Los mejores microrrelatos de los mejores autores

Tras la sección de cuentos de Navidad, damos paso a los microrrelatos, minicuentos, ficciones bonsái, cuentos ultrabreves, llamadlos como queráis. En esta página vamos a ir recopilando algunos de los mejores microrrelatos de los mejores autores que cultivaron (o cultivan el género). Hay piezas narrativas de diversa naturaleza, temática y estilo, pero creemos que todas ellas pueden ser de vuestro interés. Algunos de los textos son famosos y otros, no tanto. En cualquier caso, leerlos será un placer.

No solo encontrarás aquí meritorios ejemplos de microrrelatos: iremos aderezando esta sección con algunas píldoras teóricas sobre el género del microrrelato, en formato texto, podcast o vídeo.

Estos son los autores de los cuentos mínimos aquí publicados: Pedro Orgambide, Andrea Bocconi, Richard Francis Burton, I.A. Ireland, Alfonso Reyes, Emilio Gavilanes, Miguel Saiz, Soledad Castro, Chuang Tzu, José Leandro Urbina, Julio Cortázar, Voltaire, Luisa Valenzuela, José de la Colina, Antonio Muñoz Molina, Dalton Trevisan, Triunfo Arciniegas, Miguel A. Zapata, Manuel Peyrou, Robert Hass, Iván Teruel Cáceres, Jorge Luis Borges, Augusto Monterroso, Macedonio Fernández, Juan José Millás, Salvador Elizondo, Julio Torri, Alejandro Jodorowsky, Virgilio Piñera, Ana María Matute, Thomas Bernhard, Ignacio Aldecoa, Ana María Shua, Mario Benedetti, Fernando Pessoa, David Lagmanovich, Julio Ardiles Grey, Antonio Flores Schroeder, Pilar Galán, Eugenio Mandriani, Antonio di Benedetto, Gustavo Sainz, Guillermo Cabrera Infante, Elías Moro, Elena García de Paredes, Óscar Sipán, Julia Otxoa, Ambrose Bierce, Marco Denevi, Ramón Gómez de la Serna, Ángel Olgoso, Antón Chéjov, Francisco Rodríguez Criado, Paz Monserrat Revillo, Franz Kafka, Juan José Arreola, Ednodio Quintero, Idries Shah, Raúl Brasca, Anthony de Mello, Andrés Neuman, Pedro de Miguel, Juan Ramón Santos, Vicente Huidobro, Mónica Lavín, Gabriel García Márquez, Hipólito G. Navarro, Adolfo Bioy Casares.

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Pero, antes que nada, quizá convenga contextualizar y explicar, aunque sea a grandes rasgos, de qué hablamos cuando hablamos de los microrrelatos. Empecemos por definir qué es un microrrelato.

¿Qué es un microrrelato?

En esta página se hace pertinente explicar qué es en esencia un microrrelato? Lo diré sin más preámbulos: Un microrrelato es una narración breve, muy breve, casi esquemática, que cuenta una historia de manera condensada, casi esquemática, aligerada de todo ornamento y de toda reiteración argumental. Un microrrelato ha de ser un texto ficcional y narrativo.

¿Qué no es un microrrelato?

En su ensayo El microrrelato, teoría e historia, el narrador y ensayista argentino David Lagmanovich nos alerta de que existen ciertas piezas de minificción que no son narrativas y que, por tanto, no pueden ser consideradas microrrelatos. Él menciona los aforismos, los grafitis (al menos muchos de ellos), los haikus japoneses (esos poemas de 17 sílabas repartidos en tres versos de 5, 7 y 5) y ciertas piezas teatrales muy breves que están destinadas a ser representadas en el escenario.

El mejor microrrelato de la Historia

¿Cómo escribir un microrrelato?

Hay que escribir microrrelatos desde la economía del lenguaje, empleando la elipsis y rechazando ciertos recursos que están permitidos en otros géneros más caudalosos, como la novela o el cuento.

Para bien o para mal, la brevedad impone sus normas en este género. La brevedad en el microrrelato es, por si hiciera falta decirlo, determinante. Nos va a obligar a escribir desde la renuncia. Debemos hacerlo con tal esmero que las carencias de las que partimos no perjudiquen el resultado final.

El objetivo es hacer válida la cita “Menos es más” que se puso de moda con el Movimiento Bauhaus. Y esa economía de medios redundará, como no puede ser de otra manera, en el contenido. Así las cosas, estamos obligados a eliminar todo aquello que es superfluo.

¿Pero qué entendemos por “superfluo”? ¿A qué llamamos “breve”? ¿Qué extensión debe tener un texto narrativo para que pueda ser considerado un microrrelato? ¿Un cuento de cuatro páginas es un microrrelato?

Veamos: debemos considerar superflua toda información que no sea estrictamente necesaria en la exposición de nuestra historia.

Respecto a la brevedad, la extensión propia de un microrrelato no está delimitada matemáticamente. No se ha concretado por ley una cifra exacta de palabras o de líneas a partir de las cuales el texto narrativo deja de ser un microrrelato. No obstante, se da por válido que un folio podría ser la extensión límite. Algunos, en un ejercicio de flexibilidad, aceptan el folio y medio y otros, incluso dos. Pero aquí corremos el riesgo de traspasar las fronteras (no escritas) del microrrelato para adentrarnos en los territorios del cuento breve.

Si queréis, podéis comprobar que las bases de muchos concursos de microrrelatos rechazan textos que tengan más de 25 o 30 líneas. Así puedes, aun conscientes de que la extensión exigida es relativa, se suele dar por hecho que una pieza narrativa de estas características no debería sobrepasar, insistimos, la extensión de un folio (y, si lo hace, no demasiado).

Hay algunos textos canónicos, piezas muy conocidas,  que no llegan a las cinco líneas (“La tortuga y Aquiles”, de Augusto Monterroso, “El adivino”, de Jorge Luis Borges, o “Después de la guerra”, de Alejandro Jodorowsky.

Algunos se extienden hasta la mitad de un folio («Natación», de Virgilio Piñera«, «El niño al que se le murió el amigo», de Ana María Matute, o «Tren de la mañana», de Thomas Bernhard. Y otros se acerca (o alcanzan) el folio («La ley del péndulo», de Ignacio Aldecoa, «Los bomberos», de Mario Benedetti o «La escopeta» de Julio Ardiles Grey.

(Nota: todos estos ejemplos de microrrelatos están disponibles más abajo, en el apartado «Los mejores microrrelatos».

En fin, valga este acercamiento teórico al género del microrrelato. Espero que haya sido de tu agrado y, en caso de que aún no seas un lector empedernido del género, se te haya abierto el apetito.

¡Y ahora a disfrutar! Hay microrrelatos de todo tipo: de amor, de terror, humorísticos, anónimos, clásicos, modernos…. Según que encuentras lo que andas buscando.

Francisco Rodríguez Criado, escritor y corrector de estilo.

Los mejores microrrelatos. Numerosos ejemplos

La intrusa, un relato corto de Pedro Orgambide

Ella tuvo la culpa, señor Juez. Hasta entonces, hasta el día en que llegó, nadie se quejó de mi conducta. Puedo decirlo con la frente bien alta. Yo era el primero en llegar a la oficina y el último en irme. Mi escritorio era el más limpio de todos. Jamás me olvidé de cubrir la máquina de calcular, por ejemplo, o de planchar con mis propias manos el papel carbónico.

El año pasado, sin ir muy lejos, recibí una medalla del mismo gerente. En cuanto a ésa, me pareció sospechosa desde el primer momento. Vino con tantas ínfulas a la oficina. Además ¡qué exageración! recibirla con un discurso, como si fuera una princesa. Yo seguí trabajando como si nada pasara. Los otros se deshacían en elogios. Alguno deslumbrado, se atrevía a rozarla con la mano. ¿Cree usted que yo me inmuté por eso, Señor Juez? No. Tengo mis principios y no los voy a cambiar de un día para el otro. Pero hay cosas que colman la medida. La intrusa, poco a poco, me fue invadiendo. Comencé a perder el apetito. Mi mujer me compró un tónico, pero sin resultado. ¡Si hasta se me caía el pelo, señor, y soñaba con ella! Todo lo soporté, todo. Menos lo de ayer. “González -me dijo el Gerente- lamento decirle que la empresa ha decidido prescindir de sus servicios”. Veinte años, Señor Juez, veinte años tirados a la basura. Supe que ella fue con la alcahuetería. Y yo, que nunca dije una mala palabra, la insulté. Sí, confieso que la insulté, señor Juez, y que le pegué con todas mis fuerzas. Fui yo quien le dio con el fierro. Le gritaba y estaba como loco. Ella tuvo la culpa. Arruinó mi carrera, la vida de un hombre honrado, señor. Me perdí por una extranjera, por una miserable computadora, por un pedazo de lata, como quien dice.

