Nueva reseña de Miguel Bravo Vadillo que comparte con modelnos.com, en este caso obre la película Sonata de otoño, de Ingmar Bergman.
«Todos los caminos me son permitidos,
menos los del fracaso.
INGMAR BERGMAN.
Introducción. Bergman tenía razón cuando dijo que los caminos peligrosos, al final, son los únicos practicables. «Nuestra inspiración –añadía– necesita del rigor y del vértigo». Ese vértigo y ese rigor son los que vertebraban sus mejores guiones para hablarnos de un mundo de pesadilla, en el que la incapacidad para comunicarnos, para expresar nuestras más recónditas emociones, nos aboca a nuestro propio infierno particular y, como sucede a los personajes principales de Sonata de otoño (Höstsonaten, Ingmar Bergman, 1978), al más doloroso de los fracasos: el de la afectividad. El mutismo en lo que respecta a los sentimientos más íntimos ha presidido la relación entre Charlotte y su hija Eva desde que esta era niña, hasta que ese silencio ha llegado a enquistárseles en el alma y provocarles no poco dolor y aflicción. Cuando, por fin, se deciden a hablar –con la pasión desbordada de los personajes de Strindberg– ya es tarde para sanar las heridas, y no hacen sino hurgar en la llaga de manera irrevocable.
Exposición. Eva (Liv Ulmann) comienza a tocar el Preludio Opus 28 nº 2 en La menor de Chopin. El rostro de su madre Charlotte (Ingrid Bergman) pasa del gesto sonriente y esperanzador a la decepción más absoluta, constatando algo que siempre supo: su hija carece de talento para la música. «¿Cómo puede ser mi hija? –parece decirse, incrédula–. Sin embargo, lo es y debo quererla, aunque no me guste. Pero no merece la pena que me esfuerce con ella, porque nunca aprenderá. Pobre Eva, jamás podrá experimentar el inconmensurable gozo del artista consagrado a su obra, del creador liberando sus emociones más recónditas y exquisitas a través de su arte». A continuación, Eva consigue convencer a su madre para que toque la misma pieza, y esta le da una clase magistral. De nuevo, Charlotte se muestra superior. Eva la contempla con arrobo y admiración; pero también llena de resentimiento. Por un momento, parece comprender y aceptar que su madre la desprecie: ¿cómo no hacerlo?, ella misma se siente insignificante a su lado. Quisiera tener su talento, desde luego, aunque solo fuera para ser digna de su amor (porque lo que Eva más anhela es el amor de su madre); pero no lo tiene, y eso la lleva a intuir que tampoco podrá tener el cariño de la persona a la que más ama. Y es que a Eva poco le importa la música, o cualquier arte en sí misma, lo que realmente desea es vivir de manera plena y satisfactoria: «Debemos aprender a vivir, y eso intento todos los días», escribe en su primer libro. En realidad, solo se obstina en tocar el piano porque necesita ganarse el cariño y la aprobación de su madre, y sabe que no podrá lograrlo de otro modo. También necesita amarla, por supuesto; aunque tampoco puede evitar odiarla y colmarla de reproches, quizá porque se siente frustrada, se odia a sí misma y culpa a su madre de ser la causante de su propio fracaso. En esta memorable secuencia aún no se han derrumbado los muros de contención con que madre e hija reprimen sus atroces sentimientos, porque Bergman pospone ese clímax para el tramo final del filme. Sin embargo, el cineasta sí permite que se vislumbre todo ese rencor reprimido en las sugerentes miradas de sus actrices. El propio Bergman diría en alguna ocasión: «El rostro humano es el punto de partida de mi trabajo (…). El modo de expresión más bello del actor es su mirada». Una mirada, la de los personajes de Bergman, que deja traslucir la lucha interna que los aflige y trastorna.
Pequeña coda. Helena (Lena Nyman), la hermana de Eva, padece una espantosa enfermedad degenerativa que le impide hablar. Es la metáfora viviente del inefable y angustioso dolor que provoca toda comunicación insatisfactoria o la propia falta de comunicación, cuando esta se hace tan necesaria como respirar.
Desarrollo. Si el corazón nos une (pues todos somos capaces de los mismos sentimientos), la razón nos traiciona y nos separa (pues todos creemos tener razón por encima de los demás). Como en una Babel de pesadilla, hablamos idiomas distintos sin darnos cuenta de que en el fondo decimos lo mismo, y pensamos cosas diferentes sin apercibirnos de que sentimos igual. Necesitamos la compañía de los demás, su cariño; no pretendemos con ello hacer daño a nadie, tampoco deseamos que nos lo hagan a nosotros. Pero el daño es inevitable. Mantener relaciones espinosas aun con los seres que más amamos forma parte de la naturaleza humana. Aunque necesitadas de amor, madre e hija solo consiguen hacerse daño mutuamente; porque esa necesidad insatisfecha de amor, de afecto, de comunicación verdadera, en definitiva, deviene en angustia, soledad y vacío. Esto es lo que viene a señalar el dilema del erizo ideado por Schopenhauer, filósofo que iniciaría una línea de influencias que alcanzaría al propio Bergman a través de Kierkegaard, Nietzsche, Strindberg, Freud o Kafka, entre otros.
