«¡Para quien me contempla sin los velos, desnuda,
Soy el sol y la luna, el cielo y las estrellas!».
BAUDELAIRE
(Las metamorfosis del vampiro. LAS FLORES DEL MAL)
Nueva York, siglo XX, década de los ochenta. Los vampiros ya no se parecen casi en nada a aquel conde Drácula que interpretara Bela Lugosi. Ahora son vampiros cosmopolitas y viven perfectamente adaptados a las exigencias de la gran ciudad. No tienen problemas con los ajos ni con los crucifijos, no tienen largos colmillos ni son necesariamente pálidos. Además, se reflejan en los espejos y pueden ser fotografiados; incluso pueden vivir bajo la luz del Sol durante algunas horas (algo que ya podían hacer los vampiros de Bram Stoker, pero no así los de la tradición cinematográfica). Pero, eso sí, al igual que los vampiros de todas las épocas, necesitan saciar su ansia de sangre. De hecho, no pueden probar otro alimento, a excepción de una copita de jerez de vez en cuando, quizá por sus excelentes cualidades para activar la circulación sanguínea. Por supuesto nuestros vampiros también son inmortales y poseen juventud eterna (hay cosas que nunca cambian).
Sin embargo, una rarísima enfermedad (cuyo primer síntoma es el insomnio, un insomnio penetrante y nostálgico) amenaza con privarles de esa eterna juventud, aunque no de la vida inmortal (lo cual resulta francamente aterrador). Esta enfermedad –comparada en cierto modo a la progeria, pero con efectos más devastadores– es transmitida por la sangre de unos poquísimos mortales, y es tan rara que el vampiro puede vivir durante siglos sin llegar a contraerla; pero parece ser que tarde o temprano debe enfrentarse al fatídico día. En el filme no se aclara si Miriam (Catherine Deneuve) es una vampira inmune a dicha enfermedad o, simplemente, ha tenido la suerte de no contraerla aún. Podemos quedarnos con la primera opción y suponer que se trata de una vampira original e intemporal, poseedora, además, de extraños poderes –entre ellos, la telepatía– que el resto de vampiros no posee. Vivirá, por tanto, eternamente joven. Sin embargo, debe enfrentarse al inconveniente de no tener con quién compartir esa eternidad, lo cual la obliga a enamorarse de sucesivas parejas a las que inocula su veneno para que, una vez vampirizados, le hagan compañía durante el mayor tiempo posible. Para lograr tal fin no dudará en utilizar sus irresistibles armas de seducción.
Así pues, los inmortales necesitan la sangre de los mortales para calmar su ansia; pero, a su vez, es en la sangre de estos donde se encuentra el riesgo (por pequeño que sea) de contraer la terrible enfermedad. Que el origen de la enfermedad está en la sangre de algunos mortales, y no hay que buscarlo en otras causas, lo deja muy claro Miriam cuando pregunta a un investigador lo siguiente: «¿Ha encontrado alguna relación entre el tipo de sangre y el envejecimiento?». Y es que a Miriam, a pesar de la frialdad y el estoicismo de una mujer que ya lo ha visto todo y solo halla paz para su espíritu en la serenidad de la música clásica (podemos ver cómo interpreta al piano piezas de Schubert, Bach y Delibes), el hecho de perder a sus amantes no la deja indiferente. Ella desea que los médicos hallen un remedio para esa enfermedad que le priva cada pocos siglos de la pareja a la que ama, condenándola a una especie de monogamia sucesiva incapaz de satisfacer su anhelo de amor eterno. De hecho, en el filme que nos ocupa (permítanme que aún no cite su título), el propio envejecimiento humano es tratado como una enfermedad a la que los científicos tratan de encontrar una cura. Tanto es así, que la misma existencia de la progeria hace pensar a los investigadores médicos en un supuesto reloj interno; pues si en algunas personas ese reloj se acelera (caso de la progeria), suponen que también debería existir un modo de ralentizarlo.
Cuando John (David Bowie), el último amante de Miriam, contrae esa extraña enfermedad –tan extraña que solo la padecen los vampiros o, mejor dicho, los inmortales; pues la palabra vampiro nunca es empleada por los personajes de la película–, ruega a su compañera que lo libere del suplicio de envejecer eternamente. Pero esta le explica que eso es imposible, que ella no puede hacer nada al respecto. «No hay liberación, no hay descanso, no hay escapatoria. Los humanos mueren de un modo, nosotros de otro. Su fin es definitivo, el nuestro no. En la tierra, en la madera putrefacta, en la oscuridad eterna, veremos, oiremos y sentiremos». Terrible destino, sin duda. Tan terrible que quizá ninguno de los humanos vampirizados hubiera querido serlo de saber con antelación que esa promesa de vida eterna ocultaba tan insuperable y demencial obstáculo. Aunque, de no ser así, tal vez sí habría más de uno que aceptaría vivir eternamente joven, a pesar de que para ello deba matar una vez por semana. El hombre anhela la trascendencia, y alguno opinaría que es mejor esa certeza (a pesar de algunos pequeños inconvenientes) que la dudosa promesa de una vida de ultratumba en la que se fundan todas las religiones. En cualquier caso, Miriam no es honesta, y no les da a elegir; ni siquiera les cuenta nada sobre la posibilidad de contraer esa enfermedad hasta que ya es demasiado tarde y viven esclavizados bajo su dominio y bajo su fatal destino.