Tranvía (Andrea Bocconi)

Por fin. La desconocida subía siempre en aquella parada. “Amplia sonrisa, caderas anchas… una madre excelente para mis hijos”, pensó. La saludó; ella respondió y retomó su lectura: culta, moderna.

Él se puso de mal humor: era muy conservador. ¿Por qué respondía a su saludo? Ni siquiera lo conocía.

Dudó. Ella bajó.

Se sintió divorciado: “¿Y los niños, con quién van a quedarse?”.

Minicuento de R.F. Burton: La obra y el poeta

El poeta hindú Tulsi Das, compuso la gesta de Hanuman y de su ejército de monos. Años después, un rey lo encarceló en una torre de piedra. En la celda se puso a meditar y de la meditación surgió Hanuman con su ejército de monos y conquistaron la ciudad e irrumpieron en la torre y lo libertaron.

Richard Francis Burton

La pluma (Antonio Fernández Molina)

Había escrito varias hojas de papel cuando advirtió que desde hacía un rato la pluma escribía con tinta roja. Siguió adelante y un poco después aquella tinta le pareció sangre. Y era sangre en efecto. Pero continuó porque tenía ideas felices y las palabras fluían con naturalidad. Así siguió hasta redondear lo escrito al tiempo de acabársele la sangre a la pluma y caer muerta entre sus dedos.

Minirrelato de I.A. Ireland: Final para un cuento fantástico

–¡Que extraño! –dijo la muchacha avanzando cautelosamente–. ¡Qué puerta más pesada!

La tocó, al hablar, y se cerró de pronto, con un golpe.

–¡Dios mío! –dijo el hombre–. Me parece que no tiene picaporte del lado de adentro. ¡Cómo, nos han encerrado a los dos!

–A los dos no. A uno solo –dijo la muchacha.

Pasó a través de la puerta y desapareció.

La elefanta, un microcuento de Alfonso Reyes

Los elefantes de un circo que llegaban a la ciudad de México se escaparon en la estación y, espantados con los pitos de las locomotoras, se echaron a correr por las calles, enfurecidos, haciendo destrozos. Un pobre señor salía con su mujer y su niña de alguna comida con amigos y traía su par de copas. Al pasar junto a él, a la elefanta le tiraron de la cola. El animal se volvió, lo levantó con la trompa, lo aplastó en el suelo y lo pisoteó. Me parece todavía más horrible el dolor de la viuda y la hija, porque no pueden ni contar de qué murió el pobre hombre. Si dicen “Lo mató una elefanta”, todo el mundo se echa a reír.

Cuento ultrabreve de Miguel Saiz: El globo

Mientras subía y subía, el globo lloraba al ver que se le escapaba el niño.

Microrrelato de Emilio Gavilanes: Sobre el abismo del mar

Siendo ya un anciano, Turgueniev recordó que de joven hizo una vez la travesía de Hamburgo a Inglaterra en un mercante en el que era el único pasajero, si exceptuamos una hembra de mono que un comerciante hamburgués le enviaba a su corresponsal en Londres. La mona iba encadenada y se pasaba el tiempo forcejeando con la cadena y gimiendo. Cuando el joven Turgueniev pasaba delante de ella, la pobre extendía hacia él su manita. Turgueniev se la tomaba y el animal dejaba de quejarse y se tranquilizaba. El mar y el viento se mantuvieron en calma durante todo el viaje y solo avanzaron porque el barco tenía un motor de vapor. A veces veían alguna foca que asomaba a la superficie y se volvía a zambullir sin conseguir remover el agua. El capitán, que constantemente escupía sobre el mar inmóvil, frustraba con monosílabos los intentos de entablar conversación del joven Turgueniev, que siempre acababa buscando la compañía de la monita. Esta le alargaba la mano y abandonaba su agitación. Se apoyaba en él y así permanecían horas, contemplando el mar. A veces Turgueniev sentía que él era la madre para aquella hembra.

Microcuento de Soledad Castro: Cinco minutos

Lía tiene amores de cinco minutos que comienzan con descubrir ese rostro en la masa anónima de algún subterráneo o en un café. Le lleva dos minutos enteros enamorarse perdidamente de esa mirada que no la ve. Durante el minuto de la locura se corporizan en su cabeza mil formas de irrumpir en esa vida sin destrozarle la magia. La siguiente fracción de segundo pasa ignota, mientras las ideas de conquista se van desvaneciendo.

A Lía le rompen el corazón en el último minuto, abandonando un café, bajándose del subterráneo, renunciando a la cola del banco, o simplemente con doblar la esquina.

Sueño de la mariposa (Chuang Tzu)

Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu.

Microcuento de José Leandro Urbina: Padre Nuestro que estás en el Cielo

Mientras el sargento interrogaba a su madre y su hermana, el capitán se llevó al niño, de una mano, a la otra pieza…

–¿Dónde está tu padre? –preguntó

–Está en el cielo –susurró él.

–¿Cómo? ¿Ha muerto? –preguntó asombrado el capitán.

–No –dijo el niño–. Todas las noches baja del cielo a comer con nosotros.

El capitán alzó la vista y descubrió la puertecilla que daba al entretecho.

Historia (Julio Cortázar)

Un cronopio pequeñito buscaba la llave de la puerta de calle en la mesa de luz, la mesa de luz en el dormitorio, el dormitorio en la casa, la casa en la calle. Aquí se detenía el cronopio, pues para salir a la calle precisaba la llave de la puerta.

Historias de cronopios y de famas 

Microrrelato de Anthony de Mello: Buscar en el lugar equivocado

Un vecino encontró a Nasruddin cuando éste andaba buscando algo de rodillas. «¿Qué andas buscando, Mullab?».

«Mi llave. La he perdido».

Y arrodillados los dos, se pusieron a buscar la llave perdida. Al cabo de un rato dijo el vecino: «¿Dónde la perdiste?». «En casa».

«¡Santo Dios! Y entonces, ¿por qué la buscas aquí?».

«Porque aquí hay más luz».

Minificción de Miguel A. Zapata: Finis mundi (o no)

El mecánico del universo se afana en arreglar el motor detenido del cosmos, devolviendo a su órbita habitual los dos planetas que han colisionado tras encallar sus superficies por un despiste en su giro. Pero un error al recolocar los ejes, ha hecho a los planetas invertir la dirección de su movimiento rotatorio. Ahora las consecuencias de los hechos anteceden a sus causas, y todo esto que cuento, en realidad, no ocurrirá ya nunca.

Microcuento de Manuel Peyrou: La confesión

En la primavera de 1232, cerca de Aviñón, el caballero Gontran D’Orville mató por la espalda al odiado conde Geoffroy, señor del lugar. Inmediatamente confesó que había vengado una ofensa, pues su mujer lo engañaba con el Conde.

Lo sentenciaron a morir decapitado, y diez minutos antes de la ejecución le permitieron recibir a su mujer, en la celda.

–¿Por qué mentiste? –preguntó Giselle D’Orville–. ¿Por qué me llenas de vergüenza? –Porque soy débil –repuso–. De este modo simplemente me cortarán la cabeza. Si hubiera confesado que lo maté porque era un tirano, primero me torturarían.

Comprar El estruendo de las rosas, de Manuel Peyrou 

Cuento corto de Robert Hass: Una historia sobre el cuerpo

El joven compositor, que trabajaba ese verano en una colonia de artistas, la había observado durante una semana. Ella era japonesa, pintora, tenía casi sesenta y él pensó que estaba enamorado de ella. Amaba su trabajo y su trabajo era como la forma en que ella movía su cuerpo, usaba sus manos, lo miraba a los ojos cuando daba respuestas divertidas y consideradas a las preguntas de él.

Una noche, volviendo de un concierto, llegaron hasta la puerta de su casa y ella se volvió hacia él y dijo: «Creo que te gustaría tenerme. También a mí, pero debo decirte que he sufrido una doble mastectomía». Y cómo él no entendía, aclaró: «He perdido mis dos pechos».

La radiante sensación que él había llevado consigo en su estómago y en la cavidad de su pecho –como música– se marchitó de pronto y él se obligó a mirarla mientras decía «Lo siento. Creo que no podría».

Volvió a su propia cabaña a través de los pinos, y a la mañana se encontró un pequeño recipiente azul en el porche. Parecía estar lleno de pétalos de rosa, pero cuando lo levantó, vio que los pétalos de rosa estaban arriba; el resto del bol –ella las había barrido, seguramente, de los rincones de su estudio– estaba lleno de abejas muertas.

