostábamos con él, puesto que sólo éramos tres. Desde que cayó enfermo, nos acostamos en el suelo; y es muy duro, mi buen señor, en este tiempo. Pues bien, cuando murió, en seguida nos hemos dicho: “Puesto que no sufre ya, ¿de qué le sirve dejarlo en la cama? Podemos muy bien ponerle en el arcón hasta mañana”; pues ¡no podíamos dormir con el muerto, mis buenos señores!…
Mi primo, exasperado, salió bruscamente dando un portazo, y yo le seguí riendo nerviosamente entre lágrimas.
El antiguo palacio arzobispal es tétrico y con ojivas, y sus muros rezuman
salitre. En las largas noches de invierno, vivir en él es un suplicio. La
catedral colindante es inmensa, se tardaría más de una vida en recorrerla por
completo, y en ella hay tal maraña de capillas y sacristías que, después de
siglos de abandono, aún quedan algunas prácticamente inexploradas. ¿Qué hará el
día de Nochebuena el descarnado arzobispo completamente solo, mientras la
ciudad entera está de fiesta? ¿Cómo logrará vencer la melancolía? —se pregunta
la gente—. Todos poseen algún consuelo: el niño tiene un tren y un Pinocho, su
hermanita una muñeca, la madre a sus hijos alrededor, el enfermo una nueva
esperanza, el viejo solterón a su compañero de libertinaje, el preso la voz de
otro preso en la celda contigua. ¿Qué hará el arzobispo? El diligente don
Valentino, secretario de su excelencia, sonreía al oír hablar así a la gente.
El día de Nochebuena el arzobispo tiene a Dios. Arrodillado totalmente solo en
medio de la catedral gélida y desierta, a primera vista podría inspirar pena,
pero ¡si la gente supiera! Totalmente solo no está, y tampoco tiene frío ni se
siente abandonado. En Nochebuena, Dios inunda el templo para el arzobispo, las
naves rebosan literalmente de él, hasta el punto de que las puertas apenas
pueden cerrarse. Y, aunque no hay estufas, hace tanto calor que las viejas
culebras blancas se despiertan en los sepulcros de los históricos abades y
suben por los respiraderos de los sótanos, asomando amablemente la cabeza por
los confesionarios.
Así es como estaba aquella noche la catedral: desbordante de Dios. Y
aunque sabía que no era tarea suya, don Valentino se entretenía, acaso con
demasiada voluntad, en preparar el reclinatorio del prelado. Los abetos, los
pavos y el champán no hacían ninguna falta. Ésa sí era una auténtica
Nochebuena. En estos pensamientos estaba, cuando oyó que llamaban a la puerta.
“¿Quién llamará a la puerta de la catedral el día de Nochebuena?”, se preguntó
don Valentino. “¿Acaso no han rezado todavía lo suficiente? ¿Qué mosca les
habrá picado?”. Pese a todo, fue a abrir y, junto a una ráfaga de viento, entró
un pobre harapiento.
—¡Cuánto Dios! —exclamó éste con una sonrisa, mirando a su alrededor—.
¡Qué maravilla! Se siente incluso desde fuera. Monseñor, ¿no me podría dejar un
poquito? Piense que es Nochebuena.
—Es de su excelencia el arzobispo —respondió el cura—. Lo necesitará
dentro de un par de horas. Su excelencia lleva ya la vida de un santo, ¡no
pretenderás que ahora renuncie también a Dios! Y además yo nunca he sido
monseñor.
—¿Ni un poquito, reverendo? ¡Hay tanto! ¡Su excelencia ni siquiera lo
notaría!
—Te he dicho que no… Puedes irte… La catedral está cerrada al público —y
despidió al mendigo con un billete de cinco liras.
Pero en cuanto el desdichado salió de la iglesia, Dios desapareció.
Asustado, don Valentino miró a su alrededor, escrutando las bóvedas tenebrosas:
tampoco estaba allí arriba. El espectacular aparato de columnas, estatuas,
baldaquinos, altares, catafalcos, candelabros y paños, normalmente tan
misterioso y poderoso, se había vuelto de repente inhospitalario y siniestro. Y
dentro de un par de horas el arzobispo bajaría.
Preocupado, don Valentino entreabrió una de las puertas que daban al
exterior y miró en la plaza. Nada. Tampoco allí fuera, pese a ser Nochebuena,
había rastro de Dios. De las mil ventanas encendidas llegaban ecos de risas, de
copas rotas, de músicas e incluso de blasfemias. Pero nada de campanas ni
cantos.
Don Valentino salió en plena noche y se fue por las calles profanas, entre
el estruendo de banquetes desenfrenados. Pero él sabía dónde debía ir. Cuando
entró en la casa, la familia estaba sentándose a la mesa. Todos se miraban
benévolamente entre sí y alrededor de ellos había un poco de Dios.
—Feliz Navidad, reverendo —dijo el cabeza de familia—. ¿Quiere sentarse?
—Tengo prisa, amigos —respondió él—. Por un descuido mío, Dios ha
abandonado la catedral y su excelencia irá a rezar dentro de poco. ¿No me podrían
dar el suyo? Al fin y al cabo, ustedes están acompañados, no lo necesitan para
nada.
—Querido don Valentino —dijo el cabeza de familia—, me parece que ha
olvidado usted que hoy es Nochebuena. ¿Precisamente hoy deberían prescindir mis
hijos de Dios? Me sorprende usted, don Valentino.
Y en el mismo momento en que el hombre hablaba así, Dios se fue de la
habitación, las sonrisas dichosas desaparecieron y el capón asado parecía arena
entre los dientes.
Así pues, don Valentino volvió a ponerse en camino, en plena noche, por
las calles desiertas. Caminó y caminó y por fin lo volvió a ver. Había llegado
a las puertas de la ciudad y frente a él, en la oscuridad, se extendía la gran
campiña, ligeramente blanquecina por la nieve. Sobre los prados y las hileras de
moreras, ondeaba Dios, como si estuviera esperando. Don Valentino se postró.
