La ventana del fraude (‘En bandeja de plata’, de Billy Wilder) | Por Miguel Bravo Vadillo

Miguel Bravo Vadillo comparte sus impresiones sobre una película mítica, En bandeja de plata, del gran Billy Wilder, uno de los directores de cine más laureados del paso siglo.

‘En bandeja de plata’, de Billy Wilder

                                                            «Es aburrido ver a alguien entrar en casa por la  

                                                        puerta. Es mucho más interesante cuando alguien

                                                        entra por la ventana».

                                                                                           BILLY WILDER

Cuando descubrí el tema que este mes proponían los responsables de la revista que el lector [Versión Original] tiene en sus manos, la primera película que me vino a la mente fue, claro está, La ventana indiscreta (Rear Window, Alfred Hitchcock, 1954). En dicha película, el llamado maestro del suspense utiliza la ventana como metáfora de todo cuanto pueda relacionarse con la mirada humana –incluyendo, por supuesto, el mundo del cine, y en especial del cine mudo, al que Hitchcock rinde un claro homenaje–. Pero más tarde descubrí que una compañera colaboradora de esta revista ya había escogido esta película para escribir sobre ella y, por tanto, tuve que desechar esta opción con mucho pesar. Más tarde pensé en escribir sobre la película Desayuno con diamantes (Breakfast At Tiffany’s, Blake Edwards, 1961) –para cuyo artículo vendría de perlas (y quienes hayan visto la película de Edwards saben a qué me refiero) la cita inicial con la que he querido encabezar este mismo artículo por el que el lector desliza su paciente y curiosa mirada–. Pero también decidí desechar esta opción, porque no terminaba de convencerme para contar lo que yo deseaba contar a tenor del tema propuesto.

escena de Bandeja de plata
Escena de la película En bandeja de plata

Llegado a este punto, sufrí lo que podríamos llamar un pequeño estancamiento. Decidí entonces prepararme un café, encender la pipa que me regaló mi abuelo en el último de mis cumpleaños que pudimos celebrar juntos y, con absoluta tranquilidad, buscar en mi videoteca un filme que se adecuara más a mis intereses; a ser posible, además, uno que fuera del mismísimo Billy Wilder, cuya cita me había parecido tan sumamente atractiva y certera. Consultando, entonces, la filmografía de uno de mis mayores ídolos cinematográficos, di con el título ideal para este artículo; uno que, sin duda, superaba todas mis expectativas anteriores: En bandeja de plata (The Fortune Cookie, Billy Wilder, 1966).

A nadie le cabe la menor duda de que Billy Wilder es uno de los mejores directores de cine que ha dado la industria de Hollywood. Pero no es menos cierto que este genio de origen austrohúngaro goza de una peculiaridad que, a mi juicio, lo distingue definitivamente del resto, y es que se trata del único cineasta de quien no me hubiese importado firmar todos y cada uno de sus guiones. Es cierto que casi nunca escribía solo –quizá porque, como alguien dijo en cierta ocasión, el inglés no era, a fin de cuentas, su lengua materna–, pero aun así cuesta creer que escribiera y dirigiese tal cantidad de obras maestras en cuantos géneros tocó. Y hoy toca hablar de comedia, un género que, sin duda, renovó y revitalizó con mordaz inteligencia.

La comedia de Billy Wilder es fresca, ágil, luminosa y atrevida, como no recuerdo otra en la historia del cine. Una comedia centrada en temas cotidianos, aunque universales, donde Wilder recrea situaciones verosímiles en las que podía verse envuelto el ciudadano medio americano (entiéndase estadounidense). Situaciones a veces escabrosas –e incluso inmorales para el cine de la época–, pero que él sacaba adelante con sagaz ingenio, para resolver la acción justo antes de que el relato virase hacia lo absurdo o hacia la pérdida definitiva de los valores cívicos de su antihéroe (casi siempre protagonizado por Jack Lemmon, pues hablamos de una parte muy concreta de su obra: las comedias). En definitiva, argumentos humanos –quizá demasiado humanos– desarrollados en guiones lúcidos y brillantes, que aún no han pasado de moda y que, presumiblemente, nunca lo harán; en este sentido, no sería exagerado considerar a Billy Wilder el Shakespeare de la comedia americana.  

