Uno podría sin mayor cautela decir que José Luis González, el escritor nacido en República Dominicana y nacionalizado mexicano, podría ser llamado –el hombre de los cuatro pisos–. Sí, decirlo sí, pero entenderlo, un poco complicado.
Cuatro pisos es parte del nombre de un ensayo que escribió en 1980 y que alcanzó tal notoriedad que las autoridades del Estado Libre Asociado de Puerto Rico (ELA) pensaron que el texto debía ser lectura obligatoria para los estudiantes de los últimos grados de la enseñanza en ese territorio.
El afán quedó sólo en eso, porque mientras su autor estuvo con vida, lo halló ridículo y fuera de lugar; absurdo –proclamaba– que su ensayo tuviesen que leerlo muchachos que tendrían que quemarse las pestañas para contextualizar su contenido y entender qué fue lo que él quiso plantear en dicho texto.
En una entrevista concedida a Antonio Gil de La Madrid, poco antes de morir, en 1997, explicó someramente lo que pretendió con ese ensayo y con ese título: –La palabra ‘piso’ está usada en el título del ensayo, en un sentido metafórico. Un piso representa una etapa histórica (de Puerto Rico); hay que entenderlo así. Por eso yo no veía nada nuevo, con suficiente envergadura, que nos hiciera pensar en una nueva etapa histórica (o un nuevo piso)–.
Esto a propósito de que todos querían agregarle un quinto piso a su propuesta. Decían que podría ser el momento –los años cuarenta– en que miles de puertorriqueños del campo emigraron en masa a los Estados Unidos. José Luis González le quita piso a esa propuesta porque solo fue un égira (también hegira) de una porción social, la cual se complementó años más tarde cuando la clase media y los ricos se trasladaron con camas y petacas a la tierra del Tío Sam, aprovechando las ventajas de que Puerto Rico era un Estadio Libre Asociado y con el pasaporte podían ingresar sin problemas a la Unión.
González negó también que ese fenómeno pudiera ser el quinto piso de su edificio. Dijo que el nuevo piso tendría que agregarse, verdaderamente, cuando Puerto Rico alcanzara real soberanía respecto de la metrópolis norteamericana, porque, según él, en ese momento la asociación carecía y carece hasta hoy de un mecanismo para que Puerto Rico sea realmente una nación independiente, con verdadera soberanía.
Pero José Luis González fue en vida mucho más que un ensayista preocupado de la cuestiones políticas y sociales de la isla donde nació su padre. Su biografía reseña que obtuvo su bachillerato en la Universidad de Puerto Rico y más tarde su magister y doctorado en la Universidad Nacional Autónoma de México, la UNAM. En 1955, disconforme con la situación en la –Isla del encanto–, se trasladó a ese país y poco después de nacionalizó, aunque nunca perdió el sentimiento de ser –boricua– a pesar de que circunstancialmente había nacido en República Dominicana en 1926. (Su madre era de esa nacionalidad).
- Gonzalez, Jose Luis (Autor)
Entre 1940 y 1950 comienza a publicar cuentos y relatos. De ese período son: En la sombra (1943); Cinco cuentos de sangre (1945), premiado por el Instituto de Cultura Puertorriqueña; El hombre de la calle (1948) y En este lado (1953). Matizó su labor como creador literario con la docencia. Se especializó en la poesía negra de América y en 1978 sacó a la luz el libro Coloquio de Princeton. A continuación, en 1980, publica su famoso ensayo El país de cuatro pisos. Entre sus últimas publicaciones destacan El oído de Dios y Las caricias del tigre (1985) y Nueva visita al cuarto piso (1988).
De su narrativa hemos escogido dos cuentos: –Una caja de plomo que no se podía abrir–, dedicado a Emilio Díaz Valcárcel y –El cacique–, destinado a Abelardo Díaz Alfaro.