Si cualquier hombre corriente no quiere envejecer, menos aún lo deseará un inmortal a quien se le prometió vida eterna siempre joven. El engaño de Miriam, sin duda, termina por enfurecer a John y a sus anteriores amantes vampiros, ahora convertidos en zombis, que atentarán finalmente contra su vida. Sin embargo, solo consiguen matar su cuerpo, no su espíritu inmortal. Este se reencarnará en el cuerpo aún joven de Sarah (Susan Sarandon), la doctora que investiga sobre las causas del envejecimiento humano y a quien Miriam había escogido como sustituta de John, pero que en un momento de lucidez decidió quitarse la vida antes que seguir viviendo esclava de un ansia que solo podría satisfacer ingiriendo la sangre de víctimas humanas.
Que la vampira que aparece en la escena final (críptica para muchos) en un piso de Londres no es Sarah, sino Miriam reencarnada en el cuerpo de Sarah, me parece bastante claro (al menos yo prefiero creerlo así) por el simple hecho de que en el salón del susodicho piso londinense aparecen varios instrumentos musicales y dos alumnos (aunque uno de ellos puede ser su amante) a los que la inmortal imparte lecciones de música. Recordemos que la profesora de música es Miriam, y no Sarah (que era científica). No he leído la novela en que se basa la película, pero tampoco me interesan las posibles explicaciones que puedan darse en ella a este respecto; pues siempre he considerado que una película (amén de ser una obra diferente) debe tener su propia entidad y sostenerse por sí misma, sin necesidad de acudir a la novela en que se inspira para rellenar las lagunas de un guion que pudiera parecernos poco consistente. En estas líneas, claro está, hablamos de la película.
Pues bien, con este argumento no poco interesante (teniendo en cuenta lo absurdo que, a priori, resultan casi todos los argumentos del cine de terror), Tony Scott firma una obra bastante irregular, que en España se llamó El ansia (The Hunger, Tony Scott, 1983). El filme no es, desde luego, una obra maestra del cine; pero sí es una película que merece estar en cualquier selección que se precie de películas sobre el subgénero de vampiros y que todo aficionado a este tipo de cine debería conocer.
Tony Scott era un novato en esto de la dirección cinematográfica cuando rueda esta película, y quiso hacer malabares con una serie de ingredientes la mar de explosivos. Claro está, el invento le estalló entre las manos. Pero por muy poco. Principalmente, la película falla en la música original creada por Rubini y Jaeger. Una música que no hace más que chirriar de manera exasperante; como, al fin y al cabo, acaban chirriando (hasta la propia palabra resulta estridente) algunas secuencias visualmente poco cinematográficas y sí más propias de un videoclip para adolescentes de mal gusto. Creo que la peor de todas es la del patinador que baila en la calle, y al que John intenta cortar el cuello. Scott pretende combinar diferentes estéticas, pero se queda a medio camino de ninguna parte por faltarle el talento necesario para armonizar los diferentes engranajes de una maquinaria, por momentos, imposible y delirante. Da la impresión, por otra parte, de que en la película no pasan demasiadas cosas ni se aclaran las necesarias (aunque se dan pistas que el espectador, si es además buen observador, puede desarrollar con imaginación; a riesgo, eso sí, de equivocarse); y es evidente que el director no logra mantener durante todo el metraje ni el ritmo ni la atmósfera adecuados al material que está manejando.
