Ernesto Bustos Garrido
Aparte del mundo rural como escenario de las historias de Rulfo y el tipo de personajes que se mueven entre sembrados, establos, y colinas, podríamos agregar un tercer elemento común: el uso de frases breves y un diálogo dinámico, casi sincopado. Pero uno escribe en español y Herta, en alemán. ¿Se marcan diferencias? El español es musical, muy rico en giros, en tanto el alemán es cortante, enérgico, tal como un saludo militar haciendo sonar los tacos.
Similitudes y diferencias entre Juan Rulfo y Herta Müller
Algunos cronistas con buena tribuna se ha esforzado por establecer. sin explicaciones plausibles, algunas semejanzas entre la forma de narrar de Juan Rulfo y la rumano-alemana Herta Müller, premio Nobel de Literatura en el 2009. Este empeño no es nuevo. Isabel Allende, la escritora más leída en el mundo después de El Quijote, es puesta bajo la sombra de Gabriel García Márquez y se le buscan parecidos. Nada que ver…. Lo mismo, cualquier escritorcillo emergente trata por todos los medios que se diga que en él hay algo de Borges. En fin… El marketing es capaz de igualar a un elefante con una hormiga; digo yo.
En el caso de la Müller y Rulfo hay grandes distancias. La narrativa alemana con la española están separadas por abismos. Pero vamos a ser indulgentes y creer que la semejanza entre ambos no es un mero capricho, porque a primera vista se observan ciertos aspectos que podrían estar relacionados. Seamos generosos y aceptemos la tesis del parecido, no obstante que a mí no me gustan estas asociaciones, porque son del todo subjetivas y poco informadas.
¿Qué hay de relacionado? En común tienen el escenario de las historias contadas (siempre lo rural) y el tipo de personajes (gente común). Sin embargo –y acepto que digan lo contrario– el relato de Rulfo es lineal, en tanto que el de Herta es desarticulado, como últimas pinceladas sobre una tela de pintura pronta a partir a la exposición.
Aparte del mundo rural como escenario de las historias de Rulfo y el tipo de personajes que se mueven entre sembrados, establos, y colinas, podríamos agregar un tercer elemento común: el uso de frases breves y un diálogo dinámico, casi sincopado. Pero uno escribe en español y Herta, en alemán. ¿Se marcan diferencias? El español es musical, muy rico en giros, en tanto el alemán es cortante, enérgico, tal como un saludo militar haciendo sonar los tacos.
Hablemos ahora brevemente de las distancias, porque las desavenencias entre ambos son notorias, desde mi humilde entender. Las locaciones del autor de Pedro Páramo se ubican en el poblado de Comala, estado de Colima en México y también en el pueblo de San Gabriel, cerca de Jalisco. Son tierras secas y áridas con gentes silenciosas y miserables. Herta, por su parte, nació en el villorrio de Nitchidorf, sector de Banat, un lugar germano-hablante de la región de Timișoara, en Rumania. Su familia pertenecía a una minoría alemana, los llamados suabos o suavos del Danubio, que llevaban varios siglos asentados en esa región. Esas tierras son húmedas, muy húmedas.
Rulfo escribe de corrido, para que su relato resulte una senda con principio y final. Él cuenta una historia de una forma convencional, como las que nos contaban nuestras abuelas empezando con el inolvidable “había una vez”. Asimismo, existe en su escritura un hilo conductor que va “de la a la zeta”. No advertimos un permanente retorno a las distintas etapas en la vida de sus héroes, como es el caso de Herta. El llamado racconto, que comporta una retrospectiva al pasado, es un gaje poco habitual en Rulfo, y si acude a él es porque aportará al sentido profundo de su narración. No es una constante. Herta, en cambio, escribe en el tiempo presente, a veces en primera persona, a veces en tercera, pero siempre a retazos, como si estuviera dando las últimas pinceladas sobre aquella tela de pintura que hay que terminar. Además, su escritura, está plagada de esbozos, insinuaciones. Son como croquis pretéritos de una gran obra que quizá vendrá más tarde. Por otro lado, sus historias son breves, bastante más breves y acotadas que las historias contados por Juan Rulfo. Presenta a los personajes principales realizando o sintiendo diferentes emociones de su vida cotidiana, a veces saliendo del sueño o camino al culto religioso del domingo, o en la ordeña diaria de las vacas o sobre un montón de heno haciendo el amor. Rulfo se me hace más ordenado; lo sexual es marginal en el mexicano, y constante y recurrente en la premio Nobel. Son estilos…
De cualquier modo, sus respectivas formas de narrar son personales. Hay en ambos originalidad y sentido de compartir con el mundo lector, experiencias reales o ficticias. Estas últimas son terrenales, es decir, propias de la realidad, aunque inventadas. Cuando escriben el grueso de sus obras, el realismo mágico aún no había llegado pleno hasta sus papeles.