Jack Lemmon y Walter Matthau en Bandeja de plata

Un hecho muy a tener en cuenta a la hora de hablar de esta película es que, cuando Billy Wilder la rueda (mediados de la década de los sesenta), la televisión ya había llegado a las casas de los ciudadanos americanos de forma masiva, circunstancia que aún no se había generalizado cuando Hitchcock rodó Una ventana indiscreta (lo cual justifica el hecho de que su protagonista, en lugar de ver televisión, se dedique a espiar a los vecinos). Harry Hinkle (excelente Jack Lemmon, como siempre que colaboró con Wilder) es, a este respecto, un reportero de televisión –recordemos que Stewart, en la película de Hitchcock, interpretaba a un reportero gráfico–, que sufre un accidente laboral causado por un encontronazo, tan aparatoso como fortuito, con un corpulento jugador de rugby mientras retransmite un partido para la CBS –Stewart también sufría un accidente laboral mientras tomaba unas arriesgadas fotografías, aunque no tenemos ocasión de verlo en la película; mientras que el accidente que sufre Hinkle sí lo vemos: en directo, primero; y, luego, en diferido y a cámara lenta (cosas de la televisión)–. Ambos personajes, además, el interpretado por Stewart y el protagonizado por Lemmon, terminan en una silla de ruedas; uno como verdadero accidentado, el otro fingido; uno como observador a través de la ventana de su apartamento, el otro como observado; uno descubre un crimen, el otro comete un delito al representar una farsa con la que pretende recuperar el amor de su exmujer a través del poco recomendable sentimiento de la compasión (poco recomendable en los menesteres del amor, se entiende). Pero el autor intelectual (que, por cierto, no tiene nada de intelectual) de esta delictiva farsa –que, a su vez, la defiende con entusiasmo y convicción, empleando todo tipo de triquiñuelas y no dudando en utilizar a cuantas personas tiene alrededor– es su cuñado: un abogado sin escrúpulos (interpretado por un colosal Walter Matthau) que se presenta a sí mismo como doctor en leyes y que responde al nombre de William Gingrich. Pues bien, las motivaciones de este individuo no consisten más que en acumular la mayor cantidad de dinero en el menor tiempo posible; razón por la cual, aprovechando el accidente sin consecuencias de su cuñado y el hecho de que este tiene una vértebra comprimida desde la infancia, decide estafar a una importante compañía de seguros.

Aquí es donde entra en juego el detective Purkey, de la agencia de investigaciones Purkey, y el llamado Plan Géminis, con el que pretende vigilar a Hinkle a través de una cámara colocada en una ventana del edificio de enfrente y de micrófonos ocultos en el apartamento del espiado; es decir, decide espiarlo con imagen y sonido (Stewart solo podía fisgonear con unos prismáticos: cine mudo, ya saben). La misión del detective, quien ha sido contratado por la agencia de seguros, es averiguar si la parálisis de Hinkle es auténtica o se trata de un fraude. Esta situación, sin embargo, será astutamente aprovechada por Gingrich cuando descubre a los espías. «Sabemos que nos vigilan –le dice a su cuñado–, pero ellos no saben que lo sabemos. ¿No ves las posibilidades?». Es así como llega a la conclusión de que, a partir de ese momento, todo cuanto ellos digan y hagan, los investigadores (y, a través de estos, la compañía de seguros) lo tomarán como cierto.

No creo que los paralelismos anteriormente citados entre la película de Wilder y la de Hitchcock sean casuales. Antes bien, Wilder (un consumado cinéfilo) pretende dar una vuelta de tuerca más al planteamiento de Hitchcock (en cuya película los vecinos no se saben observados por Stewart y, por tanto, actúan con completa naturalidad). Por supuesto Wilder no hace una metáfora sobre el cine, sino sobre la ya omnipresente televisión –esa ventana electrónica a través de la cual nos asomamos al mundo, ¡y qué mundo!–. Porque, vamos a ver, ¿nunca se han preguntado ustedes cuánto hay de fraudulento en la información que recibe el televidente cuando tiende a tomar por verdadero aquello que ve y oye, sin caer en la cuenta de que las esferas de poder que rigen los medios manipulan dicha información con la única finalidad de dirigir su pensamiento? Que la televisión se ha convertido en la voz de la conciencia de millones de ciudadanos es una verdad de Perogrullo. Ahora bien, ¿qué sucede cuando esa ventana es regida por gente que ostenta los mismos valores e intereses que el picapleitos Gingrich, quienes, además, han sabido ejercer sus prerrogativas para imponérselos a los propios locutores y presentadores (todos esos Hinkle que, por unas razones u otras, acaban pasando por el aro) y que, a fin de cuentas, acaban actuando de manera simulada ante sus circunstanciales espectadores?

El eminente sociólogo francés Pierre Bordieu, en su excelente ensayo Sobre la televisión, analiza en profundidad los modos en que la televisión manipula al espectador; y dice en uno de sus capítulos: «Las personas que intervienen en él –se refiere a los periodistas del medio televisivo– son tan manipuladoras como manipuladas». Así mismo, Hinkle es también manipulado y manipulador. Un personaje acostumbrado a obedecer, ya a los directivos de la cadena para la que trabaja, ya a su impresentable cuñado (con quien mantiene una clara relación de dominio y sumisión) en el plan que este urde. Para más inri, el anzuelo que Gingrich pone a Hinkle para que participe en su interesado plan es el amor no menos interesado de su nada conveniente exmujer, a la que él pretende recuperar.