Es más, si no fuera por un presupuesto de diez millones de dólares (que la película no recuperó en taquilla) y por la participación de actrices de la talla de Susan Sarandon y Catherine Deneuve, así como del músico-actor David Bowie, que conforman un acertadísimo reparto, podríamos llegar a considerar este filme como una producción cercana a las más características de la llamada serie B. De hecho, casi todos los defectos achacables a ese tipo de cine podríamos atribuirlos, igualmente, a la cinta de Tony Scott. No obstante, y debo decir esto a favor de Scott, los paralelismos que existen entre su película y los rasgos más distintivos –desde el punto de vista argumental y estilístico, que no económico– del cine de serie B son, a mi parecer, intencionados. Y así es como el espectador debe entenderlo, pues el susodicho cine de serie B (también conocido como clase B) es, sin duda, una de las influencias de la película de Scott. Y podría resaltar varios apuntes que respaldan esta teoría. Por ejemplo: el envejecimiento constante y sin remisión, hasta el infinito, de John (el personaje interpretado por Bowie) nos recuerda al también angustioso e infinito decrecimiento de Scott Carey –el personaje central de El increíble hombre menguante (The Incredible Shrinking Man, Jack Arnold, 1957), uno de los clásicos indiscutibles del cine de clase B–. Por otra parte, los pobres efectos especiales que se utilizan en algunas escenas de la película de Tony Scott también nos remiten a este cine de bajo presupuesto: piénsese en la rápida desintegración del mono muerto, que se hace a base de acelerar imágenes pregrabadas (el efecto es de chiste, pero necesariamente intencionado). También podemos rastrear algunas faltas de raccord en el montaje, como cuando Sarah se mancha la camiseta de un líquido rojo (como la sangre) cuando en realidad está bebiendo un líquido más bien dorado. Y otro apunte al respecto: la música de Bauhaus (grupo de rock gótico que interpreta al inicio de la película el single Bela Lugosi’s Dead, convertido años atrás en el himno de la escena gótica) estuvo siempre fuertemente influido por el cine de serie B, así como por el glam rock y la estética glam (de la cual Bowie, protagonista del filme, es uno de los máximos referentes).
Obviamente, estas coincidencias no son casuales, sino que conforman un extravagante cóctel –al que cabe añadir el gusto exquisito de Miriam por el arte; algunas piezas musicales capaces de colmar el gusto del más exigente sibarita; una escena lésbica de trémula sensualidad, con el estimulante dueto de Lakmé y Mallika de fondo, precedida por unos diálogos de delicada sutileza; y, por supuesto, la belleza enigmática, elegante y aristocrática de Deneuve en su mejor momento– que, con el tiempo, ha ido convirtiendo a El ansia (The Hunger, Tony Scott, 1983), cuando menos, en una rareza cinematográfica y, para determinados colectivos, en una película de culto. Utilizo esta expresión porque opino que no se puede hablar de cine de culto, sino de películas de culto (y solo para algunos espectadores); ya que aquella expresión apunta, erróneamente, a la existencia como tal de un género cinematográfico, mientras que esta última nos permite comprender que una película, al igual que cualquier otro objeto mal llamado de culto, no lo es para todo el mundo por igual. La película de Scott no es para mí una película de culto, pero imagino que lo será para algunos amantes –no todos– del cine de vampiros. Desde luego no deja de ser cierto que esta película marcaría, de algún modo, un antes y un después en el cine de vampiros; y quizá no exista otra con un argumento tan original y perturbador.
Cabe señalar también la presencia de ciertos objetos simbólicos a lo largo del filme, como el pequeño puñal con forma de ank o cruz egipcia (símbolo egipcio de la vida eterna); la salamandra que Miriam porta en la solapa de uno de sus trajes (creo que también aparece adornando alguna pared o columna de su casa, y vendría a simbolizar tanto el fuego aniquilador, como el propio infierno, pero también el control de las emociones); el hada que, asimismo, adorna la solapa de una chaqueta de Sarah antes de ser vampirizada (es símbolo del aire, es decir, aquello que el fuego consume y finalmente ocupa); los velos (que en el antiguo Egipto eran símbolo de lo oculto y de aquello que se quería esconder a la vista o mantener en secreto, aunque el abuso de los mismos en algunas escenas resulta inoportuno); e incluso las palomas del desván, donde Miriam sepulta en vida a sus antiguos amantes, son una metáfora irónica e hiriente de la paz, pues en ese lugar no puede existir el pacífico descanso para aquellos que mueren eternamente.
En definitiva, no estamos ante una película de terror al uso. No existe el susto tosco y repentino. La obra pretende una profundidad metafísica que, hasta cierto punto, consigue. Y es en esa profundidad donde se agazapa el verdadero terror; quizá porque nos recuerda que el hombre debe envejecer y morir. Parecerá lenta a algunos, pero es más una película fatalista que lenta. Y ese fatalismo está dibujado con angustiosa perfección en el rostro de John, alguien a quien no le queda más remedio que aceptar su envejecimiento repentino e irreversible, con el agravante de que debe aceptarlo en muy pocas horas (no tiene toda una vida para ello). No hay nadie en el mundo que pueda ayudarlo, como nadie puede ayudarnos a nosotros. Estamos condenados a envejecer y morir o a algo peor todavía: a morir sin envejecer. Pero el destino de estos inmortales es aún más indeseable, pues envejecerán constantemente sin morir. Solo Miriam puede vivir eternamente joven, pero también eternamente sola y condenada a resignarse a la pérdida del amor una y otra vez. Al menos, una muerte a tiempo sería para ella una liberación. Pero ese es privilegio distintivo de los mortales.
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Dijiste para siempre (El ansia, de Tony Scott). Artículo corregido sobre el publicado en la revista de cine Versión Original en octubre de 2010 (n.º 186, monográfico: Vampiros).
Miguel Bravo Vadillo
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