Burlando el examen psiquiátrico (relato de Alexander Drake)

Alexander Drake nos ofrece esta narración en la que un joven intenta esquivar el servicio militar en una época en la que este era obligatorio en España.

Burlando el examen psiquiátrico (Narración de Alexander Drake)

Tenía 23 años y días atrás me había llegado una carta del Ministerio de Defensa. El Estado me reclamaba para hacer el servicio militar. Mucha gente optaba por hacer la prestación social sustitutoria. Yo simplemente me negaba hacer ninguna de las dos. Necesitaba un plan. No tenía nada que perder. De modo que aposté fuerte. Alegué trastornos psicológicos con tendencias suicidas. Semanas más tarde me llegó otra carta. Querían que me personase en el Hospital Militar de Burgos para un reconocimiento. En la carta me incluían un billete de tren de ida y vuelta y un cheque con algo de dinero para mis gastos ocasionales durante el tiempo que pasaría allí. Llegado el día preparé una mochila y fui a la estación. Cogí el autobús 17 desde Amara y me bajé en la parada del puente de María Cristina. El tren salía a las 16:18 h. Convalidé el billete y crucé las vías por el túnel hasta acceder al andén número 2. El tren llegó puntual. Subí a él y me acomodé en mi asiento. Después saqué un libro y dejé que el paisaje corriera a mi lado durante las tres horas y media que duraba el trayecto.

Cuando llegué a Burgos pregunté por el Hospital Militar. Resultó estar bastante cerca. Sólo me llevó unos minutos caminando. El edificio era gigantesco. Una mole de piedra y ladrillo que albergaba todo tipo de dependencias. Apostado en una de las entradas había un chico de mi edad, con uniforme de soldado, cara inexpresiva y una metralleta en las manos. Le pregunté si debía entrar por ahí. Me dijo que tenía que seguir caminando unos 30 metros y acceder por la siguiente puerta. Seguí un poco más adelante, entré y vi a un tipo tras un mostrador. Me pidió la carta que me había mandado el Ministerio de Defensa. La saqué del bolsillo y se la entregué. Me dijo que esperara un momento. Revisó unos datos y después llamó por teléfono. Al poco llegó una enfermera de mediana edad que me acompañó hasta una habitación de la planta de arriba. Se trataba de un cuarto amplio, con una mesa, una ventana que daba al exterior y una cama donde seguramente habría reposado algún herido en combate y quizás incluso algún muerto. Tocaron la puerta. Era la misma enfermera. Entró en la habitación con un montón de papeles en la mano. Me dijo que eran unos test que debía rellenar y que pasaría a recogerlos mañana a primera hora para dárselos al psiquiatra. Me fijé en aquellos papeles. Eran varios tacos con un montón de hojas. Eché un vistazo a las preguntas. Sabía perfectamente cómo debía contestarlas para que mi historia fuera creíble. Me puse a ello, pero aquellas hojas parecían no tener fin. Me llevaría una eternidad completarlas todas. Mezclaban preguntas absurdas y sin sentido aparente con otras que vulneraban mi intimidad. Las preguntas número 53, 187 y 249 eran exactamente la misma. Luego había varias con las palabras cambiadas o planteadas con diferentes enfoques pero que en realidad significaban lo mismo. Supongo que buscaban cogerme en alguna contradicción. También estaba repetida varias veces la pregunta de si había querido suicidarme en alguna ocasión. Por supuesto puse que sí. Antes de que hubiese acabado volvieron a tocar la puerta. Era otra enfermera. Ésta era mucho más joven que la anterior. Sostenía una bandeja en las manos mientras me miraba de forma extraña y dubitativa.

—Hola, te traigo la cena… —dijo sin atreverse a traspasar el umbral del cuarto—. ¿Puedo pasar? —preguntó tímidamente.

—Claro —respondí.

—¿Por qué estás aquí? ¿Qué es lo que te pasa…? —preguntó como si hubiera tenido problemas con algún paciente desequilibrado y temiera que yo también pudiera hacerle algo.

—Sufro de depresión… —dije interpretando mi papel.

—Ahh —contestó aliviada.

Dejó la bandeja sobre la mesa.

—¿Qué me has traído? —pregunté intrigado.

Quitó la tapa que cubría el contenido y dijo:

—Vainas con patatas, pescado y una manzana.

Me aproximé a verlo de cerca. También había un botellín de agua.

—Soy vegetariano…, y veo que las vainas llevan jamón —dije molesto.

—No hay mucho, puedes apartarlo.

Negué con la cabeza mientras ponía expresión de asco.

—¿Y pescado tampoco comes?

—No.

—Pues no hay otra cosa…

Cogí la manzana y el botellín de agua y le dije que se llevara la bandeja entera. Ella dudó un instante, pero yo insistí. Acabó accediendo y se fue un poco confusa. Saqué un bocadillo de mi mochila y dejé la manzana para el final. Luego volví a los test. Esos malditos papeles parecían multiplicarse. Las preguntas no se terminabannunca.

