«A Chaplin le gusta más pregonar la risa que el llanto. Y si su buena voluntad y compasión por el género humano no le obligaran moralmente a mostrar los aspectos ingratos de la existencia, es bien seguro que sus obras serían creaciones puras de estricta comicidad».
FRANCISCO PINA
Son tantos los grandes finales del cine que merecerían estar en estas páginas que es difícil escoger uno. Quizá por eso mismo, cualquiera de ellos podría servir a este fin. En cualquier caso, tras un necesario proceso de descarte, me encontré entre mis manos con el final de dos películas de Chaplin: Luces de la ciudad (City Lights, Charles Chaplin, 1931) y Tiempos modernos (Modern Times, Charles Chaplin, 1936). Ambos finales son excelentes, según mi parecer; pero no tuve más remedio que optar por uno de los dos, en una decisión que resultó ser tan difícil –aunque no tan dramática ni insoportable– como aquella que un despiadado nazi obligó a tomar al personaje interpretado por Meryl Streep en La decisión de Sophie (Sophies’s Choice, Alan J. Pakula, 1983). Yo, quizá para prevenir un injustificado sentimiento de culpa, tuve la socorrida ocurrencia de lanzar una moneda al aire.
El final de Tiempos modernos (Modern Times, Charles Chaplin, 1936) es sugestivo por dos razones que aluden al devenir de su personaje principal. Por un lado, esta es la última vez que Chaplin interpreta el personaje de Charlot; es decir, que esa escena en la que vemos alejarse a Chaplin junto a Paulette Goddard es también el adiós definitivo al personaje que lo hizo mítico. Lo vemos alejarse sin mirar atrás, y ya para siempre. Y por otro lado, esta vez Charlot no se marcha solo (como ocurría en otros finales de su filmografía), sino que va acompañado de la mujer a la que ama, e imagino que Chaplin entendería esto como el triunfo final de su personaje.
Pero además de por estas consideraciones referidas al personaje de Charlot, el final de la película es brillante por sí mismo. Es el amanecer de un nuevo día y se oyen los acordes de Smile. Ambos personajes (los interpretados por Chaplin y Goddard), hartos de cómo los ha tratado la vida hasta ese momento, pero abrigando en sus corazones la esperanza de una vida mejor (una vida digna en la que, por fin, ver satisfechos los anhelos de su espíritu), emprenden el camino hacia ese esperanzador futuro. Es evidente, y ambos lo saben, que esa nueva vida quizá no sea siempre perfecta, quizá no sea siempre feliz; pero sí será una vida que vivirán juntos, prodigándose su amor. Y no hay mayor libertad ni mayor felicidad que las que proporciona el amor.
La compañera de Charlot, no obstante, parece triste y asustada; pero el optimista vagabundo la incita a sonreír y a no darse nunca por vencida. La convence, en definitiva, de que todo irá bien y de que juntos saldrán adelante; al temor ante el futuro, el sabio cómico contrapone la esperanza en el futuro. Así que ambos avanzan por un camino que se pierde en el horizonte incierto de sus vidas, pero que están dispuestos a recorrer cogidos de la mano, con el corazón rebosando amor y esperanza, en un final que es, a la vez, un principio: el del resto de sus días.
Este final es uno de los más sabios y emotivos que recuerdo haber visto en el cine. Un final que solo podía escribir y rodar un hombre de la talla artística y humana de Charles Chaplin: no solo un genio del cine, sino también del arte de todos los tiempos; pues Chaplin es, de entre los artistas que se han dedicado al cine (no todo en cine es arte), quizá el más humano y el más grande. Pero es también un final auténtico y realista, quizá, ya digo, por cuanto tiene de esperanzador; ya que, de igual modo, los finales de la vida nunca son completamente tristes o alegres, dramáticos o felices, sino siempre esperanzadores. Y es que desde los legendarios tiempos de Pandora, y por mucho cinismo que el hombre pueda llegar a acumular en su pecho, nunca hemos sido capaces de erradicar del todo el poso de esperanza que la infancia –ese período de nuestras vidas en que nos sentimos eternos– deja en nuestros corazones. Incluso la muerte, al decir de Sócrates, debería ser un final esperanzador.
