Escribo estas líneas desde un restaurante pampeño al que acudo casi a diario, tras dejar a los niños en el colegio. Un lugar confortable, elegante y silencioso. Y, pese a todo, imaginad: un lugar… argentino en pleno Mundial de Fútbol.
El salón, a estas horas de la mañana siempre tranquilo, bulle hoy de emoción: han instalado una pantalla gigante en la que se podrá ver en unos minutos el partido Argentina-Arabia Saudí. Los asientos se van llenando con urgencia por aficionados con acento argentino, algunos de ellos exhibiendo la camiseta albiceleste. Y así las cosas, este apacible lugar, ubicado en una conocida población madrileña que tiene una de las rentas más altas de España, se transmuta en una contagiosa callejería de arrabal bonaerense a ritmo de tango, a la espera de que el ajedrecista Leo Messi se desate por primera vez en un Mundial y consiga ganar ese trofeo que se le resiste.
Yo les miro –quedan ya menos de diez minutos– con envidia, porque me gustaría estar como ellos, rebosante de expectación, ansioso de que empiece a rodar la pelota, y no como estoy, con catarro, con una endiablada tos, una tendinitis en el brazo derecho y sueño atrasado desde hace ocho años.
En fin, me encuentro muy poco argentino en estos inicios de la máxima competición del fútbol. Estoy por meterme en la cama, dormir un paracetamol y olvidarme durante una semana de los Mundiales, del trabajo, de la vida familiar, de la vida. Pero al mismo tiempo, mientras voy cerrando este artículo, pienso que quizá sería más rentable irme a casa y prepararme un café capuchino, encender la televisión y tumbarme en el sofá ataviado con la bufanda del Boca Juniors que compré la última vez que estuve en Buenos Aires.
Al fin y al cabo, un Mundial solo se celebra cada cuatro años, mientras que mi cansancio ontológico y físico y mis faltas de energías son algo de lo que puedo disfrutar cada día del año.
Francisco Rodríguez Criado
Artículo publicado en El Periódico de Extremadura el 23 de noviembre de 2022.
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