Otros textos de Ernesto Bustos Garrido
Cuento de José Luis González: Una caja de plomo que no se podía abrir
Esto sucedió hace dos años, cuando llegaron los restos de Moncho Ramírez, que murió en Corea. Bueno, eso de –los restos de Moncho Ramírez– es un decir, porque la verdad es que nadie llegó a saber nunca lo que había dentro de aquella caja de plomo que no se podía abrir. De plomo, sí, señor, y que no se podía abrir; y eso fue lo que puso como loca a doña Milla, la mamá de Moncho, porque lo que ella quería era ver a su hijo antes de que lo enterraran y… Pero más vale que yo empiece a contar esto desde el principio.
Seis meses después que se llevaron a Moncho Ramírez a Corea, doña Milla recibió una carta del gobierno que decía que Moncho estaba en la lista de los desaparecidos en combate. La carta se la dio doña Milla a un vecino para que se la leyera porque venía de los Estados Unidos y estaba en inglés. Cuando doña Milla se enteró de lo que decía la carta, se encerró en sus dos piezas y se pasó tres días llorando. No les abrió la puerta ni a las vecinas que fueron a llevarle guarapillos.
En el ranchón se habló muchísimo de la desaparición de Moncho Ramírez. Al principio algunos opinamos que Moncho seguramente se había perdido en algún monte y ya aparecería el día menos pensado. Otros dijeron que a lo mejor los coreanos o los chinos lo habían hecho prisionero y después de la guerra lo devolverían. Por las noches, después de comer, los hombres nos reuníamos en el patio del ranchón y nos poníamos a discutir esas dos posibilidades, y así vinimos a llamarnos –los perdidos– y –los prisioneros–, según lo que pensábamos que le había sucedido a Moncho Ramírez.
Ahora que ya todo eso es un recuerdo, yo me pregunto cuántos de nosotros pensábamos, sin decirlo, que Moncho no estaba perdido en ningún monte ni era prisionero de los coreanos o los chinos, sino que estaba muerto. Yo pensaba eso muchas veces, pero nunca lo decía, y ahora me parece que a todos les pasaba igual, porque no está bien eso de ponerse a dar por muerto a nadie –y menos a un buen amigo como era Moncho Ramírez, que había nacido en el ranchón– antes de saberlo uno con seguridad. Y, además, ¿cómo íbamos a discutir por las noches en el patio del ranchón, si no había dos opiniones diferentes?
Dos meses después de la primera carta, llegó otra. Esta segunda carta, que le leyó a doña Milla el mismo vecino porque estaba en inglés igual que la primera, decía que Moncho Ramírez había aparecido. O, mejor dicho, lo que quedaba de Moncho Ramírez. Nosotros nos enteramos de eso por los gritos que empezó a dar doña Milla tan pronto supo lo que decía la carta. Aquella tarde todo el ranchón se vació en las dos piezas de doña Milla. Yo no sé cómo cabíamos allí, pero allí estábamos toditos, y éramos unos cuantos como quien dice. A doña Milla tuvieron que acostarla las mujeres cuando todavía no era de noche porque de tanto gritar, mirando el retrato de Moncho en uniforme militar, entre una bandera americana y un águila con un mazo de flechas entre las garras, se había puesto como tonta. Los hombres nos fuimos saliendo al patio poco a poco, pero aquella noche no hubo discusión, porque ya todos sabíamos que Moncho estaba muerto y era imposible ponerse a imaginar.
Tres meses después llegó la caja de plomo que no se podía abrir. La trajeron una tarde, sin avisar, en un camión del Ejército con rifles y guantes blancos. A los cuatros soldados los mandaba un teniente, que no traía rifle, pero sí una cuarenta y cinco en la cintura. Ese fue el primero en bajar del camión. Se plantó en medio de la calle, con los puños en las caderas y las piernas abiertas, y miró la fachada del ranchón como mira un hombre a otro cuando va a pedirle cuentas por alguna ofensa. Después volteó la cabeza y les dijo a los que estaban en el camión:
–Sí, aquí es. Bájense.
