12 relatos cortos sencillos para nuevos lectores

¿Qué necesitan los nuevos lectores para aficionarse al género del relato corto? Básicamente, que esa primera aproximación a las historias cortas sea agradable. Para esos nuevos lectores hemos escogido doce textos que rezuman sencillez y amenidad. Ya habrá tiempo de adentrarse en arenas movedizas. Por ahora es mejor ofrecer historias sencillas, cálidas (a veces no tanto), con un lenguaje asequible, pocos personajes y una trama descomplicada.

¿Te hemos convencido? 🙂

Esperamos que los doce cuentos cortos que hemos elegido para nuevos lectores (y no tan nuevos) sea de vuestro agrado.

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NAPOLÉON Y EL SASTRE (cuento judío)

Cuando, después de su derrota, Napoleón tuvo que huir de Rusia, casualmente pasó por una aldea donde había una comuni­dad judía importante. Los soldados del ejército enemigo lo persi­guieron y, al ver que éstos ya estaban demasiado cerca de él, entró en una pequeña casa donde vivía un sastre judío. Dijo al sastre con voz temblorosa: “Escóndeme rápido, porque me persiguen”.

El sastre no tenía la menor idea de quien era él, pero como alguien estaba pidiendo ayuda, lo único que pudo hacer fue, ayudarle.

Dijo a Napoleón: “Métete en la cama, ponte encima la colcha pesada, y no te muevas.”

Napoleón se metió debajo de la colcha y el sastre lo cubrió con una pila enorme de ropas, trapos y colchas viejas.

Apenas unos minutos después, se abrió la puerta y dos sol­dados entraron, con sus bayonetas empuñadas.

–¿Vino alguien a tu casa para esconderse? –preguntaron.

–No –contestó el judío–. ¿A quién se le ocurriría, venir acá para esconderse?

Los soldados allanaron la casa, después echaron un vistazo en la enorme pila de trapos sobre la cama y varias veces la apuñalaron con sus bayonetas. No había nadie adentro. Así que se fueron.

Cuando Napoleón escuchó que la puerta se hubo cerrado tras ellos, salió de la cama desde debajo de la pila de acolchados, pálido como un fantasma. Dijo al Judío:

–Ahora puedo decirte que yo soy Napoleón. Y. como me has salvado de la muerte segura, puedes pedirme tres cosas, y te las concederé.

Por un momento, el pobre sastre rascó su cabeza para pensar. Después, al volverse hacia el emperador, dijo:

–Ya hace dos años que el techo de mi casa está goteando. ¿Podrías mandar a alguien para que me lo arreglara?

Napoleón lo miró con sorpresa y le dijo:

–Pero tú eres torpe; por supuesto que voy a mandar a arreglarte el techo. Pero ¿por qué me pides cosas tan triviales? ¿Por qué no me pides algo más importante? No te olvides que ya tienes tan sólo dos cosas que pedirme.

Al sastre se le dieron vuelta muchos pensamientos en la cabeza. ¿Qué cosas buenas podría todavía pedir al emperador? Después dijo:

–Aquí en la misma calle hay otra sastrería, es mi competencia y me quita todos mis clientes. ¿Podrías arreglar que él se mudase a otro lado?

–Eres tonto –le contestó Napoleón–. Voy a hacer eso por ti. Pero no te olvides que ya no tienes más que un solo deseo.

Al escuchar estas palabras, el judío empezó a pensar muy concentrada e intensamente. Después sonrió y le dijo:

–Quisiera saber: ¿cómo te sentiste cuando, al estar acostado en mi cama, los soldados agujerearon la manta con sus bayonetas?

Napoleón se puso rojo de rabia.

–¡Qué nervios de acero! ¿Cómo se te ocurre, hacer una pregunta así a Napoleón? Por esta desfachatez, te mando fusilar.

–Por supuesto, el pobre sastre lloró y gritó, y siguió temblando, llorando, y recitó las oraciones tradicionales de confesión de pecados, antes de morir.

Por la madrugada, lo sacaron de su celda, le vendaron los ojos, lo ataron a un árbol y tres soldados estaban en frente de él, apuntándolo con sus rifles. Un cuarto soldado estaba parado al lado suyo, con un reloj en su mano, esperando el momento que llegara la orden de disparar. Después, levantó su mano y empezó a contar:

“Uno, Dos, Tr…”

No había terminado de decir “Tres”, cuando un oficial vino al trote de su caballo, y gritó:

“¡Alto! ¡No tires!”