De hecho, Bergman parece llevar al celuloide una adaptación de la Carta al padre, de Kafka, matizada por el peculiar dramatismo de Strindberg; es decir, valiéndose para ello de personajes femeninos (sus favoritos), y dando a ambas mujeres la posibilidad de enfrentarse entre sí con diálogos contundentes y silencios reveladores.
Re-exposición. En una noche de insomnio, madre e hija abren, por fin, la caja de Pandora de todos los rencores y resentimientos acumulados durante toda una vida. Ahora es Eva el elemento dominante. Y si en la secuencia del piano era la madre la que echaba en cara a su hija la falta de talento para la música, aquí es la hija quien recrimina a la madre sus escasas dotes para la vida. Las dos mujeres hablan desde el centro de sus almas. Charlotte se pregunta si ha vivido o solo existe (lo cual no puede dejar de recordarnos el famoso verso de Marañón: «Vivir no es sólo existir»), pues, al volcar toda su existencia en su arte, ha descuidado muchas de las facetas importantes de la vida. Pero… ¿y Eva? Eva, mucho más emotiva, necesita el amor de sus seres queridos; sin embargo, no puede evitar dañar a su madre a la menor oportunidad, aunque al instante se arrepienta de ello. Qué duda cabe de que ambos personajes representan, a su vez, el desdoblamiento del propio Bergman, como artista y como hombre.
De nuevo, nos encontramos ante el eterno enfrentamiento entre creador y criatura (piénsese en la obra inmortal de Mary Shelley), que no deja de ser una metáfora de los propios conflictos internos del creador y que no hace sino conformar las dos caras de una misma moneda: la soledad del genio. La criatura recrimina a su creador porque, en el fondo, se siente solo y desamparado. Necesita su amor, su comprensión, sus palabras de afecto. No soporta su silencio ni su indiferencia. Merece la pena resaltar estas palabras del monstruo de Frankenstein: «Y tú, mi creador, me detestas, desdeñas a tu criatura, a la que estás unido por unos vínculos que solo pueden disolverse con la muerte de uno de los dos (…). Si no puedo inspirar amor, sembraré el terror, y sobre todo en ti, el peor de mis enemigos; porque juro que el odio más imperecedero caerá sobre mi creador». Eva habla y actúa contra su madre como el mismísimo monstruo ideado por aquella jovencita de diecinueve años.
Coda final. Kafka escribiría en la susodicha Carta al padre: «Seguro que yo también te he lastimado con palabras, pero siempre lo sabía, y me dolía; pero no podía dominarme, no podía retener la palabra. Aunque mientras la decía ya me estaba arrepintiendo. (…) Hoy tiemblo menos que en la niñez, solo porque el excluyente sentimiento de culpabilidad del niño ha sido sustituido por la percepción de nuestro común desamparo». Así, Eva confiesa en una nueva carta a su madre que ha descubierto la clemencia, y le pide perdón; ya no permitirá nunca más que salga de su vida. No cree que sea aún demasiado tarde para reconciliarse y cuidar la una de la otra. Se acoge a la esperanza una vez más.
Charlotte, por su parte, parece comprender (en un estremecedor plano final) la envergadura del monstruo que ha creado. Y bien podría hacer suyas las palabras del desquiciado doctor: «Dios mío, he creado un monstruo, y no podré librarme de él hasta que uno de los dos desaparezca». Pero cabe suponer que la pasión (o la obsesión), voluntaria o no, de Charlotte por alcanzar la perfección artística ha creado un monstruo mucho más sutil: la pianista de éxito entregada a las exigencias y rigores de su arte, del que, al fin y al cabo, es esclava y deudora. Este es el verdadero engendro que ha devorado a su propia persona y que, a su vez, ha generado un monstruo de resentimiento en la persona de su hija. Charlotte prefiere el arte a la vida, Eva la vida al arte; pero las dos han fracasado en sus papeles de madre e hija. La relación que mantienen ambas mujeres causa verdadero espanto, y, aun así, ninguna de las dos puede renunciar a la omnipresente esperanza, siempre insatisfecha.
Esta es, sin duda, una de las películas más complejas y perfectas de Bergman.
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Sonata de un fracaso (Sonata de otoño, de Ingmar Bergman). Versión corregida del artículo que fue publicado en la revista de cine Versión Original, en diciembre de 2011 (n.º 199, monográfico El fracaso).
Miguel Bravo Vadillo
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