Escrito en el agua, de Pedro Menchén (prefacio)

Os damos a conocer, por cortesía del autor, el prefacio del libro Escrito en el agua, una autobiografía de Pedro Menchén, publicada por Odisea Editorial, Madrid, en 2011. Dicha editorial cerraría poco después, debido a la crisis económica del momento, por lo que se trata de un libro descatalogado, del que resulta ya muy difícil encontrar ejemplares. Aunque, por suerte, se puede prestar en muchas bibliotecas de toda España, donde está disponible para los lectores.

Escrito en el agua, de Pedro Menchén (prólogo)

Vivir. Saber vivir, qué arte tan complicado y difícil. Se podría pensar que es fácil, que basta con no hacer nada, con dejarse llevar. Pero no, no es tan sencillo. Vivir es un arte muy delicado y complejo. Es el arte de tomar decisiones, de hacer lo más conveniente en el momento adecuado. Constantemente estamos tomando decisiones (las tomamos en cada segundo de nuestra existencia) y, según sean esas decisiones o según sean las reacciones que provoquen en los demás, el resultado puede ser positivo o negativo para nosotros, puede depararnos la desgracia o la felicidad, el éxito o el fracaso. Pues cada decisión que tomamos tiene sus consecuencias. Nada es casual. Para los animales salvajes la vida es muy sencilla. Los animales tienen tres preocupaciones básicas: alimentarse, reproducirse y evitar que los maten. Pero la vida de los seres humanos se ha vuelto mucho más compleja. Hace tiempo que trascendimos ese nivel elemental de supervivencia y ahora nos preocupan mucho más otros asuntos, tales como el amor, el éxito profesional, el trabajo, el ocio, las relaciones sociales, etc. Todos tenemos ideales, sueños, esperanzas… y tales ideales, sueños y esperanzas influyen en nuestra vida cotidiana y en nuestro comportamiento. Hay personas que sólo viven para la música, la pintura, la literatura, el cine, el teatro, la religión… es decir, para cosas completamente accesorias y superfluas, pero que les son imprescindibles. El hombre está rodeado de cosas superfluas pero que son parte ya de su idiosincrasia. Amamos, tenemos ideales políticos o creencias religiosas, practicamos determinado tipo de arte, etc., y el modo en que manejamos todo eso nos da unos resultados u otros. Es ahí donde interviene la pericia de cada cual para saber resolver sus propios retos, es ahí donde radica el arte de vivir, el arte de mover los hilos de ese complicado engranaje que es la existencia humana. Cada persona es distinta de las demás, cada persona tiene su propio carácter, su propia manera de ver las cosas y, por lo tanto, su propia manera de comportarse. Aunque, en general, creo que hay dos tipos de personas claramente diferenciadas. Por un lado, están las personas que tienen una habilidad especial para tomar siempre las decisiones adecuadas para sus intereses y, por otro, están aquellas personas que, sea por lo que sea, no toman las decisiones más adecuadas para sus intereses (o que, aunque toman muchas decisiones adecuadas, se equivocan en las decisiones más cruciales). Hay personas que saben estar siempre en el lugar y en el momento oportunos, personas que tienen claros los objetivos de su vida, que saben lo que tienen que hacer, por dónde deben ir, qué obstáculos deben soslayar, etc. y hay otras personas que no saben exactamente qué hacer ni por dónde ir, aun cuando tengan también muy claros sus objetivos, personas que, por lo que sea, nunca están en el lugar ni en el momento oportunos. Todos conocemos ese tipo de personas. Las primeras son esas a las que, generalmente, les van bien las cosas, las que ocupan los mejores puestos en las empresas, las que llegan al poder y nos gobiernan, las que siendo pobres se hacen ricas, las que triunfan en su profesión, ya sean funcionarios, médicos, empresarios, actores, cantantes, oficinistas… Las otras son esas que, hagan lo que hagan, lo intenten cómo lo intenten, a pesar de tener incluso algunos golpes de suerte, siempre fracasan, pasan a un segundo plano, permanecen en la oscuridad del anonimato. Son los perdedores. Eso no quiere decir que no tengan cualidades o que no sean buenos en alguna materia o actividad. Potencialmente, muchos de los perdedores podrían ser genios, pero, por su propia torpeza congénita (o por su propia pereza), no encuentran el modo de desarrollar sus aptitudes ni de demostrar su valía o, si lo encuentran, no son lo suficientemente hábiles como para aprovechar las oportunidades que les ofrece la vida. Pues para triunfar, para conseguir el reconocimiento público, no basta con ser bueno en algo; hay que ser también un tanto interesado y egoísta, hay que ser muy ambicioso, hay que ser un poco maquiavélico y relacionarse con las personas que pueden ayudarte, hay que ser una especie de depredador, tener incluso la suficiente maldad como para competir y luchar de un modo encarnizado por tu objetivo, ya que el propósito de la lucha es vencer y no se puede vencer sin dejar a alguien en el camino, no se puede vencer mostrando la más mínima piedad por el adversario. Y es que, como dijo Baudelaire: “En las personas decentes hay cierta cobardía o, más bien, cierta desidia. Sólo los bandidos están convencidos (¿de qué?) de que tienen que triunfar. Por eso triunfan”.