Minificción (sudden fiction) recomendada por Ana María Shua en Cómo escribir un microrrelato.

Microrrelato de Voltaire: El enigma

El gran mago planteó esta cuestión:

–¿Cuál es, de todas las cosas del mundo, la más larga y la más corta, la más rápida y la más lenta, la más divisible y la más extensa, la más abandonada y la más añorada, sin la cual nada se puede hacer, devora todo lo que es pequeño y vivifica todo lo que es grande?

Microrrelato de Voltaire
Voltaire

Le tocaba hablar a Itobad. Contestó que un hombre como él no entendía nada de enigmas y que era suficiente con haber vencido a golpe de lanza. Unos dijeron que la solución del enigma era la fortuna, otros la tierra, otros la luz. Zadig consideró que era el tiempo.

–Nada es más largo, agregó, ya que es la medida de la eternidad; nada es más breve ya que nunca alcanza para dar fin a nuestros proyectos; nada es más lento para el que espera; nada es más rápido para el que goza. Se extiende hasta lo infinito, y hasta lo infinito se subdivide; todos los hombres le descuidan y lamentan su pérdida; nada se hace sin él; hace olvidar todo lo que es indigno de la posteridad, e inmortaliza las grandes cosas.

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Microrrelato de Voltaire: Fábula hindú (en podcast)

Minificción de Óscar Sipán: Montañeros

Mi padre desapareció hace veinte años, en la ascensión al Nanga Parbat. He sentido emoción, vértigo y furia al encontrarlo en una grieta de la cara norte, sin una arruga, más joven que yo.

Creo que voy a matarle.

Microrrelato de Luisa Valenzuela: Narcisa

Como quien mira por la ventana del bar, miro la ventana. El tipo que me ve desde afuera entra para interpelarme.

–Me gustás.

–Lo mismo digo.

–¿Yo también te gusto?

–Nada de eso, me gusto yo. Me estaba mirando en el reflejo.

La culta dama (José de la Colina)

Le pregunté a la culta dama si conocía el cuento de Augusto Monterroso titulado “El dinosaurio“.

-Ah, es una delicia -me respondió-, ya estoy leyéndolo.

Historia mínima de Antonio Muñoz Molina: Confesión del vampiro inmunodeficiente

Al comprobar que el crucifijo era inútil, esgrimió ante mí, también en vano, un certificado médico.

Historia corta de Dalton Trevisan: Amputaciones

Por haber jugado con el ventilador, la niña tiene la punta amputada del meñique.

Desde entonces las tres muñecas, de castigo, tienen el mismo dedo cortado con tijeras.

Microrrelato de Elías Moro: Conversación

La maté porque habló más de la cuenta, siempre hablaba más de la cuenta.

–¿Tú me quieres?, me preguntó.

–Sí, le dije, con toda mi alma.

–¿Y harías lo que fuera por mí?, insistió.

–Por supuesto, contesté.

Si nos hubiéramos quedado ahí… Pero no, ya le digo que no podía estarse callada.

–¡Qué ganas tengo de morirme!, comentó al rato como de pasada.

Y yo, su señoría, no he sido nunca capaz de negarle ningún deseo.

Cuento ultracorto de Elena García de Paredes: Variación sobre un episodio apócrifo

Mientras Romeo arrasaba Verona con sus primos, castigando barras, trajinándose taberneras y ensartando jaraneros de poca monta en su espada, Julieta esperaba en su torreón. Confinada día y noche, Julieta suspiraba pálidamente, y para sobreponerse a tanta espera, leía libros prohibidos (Beauvoir, Rich, Firestone, Jardine…) que no debía leer una señorita, robados de la biblioteca de su padre por su fiel ama.

Romeo llegó al pie del torreón después de mucho tiempo y de todas las tabernas de Verona. Buscaba, ansioso, sin encontrarlas, la larguísima cabellera de su amada junto a la piedra, para poder subir a sus aposentos.

Julieta ya se había cortado el pelo. A lo garçon.

Pequeño mío (cuento de Triunfo Arciniegas)

Al afeitarse esa mañana descubrió que tenía cara de gato: se erizó. La espantosa imagen lo persiguió durante el día, en cada pausa del trabajo: los ojos claros de dilatadas pupilas, los bigotes enhiestos, las orejas puntiagudas, y su grito, su propio grito, que le descubrió un par de pequeños y finos colmillos. En la noche, sobre el cuerpo jadeante de la mujer, maulló: tuvo sueños horribles con ratas y perros y otras bestias. Al despertar se deslizó entre las sábanas, lamió los tobillos blancos y dulces y luego, perezoso, mientras los dedos de sangrientas uñas le recorrían el lomo, bebió la leche que la mujer le trajo en el platito.

Triunfo Arciniegas, Noticias de la niebla, Ediciones Gato Negro

Cuántos amaneceres nos quedan (Iván Teruel Cáceres)

Salgo al balcón y veo a mi padre acodado en la barandilla, fumando. Sus ojos se encuentran más allá del paisaje que tiene enfrente. Quizás en los recuerdos. Yo también he estado buscando recuerdos. Recuerdos y sentimientos. Pero sobre todo palabras. Palabras que definan contornos. Había creído encontrarlas mientras venía hacia aquí: todo parece más fácil cuando está a la espera de cristalizar. Y sin embargo, cuando me decido a hablarle solo consigo pedirle un cigarrillo. Yo, que llevo casi cinco años sin fumar. A mi padre, que me acaba de llamar para decirme que le han diagnosticado cáncer de pulmón.

La descripción de los personajes en un microrrelato


Un sueño (Jorge Luis Borges)

En un desierto lugar del Irán hay una no muy alta torre de piedra, sin puerta ni ventana. En la única habitación (cuyo piso es de tierra y que tiene la forma de círculo) hay una mesa de maderas y un banco. En esa celda circular, un hombre que se parece a mí escribe en caracteres que no comprendo un largo poema sobre un hombre que en otra celda circular escribe un poema sobre un hombre que en otra celda circular… El proceso no tiene fin y nadie podrá leer lo que los prisioneros escriben.

El espejo que no podía dormir (Augusto Monterroso)

Había una vez un espejo de mano que cuando se quedaba solo y nadie se veía en él se sentía de lo peor, como que no existía, y quizá tenía razón; pero los otros espejos se burlaban de él, y cuando por las noches los guardaban en el mismo cajón del tocador dormían a pierna suelta satisfechos, ajenos a la preocupación del neurótico.

Microrrelato de Macedonio Fernández: Tres cocineros y un huevo frito

Hay tres cocineros en un hotel; el primero llama al segundo y le dice: “Atiéndeme ese huevo frito; debe ser así: no muy pasado, regular sal, sin vinagre”; pero a este segundo viene su mujer a decir que le han robado la cartera, por lo que se dirige al tercero: “Por favor, atiéndeme este huevo frito que me encargó Nicolás y deber ser así y así” y parte a ver cómo le habían robado a su mujer.

Como el primer cocinero no llega, el huevo está hecho y no se sabe a quién servirlo; se le encarga entonces al mensajero llevarlo al mozo que lo pidió, previa averiguación del caso; pero el mozo no aparece y el huevo en tanto se enfría y marchita. Después de molestar con preguntas a todos los clientes del hotel se da con el que había pedido el huevo frito. El cliente mira detenidamente, saborea, compara con sus recuerdos y dice que en su vida ha comido un huevo frito más delicioso, más perfectamente hecho.

Como el gran jefe de fiscalización de los procedimientos culinarios llega a saber todo lo que había pasado y conoce los encomios, resuelve: cambiar el nombre del hotel (pues el cliente se había retirado haciéndole gran propaganda) llamándolo Hotel de los 3 Cocineros y 1 Huevo Frito, y estatuye en las reglas culinarias que todo huevo frito debe ser en una tercera parte trabajado por un diferente cocinero.

Carta del enamorado (microrrelato de Juan José Millás)

Hay novelas que aun sin ser largas no logran comenzar de verdad hasta la página 50 o la 60. A algunas vidas les sucede lo mismo. Por eso no me he matado antes, señor juez.

Otro cuento de Millás (en podcast)

El grafógrafo (Salvador Elizondo)

Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía y escribo viéndome escribir que recuerdo haberme visto escribir que me veía escribir que me veía escribir que recordaba haberme visto escribir que escribía y que escribía que escribo que escribía. También puedo imaginarme escribiendo que ya había escrito que me imaginaría escribiendo que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo. 