Sin embargo, y a pesar de que Chaplin dijera de su simpática pareja de vagabundos que estos eran «los dos únicos espíritus vivos en un mundo de autómatas», lo cierto es que el sueño de ambos personajes parece corresponderse con el de un estilo de vida burgués, cuyos valores y hábitos se convierten en la aspiración de gran parte de la sociedad de su tiempo e incluso en sinónimo de felicidad (como se demuestra en ese diálogo de ensueño que mantienen frente a la modélica casa de una familia burguesa).
Esta clase social incipiente –la de la nueva burguesía–, que se hace fuerte al amparo de la segunda revolución industrial y de un nuevo concepto de capitalismo, llegaría a ser glorificada en Estados Unidos durante la década de los años cincuenta del pasado siglo. Pero los nuevos procesos de producción introducidos por el taylorismo (u organización científica del trabajo), amén de deshumanizar al trabajador, hacían más amplia y dolorosa, si cabe, la distancia que separaba al proletariado de la clase acomodada; desigualdades que, para colmo de males, se verían acentuadas por la Gran Depresión del 29, que incrementó el paro y, con ello, la desprotección del trabajador ante los abusos de los dueños del capital (de aquellos, claro, que no habían quebrado).
Cabe señalar que, años más tarde, Buñuel desmitificará en El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962)a esa misma clase burguesa, privándola del aura de idealidad que parece otorgarle la enamorada pareja de Tiempos modernos. En este filme de Buñuel, la libertad que se le presume a las clases acomodadas es solo aparente, ya que sus personajes viven presos de sus propios códigos y prejuicios. Razón por la que no solo se muestran incapaces de establecer una verdadera comunicación entre ellos, sino que se ven obligados a llevar una existencia tan vacía como tediosa. Los miembros de la burguesía que retrata Buñuel no se soportan los unos a los otros por la sencilla razón de que ni siquiera se soportan a sí mismos. La casa burguesa, que parecía tan ideal para la pareja de vagabundos, resulta ser aquí una jaula en la que los burgueses viven atrapados por su conformismo, sus miserias y sus temores más ocultos.
También vale la pena recordar, ¿cómo no?, El discreto encanto de la burguesía (Le charme discret de la bourgeoisie, Luis Buñuel, 1972), donde el final de la película tiene cierto parecido formal con el final de la película de Chaplin, pero con un significado muy dispar: un grupo de burgueses se aleja por una carretera solitaria hacia un horizonte, ahora sí, tan cierto como desesperanzador. Aquí, por tanto, el final tiene connotaciones completamente diferentes, ya que es un final sin esperanza posible: un final de resignación ante la muerte no solo del individuo, sino de la clase burguesa como tal.
Charlot y su compañera aún caminan hacia la vida; y, además, están muy lejos de ser los invitados a un festín que no consiguen consumar (como ocurre en esta película de Buñuel). Han pasado hambre, desde luego, pero por razones muy diferentes de las meramente surrealistas. Los personajes de Buñuel tienen comida, pero no consiguen comer. Los personajes de Chaplin no tienen qué llevarse a la boca; pero es la dura realidad de una situación social injusta con los más desfavorecidos, no la caprichosa tiranía del surrealismo, lo que les obliga a pasar hambre.
No obstante, la película gana en complejidad si entendemos que una cosa es lo que piensa Charlot y otra muy distinta lo que intenta hacernos ver Chaplin; pues, a mi juicio, cuando Chaplin hace tropezar a su personaje nada más entrar en la casa de sus sueños, parece advertirle de que esa vida no es tan ideal como cabría imaginar. Es evidente que Charlot imagina esa vida demasiado plácida e irreal, porque nunca la ha conocido (y, nada más entrar, vemos cómo tropieza con sus comodidades). Luego Chaplin, de alguna forma, también se mofa de esa supuesta vida burguesa, donde se pueden alcanzar frutos desde las ventanas del hogar y las vacas dan leche sin necesidad de ordeñarlas.
En cualquier caso, en Tiempos modernos –como en tantos otros títulos de su filmografía–, Chaplin derrocha talento a raudales y, además de hacer una crítica social tan dura como inteligente, nos enseña a todos que nunca hay que perder la sonrisa, ni siquiera en los peores momentos. Nadie más es capaz de impartir, con la misma sencillez y sabiduría, esta lección tan importante y necesaria. Chaplin sabía perfectamente que nada tiene más valor en este mundo que una sonrisa, eso que un niño prodiga con tanta facilidad y que el adulto tantas veces echa de menos (como Charles Foster Kane echaba de menos el Rosebud de su infancia). En verdad, el hombre que pierde su sonrisa ha perdido su mayor tesoro.
