Me he percatado de que en todos los partidos del Mundial que he visto he sentido la “obligación” de tener un favorito. No me refiero a los partidos de España, cuando mi afinidad brota de forma natural; no, me refiero a esos encuentros disputados por dos equipos de los que a veces no podría nombrar a uno solo de sus jugadores. Y aun así la expectativa de ser un espectador pasivo que se deleita con el espectáculo, de manera fría y neutra, “que gane el mejor”, se me antoja aburrida.
Ni siquiera podría explicar por qué en un partido me decanto por Inglaterra, en otro por Francia, en otro por Costa Rica, en otro por Portugal. Y de manera paradójica tampoco podría explicar por qué a veces deseo que estos mismos equipos pierdan.
Precisamente porque estos deseos surgen espoleados por motivaciones instintivas, me resultan extraños incluso a mí, que me veo con sorpresa festejando o lamentando goles que deberían resultarme intranscendentes.
Esta actitud de evanescente militancia futbolística me ha permitido minimizar el mal papel de España en este campeonato. Al fin y al cabo, si ya no puedo ir con España, siempre me queda el consuelo de apoyar a otro país.
¿Pero es esto saludable? No me consta –al menos no lo recuerdo– que en mi juventud fuera un aficionado tan poco comprometido, tan infiel, tan caprichoso.
Tal vez sea que cuanto más viejo me hago, mayor es la necesidad de edulcorar mi existencia con estímulos, por muy superficiales que sean, y evitar de paso las frustraciones. Todo es un juego, bien mirado: el fútbol, el amor, el trabajo, la vida, la muerte… Un juego inasible, casquivano, artificioso en el que, antes o después, ganaremos y… perderemos.
Los Mundiales siempre nos dejan emotivas estampas de futbolistas llorando por no haber cumplido sus objetivos. Es la desventaja de no poder ser un vil chaquetero y cambiar de equipo cuando a uno le da la gana.
Francisco Rodríguez Criado.
Artículo publicado en El Periódico de Extremadura, el 14 de diciembre de 2022
Imagen: Pixabay
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Rodríguez Criado
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