De la corrección necesaria, o cómo quitar lo que sobra (Miguel Bravo Vadillo)

Cuando la casa del escritor fue devorada por las llamas, también se quemó su último manuscrito. Solo una frase quedó legible: Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. La novela, así lo asegura el narrador omnisciente (a quien debemos creer sin rechistar, porque para algo es omnisciente), era malísima; sin embargo, aquella frase fuera de contexto acabó convirtiéndose en un célebre microrrelato. Y es que, en ocasiones, la suerte también hace las veces de crítico y corrector, y sabe cómo ingeniárselas para favorecer al artista de talento.

Cuento incluido en el libro Pelos de gato.

Literatura (Julio Torri)

El novelista, en mangas de camisa, metió en la máquina de escribir una hoja de papel, la numeró, y se dispuso a relatar un abordaje de piratas. No conocía el mar y sin embargo iba a pintar los mares del sur, turbulentos y misteriosos; no había tratado en su vida más que a empleados sin prestigio romántico y a vecinos pacíficos y oscuros, pero tenía que decir ahora cómo son los piratas; oía gorjear a los jilgueros de su mujer, y poblaba en esos instantes de albatros y grandes aves marinas los cielos sombríos y empavorecedores.

La lucha que sostenía con editores rapaces y con un público indiferente se le antojó el abordaje; la miseria que amenazaba su hogar, el mar bravío. Y al describir las olas en que se mecían cadáveres y mástiles rotos, el mísero escritor pensó en su vida sin triunfo, gobernada por fuerzas sordas y fatales, y a pesar de todo fascinante, mágica, sobrenatural.

¿Es el microrrelato un nuevo género literario?


Microrrelato de Augusto Monterroso: La tortuga y Aquiles

Por fin, según el cable, la semana pasada la tortuga llegó a la meta.

En rueda de prensa declaró modestamente que siempre temió perder, pues su contrincante le pisó todo el tiempo los talones.

En efecto, una diezmiltrillonésima de segundo después, como una flecha y maldiciendo a Zenón de Elea, llegó Aquiles.

Minicuento de Jorge Luis Borges: El adivino

En Sumatra, alguien quiere doctorarse de adivino. El brujo examinador le pregunta si será reprobado o si pasará. El candidato responde que será reprobado…

Después de la guerra (Alejandro Jodorowsky)

El último ser humano vivo lanzó la última paletada de tierra sobre el último muerto. En ese instante mismo supo que era inmortal, porque la muerte sólo existe en la mirada del otro. 

Natación (Virgilio Piñera)

He aprendido a nadar en seco. Resulta más ventajoso que hacerlo en el agua. No hay el temor a hundirse pues uno ya está en el fondo, y por la misma razón se está ahogado de antemano. También se evita que tengan que pescarnos a la luz de un farol o en la claridad deslumbrante de un hermoso día. Por último, la ausencia de agua evitará que nos hinchemos.No voy a negar que nadar en seco tiene algo de agónico. A primera vista se pensaría en los estertores de la muerte. Sin embargo, eso tiene de distinto con ella: que al par que se agoniza uno está bien vivo, bien alerta, escuchando la música que entra por la ventana y mirando el gusano que se arrastra por el suelo.Al principio mis amigos censuraron esta decisión. Se hurtaban a mis miradas y sollozaban en los rincones. Felizmente, ya pasó la crisis. Ahora saben que me siento cómodo nadando en seco. De vez en cuando hundo mis manos en las losas de mármol y les entrego un pececillo que atrapo en las profundidades submarinas.

El niño al que se le murió el amigo (Ana María Matute)

Una mañana se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la valla. Pero el amigo no estaba, y, cuando volvió, le dijo la madre:

-El amigo se murió. Niño, no pienses más en él y busca otros para jugar.

El niño se sentó en el quicio de la puerta, con la cara entre las manos y los codos en las rodillas. «Él volverá», pensó. Porque no podía ser que allí estuviesen las canicas, el camión y la pistola de hojalata, y el reloj aquel que ya no andaba, y el amigo no viniese a buscarlos. Vino la noche, con una estrella muy grande, y el niño no quería entrar a cenar.

-Entra, niño, que llega el frío -dijo la madre.

Pero, en lugar de entrar, el niño se levantó del quicio y se fue en busca del amigo, con las canicas, el camión, la pistola de hojalata y el reloj que no andaba. Al llegar a la cerca, la voz del amigo no le llamó, ni le oyó en el árbol, ni en el pozo. Pasó buscándole toda la noche. Y fue una larga noche casi blanca, que le llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, el niño, que tenía sueño y sed, estiró los brazos y pensó: «Qué tontos y pequeños son esos juguetes. Y ese reloj que no anda, no sirve para nada». Lo tiró todo al pozo, y volvió a la casa, con mucha hambre. La madre le abrió la puerta, y dijo: «Cuánto ha crecido este niño, Dios mío, cuánto ha crecido». Y le compró un traje de hombre, porque el que llevaba le venía muy corto.

Tren de la mañana (Thomas Bernhard)

Sentados en el tren de la mañana, miramos por la ventanilla precisamente cuando pasamos por el barranco al que, hace quince años, cayó el grupo de colegiales con el que íbamos de excursión a la cascada, y pensamos en que nosotros nos salvamos pero los otros, sin embargo, están muertos para siempre. La profesora que llevaba a nuestro grupo a la cascada se ahorcó inmediatamente después de la sentencia de la Audiencia de Salzburgo, que fue de ocho años de prisión. Cuando el tren pasa por ese sitio, oímos, con los gritos del grupo, nuestros propios gritos. 

El imitador de voces (1978), trad. Miguel Sáenz, Madrid, Alfaguara, 1999, pág. 33.

La ley del péndulo (Ignacio Aldecoa)

Bajaban los sacos con un cabrestante. La escotilla portaba un cielo azul de verano, inhóspito como una gran sala vacía. En la bodega los estibadores, formando corro, abrían cancha al redón descendente. Urgidos por el capataz se abalanzaban sobre los sacos y los apilaban ordenada y rápidamente.

–Saco… estribor… arriba… Iuú…

Sentían el polvillo del trigo en los pulmones y carraspeaban de vez en cuando. Las manos se endurecían en la faena, se musculaban y tomaban fuerza.

–Saco… babor… arriba… Iuú…

Al ocaso entraba el segundo turno. En el ocaso, antes de que las luces del barco feriaran el trabajo, los estibadores miraban al cielo acuario como si fueran a emerger hacia el infinito.

Los estibadores se prestaban los chalecos de cuero y andrajos. Se despedían.

–¿Te entrenas?

–¿Te parece poco entrenamiento éste?

–A ver lo que haces en el próximo…

–Lo que se pueda.

–A ver cuando empiezas a ganar dinero y dejas esto.

–En seguida.

En el gimnasio penduleaba el saco de entrenamiento. El boxeador obedecía la voz del capataz.

–Saco… izquierda… derecha… arriba… abajo… Sigue… Para…

En los barcos y en los gimnasios se iba aprendiendo a vivir: fuerza, velocidad, pegada… Un poco más lejos el dinero… y entretanto de saco a saco como única esperanza.

Narración ultrabreve de Ana María Shua: El hermano serpiente

En su lecho de muerte, el padre le entrega un cofre. Adentro del cofre vive una serpiente.
–Esta serpiente –dice el moribundo– es tu hermano, fruto de mis amores con una mujer demonio. Lo confío a tu cuidado

El hijo consagra su vida a la caza de ranas y ratones para alimentar a la serpiente, creyendo que su padre sufre en la Gehena el castigo de los lujuriosos o los magos, sin saber que se cuece, en realidad, en el círculo destinado a los bromistas.
(Incluido en Botánica del Caos)

Los bomberos (Mario Benedetti)

Olegario no solo fue un as del presentimiento, sino que además siempre estuvo muy orgulloso de su poder. A veces se quedaba absorto por un instante, y luego decía: “Mañana va a llover”. Y llovía. Otras veces se rascaba la nuca y anunciaba: “El martes saldrá el 57 a la cabeza”. Y el martes salía el 57 a la cabeza. Entre sus amigos gozaba de una admiración sin límites.

Algunos de ellos recuerdan el más famoso de sus aciertos. Caminaban con él frente a la Universidad, cuando de pronto el aire matutino fue atravesado por el sonido y la furia de los bomberos. Olegario sonrió de modo casi imperceptible, y dijo: “Es posible que mi casa se esté quemando”.

Llamaron un taxi y encargaron al chofer que siguiera de cerca a los bomberos. Estos tomaron por Rivera, y Olegario dijo: “Es casi seguro que mi casa se esté quemando”. Los amigos guardaron un respetuoso y afable silencio; tanto lo admiraban.

