(Las uvas de la ira, de John Ford).
«El hambre es el primero de los
conocimientos: tener hambre es la cosa
primera que se aprende».
MIGUEL HERNÁNDEZ
El hombre puede tener hambre de libertad, de justicia, de amor, de poder, de éxito, de venganza… Pero no hay hambre más imperiosa que la que provoca la falta de alimentos. Y, posiblemente, no haya hambre más vergonzosa para el ser humano; porque aquel que no posee alimentos, no posee nada. Cuando una persona pasa hambre, es evidente que adolece de todo tipo de carencias: de salud, de educación, de vestido, de higiene, de hogar, de derechos que colmen su dignidad. Porque todo esto se sacrifica en pos de lo más necesario, que es comer. Cuando falta la comida, ya falta todo lo demás, menos el sufrimiento completo y profundo del hambriento. Y es que cuando los desheredados de este mundo –los eternos olvidados– lo han perdido todo, aún les queda lo que más quisieran perder y lo que es más difícil de perder: el hambre. El hambre se distingue por no ser muy distinguida, no entiende de protocolos. «El hambre deprime y envilece mucho», como dijera nuestro genial Rafael Azcona.
El hambre es, además, la posesión más terrible de todas. De ahí la vergüenza del hombre a la hora de admitir que pasa o ha pasado hambre. Esa vergüenza que tan bien queda reflejada en Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath, EEUU, John Ford, 1940), como si los hambrientos fueran los culpables de su situación. Pero Ford tiene el acierto y la sabiduría de transformar esa vergüenza en un sentimiento puramente humano que afecta a personas de cualquier edad, desde los más pequeños a los más ancianos, con el fin de demostrar la franca inocencia del hambriento. Porque, ante todo, el hombre es un ser hambriento; y todos los seres vivos de este mundo nacen con la necesidad de comer, la más apremiante de todas las necesidades. Por esta razón, no por otra, he encabezado este artículo con esa impresionante cita de Miguel Hernández.
Debo admitir que me impresiona y me causa profundo dolor el hecho de que en nuestro mundo haya niños que mueren de hambre. Mientras un niño muera de inanición, la humanidad, como tal, habrá fracasado en su conjunto. Poco importa que un hombre cualquiera se lleve los más exquisitos manjares a la boca o vista un traje del más reconocido modisto, ese hombre seguirá siendo un fracasado mientras la humanidad siga fracasando. El hombre es solo uno, la humanidad es solo una. Y solo cuando consigamos erradicar el hambre del planeta, podremos decir que somos verdaderos hombres de éxito. Entonces la humanidad habrá llegado al punto más álgido de su evolución.
Como es bien sabido, la película de Ford nos acerca a la odisea de una familia de agricultores de Oklahoma que, bajo los desastrosos efectos de la crisis económica que asoló EEUU en la década de los años treinta (a la que se unieron, en el centro del país, la sequía y las terribles tormentas de viento que malograron las cosechas), son desposeídos de sus tierras por los especuladores financieros. Así las cosas, deciden emprender viaje a California, donde esperan –solo la esperanza es casi tan persistente como el hambre– encontrar trabajo en sus extensos cultivos de frutales. Los más ancianos –que son, además, los más enraizados a su tierra– mueren por el camino, incapaces de soportar la penuria y el desarraigo, el hecho de verse privados de sus raíces. El resto llegará a la ansiada California. Sin embargo, no tuvieron en cuenta que esa nueva tierra, a pesar de ser pródiga y fecunda, no podrá sustentar a todas las familias que se han desplazado hasta ella y se encuentran en la misma situación de penuria que ellos; y esto no tanto por falta de recursos naturales, como por el hecho de estar administrada por el mismo poder abusivo y explotador que rige en todas partes (el mismo poder, en definitiva, que los expulsó de sus tierras en Oklahoma). Así las cosas, no siempre encontrarán trabajo; y cuando lo encuentran, será en ínfimas condiciones y mal retribuido.