A la mañana siguiente vino la primera de las enfermeras. Me dejó el desayuno y recogió las hojas. Me dijo que el psiquiatra me recibiría a las 10:00 h. y que ella vendría 5 minutos antes para acompañarme a su despacho. Todavía eran las 9, de modo que me vestí y di una vuelta por el complejo. Me acerqué a la sala principal. Había unos cuantos hombres con el pijama del hospital, en bata y zapatillas de andar por casa. La mayoría se limitaban a mirar la televisión mientras otros jugaban a las cartas, leían el periódico o contaban batallitas. Todos eran militares que se recuperaban de alguna operación o de algún accidente. Uno de los hombres tenía la cabeza completamente vendada y una expresión de dolor constante. A otro le faltaba una pierna de rodilla para abajo y se apoyaba en un par de muletas para poder desplazarse. El ambiente resultaba de lo más espantoso. Volví a la habitación. Me tumbé en la cama y continué leyendo mi libro. Minutos después la enfermera tocó mi puerta a la hora prevista y me acompañó hasta el despacho del psiquiatra. Bajamos de planta, atravesamos varios pasillos y llegamos hasta allí. Dentro me estaba esperando un hombre de unos 50 años, sentado detrás de un escritorio y con cara de mala leche.

—Siéntate —dijo con tono de estar enfadado.

La enfermera se fue y cerró la puerta.

El psiquiatra se quedó mirando unos papeles que tenía sobre su mesa. Justo al lado vi que estaban los test que había hecho la noche anterior mientras yo me concentraba en representar mi papel de chico depresivo y desvalido.

—¿Consideras que estás enfermo? —me preguntó a bocajarro alzando la voz como si fuese un policía y yo un criminal al que estuviera interrogando.

—Bueno… —dije tímidamente y mirando al suelo mientras meditaba un par de segundos la respuesta—. Una enfermedad es un estado anormal de salud…

—¡¡¿Cómo dices?!! —preguntó encolerizado.

Le calé enseguida. Quería provocarme. Que saltara de mi silla e hiciera alguna tontería para poder descubrirme. Pero tenía muy clara cuál debía ser mi estrategia.

—Sí, creo que sí… —contesté de manera frágil y asustadiza.

Después volvió a echar un vistazo a sus papeles.

—¿Por qué no quieres hacer el servicio militar? —volvió a preguntar en plan cabrón.

—No creo que pueda soportarlo —dije aparentando estar destrozado ante la idea.

—¿Por qué?

—Tengo miedo.

—¿Miedo de qué?

—De todo.

—El servicio militar no es muy diferente del colegio —dijo cambiando el tono de voz y quitándole importancia al asunto.

—No tengo muy buenos recuerdos del colegio… —contesté como si allí me hubieran pasado cosas realmente horribles.

—¿Has querido suicidarte alguna vez?

—Sí —respondí con dificultad, como si admitirlo supusiera un trauma para mí.

—¿Cuántas veces?

—Dos —contesté fingiendo estar conteniendo las lágrimas.

—¿Por qué razón? ¿Y cómo pensabas hacerlo? —preguntó con mucho interés.

Estaba seguro de que me preguntaría sobre esto, así que llevaba un par de historias preparadas de antemano. La primera iba de lanzarme desde la última planta de un edificio en construcción cuando tenía 13 años por culpa de mis malas experiencias en el colegio. La segunda tenía que ver con un cuchillo y mi deseo de atravesarme el estómago con él para dejar de sufrir de una vez por todas. Diría que mi actuación fue de notable alto. La entrevista no duró mucho más. El psiquiatra anotó algo en un folio y después me dijo que ya podía marcharme. Me levanté lentamente y salí de allí. Fui a la habitación, cogí mi mochila y abandoné el Hospital. Mi tren no salía hasta media tarde, de modo que aproveché el resto del día para visitar la ciudad. Cogí un autobús y me acerqué hasta la Catedral. Era algo realmente impresionante.Al pocoseme acercó una pareja de enamorados junto a las escaleras de la entrada. Me preguntaron si podía sacarles una foto. Lo hice, pero en mi cabeza surgió un pensamiento: “Nunca dejes tu cámara a alguien que corra más que tú”. Por suerte para ellos, yo no era de esa clase de personas. Después me adentré en otras zonas de la ciudad y contemplé alguno de los muchos monumentos que había por las calles principales; sobre todo de guerreros medievales a caballo y de célebres conquistadores. A mitad de camino me paró un viejo de unos 60 años.

—Yo a ti te conozco, ¿verdad? 

—No lo creo —le respondí seguro de no conocernos de nada.

—¿No te he visto antes? —preguntó con un tono extraño.

—No —respondí telegráficamente.

—¿Eres de aquí? —preguntó con una media sonrisa.

Tuve la sensación de que el puto viejo era un jodido maricón que quería chupármela.