Los bomberos siguieron por Pereyra y la nerviosidad llegó a su colmo. Cuando doblaron por la calle en que vivía Olegario, los amigos se pusieron tiesos de expectativa. Por fin, frente mismo a la llameante casa de Olegario, el carro de bomberos se detuvo y los hombres comenzaron rápida y serenamente los preparativos de rigor. De vez en cuando, desde las ventanas de la planta alta, alguna astilla volaba por los aires.

Con toda parsimonia, Olegario bajó del taxi. Se acomodó el nudo de la corbata, y luego, con un aire de humilde vencedor, se aprestó a recibir las felicitaciones y los abrazos de sus buenos amigos.

Cuento muy breve de Fernando Pessoa: Rutina

Porque tenía que resolver un asunto lejos, salí de la oficina a las cuatro y a las cinco había terminado mi tarea distante. No suelo estar en la calle a esa hora, y por eso estaba en una ciudad diferente. El tono lento de la luz en las fachadas habituales era de una dulzura inútil, y los transeúntes de siempre pasaban junto a mí en la ciudad de al lado.

¡Era todavía hora de que estuviese abierta la oficina! Me recogí en ella ante el asombro general de los empleados, de quienes ya me había despedido:

—De vuelta, ¿eh?

—Sí, de vuelta.

Estaba allí libre de sentir, solo con los que me acompañaban sin que, espiritualmente, estuviesen allí para mí… Era en cierto modo el hogar, es decir, el lugar en el que no se siente.

Marcos (David Lagmanovich)

En aquel cuarto de hotel había un antiguo arcón, dentro del cual se encontró el manuscrito de un libro de relatos. En el primer cuento se hablaba de una colección formada por un relato de cada integrante de un club de narradores. El primero de ellos se refería a un antiguo arcón que se podía encontrar en un cuarto de hotel.

Minicuento de García Márquez: Un niño como yo

Un niño de unos cinco años que ha perdido a su madre entre la muchedumbre de una feria se acerca a un agente de la policía y le pregunta: “¿No ha visto usted a una señora que anda sin un niño como yo?”.

Revista Conversaciones desde la Soledad, Bogotá, 2001

La escopeta (Julio Ardiles Grey)

Avanzó entre los naranjos. El sol caía con tanta fuerza que le obligaba a entrecerrar los ojos. La paloma saltó entonces de una rama a otra, y a otra, y se perdió por entre el follaje bien alto. Con la escopeta levantada, Matías se acercó hasta el tronco del árbol. Pero por más que examinó hoja por hoja, no pudo dar con la paloma. Extrañado, se rascó la nuca.

De pronto, sobre su cabeza sintió un ruido. Volvió a fijarse. Arrebujado entre unas ramas, había un pájaro. No era su paloma; era un pájaro de un color entre azulado y ceniciento. Con cuidado, Matías apoyó el arma en el hombro y levantó el gatillo.

“Ya que no es la paloma -se dijo- no me voy a volver a la casa con las manos vacías”.

Pero en ese instante, el pájaro saltó a una horqueta, sacudió las alas e hinchando la gola se puso a cantar.

Matías, que ya había llegado al primer descanso, abandonó el gatillo y escuchó.

“Que extraño -se dijo-. Jamás he escuchado cantar a un pájaro como éste”.

El trino, en el redondel de la siesta, subía como un árbol dorado y rumoroso. A Matías le pareció que más que el canto del pájaro, lo que se desgranaba eran las escamas amodorradas de la siesta misma. Y le comenzó a entrar un sopor dulce, unas ganas de abandonarse a los recuerdos de los tiempos felices y de no hacer nada más que escuchar el canto del pájaro que seguía subiendo, esta vez como un perfume agridulce y verde.

Para escuchar mejor, dejó caer la escopeta a un lado y arrastrando los pies se acercó al árbol para apoyarse en el tronco. El pájaro había desaparecido, pero su canto continuaba en el aire. Y no pudo sustraerse a la tentación de mirar al cielo y levantó los ojos. Allá arriba, entre unas nubes ociosas que desflecaban gigantescas flores de cardo, dos grandes pájaros negros volaban en lánguidos círculos inmensos. Matías, entonces, no supo distinguir si la dulzura que sentía venía del canto de aquel pájaro o de las nubes que se desvanecían como borrachas a lo lejos.

El canto, entonces, se acabó de improviso. Los pájaros y las nubes desaparecieron y él volvió en sí.

“Me estoy volviendo muy abriboca” -se dijo mientras sacudía la cabeza.

Buscó la escopeta pero no la encontró donde creía haberla dejado. Caminó más allá, volvió más acá, pero el arma había desaparecido.

-¡Esto me pasa por tonto! -gritó en voz alta.

Y todo lo que hizo después fue en vano. Al cabo de una hora, ya cansado, se dijo:

“Me iré a la casa a buscar a mi muchacho. Entre los dos la vamos a encontrar más ligero. No puedo perder así un arma tan hermosa”.

Y se lanzó cortando el campo hasta alcanzar el callejón.

Al entrar al pueblo fue cuando comenzó a sentir algo raro. Estaba como desorientado: echaba de menos algunos edificios y otros le parecía que nunca en su vida los había visto. A medida que avanzaba, la sensación iba en aumento. Y al llegar a su casa, el miedo le sopló en la cara un presentimiento vago, pero terrible.

Penetró en el zaguán. En el patio, cuatro chicos jugaban y cantaban. Al verlo se desbandaron gritando:

-¡El Viejo…! ¡El Viejo…!

Una mujer salió de una habitación sacudiéndose las hilachas de la falda. Matías balbuceó con un hilo de voz:

-¿Quién es usted…? Yo busco a Leandro…

La mujer lo miró largamente y frunció el entrecejo.

-¿Qué dice, buen hombre? -dijo.

-Busco a Leandro -tartamudeó Matías-. A mi hijo Leandro… Esta es mi casa.

-¿Su casa? -dijo la mujer.

-¡Sí. Mi casa! -gritó Matías-. La casa de Matías Fernández.

La mujer hizo un gesto de extrañeza.

-Era…-dijo sonriendo con tristeza-. Nosotros la compramos hace veinte años cuando desapareció don Matías y todos sus hijos se fueron de este pueblo.

-¡Qué! -gritó Matías, levantando las manos como para defenderse.

-Sí… -asintió la mujer temerosa.

Entonces, Matías se fijó en sus manos y se dio cuenta que estaban arrugadas, muy arrugadas y trémulas como las de un hombre muy viejo. Y huyó despavorido dando un grito.

Minificción de Antonio Flores Schroeder: El saxofonista

Mateo ha recorrido esta carretera muchas veces. Por eso le parece extraño encontrarse una cabaña justo a la mitad del camino. Aunque está ubicada a unos metros del área de descanso, donde estaciona su tráiler para estirarse antes de conducir tres horas más, no la había visto.

Son las seis de la mañana. Un par luces de neón y un letrero hecho de madera dan la bienvenida. El anuncio tiene las letras astilladas, y rayadas con nombres y fechas muy antiguas.

Entra al lugar como un graznido de cuervo en un panteón. Adentro alguien toca el sax. Huele a humo de cigarro mezclado con desodorante ambiental. La poca iluminación apenas deja ver las siluetas de algunas personas sentadas en la barra y en las sillas de las mesas. No se ha dado cuenta que son maniquíes, igual que el hombre barbón que se encuentra a un lado de la caja.

microrrelato, saxofonista

Mateo se sienta frente al saxofonista. Escucha con atención las escalas de blues y jazz. La melodía escala sin prisa las paredes. Luego gira colgada de los ventiladores del techo. El piso de madera cruje en do menor. Ahora se siente relajado pero no hay nadie que le ofrezca un café o cualquier otra bebida para pasar el rato, y eso lo empieza a incomodar un poco. Aún no percibe que las manecillas de su reloj giran al revés.

La música le hace creer que sus manos se han vuelto de plástico, igual que sus brazos y piernas. Por lo pronto no puede moverse. Parece que el sax imita el canto vocal que Mateo tiene en su cabeza, igual que la polirritmia en los contratiempos de su corazón, que cada vez tiene menos latidos.

En la escena ha entrado un baterista con un redoble, luego un bajista tabletea para darle paso a una mujer que colorea el ambiente con un largo e improvisado requinto.

Mientras la canción avanza, a Mateo se le ha olvidado cómo hablar. Quiere ponerse de pie pero el cuerpo ya no le responde. Engañado por su mente ve cómo desaparecen los músicos con sus instrumentos: primero la mujer y su eterna escala melancólica, luego el bajista que se eleva a las estrellas y al final el hombre de la batería.