Cuando los soldados bajaron sus mosquetes, se acercó al judío y le dijo:

–El emperador te perdona, y te manda esta carta.

El judío tomó la carta en sus manos y, todavía temblando, la abrió. La carta decía así:

–He sentido exactamente lo mismo que ahora has sentido tú. Este es tu tercer deseo.

Desde ese día, el pequeño sastre considera como su tesoro la carta del emperador, y la muestra a todos con quienes se encuentra.


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UNA CRIATURA DEL PASADO (relato breve de Eduardo Berti)

El bisabuelo de mi amiga T., al cumplir los noventa y cinco años, empezó a hablar en pretérito. Decía “fui al baño”, se incorporaba e iba. Decía “me fui a dormir”, se incorporaba e iba derecho a la cama. El anciano, afirma mi amiga, había cobrado entera conciencia de que no era sino “una criatura perteneciente al pasado”.

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EL ECLIPSE (Augusto Monterroso)

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

–Si me matáis –les dijo– puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.

Cuento anónimo indio: El cuento de las dos vasijas

Un aguador de la India tenía sólo dos grandes vasijas que colgaba en los extremos de un palo y que llevaba sobre los hombros. Una tenía varias grietas por las que se escapaba el agua, de modo que al final de camino sólo conservaba la mitad, mientras que la otra era perfecta y mantenía intacto su contenido. Esto sucedía diariamente. La vasija sin grietas estaba muy orgullosa de sus logros pues se sabía idónea para los fines para los que fue creada. Pero la pobre vasija agrietada estaba avergonzada de su propia imperfección y de no poder cumplir correctamente su cometido. Así que al cabo de dos años le dijo al aguador:

–Estoy avergonzada y me quiero disculpar contigo porque debido a mis grietas sólo obtienes la mitad del valor que deberías recibir por tu trabajo.

El aguador le contestó:

–Cuando regresemos a casa quiero que notes las bellísimas flores que crecen a lo largo del camino.

Así lo hizo la tinaja y, en efecto, vio muchísimas flores hermosas a lo largo de la vereda; pero siguió sintiéndose apenada porque al final sólo guardaba dentro de sí la mitad del agua del principio.

El aguador le dijo entonces:

–¿Te diste cuenta de que las flores sólo crecen en tu lado del camino? Quise sacar el lado positivo de tus grietas y sembré semillas de flores. Todos los días las has regado y durante dos años yo he podido recogerlas. Si no fueras exactamente como eres, con tu capacidad y tus limitaciones, no hubiera sido posible crear esa belleza. Todos somos vasijas agrietadas por alguna parte, pero siempre existe la posibilidad de aprovechar las grietas para obtener buenos resultados.

EN LA BARBERÍA (relato de humor del maestro ruso Antón Chéjov)

Primeras horas de la mañana. Aún no son las siete, pero la barbería de Makar Kuzmich Blestkin ya está abierta. El dueño, un joven de unos veintitrés años, sucio, vestido con ropas mugrientas que pretenden pasar por elegantes, está poniendo en orden el local. En realidad, no tiene nada que limpiar, pero el trabajo le ha hecho sudar. Aquí pasa una bayeta, allí rasca con la uña, más allá encuentra una chinche y la retira de la pared.

La barbería es pequeña, estrecha, destartalada. Las paredes de troncos están cubiertas de un empapelado que recuerda una camisa de cochero desteñida. Entre las dos ventanas con cristales mates y lacrimosos hay una puertecilla delgada, miserable, chirriante, coronada por una campanilla medio verdosa por la humedad que tintinea de vez en cuando, sin razón aparente, se estremece y emite un sonido quejumbroso. Si miráis el espejo suspendido de una de las paredes, veréis vuestro rostro deformado en todos los sentidos de la manera más lamentable. Es delante de ese espejo donde el barbero corta los cabellos y afeita a sus clientes. En una mesita tan sucia y mugrienta como Makar Kuzmich, todo está dispuesto: peines, tijeras, navajas, fijadores y polvos de a kopek y agua de Colonia muy diluida también de a kopek. La verdad es que toda la barbería no vale ni medio rublo.

El chirrido de la enfermiza campanilla suena por encima de la puerta y un hombre de edad madura, con zamarra de piel de cordero y botas de fieltro, entra en la barbería. Lleva la cabeza y el cuello cubiertos por un chal de mujer.

Es el padrino de Makar Kuzmich, Erast Ivánich Yágodov. Antaño trabajaba como guardián en el consistorio, ahora vive cerca del Estanque Rojo y ejerce el oficio de cerrajero.