El filme es una adaptación cinematográfica bastante fidedigna de la novela más conocida y prestigiosa de John Steinbeck, quien quedó sumamente satisfecho del filme, al que consideraba incluso más duro que su propia obra. El autor del guion es Nunnally Johnson, que siempre tuvo mayor fortuna como guionista que como director; y el actor elegido para encarnar a Tom Joad fue un impecable Henry Fonda en uno de los mejores papeles de su carrera. Mención especial merecen Jane Darwell en el papel de Ma Joad, quien intenta por todos los medios que la familia permanezca unida y no pierda la esperanza en una vida mejor; John Qualen en el papel de Muley, quien se negó a abandonar su tierra y quedó reducido, como él mismo afirma, a ser «un fantasma de los campos y nada más»; y John Carradine en el papel de un predicador que ya no puede predicar, porque ahora dice buscar la verdad. El director de fotografía Gregg Toland también hizo un trabajo excepcional, con el que puso de relieve los diversos matices del sufrimiento de los protagonistas. Cabe resaltar el hecho de que El Congreso de los EEUU incluiría esta película en el catálogo de tesoros del siglo XX, por su fiel reflejo de la América rural de la Gran Depresión; y porque, sencillamente, es una de las mejores películas de la historia del cine.
Por desgracia, la película goza de una candente actualidad. Parta entenderlo, basta que sustituyamos California por Occidente, y Oklahoma por eso que antes llamábamos el Tercer Mundo y que ahora, en este mundo globalizado, bien podríamos considerar como los suburbios de una gran urbe llamada Occidente. Nadie, claro está, quiere vivir en los suburbios tercermundistas, donde se pasa hambre y penurias. Todos queremos vivir en Occidente, la tierra del pan, de la miel y de la leche (en clara referencia bíblica), la tierra prometida, la tierra que se nos ha vendido a todos a través de los anuncios publicitarios y las políticas capitalistas. La tierra que nos estallará en las narices si no ponemos freno al hambre en el mundo, que avanza como un cáncer irreversible dispuesto a corroer el cuerpo completo de la humanidad. De hecho, el camión abarrotado de hombres y enseres en el que viajan los Joad, bien pudiera ser el símil de una patera africana. Para África, Europa es la nueva California. Pero los inmigrantes no son bien recibidos, como no lo son los Joad en los campamentos de jornaleros, porque, según dicen, no hay trabajo para todos. Todos, sin embargo, necesitamos comer; y no debemos olvidar que lo último que desea un hombre es ser arrancado de sus raíces. Razón por la que solo el hambriento se embarca a la conquista de nuevos mundos. Dicho de otro modo: nadie dejaría su tierra si tuviese allí los medios necesarios para vivir con dignidad.
Pero lo realmente sorprendente, lo mágico, lo extraordinario de esta gran película es cómo John Ford consigue sublimar a los desarraigados y hambrientos del mundo dotándolos de una humanidad imperecedera, mientras que aquellos personajes que tienen el estómago lleno y un techo que los cobija quedan –salvo contadas excepciones– deshumanizados a causa de su falta de solidaridad, su abusiva crueldad o su estúpida incomprensión. Y así, con su infinita sabiduría, nos hace ver algo fundamental, que esas personas que pasan apuros podríamos ser nosotros mismos en idénticas circunstancias.
La película está plagada de frases magistrales e inolvidables. Pero, por cuestión de espacio, destacaré solo un pequeño parlamento de uno de los temporeros con los que se cruza la familia Joad. Dice así: «No sé cómo podría describirles a mis pobres hijos con la tripa hinchada tirados en la tienda, y lo huesos pegados a la piel, temblando y jadeando como perrillos; y yo buscando trabajo como un loco, no por el dinero ni por el jornal, solo por una taza de harina o un poco de manteca. Vino el forense: “estos niños han muerto de fallo cardiaco”, dijo; y lo puso en un papel. ¡Fallo cardíaco, y tenían la barriguita hinchada como un pellejo de vino!». ¡Qué más se puede decir! Si es imposible hacer de este mundo un lugar mejor para vivir, no nos quedará más remedio que dar la razón a Leibnitz y admitir que vivimos en el mejor de los mundos posibles; aunque no lo parezca, porque, desde luego, no parece que este sea el mejor mundo imaginable. Y si podemos imaginar un mundo mejor, ¿por qué no habríamos de poder hacerlo mejor?
En fin, con esta pregunta lanzada al aire doy por finalizado mi artículo. Aquí lo dejo, aunque no terminaría nunca de escribir sobre esta película y lo que ella me inspira. Solo quisiera añadir que se trata de una de esas obras que nos hacen reflexionar sobre la condición del hombre y sobre los tiempos en los que nos ha tocado vivir, que quizá no difieran mucho de otros tiempos más o menos lejanos. Quien no haya visto aún esta obra maestra imperecedera, debería hacerlo cuanto antes.
La odisea del hambriento (Las uvas de la ira, de John Ford). Versión corregida del artículo que fue publicado en la revista de cine Versión Original en febrero de 2011 (nº 190, monográfico: El hambre en el cine).
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