—¿Pero qué hace, reverendo? —le preguntó un campesino—. ¿Quiere coger una
enfermedad con este frío?
—Mira allí arriba, hijo. ¿No ves nada?
El campesino miró sin extrañarse:
—Sí, es nuestro —dijo—. Todos los años viene a bendecir nuestros campos en
Nochebuena.
—Escucha —dijo el cura—. ¿No me podrías dar un poco? En la ciudad nos
hemos quedado sin él, incluso las iglesias están vacías. Déjame un poquito para
que el arzobispo pueda al menos pasar una Nochebuena en condiciones.
—¡Ni hablar, querido reverendo! ¡A saber qué repugnantes pecados han
cometido en su ciudad! ¡Es culpa de ustedes! Arréglenselas como puedan.
—Seguro que hemos pecado. ¿Pero quién no peca? Puedes salvar muchas almas,
hijo, sólo con decirme que sí.
—¡Bastante tengo con salvar la mía! —rió sarcásticamente el campesino, y
en el mismo momento en que lo decía, Dios se alzó de sus campos y desapareció
en la oscuridad.
Don Valentino se fue a buscar todavía más lejos. Dios parecía volverse
cada vez más escaso. Quienes poseían un poco no querían cederlo, y en el
preciso momento en que se negaban a compartirlo, Dios desaparecía, alejándose
cada vez más.
Entonces don Valentino llegó a los límites de un páramo enorme, al fondo del
cual, justo en el horizonte, resplandecía suavemente Dios, como una nube
alargada. El cura se postró en la nieve:
—¡Espérame, Señor! —suplicaba—. ¡Por mi culpa el arzobispo se ha quedado
solo, y esta noche es Nochebuena!
Pese a tener los pies helados, se echó a andar en medio de la niebla. Se
hundía hasta la rodilla y de vez en cuando caía al suelo cuan largo era.
¿Cuánto resistiría?
Hasta que oyó un coro de voces angélicas difuso y conmovedor y vio un rayo
de luz en medio de la niebla. Abrió una puertecita de madera: al otro lado
había una iglesia enorme y, en el centro, rodeado de algunas velas, se
encontraba un cura rezando. La iglesia estaba llena de paraíso.
—Hermano —gimió don Valentino al límite de sus fuerzas, helado—, tenga
piedad de mí. Por mi culpa, mi arzobispo se ha quedado solo y necesita a Dios.
Dame un poco, te lo ruego.
El hombre que estaba rezando se volvió lentamente. Y al reconocerlo,
Valentino se puso más pálido si cabe.
—Feliz Nochebuena, don Valentino —exclamó el arzobispo saliendo a su
encuentro, completamente rodeado de Dios—. Bendito muchacho, ¿dónde te habías
metido? ¿Se puede saber qué has ido a buscar en esta noche de perros?
Dino Buzzati. Cuento publicado por primera vez en el periódico Corriere della Sera
(25 de diciembre de 1946) con el título “Racconto di Natale”.
Era en la montaña gallega. Yo estudiaba entonces gramática latina con el señor Arcipreste de Céltigos, y vivía castigado en la rectoral. Aún me veo en el hueco de una ventana, lloroso y suspirante. Mis lágrimas caían silenciosas sobre la gramática de Nebrija, abierta encima del alféizar. Era el día de Nochebuena, y el Arcipreste habíame condenado a no cenar hasta que supiese aquella terrible conjugación: «Fero, fers, ferre, tuli, latum».
Yo, perdida toda esperanza de conseguirlo, y dispuesto al ayuno como un santo ermitaño, me distraía mirando al huerto, donde cantaba un mirlo que recorría a saltos las ramas de un nogal centenario. Las nubes, pesadas y plomizas, iban a congregarse sobre la Sierra de Céltigos en un horizonte de agua, y los pastores, dando voces a sus rebaños, bajaban presurosos por los caminos, encapuchados en sus capas de junco. El arcoíris cubría el huerto, y los nogales oscuros y los mirtos verdes y húmedos parecían temblar en un rayo de anaranjada luz. Al caer la tarde, el señor Arcipreste atravesó el huerto. Andaba encorvado bajo un gran paraguas azul. Se volvió desde la cancela, y viéndome en la ventana me llamó con la mano. Yo bajé tembloroso. Él me dijo:
—¿Has aprendido eso?
—No, señor.
—¿Por qué?
—Porque es muy difícil.
El señor Arcipreste sonrió bondadoso.
—Está bien. Mañana lo aprenderás. Ahora acompáñame a la iglesia.
Me cogió de la mano para resguardarme con el paraguas, pues comenzaba a caer una ligera llovizna, y echamos camino adelante. La iglesia estaba cerca. Tenía una puerta chata de estilo románico, y, según decía el señor Arcipreste, era fundación de la Reina Doña Urraca. Entramos. Yo quedé solo en el presbiterio, y el señor Arcipreste pasó a la sacristía hablando con el monago, recomendándole que lo tuviese todo dispuesto para la misa del gallo. Poco después volvíamos a salir. Ya no llovía, y el pálido creciente de la luna comenzaba a lucir en el cielo triste e invernal. El camino estaba oscuro, era un camino de herradura, pedregoso y con grandes charcos. De largo en largo hallábamos algún rapaz aldeano que dejaba beber pacíficamente a la yunta cansada de sus bueyes. Los pastores que volvían del monte trayendo los rebaños por delante, se detenían en las revueltas y arreaban a un lado sus ovejas para dejarnos paso. Todos saludaban cristianamente:
—¡Alabado sea Dios!
—¡Alabado sea!
—Vaya muy dichoso el señor Arcipreste y la su compaña.
—¡Amén!
Cuando llegamos a la rectoral era noche cerrada. Micaela, la sobrina del señor Arcipreste, trajinaba disponiendo la cena. Nos sentamos en la cocina al amor de la lumbre. Micaela me miró sonriendo:
—¿Hoy no hay estudio, verdad?
—Hoy, no.
—Arrenegados latines, ¿verdad?
—¡Verdad!
El señor Arcipreste nos interrumpió severamente:
—¿No sabéis que el latín es la lengua de la Iglesia…?