–¡Buenos días, Makar! –le dice al barbero, que sigue ocupado en su labor de limpieza.

Se besan. Yágodov se quita el chal de la cabeza, se santigua y se sienta.

–¡Sí que queda esto lejos! –dice, carraspeando–. No es poca cosa. Del Estanque Rojo a la puerta de Kaluga.

–¿Qué tal le va?

–Nada bien, hermano. He tenido fiebre.

–¿Qué me dice? ¡Fiebre!

–Fiebre. He pasado un mes en cama; creí que me moría. Me administraron la extremaunción. Ahora se me cae el cabello. El doctor me ha ordenado que me lo corte. Dice que me saldrá un pelo nuevo y más fuerte. Entonces pensé: vete a ver a Makar. Antes que ir a cualquier otro sitio, vale más ir a casa de un pariente. Lo hará mejor y no te cobrará nada. Queda un poco lejos, es verdad, pero ¿qué importa? Así te darás un paseo.

–No faltaría más. ¡Siéntese!

Makar Kuzmich, chocando los talones, le señala una silla. Yágodov se sienta, se mira en el espejo y parece satisfecho con lo que ve: en el cristal aparece una jeta torcida, con labios de calmuco, una nariz ancha y chata y ojos en la frente. Makar Kuzmich cubre los hombros de su cliente con una servilleta blanca salpicada de manchas amarillas y empieza a manejar las tijeras.

–¡Se lo voy a cortar al rape! –dice.

–Naturalmente. Que tenga aspecto de tártaro o de bomba. Así nacerá más tupido.

–¿Qué tal está la tía?

–Bien. Hace poco asistió al parto de la mujer del comandante. Le dieron un rublo.

–Un rublo, nada menos. ¡Agárrese la oreja!

–Ya lo hago… No me cortes, ten cuidado. ¡Ay, qué daño! Me tiras del pelo.

–No es nada. En nuestro oficio es imposible hacer las cosas de otra manera. Y ¿qué tal se encuentra Anna Erástovna?

–¿Mi hija? Estupendamente. El miércoles de la semana pasada se prometió en matrimonio con Sheikin. ¿Por qué no viniste?

El ruido de las tijeras se interrumpe. Makar Kuzmich deja caer los brazos y pregunta con terror:

–¿Quién se ha prometido?

–Anna.

–¿Cómo es posible? ¿Con quién?

–Con Prokofi Petrov Sheikin. Su tía trabaja como gobernanta en el callejón Zlatoustenski. Es una buena mujer. Naturalmente, todos estamos muy contentos, alabado sea Dios. La boda se celebrará dentro de una semana. Ven, nos correremos una juerga.

–Pero ¿qué me dice? –pregunta Makar Kuzmich, pálido, sorprendido, encogiéndose de hombros–. ¡No puedo creerlo! ¡Es… es totalmente imposible! Si Anna Erástovna… si yo… si yo albergaba sentimientos por ella, tenía intenciones. ¿Cómo ha ocurrido algo así?

–Pues ya lo ves. Se han prometido, eso es todo. Es un buen hombre.

El rostro de Makar Kuzmich se cubre de un sudor frío. Deja las tijeras en la mesa y empieza a frotarse la nariz con el puño.

–Tenía intenciones… –dice–. ¡No es posible, Erast Ivánich! Yo… estoy enamorado y le he ofrecido mi corazón… La tía había dado su consentimiento. Siempre le he respetado como a un padre… Siempre le corto el pelo gratis… Siempre me he mostrado servicial con usted y, cuando mi padre murió, se quedó usted con el sofá y diez rublos en dinero que no me ha devuelto. ¿Se acuerda usted?

–¡Cómo no voy a acordarme! Claro que me acuerdo. Pero ¿qué clase de novio serías tú, Makar? No tienes dinero, ni posición, te ocupas de un oficio insignificante…

–Y ¿Sheikin es rico?

–Sheikin es maestro de obras. Tiene quinientos rublos en títulos. Así es, hermano… Di lo que quieras, pero el asunto está cerrado. No es posible dar marcha atrás, Makar. Búscate otra novia… No es el fin del mundo… ¡Bueno, sigue cortando! ¿Qué haces ahí parado?

Makar Kuzmich guarda silencio y no se mueve de su sitio; luego se saca un pañuelo del bolsillo y se echa a llorar.

–¡Bueno, basta! –le consuela Erast Ivánich–. ¡Déjalo ya! ¡Sollozas como una mujer! Acaba de cortarme el pelo y llora luego todo lo que quieras. ¡Coge las tijeras!