Sólo queda ver cómo el saxofonista sonríe con esa mirada diabólica en su última canción mientras alguien apaga la luz.

Antonio Flores Schroeder

Microrrelato de Pilar Galán: Ventanitas y bigoteras

Siempre ha sido muy perezosa para pintar, y se distrae mucho. Se le van los ojos detrás de una mosca, dice la señorita. Lo que no le ha dicho a la señorita es que tiene también moscas dentro de los ojos, puntitos negros que se mueven sin orden ni concierto y la entretienen mucho. Si agita la cabeza, como si asintiera, los puntitos se reparten de otra forma, y a veces se vuelven amarillos. Ha aprendido que hay cosas que es mejor callar, como que la de al lado chupa los lápices y se come los rotuladores, por eso le enseña una lengua verde y larga, asquerosa, que se parece a la iguana que ven algunas tardes en la televisión, mientras las demás dormitan. Otras veces es roja, incluso una vez fue azul. Es entretenido mirarla, pero no hay que olvidar que lo importante es no salirse de los bordes, y que no se pueden dejar ventanitas ni bigoteras, esos rayones que se empeñan en sobrepasar las líneas negras, tan gorditas. La mañana se hace interminable, y entra una luz de manteca que le va cerrando poco a poco los ojos. Sueña con crecer y con jugar en el patio de mayores y en pintarse los labios como mamá, poniendo boca de o delante del espejo. Cuando despierta, sobresaltada, mira a su alrededor sin comprender lo que ve, ni reconocer a sus compañeras, ni siquiera cuando la señorita le agarra de la mano, le regaña por el dibujo sin terminar y la lleva a su habitación. Allí, delante del espejo, la esperan agazapadas en las comisuras de su boca todas las ventanitas, todas las bigoteras, todas las oes amarillas del pergamino de sus noventa y tres años.

LOS MISTERIOS DE LA POESÍA, de Eugenio Mandrini

El poeta Ezra Kiesinsky, famoso por sus visiones que la realidad prontamente imitaba, hacía meses que no escribía una sola línea, ni una palabra o sílaba o letra. Se estaba allí, de pie frente a la ventana que daba al patio de su vieja casa, esperando una sorpresa: la caída de algún fragmento de otra dimensión, de una hoja de otoño vestida de escarcha, o de una gota del sudor del sol, en fin, algo, alguna de esas súbitas apariciones que, como solía sucederle, le abrieran la puerta de entrada al tembladeral del poema. Entonces vio al elefante, que lo miraba desde el patio. Era de un color gris violáceo y tan enorme su edificio de carne que pareció cubrir de sombra la ventana y aun la casa entera. Debía pesar, se dijo, más de tres toneladas.

Antes de que la sobrenatural imagen desapareciera tan súbitamente como había llegado, el poeta Ezra Kiesinsky se sentó, puso una hoja bajo su mano y, sin agitar la respiración, escribió un admirable poema sobre una insignificante hormiga.

Eugenio Mandrini, Las otras criaturas, Menoscuarto, 2013, página 28.  

Delito (un cuento ultrabreve de Antonio di Benedetto)

Yo era un tenaz fumador. Una noche quedé dormido con un tabaco en la boca. Desperté con miedo de despertar. Parece que lo sabía: me había nacido un ala de murciélago. Con repugnancia, en la oscuridad busqué mi cuchillo mayor. Me la corté. Caída, a la luz del día, era una mujer morena y yo decía que la amaba. Me llevaron a prisión.

Río de los sueños (Gustavo Sainz)

Yo, por ejemplo, misántropo, hosco, jorobado, pudrible, inocuo exhibicionista, inmodesto, siempre desabrido o descortés o gris o tímido según lo torpe de la metáfora, a veces erotómano, y por si fuera poco, mexicano, duermo poco y mal desde hace muchos meses, en posiciones fetales, bajo gruesas cobijas, sábanas blancas o listadas, una manta eléctrica o al aire libre, según el clima, pero eso sí, ferozmente abrazado a mi esposa, a flote sobre el río de los sueños.

El niño que gritaba: ¡Ahí viene el lobo! (Guillermo Cabrera Infante)

Un niño gritaba siempre “¡Ahí viene el lobo! ¡Ahí viene el lobo!” a su familia. Como vivían en la ciudad no debían temer al lobo, que no habita en climas tropicales. Asombrado por el a todas luces infundado temor al lobo, pregunté a un fugitivo retardado que apenas podía correr con sus muletas tullidas por el reuma. Sin dejar de mirar atrás y correr adelante, el inválido me explicó que el niño no gritaba ahí viene el lobo sino ahí viene Lobo, que era el dueño de casa de inquilinato, quintopatio o conventillo donde vivían todos sin (poder o sin querer) pagar la renta. Los que huían no huían del lobo, sino del cobro –o más bien, huían del pago.

Moraleja: El niño, de haber estado mejor educado, bien podría haber gritado “Ahí viene el Sr. Lobo”! y se habría ahorrado uno todas esas preguntas y respuestas y la fábula de paso.

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La Habana para un Infante Difunto (Hispánica)
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Microrrelato de Julia Otxoa: Cuestión de orgullo

Realmente aquel hombre se obstinaba en no querer entender, mientras enfurecido me daba puntapiés en las costillas y riñones, me insultaba y me perseguía por toda la casa, incapaz de soportar la idea de esposo abandonado. Yo no me defendía, sabía perfectamente que hubiera podido cortarle la yugular con la velocidad de un rayo, pero en el fondo me daba lástima, ya que en cuanto se cansara y dejara de golpearme, yo también me iría dejándole totalmente solo. Porque ningún perro de mi categoría soportaría vivir con un dueño que no le permite contemplar escondido tras las cortinas del dormitorio como su mujer se desnuda todos los días.

Microrrelato de Ambrose Bierce: Una viuda inconsolable

Una mujer con gasas de luto lloraba sobre una tumba.

–Consuélese, señora –dijo un simpático forastero–. La misericordia del cielo es infinita. Habrá otro hombre en alguna parte, además de su marido, que todavía pueda hacerla feliz.

–Había –sollozó la mujer–, había, pero ésta es su tumba.

La mujer ideal no existe (Marco Denevi)

Sancho Panza repitió, palabra por palabra, la descripción que el difundo don Quijote le había hecho de Dulcinea.

Verde de envidia, Dulcinea masculló:

–Conozco a todas las mujeres del Toboso. Y le puedo asegurar que no hay ninguna que se parezca ni remotamente a esa que usted dice.

[El viejo marino], de Ramón Gómez de la Serna

Al agonizar el viejo marino pidió que le acercasen un espejo para ver el mar por última vez.

Nota: este texto de Gómez de la Serna se publicó sin título, como una de sus greguerías.

Microficción de Ángel Olgoso: Ulises

Yo, el paciente y sagaz Ulises, famoso por su lanza, urdidor de engaños, nunca abandoné Troya. Por nada del mundo hubiese regresado a Ítaca. Mis hombres hicieron causa común y ayudamos a reconstruir las anchas calles y las dobles murallas hasta que aquella ciudad arrasada, nuevamente populosa y próspera, volvió a dominar la entrada del Helesponto. Y en las largas noches imaginábamos viajes en una cóncava nave, hazañas, peligros, naufragios, seres fabulosos, pruebas de lealtad, sangrientas venganzas que la Aurora de rosáceos dedos dispersaba después. Cuando el bardo ciego de Quíos, un tal Homero, cantó aquellas aventuras con el énfasis adecuado, en hexámetros dáctilos, persuadió al mundo de la supuesta veracidad de nuestros cuentos. Su versión, por así decirlo, es hoy sobradamente conocida. Pero las cosas no sucedieron de tal modo. Remiso a volver junto a mi familia, sin nostalgia alguna tras tantos años de asedio, me entregué a las dulzuras de las troyanas de níveos brazos, ustedes entienden, y mi descendencia actual supera a la del rey Príamo. Con seguridad tildarán mi proceder de cobarde, deshonesto e inhumano: no conocen a Penélope.