—No, no soy de aquí —le contesté apretando los dientes y con mirada de asesino.

—Perdón, perdón. No quería molestarte… —dijo apartándose de mi camino y un poco asustado.

Traté de olvidarme del anciano homosexual y recorrí el paseo que transcurría junto al río Arlanzón. Después bajé hasta una de sus magníficas orillas de césped y me tumbé a tomar el sol. Varios metros a mi derecha había un par de chicas rubias con mochilas de viaje y la bandera de Canadá cosida en ellas. Las dos miraban un mapa desplegable mientras anotaban algo en un cuaderno. Yo saqué mi libro y continué leyendo. Minutos más tarde se me acercó un perro de color blanco y más bien pequeño que saltaba y giraba a mi alrededor. Justo detrás de él venía corriendo una chica rubia y alta y bastante atractiva.

—Lo siento, perdona. Espero que no te haya molestado.

—En absoluto. Me encantan los perros —le contesté sin dejar de jugar con el chucho.

—Qué raro que se haya acercado a ti porque nunca hace esto con nadie. Siempre se aleja de todo el mundo.

Empecé a pensar en la remota posibilidad de poder follarme a la chica en cuestión.

—¿Cómo se llama?

—Carmel —respondió.

—¿Carmel?

—Sí, es un pueblito de California.

—¿Has estado en California? —pregunté interesado.

—Sí.

—Yo también. En San Francisco.

—¿Ah, sí…? —dijo impresionada.

La idea de follarme a la chica volvió a tomar forma en mi cabeza. Se sentó a mi lado y continuamos hablando durante casi media hora. Era una muchacha encantadora. En algún momento de la conversación me dijo que vivía justo enfrente de donde estábamos sentados. Yo no dejaba de fantasear con que tarde o temprano terminaría invitándome a su casa y echaríamos un polvo rápido. En vez de eso acabó despidiéndose de manera dulce y agradecida mientras el perro la seguía corriendo en círculos y yo la miraba alejarse poco a poco sin despegar la vista de ese culo maravilloso y esas piernas largas y deliciosas. Miré el reloj. Ya no quedaba tanto tiempo. Me levanté y me acerqué a la estación con paso ligero. Llegada la hora monté en el tren. Miré el resto de asientos y vi que era la única persona en todo el vagón. Saqué mi libro de la mochila y lo retomé donde lo había dejado. Poco antes de que el tren arrancara subió una chica algo más joven que yo, morena y bastante guapa, y se sentó justo enfrente de mí. Luego se asomó al cristal y se despidió de un par de amigas esbozando una sonrisa cómplice desde el otro lado de la ventanilla mientras el tren se ponía en marcha. Parecía obvio que la muchacha esperaba algo de acción, pero decidí que debía ser ella quien diera el primer paso. Supongo que la chica confiaba en que tarde o temprano yo sacase algún tema de conversación, pero no lo hice. Estaba harto de que tuviera que ser siempre el hombre el que tomara la iniciativa. De vez en cuando levantaba los ojos del libro. Entonces la chica sonreía pensando que iba a ocurrir algo; pero yo volvía a mi posición original y me limitaba a seguir leyendo sin pronunciar palabra. Dos horas más tarde ella se bajó en Pamplona completamente decepcionada mientras a mí todo aquello me parecía de lo más divertido y revelador. Hora y media después el tren llegaba a San Sebastián.

Tres semanas más tarde recibí otra carta del Ministerio de Defensa. Abrí el sobre con gran nerviosismo haciéndolo trizas y leí su decisión con el corazón a mil por hora.

La carta decía lo siguiente:

Tras el reconocimiento que se le llevó a cabo en el Hospital Militar de Burgos, el pasado día 15 de septiembre de 1998, este Tribunal de Evaluación ha determinado que usted quede exento de cumplir con el servicio militar.

…Y así es como ocurrió.

Alexander Drake. Relato incluido en el libro Ignominia, publicado en Libros Indies.

Texto tomado del editor:

DESCRIPCIÓN

«Ignominia es una recopilación de 68 relatos cortos donde (además de plantearse un juicio ácido y mordaz a la literatura contemporánea) el autor se adentra en el sexo compulsivo, la violencia, la crítica social corrosiva y otras temáticas adheridas a la naturaleza oculta del ser humano. Es una mirada cruel y desoladora sobre la sociedad enferma en la que vivimos. Un caleidoscopio de sucesos que juegan a fundirse entre la tragedia y el humor negro. Leer estos textos es como mirarse en un espejo distorsionador que no hace sino devolvernos con espanto el verdadero rostro de aquello que escondemos. Una imagen espeluznante de violencia, horror y depravación ante la cual es imposible no reconocer ciertas realidades. Como un bisturí que disecciona un cadáver, este libro deja al descubierto las entrañas de la psicología humana en una composición de relatos breves que nos harán replantearnos muchas cuestiones sobre nuestra verdadera forma de ser».

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