Makar coge las tijeras, durante un minuto las mira con aire abstraído y a continuación vuelve a dejarlas sobre la mesa. Le tiemblan las manos.

–¡No puedo! –dice–. ¡Ahora no puedo, me faltan las fuerzas! ¡Soy muy desdichado! ¡Y ella también! Nos queríamos, nos habíamos prometido, pero personas sin corazón y sin piedad nos han separado. ¡Váyase, Erast Ivánich! No puedo verle.

–En ese caso volveré mañana, Makar. Terminarás de cortarme el pelo mañana.

–De acuerdo.

–Cálmate. Vendré mañana por la mañana, a primera hora.

Con la mitad de la cabeza pelada al rape, Erast Ivánich parece un presidiario. Le resulta molesto irse con esa pinta, pero no hay nada que hacer. Se envuelve la cabeza y el cuello con el chal y sale. Una vez solo, Makar Kuzmich se sienta y sigue llorando en silencio.

Al día siguiente, por la mañana temprano, Erast Ivánich aparece de nuevo en la barbería.

–¿Qué se le ofrece? –le pregunta Makar Kuzmich con frialdad.

–Acaba de cortarme el pelo, Makar. Aún te queda la mitad de la cabeza.

–Pagúeme por adelantado. No trabajo gratis.

Erast Ivánich se marcha sin pronunciar palabra. Hasta la fecha sigue teniendo el pelo largo en una mitad de la cabeza y corto en la otra. Considera un lujo pagar por un corte de pelo y espera a que los cabellos cortados crezcan por sí mismos. Así fue a la boda.

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Relato corto de Oscar Wilde: El hombre que contaba historias

Había una vez un hombre muy querido en su pueblo porque contaba historias. Todas las mañanas salía del pueblo y, cuando volvía por las noches, todos los trabajadores del pueblo, tras haber bregado todo el día, se reunían a su alrededor y le decían:

–Vamos, cuenta, ¿qué has visto hoy?

Él explicaba:

–He visto en el bosque a un fauno que tenía una flauta y que obligaba a danzar a un corro de silvanos.

–Sigue contando, ¿qué más has visto? –decían los hombres.

–Al llegar a la orilla del mar he visto, al filo de las olas, a tres sirenas que peinaban sus verdes cabellos con un peine de oro.

Y los hombres lo apreciaban porque les contaba historias.

Una mañana dejó su pueblo, como todas las mañanas… Mas al llegar a la orilla del mar, he aquí que vio a tres sirenas, tres sirenas que, al filo de las olas, peinaban sus cabellos verdes con un peine de oro. Y, como continuara su paseo, en llegando cerca del bosque, vio a un fauno que tañía su flauta y a un corro de silvanos… Aquella noche, cuando regresó a su pueblo y, como los otros días, le preguntaron:

–Vamos, cuenta: ¿qué has visto?

Él respondió:

–No he visto nada.

PADRE (Francisco Rodríguez Criado)

Nada más entrar, se sentó a la barra y pidió un café solo. Mientras pagaba, miró de reojo al centro de la sala. Aquel humo, aquel jolgorio, aquel humor desmedido que a veces se tornaba en violencia, amenazas o insultos… No todo el mundo sabe perder.

Inquieto por que él estuviera allí, mirándome de reojo, al cabo de pocos minutos dejé las cartas sobre la mesa, apagué el cigarrillo contra el cenicero y me dirigí hacia él. Intuyendo mi acercamiento, dejó una moneda sobre la barra y salió del bar. Aceleré un poco y justo cuando bajaba el último peldaño le cogí suavemente de una manga.

Mi padre, encorvado, mi padre, cansado, mi padre, las manos agrietadas de tanto trabajar desde que era niño, me miró con los ojos vidriosos. Su rostro era un mural de la decepción. El abrigo le quedaba holgado, y los pantalones, y la mirada. Todo le quedaba holgado a mi padre aquella fría tarde.

–Padre, yo…

Mi padre se echó a caminar, dándome la espalda. No dijo una sola palabra, y eso me dolía más que cualquier reproche.

Lo vi caminando solo, en dirección a casa, despacio, con todo el peso del mundo en sus espaldas. Sentí que mi padre había perdido de una vez por todas a su único hijo.

–Padre…

Entonces eché a correr hacia él y lo encaré.

–Espere un momento. Debo pagar la consumición… las consumiciones… No quiero que me tachen de mal pagador. Es solo un segundo. No se vaya, por favor. Le acompañaré a casa.