Ángel Olgoso, La máquina de languidecer 

Carta a un reportero (Antón Chéjov)

Esta semana hubo seis incendios grandes y cuatro pequeños. Se suicidó un joven por el amor apasionado hacia una dama, y esa misma dama enloqueció al conocer su muerte. El portero Guskin se ahorcó porque había consumido en exceso. El día de ayer se hundió un bote con dos tripulantes y un niño pequeño… ¡Pobre niño! En los jardines públicos de La Arcadia, le agujerearon la espalda a cierto comerciante y casi le rompen la crisma. Atraparon a cuatro ladronzuelos bien vestidos, y un tren de mercancías naufragó. ¡Lo sé todo, estimado señor mío! ¡Qué circunstancias tan diferentes! ¡Cuánto dinero tiene usted ahora y no me da a mí ni un kopek! ¡Los buenos caballeros no hacen eso! Su sastre, Zmirlov.

Informó, El hombre sin bazo.

El discurso del hombre invisible (Francisco Rodríguez Criado)

–Y por lo que a mí respecta –sentenció el hombre invisible tras un largo e interesante discurso–, no soy más que lo veis.

La muchedumbre, que no veía nada, se dio media vuelta y abandonó en silencio la plaza, sintiéndose estafada. En verdad le habían gustado las palabras que allí habían escuchado, pero vivían en una sociedad –como ocurre con la actual– que premiaba no lo que se decía sino quién lo decía. Y resultaba del todo inaceptable aplaudir a un hombre que no daba la cara… El hombre invisible, avergonzado, se retiró adonde nadie pudiera verle.

Francisco Rodríguez Criado gana el XV Concurso de microrrelatos de Abogados (mes de julio de 20023)

Breve historia del microrrelato


Herencia (Paz Monserrat Revillo)

Antes de ponerse el pendiente frotó el metal que rodeaba el zafiro con un bastoncito impregnado en líquido para limpiar plata. Cientos de estratos de tiempo levantaron el vuelo dejando la superficie luminosa y desnuda. Se acercó, curiosa, y la joya le devolvió el rostro adolescente de su abuela probándose el pendiente ante un espejo.

Ilustración: Yu Zhang

La verdad sobre Sancho Panza, de Franz Kafka

Sancho Panza, que por lo demás nunca se jactó de ello, logró, con el correr de los años, mediante la composición de una cantidad de novelas de caballería y de bandoleros, en horas del atardecer y de la noche, apartar a tal punto de sí a su demonio, al que luego dio el nombre de Don Quijote, que éste se lanzó irrefrenablemente a las más locas aventuras, las cuales empero, por falta de un objeto predeterminado, y que precisamente hubiese debido ser Sancho Panza, no hicieron daño a nadie.

Sancho Panza, hombre libre, siguió impasible, quizás en razón de un cierto sentido de la responsabilidad, a Don Quijote en sus andanzas, alcanzando con ello un grande y útil esparcimiento hasta su fin.

Topos (Juan José Arreola)

 Después de una larga experiencia, los agricultores llegaron a la conclusión de que la única arma eficaz contra el topo es el agujero. Hay que atrapar al enemigo en su propio sistema.

En la lucha contra el topo se usan ahora unos agujeros que alcanzan el centro volcánico de la tierra. Los topos caen en ellos por docenas y no hace falta decir que mueren irremisiblemente carbonizados.

Tales agujeros tienen una apariencia inocente. Los topos, cortos de vista, los confunden con facilidad. Más bien se diría que los prefieren, guiados por una profunda atracción. Se les ve dirigirse en fila solemne hacia la muerte espantosa, que pone a sus intrincadas costumbres un desenlace vertical.

Recientemente se ha demostrado que basta un agujero definitivo por cada seis hectáreas de terreno invadido.

Microrrelato anónimo: La casa encantada

Una joven soñó una noche que caminaba por un extraño sendero campesino, que ascendía por una colina boscosa cuya cima estaba coronada por una hermosa casita blanca, rodeada de un jardín. Incapaz de ocultar su placer, llamó a la puerta de la casa, que finalmente fue abierta por un hombre muy, muy anciano, con una larga barba blanca. En el momento en que ella empezaba a hablarle, despertó. Todos los detalles de este sueño permanecieron tan grabados en su memoria, que por espacio de varios días no pudo pensar en otra cosa. Después volvió a tener el mismo sueño en tres noches sucesivas. Y siempre despertaba en el instante en que iba a comenzar su conversación con el anciano.

Pocas semanas más tarde la joven se dirigía en automóvil a una fiesta de fin de semana. De pronto, tironeó la manga del conductor, y le pidió que detuviera el automóvil. Allí, a la derecha del camino pavimentado, estaba el sendero campesino de su sueño.

–Espéreme un momento –suplicó, y echó a andar por el sendero, con el corazón latiéndole alocadamente.

Ya no se sintió sorprendida cuando el caminito subió enroscándose hasta la cima de la boscosa colina y la dejó ante la casa cuyos menores detalles recordaba ahora con tanta precisión. El mismo anciano del sueño respondía a su impaciente llamado.

–Dígame –dijo ella–, ¿se vende esta casa?

–Sí –respondió el hombre–, pero no le aconsejo que la compre. ¡Un fantasma, hija mía, frecuenta esta casa!

–Un fantasma –repitió la muchacha–. Santo Dios, ¿y quién es?

–Usted –dijo el anciano, y cerró suavemente la puerta.

Tatuaje (Ednodio Quintero)

Cuando su prometido regresó del mar, se casaron. En su viaje a las islas orientales, el marido había aprendido con esmero el arte del tatuaje. La noche misma de la boda, y ante el asombro de su amada, puso en práctica sus habilidades: armado de agujas, tinta china y colorantes vegetales dibujó en el vientre de la mujer un hermoso, enigmático y afilado puñal.

La felicidad de la pareja fue intensa, y como ocurre en esos casos: breve. En el cuerpo del hombre revivió alguna extraña enfermedad contraída en las islas pantanosas del este. Y una tarde, frente al mar, con la mirada perdida en la línea vaga del horizonte, el marino emprendió el ansiado viaje a la eternidad. En la soledad de su aposento, la mujer daba rienda suelta a su llanto, y a ratos, como si en ello encontrase algún consuelo, se acariciaba el vientre adornado por el precioso puñal.

El dolor fue intenso, y también breve. El otro, hombre de tierra firme, comenzó a rondarla. Ella, al principio esquiva y recatada, fue cediendo terreno. Concertaron una cita. La noche convenida ella lo aguardó desnuda en la penumbra del cuarto. Y en el fragor del combate, el amante, recio e impetuoso, se le quedó muerto encima, atravesado por el puñal. 

El uso de una lámpara (Idries Shah)

–Yo puedo ver en la oscuridad –se jactaba cierta vez Nasrudín en la casa de té.

–Si es así, ¿por qué algunas noches lo hemos visto llevando una lámpara por las calles?

–Es solo para que los otros no tropiecen conmigo.

Microrrelato de Mónica Lavín: Deformación editorial

Al cumplir sesenta y cinco años comprendió la revelación. Nunca tendría la oportunidad de una segunda edición de su vida, revisada, corregida y aumentada, por lo que en lugar de testamento redactó una fe de erratas. 

Oficina de reclamaciones (Raúl Brasca)

Oficina Estatal de Reclamaciones. El probo funcionario abre la ventanilla a las nueve en punto de la mañana. A las nueve y un minuto se presenta el primer reclamante, el segundo llega un par de segundos más tarde. Luego, con un intervalo de seis segundos, van llegando los demás. La cola es cada vez más larga. A las diez de la mañana son ya doscientos los reclamantes que esperan su turno. Los que llegan después de las diez encuentran cerrada la puerta de la calle y no se les permiten entrar en la Oficina.

A partir de este momento, por lo tanto, el cálculo es fácil: teniendo en cuenta que el probo funcionario necesita seis minutos para despachar a cada uno de los reclamantes, necesita mil doscientos minutos, es decir, veinte horas para atender a las doscientas personas que ahora esperan su turno en la cola, es decir, mucho más tiempo del que dura la jornada laboral.

Muchos reclamantes, por lo tanto, se encontrarán con la ventanilla cerrada. Cuando cumpla las ocho horas dentro de su jaula, el probo funcionario cerrará la ventanilla y volverá a su casa para enfrentarse un día más con una mujer que, con los años, ha perdido todas las pestañas.

Más de cuatro ciudadanos no tendrán pues más remedio que volver mañana a la Oficina de Reclamaciones si realmente quieren que el Estado, por mediación del probo funcionario, atienda sus legítimas reclamaciones.

Despecho (Andrés Neuman)

A Violeta le sobran esos dos kilos que yo necesito para enamorarme de su cuerpo. A mí, en cambio, me sobran siempre esas dos palabras que ella necesitaría dejar de oír para empezar a quererme.