Y cuando ya cobraba aliento el señor Arcipreste para edificarnos con una larga plática llena de ciencia teológica, sonaron bajo la ventana alegres conchas y bulliciosos panderos. Una voz cantó en las tinieblas de la noche:
¡Nos aquí venimos,
Nos aquí llegamos,
Si nos dan licencia
Nos aquí cantamos!
El señor Arcipreste les franqueó por sí mismo la puerta, y un corro de zagales invadió aquella cocina siempre hospitalaria. Venían de una aldea lejana. Al son de los panderos cantaron:
Falade ven baixo,
Andades pasiño,
Porque non desperte
O noso meniño.
O noso meniño,
O noso Jesús,
Que durme nas pallas
Sen verce e sen luz.[1]
Callaron un momento, y entre el júbilo de las conchas y de los panderos volvieron a cantar:
Si non fora porque teño
Esta cara de aldeán,
Déralle catro biquiños
N’esa cara de mazán.
Vamos de aquí par’a aldea
Que xa vimos de ruar,
Está Jesús a dormir
E podémolo espertar.[2]
Tras de haber cantado, bebieron largamente de aquel vino agrio, fresco y sano que el señor Arcipreste cosechaba, y refocilados y calientes, fuéronse haciendo sonar las conchas y los panderos. Aún oíamos el chocleo de sus madreñas en las escaleras del patín, cuando una voz entonó:
Esta casa é de pedra
O diaño ergueuna axiña,
Para que durmixen xuntos
O Alcipreste e sua sobriña.[3]
Al oír la copla, el señor Arcipreste frunció el ceño. Micaela enderezóse colérica, y abandonando el perol donde hervía la clásica compota de manzanas, corrió a la ventana dando voces:
—¡Mal hablados!… ¡Mal enseñados!… ¡Así vos salgan al camino lobos rabiosos!
El señor Arcipreste, sin desplegar los labios, se paseaba picando un cigarro con la uña y restregando el polvo entre las palmas. Al terminar llegóse al fuego y retiró un tizón, que le sirvió de candela. Entonces fijó en mí sus ojos enfoscados bajo las cejas canas y crecidas. Yo temblé. El señor Arcipreste me dijo:
—¿Qué haces? Anda a buscar el Nebrija.
Salí suspirando. Así terminó mi Nochebuena en casa del señor Arcipreste de Céltigos. Q.E.S.G.H.[4]
[1] Hablad bien bajito, / andad muy despacio, / que no se despierte / nuestro pequeñín, / nuestro pequeñín / el niño Jesús / que duerme entre pajas / sin cuna y sin luz.
[2] Si no fuera porque tengo / esta cara de aldeano / le daría cuatro besos / en su cara de manzana. / Regresemos a la aldea, / se acabó nuestra parranda, / que Jesús está dormido / y podemos despertarlo.
[3] Esta casa es de piedra / el diablo la hizo al vuelo / para que durmieran juntos / el arcipreste y su sobrina.
[4] Que santa gloria haya.
Cuenta una leyenda muy antigua que en la zona de Escandinavia (Suecia, Finlandia y Noruega), Papá Noel decidió pedir ayuda para repartir los regalos a los niños a un gnomo muy habilidoso, pequeño y saltarín, llamado Tomte. Y esta es su historia:
Tomte vivía tranquilo en su frío hogar escandinavo, escondido en medio de un frondoso bosque. No llegaba al metro de altura y tenía una larga barba blanca. Le encantaba salir de vez en cuando en la época de Navidad para contemplar la felicidad de las familias.
Y también le gustaba ayudar a los demás sin que le vieran: se encargaba de devolver las ovejas descarriadas a su granja o de iluminar con ayuda de sus amigas las luciérnagas un claro del bosque para que ningún aldeano se perdiera. A Tomte le encantaba ver la cara de felicidad de todos aquellos a los que ayudaba generosamente.
Una gélida noche de invierno, Tomte había salido a pasear y de pronto vio a un reno en apuros. Su pata había quedado atrapada entre unas ramas. Le pareció un reno muy extraño:¡tenía la nariz roja como un tomate! Tomte no se lo pensó dos veces y acudió en su ayuda. Y así fue como de pronto se encontró cara a cara con Papá Noel.
Acababa de aterrizar con su trineo y su querido reno Rudolph había introducido sin querer su pata entre las ramas de un árbol. Tomte le ayudó a liberar su pata y Papá Noel se quedó pensativo. Llevaba toda la noche repartiendo regalos y estaba cansado. El pequeño gnomo le ofreció a Santa un chocolate caliente. Le invitó a su humilde morada y estuvieron un buen rato compartiendo anécdotas.
A Papá Noel le pareció que Tomte era la persona ideal para ayudarle, y decidió que esa noche le acompañara para aprender cómo era su trabajo. Al Tomte le encantó. Disfrutó sorteando obstáculos en las casas al dirigirse hacia el árbol de Navidad, andando de puntillas para no despertar a los niños… Le gustó tanto, que pidió a Santa dejar los últimos regalos de Navidad. A Papá Noel le pareció bien.
Estuvo observando con discreción y vio que el pequeño gnomo era realmente bueno entregando regalos (¡y además disfrutaba mucho!). Y así fue cómo se dio cuenta de que Tomte era, efectivamente, el ayudante que estaba buscando.
Así que esa misma noche, y sin perder tiempo, Papá Noel ayudó a Tomte a hacerse un trineo con unas maderas del bosque. ¡Pero tenía un pequeño problema! Al no tener un reno como Rudolph, su trineo no podría volar. Por ello, le encargó una tarea muy importante: repartir los regalos cerca de su casa, por Escandinavia.
Desde entonces, Papá Noel delega cada año su trabajo a Tomte, y este pequeño gnomo es el encargado, gracias a su trineo y a las indicaciones que Papá Noel le dio en su día, de llevar todos los regalos a los niños escandinavos.
Cuenta una leyenda que a un angelito que estaba en el cielo le
tocó su turno de nacer como niño y le dijo un día a Dios:
–Me dicen que me vas a enviar mañana a la tierra. ¿Pero, cómo
vivir, tan pequeño e indefenso como soy?
