Por Ernesto Bustos Garrido
Deben de ser los escritos más tempranos de Mario Benedetti (escritor uruguayo, 1920-2009). Gozan la mayoría de ellos de una ingenuidad casi adolescente. Uno podría hasta creer que estamos frente textos con un gran componente autobiográfico.
¿Por qué no? Valiéndose de un motivo hasta trivial –el constante cambio de casa y de barrio impulsado por sus padres, en un Montevideo con olor a siesta y a tranvía–, Claudio el niño y luego el adolescente camina a tropezones por su existencia de esos años en que la máxima aventura para un hijo de familia era huir en bicicleta por algún tiempo y recorrer esquinas y parajes “misteriosos” de esa ciudad.
Cita a personajes del entorno, describe a sus padres, a abuelos y tíos, desempolva a sus amigos de esa época y va hilando con ellos historias llenas de candidez que nos identifican.
No está mal, por lo mismo, que el libro recoja esas experiencias; por el contrario, encontramos momentos de gran ternura. Nos devuelven también a nosotros, a estos tiempos ya idos. El primer beso, el primer coqueteo, las primeras miradas furtivas a las piernas de las jóvenes mayores o a las caderas diabólicas de alguna matrona bien diseñada.
Lo que Benedetti no tiene todavía en este libro de reminiscencias de vida es la magia para construir estampas inesperadas, para colocar a los personajes en tensión, para sorprender con lo inesperado, para mostrar la maldad de las personas, como la mujer de aquel ciego que descubre ella, lo engaña en sus propias barbas con su mejor amigo, mientras los tres beben unas tazas de café en casa.
Benedetti aún usa en este libro una narración plana para contar las historias de Claudio. Más tarde se introducirá en el pecho de los personajes que lo proveerán de esa subjetividad que enriquece toda trama. Todavía no está en condiciones de crear un relato increíble como aquel de un obscuro empleado de una oficina que comienza a descubrir las aventuras extraconyugales de su jefe, simplemente a través del tono de voz y de las frases dichas por las mujeres que lo llaman por teléfono, y aquel vuelco que involucra al subalterno con la más exquisita de las posibles amantes del jefe. Eso todavía no está en los episodios de La borra de café. Es un libro que debe ser de 1980. Los episodios tienen a la fecha casi 50 años. En ese tiempo Benedetti pulió su mirada de los elementos constitutivos de sus argumentos y lo transformó en un narrador de estilo inconfundible.
Pero “la borra” ya es una obra valiosa, desde su aparición en 1993, por su candor y frescura; su sinceridad. El lector se somete y regresa junto al autor a los años de la indolencia, los años de los sueños y las divagaciones. Los años del despertar de los sentidos, de las primeras experiencias de sexo y los amores platónicos.
El cuento «La niña de la higuera» que forma parte del contenido de la obra que comento, entrega un poco de magia, de fantasía onírica, de un amor que está y no está, que se diluye en las ramas de la higuera que da a su ventana. Una extraña Rita aparece y desaparece ante los ojos y los sentidos de un Claudio atribulado que acaba de enterarse que su madre tiene una enfermedad fatal, y que él su hermanita Elena quedarán huérfanos en breve tiempo más.
Esta es hoy nuestra propuesta.
Nota: Los cuentos aludidos en esta crónica son «La familia Iriarte» y «Los pocillos» en Mario Benedetti, Cuentos, Alianza Editorial 1994
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La niña de la higuera (I), por Mario Benedetti
En cuanto pude subí a mi altillo. Necesitaba estar solo para reflexionar sobre la situación. Permanecí un buen rato, desconcertado, sentado en la cama y mirando (sin ver) la higuera. Huérfano, pensé, voy a ser un huérfano. Una sensación extraña, de pena y abandono (no es nada sencillo quedarse sin madre a los doce años), pero también de asunción de una condición nueva. Ninguno de mis amigos era huérfano. Yo iba a ser el primero. También mi hermana iba a ser huérfana, pero era muy pequeña y apenas lo advertiría. Estuve llorando un rato, pero no sabría decir si era por la anunciada desaparición de mamá o por mi inminente orfandad.