Microficción de Pedro de Miguel: Soledad

Le fui a quitar el hilo rojo que tenía sobre el hombro, como una culebrita. Sonrió y puso la mano para recogerlo de la mía. Muchas gracias, me dijo, muy amable, de dónde es usted. Y comenzamos una conversación entretenida, llena de vericuetos y anécdotas exóticas, porque los dos habíamos viajado y sufrido mucho. Me despedí al rato, prometiendo saludarle la próxima vez que le viera, y si se terciaba tomarnos un café mientras continuábamos charlando. No sé qué me movió a volver la cabeza, tan sólo unos pasos más allá. Se estaba colocando de nuevo, cuidadosamente, el hilo rojo sobre el hombro, sin duda para intentar capturar otra víctima que llenara durante unos minutos el amplio pozo de su soledad.

Ficción ultrabreve de Juan Ramón Santos: Tres, colores

Le mataron la paloma, Dios contrató un jilguero y se le empezó a ver más feliz, más animado, más optimista, y con ello el trío divino fue ganando en popularidad, cayeron las cifras de no practicantes, de agnósticos, de ateos, y las iglesias comenzaron a llenarse de fieles y a llenarse también de colorido las albas, los hábitos, las casullas, las liturgias, los altares, la entera iconografía, y así continuó la Iglesia, inundándose poco a poco de trinos y de colores, hasta que una mañana al viejo nuncio apostólico le regalaron una mitra floreada y contemplándola en todo su esplendor gritó ofendido: ¡Anatema!, y esa misma tarde, reunidos con carácter urgente, exclamaron los cardenales: ¡Anatema!, y por la noche el santo padre confirmó con su ceño infalible y perentorio: ¡Anatema!, y de madrugada Dios rugió en los cielos furioso, omnipotente, contrariado, y al amanecer el tercer día descubrió, triste, atónito e impotente, que lo habían excomulgado.

Microrrelato de Vicente Huidobro: Tragedia

María Olga es una mujer encantadora. Especialmente la parte que se llama Olga.

Se casó con un mocetón grande y fornido, un poco torpe, lleno de ideas honoríficas, reglamentadas como árboles de paseo.

Pero la parte que ella casó era su parte que se llamaba María. Su parte Olga permanecía soltera y luego tomó un amante que vivía en adoración ante sus ojos.

Ella no podía comprender que su marido se enfureciera y le reprochara infidelidad. María era fiel, perfectamente fiel. ¿Qué tenía él que meterse con Olga? Ella no comprendía que él no comprendiera. María cumplía con su deber, la parte Olga adoraba a su amante.

¿Era ella culpable de tener un nombre doble y de las consecuencias que esto puede traer consigo?

Así, cuando el marido cogió el revólver, ella abrió los ojos enormes, no asustados, sino llenos de asombro, por no poder entender un gesto tan absurdo.

Pero sucedió que el marido se equivocó y mató a María, a la parte suya, en vez de matar a la otra. Olga continuó viviendo en brazos de su amante, y creo que aún sigue feliz, muy feliz, sintiendo sólo que es un poco zurda.

El soldado mutilado (historia corta de Gabriel García Márquez)

Un soldado argentino que regresaba de las Islas Malvinas al término de la guerra llamó a su madre por teléfono desde el Regimiento I de Palermo en Buenos Aires y le pidió autorización para llevar a casa a un compañero mutilado cuya familia vivía en otro lugar. Se trataba —según dijo— de un recluta de 19 años que había perdido una pierna y un brazo en la guerra, y que además estaba ciego.
La madre, aunque feliz del retorno de su hijo con vida, contestó horrorizada que no sería capaz de soportar la visión del mutilado, y se negó a aceptarlo en su casa. Entonces el hijo cortó la comunicación y se pegó un tiro.

Minificción de Hipólito G. Navaro: Hostal en la ciudad vieja

Sobre la mesilla, junto al despertador, reposa un libro de titulo curioso: Guía de edificios apuntalados de interés. En la página 37 tiene disimulada una errata: donde dice «Caso antiguo», debería decir «Casco antiguo».
El turista sueña toda la noche con paredes que encima se le caen, sin poderlo remediar. Se trata de una pesadilla con errata o clave camuflada: además del sueño de un turista, es un sueño futurista.

Microrrelato de Orlando Van Bredam: Servicio de Correos

al poeta Elvio Romero

Mi natural desconfianza del servicio de correos me llevó a probar la eficacia del sistema. Me envié cartas a mí mismo para saber si llegaban a tiempo. Nada más particular que la cara del cartero cuando descubría que el destinatario y el remitente eran la misma persona.

En una oportunidad, el texto me resultaba extraño. Supuse que se trataba de una broma de los empleados o de mi vieja costumbre de pensar una cosa y escribir absolutamente lo contrario.

Lo cierto es que nada me proporcionaba más placer que recibir mis propias cartas. Eso tenía sus ventajas; en primer lugar, nunca había sorpresas desagradables; en segundo lugar, eran líneas sinceras, nunca trataba de engañarme con adulaciones hipócritas, y tercero: en caso de que la carta se extraviara del correo a mi casa, no importaba, ya sabía de qué se trataba.

La francesa | Un texto literario de Adolfo Bioy Casares

Me dice que está aburrida de la gente. Las conversaciones se repiten. Siempre los hombres empiezan interrogándola en español: «¿Usted es francesa?» y continúan con la afirmación en francés: « J’aime la France». Cuando, a la inevitable pregunta sobre el lugar de su nacimiento ella contesta «Paris», todos exclaman: «Parisienne!», con sonriente admiración, no exenta de grivoiserie como si dijeran «comme vous devez éter cochonne!». Mientras la oigo recuerdo mi primera conversación con ella: fue minuciosamente idéntica a la que me refiere. Sin embargo, no está burlándose de mí. Me cuenta la verdad. Todos los interlocutores le dicen lo mismo. La prueba de esto es que yo también se lo dije. Y yo también en algún momento le comuniqué mi sospecha de que a mí me gusta Francia más que a ella. Parece que todos, tarde o temprano, le comunican ese hallazgo. No comprendo -no comprendemos- que Francia para ella es el recuerdo de su madre, de su casa, de todo lo que ha querido y que tal vez no volverá a ver.

12 microrrelatos ultrabreves

David Lagmanovich

Otros nombres para el microrrelato

Al microrrelato no le paran de crecer los nombres. Aunque el término con más aceptación es ese, «microrrelato», son muchas las personas que han elegido denominaciones alternativas, por así decirlo.

Estas son algunas de ellas: Microrrelatos, microcuentos, relatos ultrabreves, relatos muy breves, relatos de bolsillo, hiperbreves, microficciones, cuentos mínimos, relatos bonsái, relatos relámpago, textículos, relatos pigmeos, minicuentos, relatos vertiginosos, ficciones súbitas, cuentos alígeros, nanocuentos, cuento atómico, cuento ultracorto, minis, cuentitos, cuasi cuentos, protocuentos, prextextos, four minutes fiction (es decir: ficción de cuatro minutos), microjustas literarias, bocaditos, brevitos, cuentos rápidos, brevísimos, cuentos en miniatura, cuentos microscópicos…

Aforismos a favor de la brevedad

«Lo bueno, si breve, dos veces bueno». Baltasar Gracián

«Menos es más». Movimiento Bauhaus.

«Sé breve en tus razonamientos, que ninguno hay gustoso si es largo». Miguel de Cervantes.

«Te escribo una carta larga porque no tengo tiempo de escribir una carta corta» (Cartas Provinciales, Blaise Pascal).

«La brevedad es el alma del ingenio». Willian Shakespeare.

«No hay talento más valioso que el de no usar dos palabras cuando basta una». Thomas Jefferson.

5 grandes microrrelatos no demasiado conocidos. Escuchar en podcast (Ivoox)

Páginas de microrrelatos en Internet

Para completar esta página de microrrelatos, os dejamos un listado de páginas interesantes que abordan este género. Ahí podréis ampliar la lectura de minificciones de calidad.

(Para ir a cada página, solo tenéis que pulsar en el icono del libro).

  • Minificción mexicana (selección), de Lauro Zavalo. ?
  • Página de microrrelatos en Narrativa Breve. ?
  • Los microrrelatos inéditos de Javier Tomeo. ?
  • Diez microrrelatos escritos por diez mujeres. ?
  • El microrrelato según Javier Marías (Respuesta de Francisco Rodríguez Criado). ?
  • El microrrelato, visto por Andrés Ibáñez. ?
  • Microrrelatos de Navidad. ?
  • Breve antología de microrrelatos (Luisa Valenzuela). ?
  • Microrrelatos latinoamericanos. ?
  • Relatos en cadena ?
  • Microrrelatos de Beatriz Fernández Alonso. ?