–Entre muchos ángeles escogí uno para ti, que te está
esperando y que te cuidará.
–Pero dime, aquí en el cielo no hago más que cantar y sonreír,
eso basta para ser feliz.
–Tu ángel te cantará, te sonreirá todos los días y tú sentirás
su amor y serás feliz.
–¿Y cómo entender lo que la gente me hable, si no conozco el
extraño idioma que hablan los hombres?
–Tu ángel te dirá las palabras más dulces y más tiernas que
puedas escuchar y con mucha paciencia y con cariño te enseñará a hablar.
–¿Y qué haré cuando quiera hablar contigo?
–Tu ángel te juntará las manitas te enseñará a orar y podrás
hablarme.
–He oído que en la tierra hay hombres malos. ¿Quién me
defenderá?
–Tu ángel te defenderá más aún a costa de su propia vida.
–Pero estaré siempre triste porque no te veré más, Señor.
–Tu ángel te hablará siempre de mí y te enseñará el camino
para que regreses a mi presencia, aunque yo siempre estaré a tu lado.
En ese instante, una gran paz reinaba en el cielo pero ya se
oían voces terrestres, y el niño presuroso repetía con lágrimas en sus ojitos
sollozando…
–¡Dios mío, si ya me voy dime su nombre! ¿Cómo se llama mi
ángel?
–Su nombre no importa, tú le dirás: MAMÁ.
Cuento de Hans Christian Andersen: La
pequeña cerillera
¡Qué frío hacía! Nevaba y comenzaba a
oscurecer; era la última noche del año, la noche de San Silvestre. Bajo aquel
frío y en aquella oscuridad, pasaba por la calle una pobre niña, descalza y con
la cabeza descubierta. Verdad es que al salir de su casa llevaba zapatillas,
pero, ¡de qué le sirvieron! Eran unas zapatillas que su madre había llevado
últimamente, y a la pequeña le venían tan grandes que las perdió al cruzar
corriendo la calle para librarse de dos coches que venían a toda velocidad. Una
de las zapatillas no hubo medio de encontrarla, y la otra se la había puesto un
mozalbete, que dijo que la haría servir de cuna el día que tuviese hijos.
Y así la pobrecilla andaba descalza
con los desnudos piececitos completamente amoratados por el frío. En un viejo
delantal llevaba un puñado de fósforos, y un paquete en una mano. En todo el
santo día nadie le había comprado nada, ni le había dado un mísero centavo;
volvíase a su casa hambrienta y medio helada, ¡y parecía tan abatida, la
pobrecilla! Los copos de nieve caían sobre su largo cabello rubio, cuyos
hermosos rizos le cubrían el cuello; pero no estaba ella para presumir.
En un ángulo que formaban dos casas –una más saliente que la otra–, se
sentó en el suelo y se acurrucó hecha un ovillo. Encogía los piececitos todo lo
posible, pero el frío la iba invadiendo, y, por otra parte, no se atrevía a
volver a casa, pues no había vendido ni un fósforo, ni recogido un triste
céntimo. Su padre le pegaría, además de que en casa hacía frío también; solo
los cobijaba el tejado, y el viento entraba por todas partes, pese a la paja y
los trapos con que habían procurado tapar las rendijas. Tenía las manitas casi
ateridas de frío. ¡Ay, un fósforo la aliviaría seguramente! ¡Si se atreviese a
sacar uno solo del manojo, frotarlo contra la pared y calentarse los dedos! Y
sacó uno: «¡ritch!». ¡Cómo chispeó y cómo quemaba! Dio una llama clara, cálida,
como una lucecita, cuando la resguardó con la mano; una luz maravillosa. Le
pareció a la pequeñuela que estaba sentada junto a una gran estufa de hierro,
con pies y campana de latón; el fuego ardía magníficamente en su interior, ¡y
calentaba tan bien! La niña alargó los pies para calentárselos a su vez, pero
se extinguió la llama, se esfumó la estufa, y ella se quedó sentada, con el
resto de la consumida cerilla en la mano.
Encendió otra, que, al arder y proyectar su luz sobre la pared, volvió a
esta transparente como si fuese de gasa, y la niña pudo ver el interior de una
habitación donde estaba la mesa puesta, cubierta con un blanquísimo mantel y
fina porcelana. Un pato asado humeaba deliciosamente, relleno de ciruelas y
manzanas. Y lo mejor del caso fue que el pato saltó fuera de la fuente y,
anadeando por el suelo con un tenedor y un cuchillo a la espalda, se dirigió
hacia la pobre muchachita. Pero en aquel momento se apagó el fósforo, dejando
visible tan solo la gruesa y fría pared.
Encendió la niña una tercera cerilla, y se encontró sentada debajo de un
hermosísimo árbol de Navidad. Era aún más alto y más bonito que el que viera la
última Nochebuena, a través de la puerta de cristales, en casa del rico
comerciante. Millares de velitas ardían en las ramas verdes, y de estas
colgaban pintadas estampas, semejantes a las que adornaban los escaparates. La
pequeña levantó los dos bracitos… y entonces se apagó el fósforo. Todas las
lucecitas se remontaron a lo alto, y ella se dio cuenta de que eran las
rutilantes estrellas del cielo; una de ellas se desprendió y trazó en el
firmamento una larga estela de fuego.
«Alguien se está muriendo» –pensó la niña, pues su abuela, la única
persona que la había querido, pero que estaba muerta ya, le había dicho:
–Cuando una estrella cae, un alma se eleva hacia Dios.
Frotó una nueva cerilla contra la pared; se iluminó el espacio inmediato,
y apareció la anciana abuelita, radiante, dulce y cariñosa.
–¡Abuelita! –exclamó la pequeña–. ¡Llévame, contigo! Sé que te irás
también cuando se apague el fósforo, del mismo modo que se fueron la estufa, el
asado y el árbol de Navidad.
Se apresuró a encender los fósforos que le quedaban, afanosa de no perder
a su abuela; y los fósforos brillaron con luz más clara que la del pleno día.