Los cuatro soldados se apearon, dos de ellos cargando la caja, que no era del tamaño de un ataúd, sino más pequeña y estaba cubierta con una bandera americana.
El teniente tuvo que preguntar a un grupo de vecinos en la acera cuál era la pieza de la viuda de Ramírez (ustedes saben cómo son estos ranchones de Puerta de Tierra: quince o veinte puertas, cada una de las cuales da a una vivienda, y la mayoría de las puertas sin número ni nada que indique quién vive allí). Los vecinos no sólo le informaron al teniente que la puerta de doña Milla era la cuarta a mano izquierda, entrando, sino que siguieron a los cinco militares dentro del ranchón sin despegar los ojos de la caja cubierta con la bandera americana. El teniente, sin disimular la molestia que le causaba el acompañamiento, tocó a la puerta con la mano enguantada de blanco. Abrió doña Milla y el oficial le preguntó:
–¿La señora Emilia viuda de Ramírez?
Doña Milla no contestó en seguida. Miró sucesivamente al teniente, a los cuatro soldados, a los vecinos, a la caja.
–¿Ah? -dijo como si no hubiera oído la pregunta del oficial.
–Señora, ¿usted es doña Emilia viuda de Ramírez?
Doña Milla volvió a mirar la caja cubierta con la bandera. Levantó una mano, señaló, preguntó a su vez con la voz delgadita:
–¿Qué es eso?
El teniente repitió, con un dejo de impaciencia:
–Señora, ¿usted es…
–¿Qué es eso, ah? –volvió a preguntar doña Milla, en ese trémulo tono de voz con que una mujer se anticipa siempre a la confirmación de una desgracia–. Dígame, ¿qué es eso?
El teniente volteó la cabeza, miró a los vecinos. Leyó en los ojos de todos la misma interrogación. Se volvió nuevamente hacia la mujer; carraspeó; dijo al fin:
–Señora… el Ejército de los Estados Unidos…
Se interrumpió como quien olvida de repente algo que está acostumbrado a decir de memoria.
–Señora… –recomenzó–. Su hijo, el cabo Ramírez…
Después de esas palabras dijo otras que nadie llegó a escuchar porque ya doña Milla se había puesto a dar gritos, unos gritos tremendos que parecían desgarrarle la garganta.
Lo que sucedió inmediatamente después resultó demasiado confuso para que yo, que estaba en el grupo de vecinos detrás de los militares, pueda recordarlo bien. Alguien empujó con fuerza y en unos instantes todos nos encontramos dentro de la pieza de doña Milla. Una mujer pidió agua de azahar a voces, mientras trataba de impedir que doña Milla se clavara las uñas en el rostro. El teniente empezó a decir: –¡Calma! ¡Calma!–, pero nadie le hizo caso. Más y más vecinos fueron llegando, como llamados por el tumulto, hasta que resultó imposible dar un paso dentro de la pieza. Al fin varias mujeres lograron llevarse a doña Milla a la otra habitación. La hicieron tomar agua de azahar y la acostaron en la cama. En la primera pieza quedamos sólo los hombres. El teniente se dirigió entonces a nosotros con una sonrisa forzada:
–Bueno, muchachos… Ustedes eran amigos del cabo Ramírez, ¿verdad?
Nadie contestó. El teniente añadió:
–Bueno, muchachos… En lo que las mujeres se calman, ustedes pueden ayudarme, ¿no? Pónganme aquella mesita en el medio de la pieza. Vamos a colocar ahí la caja para hacerle la guardia.
Uno de nosotros habló entonces por primera vez. Fue el viejo Sotero Valle, que había sido compañero de trabajo en los muelles del difunto Artemio Ramírez, esposo de doña Milla y papá de Moncho. Señaló la caja cubierta con la bandera americana y empezó a interrogar al teniente:
–¿Ahí… ahí…?
