La literatura es hija de su tiempo, y como tal ofrece a sus lectores lo que estos demandan en cada época. El ejemplo más notable de literatura ad hoc es quizá el del folletín decimonónico, que permitía a los autores ofrecer por entregas su obra literaria, publicada en periódicos y revistas, haciendo de la necesidad una virtud. (Recordemos que entonces el libro era una fruta prohibida para muchos bolsillos).
Así es como grandes escritores (Robert Louis Stevenson, Charles Dickens, Fédor Dostoievski, Emilio Salgari, Gustave Flaubert, Benito Pérez Galdós…) conectaban con el gran público, que esperaba con ansiedad la hora de acercarse al quiosco para poder leer ese último capítulo que tanto se hacía de rogar.
Estos folletines (en su mayoría novelas, pero también había algún ensayo) generaban un sueldo respetable a sus autores, que cobraban según el número de páginas escritas, con lo cual echar mano de la economía del lenguaje a la hora de pergeñar una novela era poco menos que tirar el dinero.
Eran otros tiempos y eran otras literaturas.
No he podido evitar pensar en ello cuando leía Bazar, de Emilio Gavilanes, (La Discreta, 2020), un libro, un modelo, una forma de entender la literatura que va cosida a las necesidades del siglo XIX, y que seguramente los lectores del XIX, acostumbrados a obras literarias tan apasionadas como extensas, descaradamente profusas, no hubieran entendido.
Bazar –retomo el hilo del primer párrafo– es hijo de su tiempo. De naturaleza fragmentaria, está articulado en textos breves o muy breves de libre creación, evitando así la servidumbre propia de la historia única y favoreciendo un caleidoscopio temático. De esta forma, podemos saltar de un fragmento a otro sin necesidad de seguir un hilo conductor e incluso sin respetar un riguroso orden cronológico (aunque yo prefiero leerlo de principio a fin, tal como lo ha dispuesto el autor).
El libro se revela como un diario intelectual y sentimental dotado, como los propios bazares, de numerosos contingentes. En Bazar hay alusiones a la lluvia, las canicas, el viaducto de Madrid, las vicisitudes del escritor, la fama y el fracaso, comentarios de libros o películas, narraciones sobre la amorosa madre y los amigos del colegio, retazos de conversaciones escuchadas en el metro, aforismos, etc.
Pero no es lo más importante qué es Bazar (queda dicho: un libro de misceláneas), sino cómo es: una obra de gran altura literaria que nos ofrece al mejor Emilio Gavilanes (y conste que no conocemos una versión suya que sea mala). Un Emilio Gavilanes que se nos da mediante un exquisito repertorio de pequeñas gemas literarias, engarzadas entre sí por simples saltos de párrafo (no hay capítulos en el libro), a medio camino entre la narración, el diario y el ensayo.
Paradójicamente, Bazar, aun siendo señero de ese estilo libre y fragmentario que mejor retrata las pulsiones de nuestro acelerado siglo, es al mismo tiempo un cuadro interiorista, silencioso y reflexivo, propio de los escritores de verdad, una propuesta, en fin, que marca distancia con el ruido y la frivolidad de los memes y las redes sociales, santo y seña de nuestra época.
Bazar –lo diré ya– es una suerte de mirador desde el que observar el mundo exterior y, de paso, analizar el yo más íntimo.
Estoy convencido de que si Dickens, Dostoievski o Stevenson vivieran hoy, nos ofrecerían obras no muy diferentes a esta.
Francisco Rodríguez Criado es escritor y corrector de estilo
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Selección de fragmentos de Bazar (Emilio Gavilanes)
“A medida que pasa el tiempo te das cuenta de que tus padres, hermanos, hijos, toda la familia que no has elegido, han sido tu mejor elección”. (Pág. 36)
“La fama póstuma de un escritor es una forma de venganza contra los escritores contemporáneos suyos que triunfaron. No consiste en sumarse al destino de ellos. No. Los aplasta. Los anula. La fama póstuma de Kafka borró a los escritores que triunfaban mientras él vivía, los que le borraban a él”.
“De niños, en vacaciones pasábamos más tiempo en la calle que en casa. Cuando por la mañana salíamos a la calle, realmente entrábamos en ella”.
“Cuando una persona se ríe está empezando a enseñar su calavera. El muerto que será”. (Pág. 45).
“Yo debía de ser un niño muy serio. Cuando mi madre me mandaba a hacer un recado a la mercería, Laure –el dueño–, en cuanto me veía entrar, dejaba de atender y salía del mostrador a saludarme. ‘¿Qué tal estás?’, me preguntaba sonriendo y me daba la mano muy amistosamente. “Bien”, le contestaba yo con la misma seriedad.
Una vez, en la facultad de Filología, estaba yo sentado en el banco del primer piso que había frente a la entrada, pensativo, cuando pasó mi profe el novelista Antonio Prieto y me dijo como asustado: ‘Qué seriedad tienes’”. (Pág. 157).
“Al volver de las vacaciones encuentro mi habitación como la dejé. Allí está, intacto, el día en que me fui. En la calle ya es otoño, hace frío, pero en mi habitación aún hace el calor de aquel día de verano. El tiempo ha seguido corriendo, pero aquí quedó una burbuja en la que se ha conservado el mundo de hace un mes. El aire de la calle es puro, lo han limpiado los vientos que vienen de la sierra, y aquí el aire es aún usado, sudoroso. En un periódico que quedó en la mesa leo cosas que solo ocurrieron hace treinta días y que ya me parecen de otra era, de una época en la que yo no era yo. La habitación es un fósil de un mundo que ha desparecido”. (Pág. 161).
Más información sobre Bazar, de Emilio Gavilanes (Editorial La Discreta)