Nunca la abuelita había sido tan alta y tan hermosa; tomó a la niña en el brazo
y, envueltas las dos en un gran resplandor, henchidas de gozo, emprendieron el
vuelo hacia las alturas, sin que la pequeña sintiera ya frío, hambre ni miedo.
Estaban en la mansión de Dios Nuestro Señor.
Pero en el ángulo de la casa, la fría madrugada descubrió a la chiquilla, rojas las mejillas y la boca sonriente… Muerta, muerta de frío en la última noche del Año Viejo. La primera mañana del Nuevo Año iluminó el pequeño cadáver sentado con sus fósforos: un paquetito que parecía consumido casi del todo. «¡Quiso calentarse!», dijo la gente. Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni el esplendor con que, en compañía de su anciana abuelita, había subido a la gloria del Año Nuevo.
La inmortalidad de Hans Christian Andersen
Allá en el bosque había un abeto, lindo y pequeñito. Crecía en un buen sitio, le daba el sol y no le faltaba aire, y a su alrededor se alzaban muchos compañeros
mayores, tanto abetos como pinos.
Pero el pequeño abeto sólo suspiraba por crecer; no le importaban el calor del sol ni el frescor del aire, ni atendía a los niños de la aldea, que recorrían el bosque en busca de fresas y frambuesas, charlando y correteando. A veces llegaban con un puchero lleno de los frutos recogidos, o con las fresas ensartadas en una paja, y, sentándose junto al menudo abeto, decían: «¡Qué pequeño y qué lindo es!». Pero el arbolito se enfurruñaba al oírlo.
Al año siguiente había ya crecido bastante, y lo mismo al otro año, pues en los abetos
puede verse el número de años que tienen por los círculos de su tronco.
«¡Ay!, ¿por qué no he de ser yo tan alto como los demás? –suspiraba el arbolillo–. Podría desplegar las ramas todo en derredor y mirar el ancho mundo desde la copa. Los pájaros harían sus nidos entre mis ramas, y cuando soplara el viento, podría mecerlas e inclinarlas con la distinción y elegancia de los otros».
Le eran indiferentes la luz del sol, las aves y las rojas nubes que, a la mañana y al
atardecer, desfilaban en lo alto del cielo.
Cuando llegaba el invierno, y la nieve cubría el suelo con su rutilante manto blanco, muy a menudo pasaba una liebre, en veloz carrera, saltando por encima del arbolito. ¡Lo que se enfadaba el abeto! Pero transcurrieron dos inviernos más y
el abeto había crecido ya bastante para que la liebre hubiese de desviarse y
darle la vuelta. «¡Oh, crecer, crecer, llegar a ser muy alto y a contar años y
años: esto es lo más hermoso que hay en el mundo!», pensaba el árbol.
En otoño se presentaban indefectiblemente los leñadores y cortaban algunos de los árboles más corpulentos. La cosa ocurría todos los años, y nuestro joven abeto, que estaba ya bastante crecido, sentía entonces un escalofrío de horror, pues los
magníficos y soberbios troncos se desplomaban con estridentes crujidos y gran
estruendo. Los hombres cortaban las ramas, y los árboles quedaban desnudos,
larguiruchos y delgados; nadie los habría reconocido. Luego eran cargados en
carros arrastrados por caballos, y sacados del bosque.
¿Adónde iban? ¿Qué suerte les aguardaba?
En primavera, cuando volvieron las golondrinas y las cigüeñas, les preguntó el
abeto:
–¿No saben adónde los llevaron ¿No los han visto en alguna parte?
Las golondrinas nada sabían, pero la cigüeña adoptó una actitud cavilosa y,
meneando la cabeza, dijo:
–Sí, creo que sí. Al venir de Egipto, me crucé con muchos barcos nuevos, que tenían mástiles espléndidos. Juraría que eran ellos, pues olían a abeto. Me dieron
muchos recuerdos para ti. ¡Llevan tan alta la cabeza, con tanta altivez!
–Ah! ¡Ojalá fuera yo lo bastante alto para poder cruzar los mares! Pero, ¿qué es el mar, y qué aspecto tiene?
–¡Sería muy largo de contar! –exclamó la cigüeña, y se alejó.
–Alégrate de ser joven –decían los rayos del sol–; alégrate de ir creciendo sano y robusto, de la vida joven que hay en ti.
Y el viento le prodigaba sus besos, y el rocío vertía sobre él sus lágrimas, pero el abeto no lo comprendía.
Al acercarse las Navidades eran cortados árboles jóvenes, árboles que ni siquiera alcanzaban la talla ni la edad de nuestro abeto, el cual no tenía un momento de quietud ni reposo; le consumía el afán de salir de allí. Aquellos arbolitos –y eran
siempre los más hermosos– conservaban todo su ramaje; los cargaban en carros
tirados por caballos y se los llevaban del bosque.
«¿Adónde irán éstos? –se preguntaba el abeto–. No son mayores que yo; uno es incluso más bajito. ¿Y por qué les dejan las ramas? ¿Adónde van?».
–¡Nosotros lo sabemos, nosotros lo sabemos! –piaron los gorriones–. Allá, en la ciudad, hemos mirado por las ventanas. Sabemos adónde van. ¡Oh! No puedes imaginarte el esplendor y la magnificencia que les esperan. Mirando a través de los cristales vimos árboles plantados en el centro de una acogedora habitación, adornados con los objetos más preciosos: manzanas doradas, pastelillos, juguetes y centenares de velitas.
–¿Y después? –preguntó el abeto, temblando por todas sus ramas–. ¿Y después? ¿Qué sucedió después?
–Ya no vimos nada más. Pero es imposible pintar lo hermoso que era.
–¿Quién sabe si estoy destinado a recorrer también tan radiante camino? –exclamó gozoso el abeto–. Todavía es mejor que navegar por los mares. Estoy impaciente por que llegue Navidad. Ahora ya estoy tan crecido y desarrollado como los que se llevaron el año pasado. Quisiera estar ya en el carro, en la habitación calentita, con todo aquel esplendor y magnificencia. ¿Y luego? Porque claro está que luego vendrá algo aún mejor, algo más hermoso. Si no, ¿por qué me
adornarían tanto? Sin duda me aguardan cosas aún más espléndidas y soberbias.