–Sí, señor –dijo el teniente–. Esa caja contiene los restos del cabo Ramírez. ¿Usted conocía al cabo Ramírez?
–Era mí ahijado –contestó Sotero Valle, muy quedo, como si temiera no llegar a concluir la frase.
–El cabo Ramírez murió en el cumplimiento de su deber –dijo el teniente, y ya nadie volvió a hablar.
Eso fue como a las cinco de la tarde. Por la noche no cabía la gente en la pieza: habían llegado vecinos de todo el barrio, que llenaban el patio y llegaban hasta la acera. Adentro tomábamos el café que colaba de hora en hora una vecina. De otras piezas se habían traído varias sillas, pero los más de los presentes estábamos de pie: así ocupábamos menos espacio. Las mujeres seguían encerradas con doña Milla en la otra habitación. Una de ellas salía de vez en cuando a buscar cualquier cosa –agua, alcoholado, café– y aprovechaba para informarnos:
–Ya está más calmada. Yo creo que de aquí a un rato podrá salir.
Los cuatro soldados montaban guardia, el rifle prensado contra la pierna derecha, dos a cada lado de la mesita sobre la que descansaba la caja cubierta con la bandera. El teniente se había apostado al pie de la mesita, de espaldas a ésta y a sus cuatro hombres, las piernas separadas y las manos a la espalda. Al principio, cuando se coló el primer café, alguien le ofreció una taza, pero él no la aceptó. Dijo que no se podía interrumpir la guardia.
El viejo Sotero Valle tampoco quiso tomar café. Se había sentado desde el principio frente a la mesita y no le había dirigido la palabra a nadie durante todo ese tiempo. Y durante todo ese tiempo no había apartado la mirada de la caja. Era una mirada rara la del viejo Sotero: parecía que miraba sin ver. De repente (en los momentos en que servían café por cuarta vez) se levantó de la silla y se acercó al teniente.
–Oiga –le dijo, sin mirarlo, los ojos siempre fijos en la caja–. ¿Usted dice que mi ahijado Ramón Ramírez está ahí dentro?
–Sí, señor –contestó el oficial.
–Pero… ¿en esa caja tan chiquita?
–Bueno, mire… es que ahí sólo están los restos del Cabo Ramírez.
–¿Quiere decir que… que lo único que encontraron…
–Solamente los restos, sí, señor. Seguramente ya había muerto hacía bastante tiempo. Así sucede en la guerra, ¿ve?
El viejo no dijo nada más. Todavía de pie, siguió mirando la caja durante un rato; después volvió a su silla.
Unos minutos más tarde se abrió la puerta de la otra habitación y doña Milla salió apoyada en los brazos de dos vecinas. Estaba pálida y despeinada, pero su semblante reflejaba una gran serenidad. Caminó lentamente, siempre apoyada en las otras dos mujeres, hasta llegar frente al teniente. Le dijo:
–Señor… tenga la bondad… díganos cómo se abre la caja.
El teniente la miró sorprendido.
–Señora, la caja no se puede abrir. Está sellada.
Doña Milla pareció no comprender. Agrandó los ojos y los fijó largamente en los del oficial, hasta que éste se sintió obligado a repetir:
–La caja está sellada, señora. No se puede abrir.
La mujer movió de un lado a otro, lentamente, la cabeza.
–Pero yo quiero ver a mi hijo. Yo quiero ver a mi hijo, ¿usted me entiende? Yo no puedo dejar que lo entierren sin verlo por última vez.
El teniente nos miró entonces a nosotros; era evidente que su mirada solicitaba comprensión, pero nadie dijo una palabra. Doña Milla dio un paso hacia la caja, retiró con delicadeza una punta de la bandera, tocó levemente.
–Señor –le dijo al oficial, sin mirarlo–, esta caja no es de madera. ¿De qué es esta caja, señor?