Conocí una vez a un tipo que me dijo: “Mi lema ha sido siempre arrimarme a las personas que tienen más dinero que yo o a las que tienen más cultura que yo para poder aprender algo de ellas, nunca a las que tienen menos dinero que yo o que saben menos que yo, pues de éstas nunca obtendré nada y al final sólo acabarán perjudicándome”. El que hablaba así era un hombre pragmático, esa clase de hombre que toma siempre las decisiones más adecuadas para sus intereses. Un triunfador. Modesto, pero triunfador. Pues bien, yo soy exactamente todo lo contrario: siempre me he arrimado a las personas que tenían menos dinero que yo y (o) que tenían menos cultura que yo, de modo que no sólo no pude obtener nada de ellas, sino que, además, me perjudicaron en muchos sentidos. Soy esa clase de persona que no toma las decisiones más adecuadas para sus intereses (o que si toma muchas decisiones adecuadas, se equivoca en las más cruciales). Soy el prototipo del perdedor.

“¡Perdedor!”, me dice un amigo, “¿Por qué perdedor? ¡Has publicado 6 libros y has obtenido dos premios literarios! ¡Tú no eres un perdedor!” Claro que mi amigo es norteamericano y no hay en aquel país palabra tan estigmatizada como la de “perdedor”. Pero veamos: efectivamente, he publicado 6 libros; sin embargo, ninguno de ellos ha tenido éxito (o casi ninguno), prácticamente nadie los conoce y, por lo tanto, es casi igual que si no los hubiera publicado. ¿No es eso un fracaso? Pero no importa. Quizá no hice lo suficiente por promocionar mis libros. No me relacioné con la gente más conveniente ni estuve en los lugares donde debería haber estado en los momentos oportunos, etc., así que es culpa mía (pues, como todo el mundo sabe, el éxito de los libros no depende tanto de su calidad como de la promoción que se haga de los mismos). Por otro lado, siempre me he mantenido al margen de los ambientes literarios. No tengo vocación de escritor mediático. Me molestaría incluso ser famoso, salir en la tele y todo ese tipo de cosas. Yo quisiera ser como JD Salinger; es decir: que la gente conociera mis libros pero no a mí.

La mayoría de los perdedores, sin embargo, suelen sentir mucha compasión por sí mismos y se consideran víctimas de la sociedad o de la mala suerte. Aparte de torpes, son perezosos, poco perseverantes, carecen de afán de superación. Son débiles y cobardes. Merecen sobradamente su fracaso, pero no lo reconocen. Conocí a unos cuantos. Son patéticos e irritantes. Y, además, algunos de ellos eran bastante mediocres, por lo que la humanidad no se perdió nada con su fracaso.

Pero, a decir verdad, todos somos un poco perdedores en algún sentido. Al final, todo el mundo fracasa de un modo o de otro. Incluso el éxito, tarde o temprano, pasa factura. Nadie escapa a las desgracias, a las enfermedades o a la muerte. Y no hay mayor fracaso que la muerte, como dijo Sartre.

Vivir. Saber vivir, qué arte tan complicado y difícil. Debo reconocer que, después de cincuenta y seis años, no he aprendido aún a vivir. Lo intento cada día, pero no lo consigo. Admito mi torpeza y mi ineptitud. Siempre tengo la sensación de haber hecho algo equivocado o de no haber hecho todo lo que debería hacer. ¡Es tan arduo tener que decidir, saber qué es lo mejor en cada momento! Yo soy de esa clase de personas que no saben exactamente qué hacer, aun cuando tenga muy claros mis objetivos. Por eso observo con tanta admiración a las personas que actúan sin complejos (pero con reflejos) y saben en cada momento lo que deben decidir, esas personas resueltas y seguras de sí mismas que dominan el arte de vivir.

Y es de eso precisamente de lo que trata este libro: del arte de vivir.

Pero ¿a quién le puede interesar? Se supone que uno sólo debería escribir su autobiografía si es alguien importante, si ha triunfado, si es famoso… Me lo dijo un amigo perdedor: que quién me creía que era yo para escribir mi autobiografía. ¿Qué méritos tenía? ¿Acaso me había relacionado a lo largo de mi vida con personajes importantes? ¡No, no, no! Y, sin embargo, he aquí que me atrevo a contar con pelos y señales la historia de mi vida. Es decir, la historia de un completo desconocido, de alguien absolutamente irrelevante, de un tipejo que, a fin de cuentas, sólo es un perdedor.

Podría decir frases muy bonitas que justifiquen la existencia de este libro, podría decir algo así como: “He tratado de hallar aquí las claves de mi largo y frustrado aprendizaje sobre el arte de vivir” o “He aquí el testimonio de lo que puede considerarse una vida perdida, desperdiciada”, etc., pero no diré nada más. Tan sólo añadiré, como corolario, si se me permite la arrogancia, los versos de Walt Whitman:

Shut not your doors to me, proud libraries,

For that which was lacking among you all, yet needed most, I bring.

[No me cerréis vuestras puertas, altivas bibliotecas,

Pues os traigo lo que faltaba en vuestros repletos estantes, siéndoos tan necesario.]

Pedro Menchén, Prólogo de Escrito en el agua, diciembre de 2008

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