Pero, ¿qué será? ¡Ay, qué sufrimiento, qué anhelo! Yo mismo no sé lo que me
pasa.
–¡Gózate con nosotros! –le decían el aire y la luz del sol goza de tu lozana juventud bajo el cielo abierto.
Pero él permanecía insensible a aquellas bendiciones de la Naturaleza. Seguía
creciendo, sin perder su verdor en invierno ni en verano, aquel su verdor
oscuro. Las gentes, al verlo, decían: «¡Hermoso árbol!».. Y he ahí que, al
llegar Navidad, fue el primero que cortaron. El hacha se hincó profundamente en
su corazón; el árbol se derrumbó con un suspiro, experimentando un dolor y un
desmayo que no lo dejaron pensar en la soñada felicidad. Ahora sentía tener que
alejarse del lugar de su nacimiento, tener que abandonar el terruño donde había
crecido. Sabía que nunca volvería a ver a sus viejos y queridos compañeros, ni
a las matas y flores que lo rodeaban; tal vez ni siquiera a los pájaros. La
despedida no tuvo nada de agradable.
El árbol no volvió en sí hasta el momento de ser descargado en el patio junto con otros, y entonces oyó la voz de un hombre que decía:
–¡Ese es magnífico! Nos quedaremos con él.
Y se acercaron los criados vestidos de gala y transportaron el abeto a una hermosa y espaciosa sala. De todas las paredes colgaban cuadros, y junto a la gran estufa de azulejos había grandes jarrones chinos con leones en las tapas; había también mecedoras, sofás de seda, grandes mesas cubiertas de libros ilustrados y juguetes, que a buen seguro valdrían cien veces cien escudos; por lo menos eso decían los niños. Hincaron el abeto en un voluminoso barril lleno de arena,
pero no se veía que era un barril, pues de todo su alrededor pendía una tela
verde, y estaba colocado sobre una gran alfombra de mil colores. ¡Cómo temblaba
el árbol! ¿Qué vendría luego?
Criados y señoritas corrían de un lado para otro y no se cansaban de colgarle adornos y más adornos. En una rama sujetaban redecillas de papeles coloreados; en otra, confites y caramelos; colgaban manzanas doradas y nueces, cual si fuesen frutos del árbol, y ataron a las ramas más de cien velitas rojas, azules y blancas.
Muñecas que parecían personas vivientes –nunca había visto el árbol cosa
semejante– flotaban entre el verdor, y en lo más alto de la cúspide centelleaba
una estrella de metal dorado. Era realmente magnífico, increíblemente
magnífico.
–Esta noche –decían todos–, esta noche sí que brillará.
«¡Oh! –pensaba el árbol–, ¡ojalá fuese ya de noche! ¡Ojalá encendiesen pronto las luces! ¿Y qué sucederá luego? ¿Acaso vendrán a verme los árboles del bosque? ¿Volarán los gorriones frente a los cristales de las ventanas? ¿Seguiré aquí todo el verano y todo el invierno, tan primorosamente adornado?».
Creía estar enterado, desde luego; pero de momento era tal su impaciencia, que sufría fuertes dolores de corteza, y para un árbol el dolor de corteza es tan malo
como para nosotros el de cabeza.
Al fin encendieron las luces. ¡Qué brillo y magnificencia! El árbol temblaba de
emoción por todas sus ramas; tanto, que una de las velitas prendió fuego al
verde. ¡Y se puso a arder de verdad!
–¡Dios nos ampare! –exclamaron las jovencitas, corriendo a apagarlo. El árbol tuvo que esforzarse por no temblar. ¡Qué fastidio! Le disgustaba perder algo de su
esplendor; todo aquel brillo lo tenía como aturdido. He aquí que entonces se
abrió la puerta de par en par, y un tropel de chiquillos se precipitó en la
sala, que no parecía sino que iban a derribar el árbol; les seguían, más
comedidas, las personas mayores. Los pequeños se quedaron clavados en el suelo,
mudos de asombro, aunque sólo por un momento; enseguida se reanudó el alborozo; gritando con todas sus fuerzas, se pusieron a bailar en torno al árbol, del que fueron descolgándose uno tras otro los regalos.
«¿Qué hacen? –pensaba el abeto–. ¿Qué ocurrirá ahora?».
Las velas se consumían, y al llegar a las ramas eran apagadas. Y cuando todas quedaron extinguidas, se dio permiso a los niños para que se lanzasen al saqueo del árbol. ¡Oh, y cómo se lanzaron! Todas las ramas crujían; de no haber estado
sujeto al techo por la cúspide con la estrella dorada, seguramente lo habrían
derribado.
Los chiquillos saltaban por el salón con sus juguetes, y nadie se preocupaba ya del árbol, aparte la vieja ama, que, acercándose a él, se puso a mirar por entre
las ramas. Pero sólo lo hacía por si había quedado olvidado un higo o una
manzana.
–¡Un cuento, un cuento! –gritaron de pronto, los pequeños, y condujeron hasta el abeto a un hombre bajito y rollizo.
El hombre se sentó debajo de la copa.
–Pues así estamos en el bosque –dijo–, y el árbol puede sacar provecho, si escucha. Pero os contaré sólo un cuento y no más. ¿Prefieren el de Ivede–Avede o el de Klumpe–Dumpe, que se cayó por las escaleras y, no obstante, fue ensalzado y obtuvo a la princesa? ¿Qué os parece? Es un cuento muy bonito.
–¡Ivede–Avede! –pidieron unos, mientras los otros gritaban–: ¡Klumpe–Dumpe!
¡Menudo griterío y alboroto se armó! Sólo el abeto permanecía callado, pensando: «¿y yo, no cuento para nada? ¿No tengo ningún papel en todo esto?». Claro que tenía un papel, y bien que lo había desempeñado.