Hizo una mueca y yo corrí al bar. Pagué la bebida y regresé adonde estaba mi padre, que había aprovechado para sentarse en un banco.

–Padre –le dije mientras nos echábamos a caminar–. Lo dejaré. Le juro que dejaré esta vida. Esta vez lo digo muy en serio. Lo juro por mi pequeña hija.

Mi padre, hasta ese momento mudo, se puso en pie, se giró y me dijo con tono lapidario.

–Soy yo quien te jura por mi santa madre, que en paz descanse, que si no cumples tu palabra, no volveré a dirigirte la palabra.

–Lo juro, padre. Esté seguro de ello.

Pero la verdad es alma casquivana: yo no dejé aquella vida ni mi padre dejó de hablarme hasta el último de sus días. 

Relato incluido en Hombres, hombrinos, macacos y macaquinos.

CUANDO LA MUERTE VINO A BAGDAD (Idries Shah)

El discípulo de un Sufi de Bagdad estaba un día sentado en un rincón de una posada, cuando oyó hablar a dos personas. Por lo que decían, se dio cuenta de que uno de ellos era el Ángel de la Muerte.

“Tengo varias visitas que hacer en esta ciudad durante las próximas tres semanas”, decía el Ángel a su compañero.

Aterrorizado, el discípulo se ocultó hasta que ambos hubieron partido. Entonces, aplicando su inteligencia al problema de cómo frustrar una posible visita de la muerte, resolvió que si se mantenía alejado de Bagdad, no sería tocado. Solo hubo un corto paso entre este razonamiento y alquilar el caballo más veloz disponible y espolearlo día y noche en dirección a la lejana ciudad de Samarcanda.

Mientras tanto, la Muerte se encontró con el maestro sufí y hablaron sobre diversas personas. “¿Y dónde está tu discípulo tal y tal?”, preguntó la Muerte.

“Debería estar en algún lugar de esta ciudad, empleando su tiempo en contemplación, quizá en un caravasar”, dijo el maestro.

“Sorprendente”, dijo el Ángel, “pues está en mi lista. Sí, aquí está: tengo que recogerlo dentro de cuatro semanas, nada menos que en Samarcanda”.

EL ÚLTIMO PARTIDO DE ROSENDO BOTTARO (Alejandro Dolina)

Había jugado muchos años en primera. Ahora unos muchachos lo habían convencido para que integrara un cuadrito de barrio en un torneo nocturno: «Con usted, Bottaro, no podemos perder».

Bottaro no era un pibe pero tenía clase. Confiaba en su toque, en su gambeta corta, en su tiro certero. Su aparición en la cancha mereció algún comentario erudito: «Ese es Bottaro, el que jugó en Ferro o en Lanús…». Se permitió el lujo de algunos malabarismos truncos antes de empezar el partido.

La noche era oscura y fría. Las tristes luces de la cancha de Urquiza dejaban amplias llanuras de tinieblas donde los «wines» hacían maniobras invisibles. En la primera jugada, Bottaro comprendió que estaba viejo. Llegó tarde y él sabía que la tardanza es lo que denuncia a los mediocres: los «cracks» llegan a tiempo o no se arriesgan.

Pero no se achicó. Fue a buscar juego más atrás y no tuvo suerte. Luego se mezcló con los delanteros buscando algún cabezazo y la pelota volaba siempre muy alto. Apeló a su «pasta» de organizador: gritó con firmeza pidiendo calma o preanunciando jugadas, pero sus vaticinios no se cumplieron. Ya en el segundo tiempo dejó pasar magistralmente una pelota entre sus piernas, pero el que acompañaba la jugada no entendió la «agudeza».

Después se sintió cansado. Oyó algunas burlas desde la escasa tribuna. En los últimos minutos no se lo vio más. A decir verdad, cuando terminó el partido, ya no estaba. Lo buscaron para que devolviera su camiseta, pero el hombre había desaparecido. Algunos pensaron que se había extraviado por las sombras del lateral derecho.

Esa noche, unos chicos que vendían caramelos en la estación, vieron pasar a un hombre viejo, canoso, vestido con casaca roja y pantalón corto. Dicen que iba llorando…

Cuento de Kjell Askildsen: María

Un otoño me encontré por sorpresa con mi hija María en la acera delante de la relojería; estaba más delgada, pero no me costó nada reconocerla.