Un hecho a tener en cuenta, ya que a la altura en que tiene lugar esta escena debe ser considerado por el protagonista como una advertencia (y aunque en ese momento haga caso o miso de ella, más tarde se convertirá, no me cabe la menor duda de ello, en un acicate de su conciencia); un hecho a tener en cuenta, decía, es que Harry Hinkle, mientras convalece en la cama del hospital, ve y oye decir a Lincoln en una película retransmitida por la televisión una brillante alocución en la que se nos advierte que «Una vez perdida la confianza de los conciudadanos, jamás recuperaremos su respeto y estima. Podemos engañar a todos en alguna ocasión, incluso a algunos siempre; pero no podemos engañar siempre a todos». No es gratuita la elección que Wilder hace de Lincoln para transmitir este mensaje a Hinkle, a pesar de ser aquel un político, pues se trata de un presidente del que Wilder parece querer poner de relieve su honradez y la capacidad de su discurso para perdurar en el tiempo y en el espíritu del pueblo americano. Y tampoco es gratuito el hecho de que lance su mensaje a través de una película en la televisión, ya que a través de esta tantos políticos despachan su demagogia en programas especialmente dedicados a ello. No todo es malo en la televisión, parece decirnos Wilder, también ponen cine (y, en esta ocasión, es nada menos que Henry Fonda quien interpreta al célebre presidente; el mismo Henry Fonda que ya había dado vida dos años antes del estreno de la película que nos ocupa, al perfecto presidente americano en la aclamada Punto límite (Fall-Safe, Sidney Lumet 1964).

En cualquier caso, este discurso del presidente Lincoln se erigirá más tarde, como ya digo, en la voz de la conciencia del desdichado farsante Hinkle. Pues dicho discurso aún debe de resonar en su mente cuando, por fin, decide rebelarse contra su cuñado, contra su exmujer, contra la farsa que están representando y aun contra el papel que él interpreta en ella. Y si en otras películas de Wilder el protagonista se redime de sus faltas a través del amor, aquí lo hace a través de la amistad con Boom Boom Jackson, el jugador de rugby que chocó con él en el estadio. Ambos son personajes de buen carácter, y presiento que la confesión final de Hinkle será el comienzo de una hermosa amistad entre ambos. Porque, como decía Cicerón, «la verdadera amistad solo puede darse entre los buenos».

Este candoroso personaje –que es, además, un hombre de raza negra; con lo que podríamos colegir que Wilder plantea un discurso antirracista paralelo a su discurso ético– resulta ser, al contrario de lo que pudieran indicar las apariencias, la verdadera víctima de la confabulación ideada por el temerario William Gingrich; y no el gigante Goliat de las compañías de seguros. Y esto da qué pensar, porque resulta que casi siempre toca a los inocentes pagar las consecuencias de los conflictos que provocan los corruptos con sus malas acciones. Y es que este hombre, apenado y conmovido por el daño que cree haber ocasionado a Hinkle, se da a la bebida y ve peligrar su prometedora carrera deportiva. Pero no olvidemos a la desdichada madre de Hinkle, que, como es natural, sufre –aunque de manera algo cómica– al creer que su hijo padece una dolencia real. Sin embargo, para un cínico como Gingrich, el sufrimiento de los inocentes no es más que un simple daño colateral, algo que no le detiene lo más mínimo a la hora de seguir adelante con su codicioso plan.

Escena de En bandeja de plata

En suma, Wilder nos muestra en esta película, así como en todas sus comedias, las debilidades del ser humano (que tan bien conoce); pero no lo hace de forma banal, sino profundizando en sus motivaciones y con tal sutileza e ironía (aunque a veces la ironía se transforma en sarcasmo casi hiriente) que uno aprende sonriendo –lo que Horacio llamaba «enseñar deleitando»–, para luego comprender y aceptar las flaquezas ajenas y aun las propias con la naturalidad de quien no ignora que en el fondo todos somos seres perfectibles pero que nuestra sensatez y buena disposición –o nuestra bondad natural, si lo prefieren– están ahí, precisamente, para redimirnos en el último momento (como uno de esos rescates en el último minuto, al estilo de Griffith). Tanto es así que, en todas sus comedias, los personaje que le son más queridos, si bien no siempre logran el objetivo al que aspiraban en un principio, sí alcanzan al final uno más deseable y que los hace avanzar sobre su situación inicial; es decir, maduran, aprenden, se hacen mejores… E incluso (¿por qué no?) encuentran el amor o, como en este caso, la amistad. Nada puede mejorar ya, sin embargo, una película tan redonda como En bandeja de plata, donde, gracias a un guión sin fisuras, todo se dice y se hace a su debido tiempo. Tanto es así que resaltar los diálogos sublimes y los brillantes gags visuales de esta película sería el cuento de nunca acabar. Mejor que usted, amable lector, la vea con la atención que se merece para que la disfrute sin menoscabo de su esplendidez. Pues este humilde artículo, que ya va llegando a su final, solo pretende ser el sugestivo aperitivo que debe dar paso a un exquisito banquete.

Quizá nadie sea perfecto (ya saben), pero, desde luego, las películas de Billy Wilder sí lo son. Ojalá mis artículos estuviesen tan bien logrados.

Miguel Bravo Vadillo

Conversaciones con Billy Wilder (Amazon)

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La ventana del fraude (En bandeja de plata, de Billy Wilder). Artículo corregido sobre el publicado en la revista de cine Versión Original en abril de 2010 (nº 181, monográfico: Ventanas).

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