Entonces alguien dijo: «¿Qué te pasa? ¿Por qué llorás?», y me sentí espiado, agredido en mi intimidad. Desde la higuera me contemplaba una chiquilina desconocida. Le pregunté quién era y me dijo que era Rita, prima de Norberto. Tendría uno o dos años más que yo. Lentamente se fue moviendo por las ramas hasta que llegó a mi ventana y desembarcó en mi cuarto. Por entre mis lágrimas puede ver que era bastante linda, que tenía una mirada dulce y que su relojito pulsera marcaba las tres y diez.
Me puso la mano en el hombro y volvió a preguntar qué me pasaba. «Mi mamá se va a morir», dije, con más angustia de la que en realidad sentía. «Todos nos vamos a morir», sentenció Rita. «Pero ella se va a morir muy pronto.» Y agregué: «Es un secreto. Nadie lo sabe. No vayas a contárselo a Norberto, porque entonces se entera todo el barrio, empezando por el cura». «Podés estar tranquilo. No lo diré a nadie. Fijate que ni siquiera tengo confesor.» Este último detalle me infundió confianza.
Se sentó a mi lado, en la cama. «No tengas vergüenza de llorar. Hace bien. Elimina toxinas. Por eso las mujeres vivimos más que los hombres. Porque lloramos más.» Su sabiduría me dejó pasmado. Sin embargo, saqué cuentas: el viejo no lloraba casi nunca y mamá sí, y sin embargo ella, a pesar de todas las toxinas que había eliminado, se iba a morir antes que él. De esta deducción no le dije nada a Rita, nada más que para no desanimarla.
Entonces me pasó su mano (suave, de dedos finos y un poco fríos) por la mejilla todavía húmeda, y luego esa misma mano presionó levemente hasta que mi cabeza quedó apoyada sobre su pecho. Me sentí confortado y confortable. Una extraña paz (no estática sino activa) comenzó a invadirme. Aquella mano tranquilizadora me acarició las sienes, los labios, el mentón. A esa altura yo ya estaba en la gloria y la pena casi se me había esfumado, pero comprendí vagamente que la congoja había sido después de todo una buena inversión, de modo que seguí transmitiendo pesadumbre.
Rita tuvo entonces un gesto que puso punto final, ahora sí, a mi infancia: me besó. En la mejilla, junto a la comisura de los labios, y se demoró un poquito en aquel contacto. Tengo la impresión de que ése fue mi primer borrador de felicidad. «Me gustas, Claudio», dijo. «Norberto habla muy bien de vos. Sos su mejor amigo.» «¿Vos también vas a ser mi amiga?» «Claro, ya lo soy. Lástima que me voy mañana.» O sea, el infierno tras el paraíso. «¿A dónde te vas?» «A Córdoba, en Argentina. Vivo allí.» «¿Y no vas a volver?» «No lo creo.» Entonces yo también la besé en la mejilla, cerca de los labios, y ella sonrío, buenísima. Creo que le gustó. Sentí una agitación nueva, una euforia casi heroica. No era todavía, por razones obvias, una excitación sexual, digamos que era una emoción pre erótica. De todos modos, mucho más intensa que la que en otros tiempos me provocara Antonia.
Rita se puso de pie, se acercó a la ventana, y moviéndose rápidamente entre las ramas de la higuera, regresó al patio de Norberto. Desde allí abajo me saludó con la mano. Yo sólo la miré, desolado.
*** Mario Benedetti – En el libro ✅ La borra del café . Extraído de la Edición «PlanetaLector. Del texto de Herederos de Mario Benedetti 1993».
Sección de Literatura en Modelnos
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