No recuerdo ya por qué estaba yo en la calle, pero tenía que tratarse de algo importante, porque fue después de que la barandilla de la escalera se hubiera roto, así que en realidad ya había dejado de salir a la calle. Pero fuera como fuera, me encontré con ella, y se me ocurrió pensar: Qué casualidad tan extraña que yo haya salido justamente hoy.

Pareció alegrarse de verme, porque dijo «padre» y me dio la mano. Ella era la que más me gustaba de mis hijos; cuando era pequeña decía a menudo que yo era el mejor padre del mundo. Y solía cantar para mí, por cierto bastante mal, pero no era culpa de ella, lo había heredado de su madre.

«María –dije–, eres realmente tú, tienes buen aspecto». «Sí, bebo orina y soy vegetariana», contestó.

Me eché a reír, hacía mucho que no me reía, imagínate, tenía una hija con sentido del humor, incluso con un humor un poco atrevido, quién lo diría. Fue un momento hermoso.

Pero me equivoqué, qué fastidio que uno nunca consiga quitarse las ilusiones de encima. Mi hija se quedó como embobada y con la mirada perdida. «Te estás burlando de mí –dijo–, Pero si yo te contara…». «Me pareció haberte oído decir orina», contesté. «Orina, sí, y me he convertido en otra persona». No lo dudé ni un momento, era lógico, debe de resultar imposible seguir siendo la misma persona antes y después de haber empezado a beber orina. «Bueno, bueno», dije en tono conciliador, y con ganas de hablar de otra cosa, tal vez de algo agradable nunca se sabe.

Entonces me fijé en que llevaba una alianza y le comenté: «Veo que te has casado». Ella miró el anillo. «Ah, lo llevo sólo para mantener a raya a los pesados». Eso sí que tendría que ser una broma, calculé rápidamente que por lo menos tendría unos cincuenta y cinco años, y tampoco era tan guapa. Así que volví a reírme por segunda vez en mucho tiempo, y en medio de la acera. «¿De qué te ríes?», preguntó. «Creo que me estoy haciendo mayor», contesté, cuando me di cuenta de que me había equivocado una vez más, «conque es así como se hace hoy en día». Ella no contestó, así que no sé, supongo y espero que mi hija no sea muy representativa de los nuevos tiempos.

Pero ¿por qué he tenido hijos como ella, por qué?

Nos quedamos un instante callados, pensé que ya era hora de despedirse, un encuentro inesperado no debe durar demasiado, pero justo en ese momento mi hija me preguntó si me encontraba bien. No sé lo que quiso preguntar, pero contesté la verdad, que lo único que me molestaba eran las piernas. «Ya no me obedecen, mis pasos son cada vez más cortos, y pronto no podré moverme».

No sé por qué le hablé tanto de mis piernas, y ciertamente resultó que no debería haberlo hecho. «Será la edad», dijo ella.

«Desde luego que es la edad –contesté–, ¿qué otra cosa iba a ser?». «Pero supongo que ya no necesitas usarlas tanto, ¿no?». «Si tú lo dices –contesté–, si tú lo dices».

Al menos captó la ironía, diré eso en su favor, y se irritó, pero no consigo misma, porque dijo: «Todo lo que digo está mal». No supe qué contestar a eso, ¿qué podría haber contestado? Me limité a sacudir la cabeza inexpresivamente, ya hay demasiadas palabras en circulación por el mundo, y el que habla mucho no puede mantener lo dicho.

«Bueno, tengo que seguir mi camino –dijo mi hija tras una pausa breve, pero lo suficientemente larga–, tengo que ir al herbolario antes de que cierren. Ya nos veremos». Y me dio la mano.

«Adiós, María», dije. Y se marchó.

Esa era mi hija. Sé que todo tiene su lógica inherente, pero no siempre resulta fácil descubrirla.

Kjell Askildsen (Noruega, 1929)

“María” está incluido en Últimas notas de Thomas F. para la humanidad, publicado por Ediciones Lengua de Trapo.

LA NIÑA QUE NO TUVE (Rodrigo Rey Rosa)

A los ocho años, había sido condenada a muerte. Una extraña enfermedad, cuyo nombre no quiero repetir, la disolvería en menos de ciento veinte días, según varios doctores. El médico que me dio las malas nuevas lo hizo cuan humanamente pudo, pero eso no bastó. Tuvo que ser cruel, con la crueldad particular que se desarrolla en esa profesión. Le pedí que describiera las etapas de la enfermedad, y él precisó punto por punto –«con un margen de dos o tres semanas»– la descomposición de mi niña. Como, terminada la descripción, él añadió: «Me temo que no hay nada más que nosotros podamos ha­cer», le dije que si lo que aseguraba no era cierto, yo lo maldecía.