El hombre contó el cuento de Klumpe–Dumpe, que se cayó por las escaleras y, sin embargo, fue ensalzado y obtuvo a la princesa. Y los niños aplaudieron, gritando: «¡Otro, otro!». Y querían oír también el de Ivede–Avede, pero tuvieron que contentarse con el de Klumpe–Dumpe. El abeto seguía silencioso y pensativo; nunca las aves del bosque habían contado una cosa igual. «Klumpe–Dumpe se cayó por las escaleras y, con todo, obtuvo a la princesa. De modo que así va el mundo» –pensó, creyendo que el relato era verdad, pues el narrador era un hombre muy afable–. Quién sabe. Tal vez yo me caiga también por las escaleras y gane a una princesa». Y se alegró ante la idea de que al día siguiente volverían a colgarle luces y juguetes, oro y frutas.
«Mañana no voy a temblar –pensó–. Disfrutaré al verme tan engalanado. Mañana volveré a escuchar la historia de KlumpeDumpe, y quizá, también la de Ivede–Avede». Y el árbol se pasó toda la noche silencioso y sumido en sus pensamientos.
Por la mañana se presentaron los criados y la muchacha.
«Ya empieza otra vez la fiesta», pensó el abeto. Pero he aquí que lo sacaron de la
habitación y, arrastrándolo escaleras arriba, lo dejaron en un rincón oscuro,
al que no llegaba la luz del día.
«¿Qué significa esto? –se preguntó el árbol–. ¿Qué voy a hacer aquí? ¿Qué es lo que voy a oír desde aquí?». Y, apoyándose contra la pared, venga cavilar y más
cavilar. Y por cierto que tuvo tiempo sobrado, pues iban transcurriendo los
días y las noches sin que nadie se presentara; y cuando alguien lo hacía, era
sólo para depositar grandes cajas en el rincón. El árbol quedó completamente
ocultado; ¿era posible que se hubieran olvidado de él?
«Ahora es invierno allá fuera –pensó–. La tierra está dura y cubierta de nieve; los
hombres no pueden plantarme; por eso me guardarán aquí, seguramente hasta la
primavera. ¡Qué considerados son, y qué buenos! ¡Lástima que sea esto tan
oscuro y tan solitario! No se ve ni un mísero lebrato. Bien considerado, el
bosque tenía sus encantos, cuando la liebre pasaba saltando por el manto de
nieve; pero entonces yo no podía soportarlo. ¡Esta soledad de ahora sí que es
terrible!».
«Pip, pip», murmuró un ratoncillo, asomando quedamente, seguido a poco de otro; y, husmeando el abeto, se ocultaron entre sus ramas.
–¡Hace un frío de espanto! –dijeron–. Pero aquí se está bien. ¿Verdad, viejo abeto?
–¡Yo no soy viejo! –protestó el árbol–. Hay otros que son mucho más viejos que yo.
–¿De dónde vienes? ¿Y qué sabes? –preguntaron los ratoncillos. Eran terriblemente curiosos–. Háblanos del más bello lugar de la Tierra. ¿Has estado en él? ¿Has estado en la despensa, donde hay queso en los anaqueles y jamones colgando del techo, donde se baila a la luz de la vela y donde uno entra flaco y sale gordo?
–No lo conozco –respondió el árbol–; pero, en cambio, conozco el bosque, donde brilla el sol y cantan los pájaros–. Y les contó toda su infancia; y los ratoncillos,
que jamás oyeran semejantes maravillas, lo escucharon y luego exclamaron:
–¡Cuántas cosas has visto! ¡Qué feliz has sido!
–¿Yo? –replicó el árbol; y se puso a reflexionar sobre lo que acababa de contarles–. Sí; en el fondo, aquéllos fueron tiempos dichosos.
Pero a continuación les relató la Nochebuena, cuando lo habían adornado con dulces y velillas.
–¡Oh! –repitieron los ratones–, ¡y qué feliz has sido, viejo abeto!
–¡Digo que no soy viejo! –repitió el árbol–. Hasta este invierno no he salido del bosque. Estoy en lo mejor de la edad, sólo que he dado un gran estirón.
–¡Y qué bien sabes contar! –prosiguieron los ratoncillos; y a la noche siguiente volvieron con otros cuatro, para que oyesen también al árbol; y éste, cuanto más contaba, más se acordaba de todo y pensaba: «La verdad es que eran tiempos agradables aquéllos. Pero tal vez volverán, tal vez volverán. Klumpe–Dumpe se cayó por las escaleras y, no obstante, obtuvo a la princesa; quizás yo también consiga una».
Y, de repente, el abeto se acordó de un abedul lindo y pequeñín de su bosque;
para él era una auténtica y bella princesa.
–¿Quién es Klumpe–Dumpe? –preguntaron los ratoncillos. Entonces el abeto les narró toda la historia, sin dejarse una sola palabra; y los animales, de puro gozo, sentían ganas de trepar hasta la cima del árbol. La noche siguiente acudieron en mayor número aún, y el domingo se presentaron incluso dos ratas; pero a éstas el
cuento no les pareció interesante, lo cual entristeció a los ratoncillos, que
desde aquel momento lo tuvieron también en menos.
–¿Y no sabe usted más que un cuento? –inquirieron las ratas.
–Sólo sé éste –respondió el árbol–. Lo oí en la noche más feliz de mi vida; pero
entonces no me daba cuenta de mi felicidad.
–Pero si es una historia la mar de aburrida. ¿No sabe ninguna de tocino y de velas de sebo? ¿Ninguna de despensas?
–No –confesó el árbol.
–Entonces, muchas gracias –replicaron las ratas, y se marcharon a reunirse con sus congéneres.
Al fin, los ratoncillos dejaron también de acudir, y el abeto suspiró: «¡Tan agradable como era tener aquí a esos traviesos ratoncillos, escuchando mis relatos! Ahora no tengo ni eso. Cuando salga de aquí, me resarciré del tiempo perdido».