Para corroborar algunos de mis asertos he escogido un cuento de Rulfo, “No oyes ladrar a los perros”, y “Mi familia”, de la Premio Nobel del año 2009. Ella cuenta en otras narraciones que su progenitor fue llevado al frente de batalla, en la Segunda Guerra Mundial, por la fuerza, y que más tarde, apresado por los rusos, fue enviado a trabajos forzados a un campo de concentración soviético, lo mismo que su madre. Fue el viacrucis de muchos alemanes nacidos en Rumania.
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Cuento de Juan Rulfo: No oyes ladrar a los perros
(México, 1918-1986)
—Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.
—No se ve nada.
—Ya debemos estar cerca.
—Sí, pero no se oye nada.
—Mira bien.
—No se ve nada.
—Pobre de ti, Ignacio.
La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante. La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
—Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
—Sí, pero no veo rastro de nada.
—Me estoy cansando.
—Bájame.
El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
—¿Cómo te sientes?
—Mal.
Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
—¿Te duele mucho?
—Algo —contestaba él.
Primero le había dicho: «Apéame aquí… Déjame aquí… Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco.» Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
—No veo ya por dónde voy —decía él.
Pero nadie le contestaba.
El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
—¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
Y el otro se quedaba callado.
Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.
—Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
—Bájame, padre.
—¿Te sientes mal?
—Sí
—Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
—Te llevaré a Tonaya.
—Bájame.
Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
—Quiero acostarme un rato.
—Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
—Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.
—Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso… Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente… Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo.”
—Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
—No veo nada.
—Peor para ti, Ignacio.
—Tengo sed.
—¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
—Dame agua.
—Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
—Tengo mucha sed y mucho sueño.
—Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.
Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza… Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.
Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
—¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?
Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.
Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
—¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.
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Cuento de Herta Müller: Mi familia
(Rumanía, 1953)
Mi madre es una mujer que va siempre embozada.
Mi abuela ha perdido la visión. En un ojo tiene cataratas, y en el otro, glaucoma.
Mi abuelo tiene una hernia escrotal.
Mi padre tiene otro hijo de otra mujer. No conozco a la otra mujer ni al otro hijo. El otro hijo es mayor que yo, y la gente dice que por eso yo soy de otro hombre.
Mi padre le hace regalos de Navidad al otro hijo y le dice a mi madre que el otro hijo es de otro hombre.
El cartero siempre me trae cien leis en un sobre por Año Nuevo y dice que me los manda Papá Noel. Pero mi madre dice que yo no soy de otro hombre.
La gente dice que mi abuela se casó con mi abuelo por sus tierras y que estaba enamorada de otro hombre con el que hubiera sido mejor que se casara porque su parentesco con mi abuelo es tan cercano que aquello fue un cruzamiento consanguíneo.
La otra gente dice que mi madre es hija de otro hombre y mi tío es hijo de otro hombre, pero no del mismo otro hombre, sino de otro.
Por eso el abuelo de otro niño es abuelo mío, y la gente dice que mi abuelo es el abuelo de otro niño, pero no del mismo otro niño, sino de otro, y que mi bisabuela murió muy joven, aparentemente a consecuencia de un catarro, pero que aquello fue algo muy distinto de una muerte natural, que realmente fue un suicidio.
Y la otra gente dice que fue algo muy distinto de una enfermedad y de un suicidio, que fue un asesinato.
Al morir ella, mi bisabuelo se casó en seguida con otra mujer que ya tenía un hijo de otro hombre con el que no estaba casada, pero que a la vez también era casada y que después de ese otro matrimonio con mi bisabuelo tuvo otro hijo del que también dice la gente que es de otro hombre, no de mi bisabuelo.
Mi bisabuelo viajaba cada sábado, año tras año, a una pequeña ciudad que era un balneario.
La gente dice que en esa ciudad se juntaba con otra mujer.
Hasta se le veía en público llevando de la mano a otro niño con el que incluso hablaba otro idioma.
Nunca se le veía con la otra mujer, pero, según la gente, ésta sólo podía ser una prostituta del balneario, ya que mi bisabuelo nunca se dejaba ver con ella en público.
La gente dice que hay que despreciar a un hombre que tenga otra mujer y otro hijo fuera del pueblo, que aquello no es mejor que el incesto puro y imple, que aquello es aún peor que el cruzamiento consanguíneo, que aquello es pura y simple ignominia.
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