Llegué a casa con pensamientos fúnebres mezclados con accesos de esperanza: pero la niña estaba tendida en su camita, pálida y temblorosa, pues era la hora de los ataques.

La niñera salió del cuarto en silencio, y yo me arrodillé al lado de la niña.

–¿Cómo te sientes? –le pregunté, y le besé la frente.

–Mal –dijo, y agregó–: voy a morirme, ¿verdad? Por un descuido mío, una semana antes ella había leído una carta del doctor acerca de la posibilidad de su muerte.

–No creo –le dije–. De niño yo también estuve muy enfermo varias veces y sobreviví.

–Yo también quiero sobrevivir –dijo con una seriedad conmovedora–. Pero papi, si voy a morirme, si los doctores piensan que me voy a morir, dímelo, no me engañes.

Me miraba fija, intensamente, y no pude mentir.

–Según el doctor que ha estado viéndote, podrías morirte dentro de cuatro meses. Pero yo no le creo.

–¿Cuatro meses? –se puso a contar, primero mentalmente y luego, para asegurarse, con los dedos–. Eso sería en febrero.

Asentí con la cabeza. Tomé su mano, sudorosa, y la apreté. Y ella se quedó dormida, o, con su delicadeza de pequeña, fingió que se dormía.

Al día siguiente me levanté temprano, le hice el desayuno y le preparé el baño. Por la mañana, parecía una niña sana, y por un momento olvidé que había sido condenada. Salí de compras. Era una esplendorosa mañana de noviembre, de modo que, al volver a casa, le propuse que saliéramos a pasear después de comer.

–¿Adónde quieres ir? –me preguntó.

–A donde tú quieras –dijo inmediatamente:

–A un lugar al que nunca hayamos ido.

Eran tantos los lugares a los que no habíamos ido, pensé. Había sido un error que yo la concibiera, yo, que siempre tuve miedo a la descendencia. Pero no me opuse a los deseos de su madre con suficiente determinación, y la niña nació. Su madre me abandonó hace tres años, y aquí estamos.

Cuando salíamos, al cruzar la doble puerta del vestíbulo, un hombre alto y pálido que aguardaba la ocasión se introdujo furtiva­mente en el corredor.

–Un drogadicto –dijo ella, y el hombre pudo oírla.

–Tal vez –dije.

En la calle, me recriminó:

–Claro que era un drogadicto. Por qué dices tal vez.

–Tal vez te oyó.

–Y qué, es la verdad.

–A la gente no le gusta oír lo que uno piensa de ella, –Me miró, entre decepcionada y comprensiva, y dijo–:

–Supongo que no.

En la esquina del Bowery y la octava, me tiró de la mano.

–¿Por qué no vamos a Times Square?

Tomamos el subterráneo en Astor Place, con su telón de fondo kitsch. Abajo, en el andén, una bandada de poetas daba un tono intelectual y hasta elegante a ese agujero del grand gruyere. La cosa sería evacuar la ciudad, demolerla por completo de una sola vez, darle la espalda al sitio y reintegrarse a la realidad.

Subimos al tren, ingresamos en el túnel. El carro dio un bandazo, y los pasajeros que estaban de pie fueron lanzados unos contra otros, pero los cuerpos con caras grises se mantuvieron de pie, con un movimiento pendular, como si colgaran de sus ganchos en un matadero prolongado. Cadáveres de todas las edades.

El cemento era tan duro en la calle 42 y el aire helado hería de la misma manera que diez años atrás, cuando caminé por primera vez en esta ciudad, pero el lugar había cambiado.

En la antesala de la muerte, hubiera sido de esperar que cada quien buscara el placer del prójimo como el suyo propio, pero suele ocurrir lo contrario. Así, en lugar de un jardín de las delicias de fin de siglo, la ciudad era una morgue suprema.

Dimos una vuelta por Times Square. Y así, entre aquel torbellino de gente muerta y un ejército de criaturas de Walt Disney, perdimos una de las ciento veinte tardes que le quedaban a mi niña.

Volvimos a casa decaídos al atardecer. Llegué al séptimo piso como siempre, sin aliento. Las luces de un pequeño rascacielos entraban, en lugar de la luz de las primeras estrellas, por un ventanastro en el otro extremo de nuestro apartamento. Me acerqué a la ventana. Era como arena erizada al lomo de un imán, aquel paisaje.