–Es de plomo, señora. Las hacen así para que resistan mejor el viaje por mar desde Corea.
–¿De plomo? -murmuró doña Milla sin apartar la mirada de la caja-. ¿Y no se puede abrir?
El teniente, mirándonos nuevamente a nosotros, repitió:
–Las hacen así para que resistan mejor el via…
Pero no pudo terminar; no lo dejaron terminar los gritos de doña Milla, unos gritos terribles que a mí me hicieron sentir como si repentinamente me hubiese golpeado en la boca del estómago:
–¡Moncho! ¡Moncho, hijo mío, nadie va a enterrarte sin que yo te vea! ¡Nadie, mi hijito, nadie…!
Otra vez se me hace difícil contar con exactitud: los gritos de doña Milla produjeron una gran confusión. Las dos mujeres que la sostenían por los brazos trataron de alejarla de la caja, pero ella frustró el intento aflojando el cuerpo y dejándose ir hacia el suelo. Entonces intervinieron varios hombres. Yo no: yo todavía no me libraba de aquella sensación en la boca del estómago. El viejo Sotero Valle fue uno de los que acudieron junto a doña Emilia, y yo me senté en su silla. No me da vergüenza decirlo: o me sentaba o tenía que salir de la pieza. Yo no sé si a alguno de ustedes le ha pasado eso alguna vez. No, no era miedo, porque ningún peligro me amenazaba en aquel momento. Pero yo sentía el estómago duro y apretado como un puño, y las piernas como si súbitamente se me hubiesen vuelto de trapo. Si a alguno de ustedes le ha pasado eso alguna vez, sabrá lo que quiero decir. Y si no… bueno, si no, ojalá que no le pase nunca. O por lo menos que le pase donde la gente no se dé cuenta.
Yo me senté. Me senté, y, en medio de la tremenda confusión que me rodeaba, me puse a pensar en Moncho como nunca en mi vida había pensado en él. Doña Milla gritaba hasta enronquecer mientras la iban arrastrando hacia la otra habitación, y yo pensaba en Moncho, en Moncho que nació en aquel mismo ranchón donde también nací yo, en Moncho que fue el único que no lloró cuando nos llevaron a la escuela por primera vez, en Moncho que nadaba más lejos que nadie cuando íbamos a la playa detrás del Capitolio, en Moncho que había sido siempre cuarto bate cuando jugábamos pelota en la Isla Grande, antes de que hicieran allí la base aérea… Doña Milla seguía gritando que a su hijo no iba a enterrarlo nadie sin que ella lo viera por última vez. Pero la caja era de plomo y no se podía abrir.
Al otro día enterramos a Moncho Ramírez. Un destacamento de soldados hizo una descarga cuando los restos de Moncho –o lo que hubiera dentro de aquella caja– descendieron al húmedo y hondo agujero de su tumba. Doña Milla asistió a toda la ceremonia de rodillas sobre la tierra.
De todo eso hace dos años. A mí no se me había ocurrido contarlo hasta ahora. Es posible que alguien se pregunte por qué lo cuento al fin. Yo diré que esta mañana vino el cartero al ranchón. No tuve que pedirle ayuda a nadie para leer lo que me trajo, porque yo sé mi poco de inglés. Era el aviso de reclutamiento militar.
***en Cuentos completos / Editado por Alfaguara. 1997
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Relato corto de José Luis González: El cacique
A Abelardo Díaz Alfaro
Don Rafa era un tipo repugnante: bajito, ventrudo y cabezón. Sobre las mejillas siempre mal afeitadas se entreabrían apenas los ojitos aviesos y sanguíneos; entre la nariz aplastada y roja y la boca sensual, de gruesos labios manchados por el tabaco, se alborotaba la pelambre del bigote cimarrón.