Pero ¿iba a salir realmente? Pues sí; una buena mañana se presentaron unos hombres y comenzaron a rebuscar por el desván. Apartaron las cajas y sacaron el árbol al exterior. Cierto que lo tiraron al suelo sin muchos miramientos, pero un criado lo arrastró hacia la escalera, donde brillaba la luz del día.
«¡La vida empieza de nuevo!», pensó el árbol, sintiendo en el cuerpo el contacto del aire fresco y de los primeros rayos del sol; estaba ya en el patio. Todo sucedía muy rápidamente; el abeto se olvidó de sí mismo: ¡había tanto que ver a su
alrededor! El patio estaba contiguo a un jardín, que era una ascua de flores; las
rosas colgaban, frescas o fragantes, por encima de la diminuta verja; estaban
en flor los tilos, y las golondrinas chillaban, volando: «¡Quirrevirrevit, ha
vuelto mi hombrecito!». Pero no se referían al abeto.
«¡Ahora a vivir!», pensó éste alborozado, y extendió sus ramas. Pero, ¡ay!, estaban secas y amarillas; y allí lo dejaron entre hierbajos y espinos. La estrella de oropel
seguía aún en su cúspide, y relucía a la luz del sol.
En el patio jugaban algunos de aquellos alegres muchachuelos que por Nochebuena estuvieron bailando en torno al abeto y que tanto lo habían admirado. Uno de ellos se le acercó corriendo y le arrancó la estrella dorada.
–¡Miren lo que hay todavía en este abeto, tan feo y viejo! –exclamó, subiéndose por las ramas y haciéndolas crujir bajo sus botas.
El árbol, al contemplar aquella magnificencia de flores y aquella lozanía del jardín y compararlas con su propio estado, sintió haber dejado el oscuro rincón del
desván. Recordó su sana juventud en el bosque, la alegre Nochebuena y los ratoncillos que tan a gusto habían escuchado el cuento de Klumpe–Dumpe.
«¡Todo pasó, todo pasó! –dijo el pobre abeto–. ¿Por qué no supe gozar cuando era tiempo? Ahora todo ha terminado».
Vino el criado, y con un hacha cortó el árbol a pedazos, formando con ellos un montón de leña, que pronto ardió con clara llama bajo el gran caldero. El abeto
suspiraba profundamente, y cada suspiro semejaba un pequeño disparo; por eso
los chiquillos, que seguían jugando por allí, se acercaron al fuego y,
sentándose y contemplándolo, exclamaban: «¡Pif, paf!». Pero a cada estallido,
que no era sino un hondo suspiro, pensaba el árbol en un atardecer de verano en
el bosque o en una noche de invierno, bajo el centellear de las estrellas; y
pensaba en la Nochebuena y en KlumpeDumpe, el único cuento que oyera en su vida y que había aprendido a contar.
Y así hasta que estuvo del todo consumido.
Los niños jugaban en el jardín, y el menor de todos se había prendido en el pecho la estrella dorada que había llevado el árbol en la noche más feliz de su
existencia. Pero aquella noche había pasado, y, con ella, el abeto y también el
cuento: ¡adiós, adiós! Y éste es el destino de todos los cuentos.
Érase una vez una niña a la que se le habían muerto el padre y la madre, y era tan pobre que ya no tenía siquiera una casa en la que vivir ni una cuna en la que dormir, ni ninguna otra cosa más que la ropa que llevaba puesta y un pedacito de pan en la mano que le había dado un corazón compasivo. Pero era buena y piadosa. Y, como todo el mundo la había abandonado, echó a andar hacia el campo confiando en Dios. Entonces se encontró con un hombre pobre que le dijo:
—¡Ay! Dame algo de comer, que tengo mucha hambre.
Ella le dio todo el pedacito de pan y dijo:
—Que Dios te lo bendiga —y continuó su camino.
Entonces llegó un niño lloriqueando y le dijo:
—Tengo mucho frío en la cabeza, dame algo con que cubrirme.
Ella se quitó el gorro y se lo dio. Y no había dado más que unos pasitos cuando se le acercó otro niño que no tenía camisa y se estaba helando; entonces ella le dio la suya, y aún más, otro le pidió la saya y ella también se la dio. Finalmente llegó a un bosque y ya se había hecho de noche, entonces llegó otro y le pidió una muda, y la buena niña pensó: «La noche está oscura, no te ve nadie, seguro que puedes darle tu muda», y se la quitó y también se la dio. Y estando así, sin tener ya nada más, de repente empezaron a caer estrellas del cielo, y eran un montón de táleros, macizos y relucientes, y, aunque había dado hasta su muda, tenía una nueva, y era del lino más fino. Entonces recogió los táleros y fue rica el resto de su vida.
Imagen destacada del post: de S. Hermann & F. Richter en Pixabay
Escritores que escribían con pluma estilográfica
me encanto esta muy bonito
De verdad que muchísimas gracias por este tremendo listado un top 100 de libros que redactan la Navidad sobre todos los cuentos navideños que podemos leer en casa en el sofá al lado de nuestros niños de verdad que gracias por este tremendo aporte
Estos cuentos hasta ahora los he disfrutado mucho. Gracias
Buenas sujerencias
Yo he contado 45. No sabía que cien es sinónimo de recopilación.
Es una selección que va aumentando conforme encontramos textos dignos de estar ahí. Es una sección que tiene a sus espaldas muchas horas de trabajo. Llegaremos a cien, antes o después.
Quizá cambiando el número del título con cada nueva incorporación…
Antes de final de año os envío uno por esta vía que no he visto en vuestro listado. Pero tengo que encontrarlo que no quiero tener que copiarlo.
Muy bien.
Saludos
Quizá cambiando el título de la entrada a medida que avanza la colección: 45/100, 47 de 100.
Y qué ocurrirá cuando se supere esa cifra, ¿vais a borrar alguno para mantener el cien? ¿U os vais a negar a incorporar alguna joya que aparezca llegado ese momento?
Me gustará aportar un cuento que no he visto en el listado para ayudar a alcanzar el centenar. Espero hacerlo antes del nuevo año. Antes, he de encontrarlo por Internet. Recuerdo el título. A ver si me acuerdo de buscarlo.
Saludos y felices fiestas.