Preparamos juntos la comida y cuando nos sentamos a comer ella me dijo:

–Perdimos el tiempo esta tarde. Debí quedarme leyendo o estudiando. No tengo tiempo que perder.

–Pero linda, hacía un día hermoso.

–Sí, lo sé. Sé que tratas de hacerme feliz porque tengo poco tiempo. Pero no trates demasiado, ¿está bien?

Me quedé callado un momento, mientras ella miraba por la ventana el pequeño rascacielos.

–Claro, preciosa –dije después–. Perdona, pero nadie es perfecto –me encogí de hombros, y creo que, si hubiera tenido rabo, lo habría escondido entre las piernas.

Ella cerró los ojos, y luego me miró de una manera extraña. Me atemorizó.

–Papi –me dijo–, antes de morirme, quiero saber lo que es el sexo.

Levanté las cejas y tragué saliva y se me cortó la respiración. Habría oído algo en la escuela, pensé, era lo natural. Me pregunté fugazmente si no habría fantasmas pornográficos flotando todavía por la calle 42. Recordé al ratón Mickey, a Pluto, a Clarabella.

–Sí, mi niña –dije con una sonrisa confundida–, un día de éstos te lo explicaré.

–¿Me lo prometes?

Asentí con la cabeza.

–No –insistió–, quiero que lo digas. Dije que se lo explicaría. Miré el reloj que estaba sobre el televisor.

–¿Cuándo? –preguntó.

–Ya son la siete, cómo corre el tiempo –le dije–. Desde luego, hoy no.

Hizo una mueca.

–Sí –dijo–, ya lo sé, comienzo a sentir los temblores. La acompañé a su cuarto, le puse el pijama y la acosté. Le di a tomar sus medicinas: tantas gotas de esto, tantas de aquello, tantas de lo otro.

–La luz –dijo.

Apagué la luz, y nos quedamos juntos en la penumbra esperando los ataques.

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MI PIERNA DERECHA (Juan José Millás)

Mi padre estaba en el borde de la carretera, junto a su automóvil. Esperaba, con un bidón de plástico en la mano, que alguien lo recogiera. Yo iba en moto, con un casco que me ocultaba la cara. Me detuve junto a él sin identificarme.

–¿Te has quedado sin gasolina? –pregunté.

–Sí –respondió.

–Sube.

Mi padre subió a la moto sin haberme reconocido. Hacía cinco años que no nos veíamos, ni nos hablábamos. La última vez que nos habíamos dado un abrazo fue en el entierro de mi madre. Después, sin que hubiera sucedido nada entre nosotros, habíamos ido espaciando las llamadas telefónicas hasta que se cortó la comunicación.

Noté cómo agachaba la cabeza para protegerse del aire. Sin duda, reparó en el alza de mi zapato derecho, pues tengo esa pierna un poco más corta que la izquierda. Mi padre me había hablado muchas veces del disgusto que se habían llevado cuando, tras mi nacimiento, el médico les dio la noticia. Yo nunca lo he vivido como un drama, pero siempre me pareció que ellos se sentían culpables por aquellos centímetros de menos, o de más, según se mire: jamás conseguí averiguar cuál de las dos piernas consideraban defectuosa.

Conduzco con mucha agilidad, colándome entre los coches con movimientos que desde algún punto de vista podrían parecer imprudentes. Noté que mi padre, pese al pudor que le daba el contacto con otro hombre, se cogía a mi hombro con la mano izquierda mientras intentaba pegar a su muslo el bidón de plástico que llevaba en la derecha. Supe que no dejaba de mirar el alza del zapato. Sin duda, se habría preguntado por la posibilidad de que yo fuera su hijo. Quizá recordara la sucesión de médicos por los que había pasado, la cadena de radiografías, el rosario de soluciones, para llegar al fin a ese remedio sencillo, mecánico, de colocar un pequeño suplemento en el zapato de la pierna más corta. Entonces, ejerció sobre mi hombro una presión que podría interpretarse como una muestra de afecto a la que no respondí. Al poco llegamos a la gasolinera, donde se bajó de la moto con el bidón de plástico en la mano. Le dije que no podía llevarlo de regreso hasta su coche y él respondió que no me preocupara, que ya encontraría a alguien. Noté que intentaba ver mi rostro a través de la visera ahumada de mi casco. Esa noche sonó el teléfono un par de veces en mi casa, pero colgaron cuando lo cogí.

Juan José Millás, Los objetos nos llaman, Seix Barral, 2008.

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