Vestía siempre de kaki: camisa y pantalón de montar, con botas. Un Cok de cañón largo y cabo nacarado no abandonaba nunca su cintura. Un panamá de alas anchas completaba la indumentaria.
Petulante el hombrecito.
En sus correrías eróticas por aquellos campos, don Rafa había formado un serrallo de jibaritas núbiles, casi todas arrancadas del hogar con lujo de violencia. El padre o el hermano que se atrevía a protestar amanecía un día cualquiera en medio de un callejón, balaceado por los espalderos del sátiro. Si la víctima había sabido defenderse con bravura, don Rafa añadía humillación al crimen y sufragaba los gastos del entierro.
Tal era el jefe político de la comunidad. El cacique.
Mi abuelo era el líder local del partido contrario al de don Rafa. Era un anciano íntegro, de los de la vieja cepa. Cada cuatro años, en época de elecciones, nuestra vieja y amplia casona familiar se convertía en centro de operaciones de la colectividad.
Yuyo Morales era la mano derecha del viejo. Era un mulato corpulento, recio, honrado a carta cabal. Se había criado en la casa –dende quera deste tamaño–. Casado a los treinta años con la joven y taciturna lavandera de la familia, enviudó sin descendencia a los cuarenta y nunca se le volvió a conocer mujer.
Llegado el día de los comicios cuando yo acababa de cumplir los catorce años, los alrededores de la casa hervían de gente. La peonada aguardaba los camiones que debían conducirla a las casillas electorales. Yuyo se movía entre todos, agitando sus brazos (largos como aspas de molino, me decía yo, que ya era capaz de evocar lecturas) sobre las cabezas de los jíbaros.
De pronto, un peón de una finca vecina y correligionaria entró corriendo por la tranquera del corral. Venía sudoroso y demudado. Buscó a Yuyo con la mirada y avanzó hacia él. Se explicó con frases entrecortadas, a causa del jadeo. Don Rafa había aparecido en la finca a media mañana, acompañado de sus matones, y había encerrado a los peones en los ranchos para que no pudieran votar. A él no le echaron mano porque le metió la cabeza a un cañaveral a tiempo. Sin embargo, oyó algunas balas zumbar como abejorros entre las cañas.
Yuyo casi musitó, sin parpadear, unas preguntas. Escuchó las respuestas con la mirada puesta en los pies del otro y después salió al camino compensando la falta de premura con la longitud de sus zancadas. El peón –pasicorto– lo siguió con dificultad.
A la hora de abrir las casillas no faltó un solo votante de la finca vecina. Poco más tarde, dos jíbaros que regresaban a sus ranchos encontraron a don Rafa a la orilla de una pieza de cañas. Con ambas manos trataba de contenerse el tripero que se le salía por una herida desde el ombligo hasta el nacimiento del sexo. Exhalaba gemidos roncos y ya había empezado a voltear los ojos. Los peones se apresuraron a llevarlo a la casa más cercana, que era la de mi abuelo.
Yo vi cuando lo trajeron. Popular venía detrás, lamiendo las gotas de sangre que caían en el camino. Un movimiento brusco de los peones, al hacer que el herido se ladeara, lo vació como un saco descosido. El intestino cayó pesadamente al suelo, espantando al perro que retrocedió unos pasos. El cadáver se desmadejó en seguida como un grotesco pelele desarticulado.
Mi abuelo, atraído por los gritos del mujerío, llegó corriendo junto al muerto. Yuyo también se allegó, dejó caer una mirada dura sobre el difunto y se recostó en la tranquera, silencioso. El anciano se acercó a él lentamente. Lo miró a los ojos, con una interrogación ansiosa en la mirada. El mulato bajó la vista. Mi abuelo casi sollozó:
–¡Yuyo!
*** en En la sombra (Cuentos). Prólogo de Carmen Alicia Cadilla
(San Juan, Puerto Rico: Imprenta Venezuela, 1943, 110 págs.)
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José Luis González (Wikipedia)