Aparte de esta enseñanza primordial, Chaplin supo transmitir con su personaje de Charlot todo cuanto un artista puede y debe transmitir a la humanidad. Y lo hizo sin palabras. Poder decir todo cuanto puede ser dicho sin utilizar una sola palabra es un prodigio solo al alcance de este hombre; según mi opinión, el mejor cómico conocido de todos los tiempos. Y es que ver una película de este artista –cuyo talento emociona hasta el punto de bañar las risas en lágrimas– es un ejercicio de humildad incomparable para todos aquellos que amamos las palabras y que, quizá por esa razón, sobrevaloramos su utilidad y su trascendencia. Con todo, esta no es una película completamente muda: el espectador puede oír los acordes de la música compuesta por el propio Chaplin, el ruido de las máquinas que absorben el espíritu del hombre (incluso hasta engullirlo literalmente), la voz metálica de algunos personajes que hablan a través de artefactos tecnológicos (son diálogos carentes de calidez humana), etc. Pero Charlot continúa sin pronunciar palabra, salvo en una escena, en la que, en un alarde de inspiración clarividente, Chaplin no quiere que su personaje se despida del cine sin hablar ni una sola vez. Entonces canta una canción, cuya letra –mezcla de varios idiomas, existentes e inexistentes– conforma un texto incomprensible; como si el genial mimo quisiera decirnos una vez más que las palabras nada dicen. Se trata de una canción sin sentido, pues todo cuanto tenía sentido ya lo había dicho sin necesidad de utilizar las palabras; luego es natural que ahora las use para no decir nada. Así que en su cine se hace cierto el tópico de que una imagen vale más que mil palabras, del mismo modo que un acto de amor vale más que todas las palabras de amor del mundo.
No puedo terminar este artículo sin remarcar que su legado fílmico, de incalculable valor, ha influido en infinidad de artistas y filósofos posteriores. Y en la medida en que, con su obra, ha aportado belleza al mundo, lo ha hecho más soportable para millones de personas de todas las edades y generaciones a lo largo y ancho del planeta. Es mi obligación, por tanto, recomendar al lector de estas páginas que procure ver las mejores películas de Charles Chaplin lo antes posible (si es que aún no lo ha hecho), pues hacerlo conforma una de las experiencias más gratificantes de la existencia humana y, por tanto, una de las razones por las que vale la pena vivir en estos tiempos que algunos –irreflexivos, creo yo– tanto desprecian.
Esta última apreciación bien merece que sea explicada con más detalle. Ignoro si la vida en este planeta será mejor en siglos venideros, pero el defecto más grave que yo veo a los siglos anteriores al veinte –además de su paupérrima sanidad– es que no tenían cine. Y me pregunto: ¿habrá cine en los reinos de ultratumba? Porque, para mí, no hay paraíso sin cine. Más que resucitar en serrallos o vergeles, prefiero hacerlo en una sala de cine en sesión continua y para toda la eternidad. Pero lo primero que quiero ver, si tras mi muerte debo abrir los ojos, es el rostro inefablemente lírico y sabio de Charlot. Y quiero verlo, además, como si lo viera por primera vez, tal y como le ocurre a la florista ciega en ese otro final maravilloso (discúlpenme, pero no he podido resistir la tentación de aludir a él finalmente), el de Luces de la ciudad (City Lights, Charles Chaplin, 1931), cuando, después de recuperar la vista, ve a Charlot (a quien hasta entonces había tomado por un millonario) y dice «Ahora ya puedo ver». Y lo dice con toda la tristeza que cabe en su corazón, como si hubiese abierto los ojos a la realidad misma; mientras tanto, el genial cómico simplemente sonríe.
Sonrían ustedes también, no lo olviden, aunque les duela el corazón.
The End
Un final para la esperanza (Tiempos modernos, de Charles Chaplin). Artículo corregido sobre el publicado en la revista de cine Versión Original en mayo de 2010 (n.º 182, monográfico: The End).
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