El apartamento (Billy Wilder) | Por Miguel Bravo Vadillo

«Yo vivía como Robinson Crusoe, era un náufrago

 entre ocho millones de personas, hasta que un día

 vi pisadas en la arena y la encontré a usted».

Palabras que dice Baxter a Kubelik en una escena del filme.

(Guion de Billy Wilder y I.A.L. Diamond).

Admitamos que una fiesta es, por lo general, una reunión de personas a las que une el propósito común de divertirse, y de divertirse, además, de una manera bastante común. Lo que quiero decir es que todas las fiestas acaban pareciéndose (puede variar el motivo de la celebración, claro es, pero la gran mayoría se celebra más o menos de la misma manera), y las gentes que en ellas se divierten suelen ser también bastante parecidas entre sí (y esto aun teniendo en cuenta que toda diversión es, después de todo, una cuestión subjetiva). Quien las inventó no demostró una gran originalidad. Sin embargo, el cine ha sabido sacar un excepcional partido de las fiestas, utilizándolas como marco general de sus argumentos o bien como momento clave en el desarrollo de los mismos. En este sentido, El apartamento (The Apartment, Billy Wilder, 1960) es un doble acierto: por una parte, la historia que nos cuenta la película se encuadra en las fiestas navideñas, cuando el solitario siente de manera más acentuada su propia soledad; y, por otra, la fiesta de empresa que tiene lugar en el piso 19 del edificio de oficinas en que trabaja el protagonista de dicho filme es clave en el desarrollo de su argumento, como veremos más adelante. Pero, por si esto no fuera suficiente, la película de Wilder es en sí misma una fiesta constante para el espectador; eso sí, una fiesta ciertamente original y prodigiosa: una fiesta distinta al común de las fiestas, y donde solo podría bostezar alguien que no amara el cine. Palabra de cinéfilo. 

Ahora bien, si el objetivo principal de una fiesta es divertirse, resulta evidente que estas no se inventaron para C.C. Baxter (magistral, Jack Lemmon), para quien siempre pasa de largo la diversión en esta incuestionable obra maestra que oscila, con sutil audacia y casi sin previo aviso, entre el drama refrescante y la más descarnada comedia, todo ello aderezado con visos insuperables de un palpitante romanticismo –a la par sorprendente y conmovedor– quizás nunca visto antes en el cine, y que acaso tan solo podamos rastrear con anterioridad, además de en la propia filmografía de Wilder, en algunas comedias mudas de Chaplin. Escoger a Lemmon –quizá el mejor entre los pocos actores capaces de enfrentarse a la comedia y al drama con la misma solvencia y convicción– no fue el menor de los incontables aciertos que nuestro admirado director y guionista aunó en este clásico que marcó una época y que el tiempo no parece erosionar, manteniendo intacta su asombrosa capacidad para emocionarnos.

Baxter no puede disfrutar de su apartamento siempre que le apetezca, porque lo necesitan sus jefes para pasar el rato con sus ligues de turno; no puede disfrutar de una buena película en televisión, porque los anuncios publicitarios posponen una y otra vez el inicio de la misma; no puede aprovechar las entradas para ir al teatro que le entrega J.D. Sheldrake (el director de personal de la gigantesca compañía de seguros en la que Baxter trabaja, y al que da vida Fred McMurray), porque la chica con quien deseaba hacerlo es la misma (ya es mala pata) con la que su jefe va a pasar la velada en su propio apartamento; ni siquiera puede explayarse tranquilo en la fiesta de Navidad de la oficina, porque allí descubre, en una escena memorable, que la señorita Kubelik no es la chica inocente que él suponía que era (maravillosa Shirley McLaine en un papel tan complejo y poliédrico como el del propio Lemmon); y, por si esto no bastara, tampoco puede correrse su propia juerga con una mujer casada (aunque tan solitaria como él, porque su marido es un jockey al que Castro no permite abandonar Cuba por haber drogado al caballo), ya que Kubelik ha intentado suicidarse en su apartamento (donde se queda a solas tras una discusión con Shaldrake), con lo cual la apasionada velada termina antes de empezar. Así que siempre ocurre algo, por improbable o estrafalario que pueda parecer, que le agua la fiesta al bueno de Baxter. Claro que, como bien dice el propio protagonista, «no se puede ganar siempre».

Por cierto, también el propio Baxter, para colmo de males, intentó suicidarse tiempo atrás porque se había enamorado (sin esperanzas) de la esposa de su mejor amigo; lo cual no deja de ser irónico, pues ahora se enamora de la amante de su jefe (del jefe de ambos), que ha intentado suicidarse porque su amor no es correspondido. Sin embargo, nuestro protagonista acabará ganando la partida que realmente le interesa: esa partida de cartas que juega con Fran Kubelik, y a quien salva la vida a la par que salva la suya propia. Lo cierto es que ambos se salvan mutuamente cuando descubren que se necesitan y se aman.

No es baladí el hecho de que Fran Kubelik trabaje como ascensorista en la compañía de seguros. El ascensor actúa como metáfora de su propia ambición, tanto como de todo lo que sube y baja en la empresa. Pero Kubelik sabe perfectamente que si estás dentro del sistema solo puedes ser una víctima o un aprovechado (un explotado o un explotador, diríamos nosotros); y no ignora que tanto Baxter como ella misma son víctimas de ese sistema. Es cierto que en un principio, y casi de manera accidental (como narra el propio Baxter), ambos intentan sacar provecho de ese sistema y de una posición que entienden ventajosa. Pero Baxter nos asegura que no es un hombre ambicioso, y que comenzó dejando la llave de su apartamento a un amigo para que se cambiase de ropa; pero el favor que se le hace a un amigo no se le puede negar a otro, y acaba enzarzado en un entorno manipulador del que no se siente con fuerzas para salir hasta que debe luchar por el amor de una mujer a la que considera víctima de las mismas circunstancias que él se siente cómplice si no de haber creado, al menos de que se le fueran de las manos. De hecho, Baxter parecía convencido de que la noción que tienen sus jefes del éxito era la que él debía compartir, y a la que él debía aspirar, hasta que comprende que con esa actitud solo conseguirá ahondar en su desgracia y en su soledad y nunca llegará a ser quien realmente desea ser, que no es otro que él mismo (un verdadero hombre, y no un hombre importante, como a veces llegó a desear, sin duda, erróneamente). Y es que, en el fondo, siempre fue algo más que un pobre hombre cortado por el mismo patrón que sus homogéneos compañeros de trabajo, miembros a su vez de una sociedad programada para dar más importancia al tener que al ser, es decir, para confundir valor y precio (que es lo que hace, al decir de Machado, todo necio).

  Por tanto, si, al principio de la película, Baxter se nos mostraba como un hombre indigno (de fondo bueno, eso sí, pero algo cobarde y fanfarrón), al final acaba convertido en un mensch, en un verdadero ser humano. Y el momento clave de ese recorrido, donde tiene lugar lo que podríamos llamar el punto de inflexión a partir del cual el personaje va sufriendo determinadas transformaciones catárticas, es, sin duda, la fiesta en el piso 19; aquí Baxter descubre que la señorita Kubelik es la amante del señor Sheldrake, y lo hace gracias a un espejito roto (estos hallazgos en los que no son necesarias las palabras son siempre los más efectivos desde el punto de vista cinematográfico: el rostro de Lemmon lo dice todo). Es el momento más amargo para Baxter, que solo puede empeorar con una llamada del propio Sheldrake para recordarle que esa noche debe dejarlo todo preparado en su apartamento, donde pretende acudir, precisamente, con la mujer que él ama, aunque para su jefe no pasa de ser un mero entretenimiento.

Por su parte, también Kubelik descubre en la misma fiesta, y gracias a las confidencias de la señorita Olsen, la secretaria y antigua amante de Sheldrake, que este la está utilizando solo para satisfacer su propia lujuria, tal y como hizo con otras empleadas de la empresa. Así que averigua que su jefe no está enamorado de ella, como ella cree estarlo de él; o acaso descubra también que nunca podrá utilizar al director de personal para lograr sus propios fines (ella supo siempre que, aunque llevara uniforme, no era una Girl Scout, una buena chica), ya sean estos los de medrar en la empresa o los de romper el matrimonio de Sheldrake para convertirse en su nueva esposa. Por supuesto, Kubelik también dará un vuelco a su vida al final de la cinta. Y es que ninguno de los dos protagonistas, por fortuna para el espectador, está hecho de la pasta necesaria para vivir satisfechos dentro de ese sistema social especulativo, vacío y falaz en el que, erróneamente, intentaron medrar. Al fin y al cabo, nadie puede traicionar su propia conciencia durante mucho tiempo si quiere conseguir algo parecido a la felicidad en este mundo.

Además del espejo roto, a lo largo de la película aparecen varios objetos –un bombín, una baraja de cartas, una botella de champán, una pistola, una raqueta de tenis, un billete de cien dólares, un frasco de somníferos, un maletín, un pastel, unas servilletas, un disco, etc.–  que adquieren una gran importancia en el contexto de la historia. Sería tan prolijo como innecesario dar cuenta detallada de cada uno de ellos, pero no quisiera cerrar este artículo sin decir algunas palabras sobre el objeto clave de la película: la llave. La llave actúa como símbolo de poder y como símbolo erótico (Wilder adereza con cierta frecuencia sus películas con este tipo de simbología erótica, tampoco voy a extenderme aquí sobre este punto). De hecho, hay dos llaves en este filme, que a veces se confunden y otras se intercambian: la llave de los lavabos de los jefes es un claro símbolo de poder, mientras que la del apartamento de Baxter lo es erótico. Es claro también que el hecho de que Baxter deje su llave a sus jefes lo desprende, de alguna manera, de su sexualidad, que recuperará (al igual que su hombría) cuando niegue la llave de su apartamento a Sheldrake y le entregue la de los lavabos (lo cual implica, además, renunciar a su puesto en la empresa y a una versión del sueño americano que, en el fondo, nunca compartió). Es el momento en el que Kubelik se da cuenta de que Baxter ha recuperado la dignidad perdida –es más hombre de lo que nunca será Sheldrake– y corre, entonces, a su encuentro.

Pero si Baxter gana la partida final, y se convierte en todo un hombre, es porque ha sido capaz de perdonar. Y ha perdonado porque sabe que él tampoco es perfecto. Ambos han cometido el mismo error, deslumbrados por los oropeles de un falso y meteórico triunfo. Todo eso queda atrás con el año que acaba, y el año nuevo, por una vez, parece traerles la dulce expectativa de una vida nueva. Y es que, como dice el proverbio argentino, cuando las cosas se ponen difíciles, conviene barajar y repartir cartas de nuevo. O como dice Fran Kubelik: «Shut up and deal» (calla y reparte).

*****

Fiesta en el número 19 (El apartamento, de Billy Wilder).Versión corregida del artículo que fue publicado en la revista de cine Versión Original, en abril de 2012 (n.º 203, monográfico Fiestas.

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