Cuando en mi adolescencia vi Días sin huella (The Lost Weekend, Billy Wilder, 1945) por primera vez, comprendí con claridad meridiana qué quería ser de mayor. No deseaba ser director de cine, ni siquiera dotado del prodigioso talento (siempre refrescante e innovador, amén de múltiple) de Billy Wilder. Tampoco quería ser actor, ni siquiera con las excepcionales dotes que demuestra Ray Milland en esta película, en la que destaca como protagonista absoluto, dueño y señor de cada plano a fuerza de persuadirnos magistralmente de su despiadada servidumbre al alcohol. No, yo anhelaba, más que nada en este mundo, ser un escritor fracasado. Es decir, quería ser como Don Birnam, el personaje principal de la película, porque intuía que la vida de un escritor de éxito no podría tener esa dimensión existencial que colmaba y enriquecía la vida interior de Birnam. Ya entonces sospechaba que una vida tensa y angustiosa, vivida en los límites de la realidad, habría de ser (si me permiten el juego de palabras) una vida más vívida, más real. Y es que no hay nada como el fracaso para tomar conciencia de uno mismo, de la naturaleza del propio ser frente al mundo hostil.
De hecho, me atrevería a decir que el tema central de Días sin huella no es el alcoholismo (a pesar de que esta es la primera vez que el alcoholismo es tratado en el cine con la necesaria seriedad), sino el sufrimiento moral que padece el personaje interpretado por Ray Milland. Tal y como yo lo veo, hay más profundidad en los abismos de la mente humana a los que debe enfrentarse el hombre contemporáneo, ya prefigurado en la obra de Frank Kafka, que en el fondo de una botella repleta del más sórdido licor. Desde luego el alcoholismo sigue siendo un problema candente en la sociedad actual; pero es el crudo retrato de la angustia existencial del artista, junto a la genialidad de Wilder para crear una obra maestra redonda, el único motivo por el que su película no ha envejecido un ápice.
Merece la pena señalar que entre los artistas a los que admira Don Birnam podemos encontrar a Hemingway (otro alcohólico redomado y suicida), a quien toma como modelo y de quien pretende seguir sus pasos: recordemos que Birnam deja la Universidad porque en su juventud se sentía tan buen escritor como el propio autor de El viejo y el mar. También siente una especial devoción por la música de Brahms, de melancólico y desesperado romanticismo (en la película se cita su Segunda Sinfonía, que, curiosamente, presenta algunas similitudes con la Pastoral de Beethoven (asimismo citada en el filme); y es que ambas composiciones, como también cabría decirse del propio Birnam, aspiran a la paz aun a pesar de su hondo dramatismo. Tampoco es trivial la presencia de esa reproducción de Los girasoles de Van Gogh que aparece en el apartamento de Birnam (apartamento que conocemos al dedillo, gracias a que el personaje lo recorre varias veces, ya buscando una botella, ya ocultándola, en un ejemplar alarde técnico del director austríaco), pues dicha referencia a Van Gogh no hace sino señalar el paralelismo entre la vida del genial pintor y la del propio Birnam: ambos alcohólicos, ambos víctimas de la angustia y la desesperación más honda, y ambos mantenidos por sendos hermanos generosos y abnegados, inmunes al desaliento.
He aquí un par de frases referentes al consumo de alcohol que he entresacado de la correspondencia de Vincent a su hermano Theo: «Si la tempestad que hay dentro de mí se recrudece, tomo un vaso para aturdirme», «¿Quedará como cierto que por conseguir la alta nota amarilla que he logrado este verano, me ha sido necesario empinar el codo?». Con estas palabras, Van Gogh deja patente las razones por las que un artista puede sentirse inclinado a la bebida. Una, porque cree, erróneamente, que el alcohol le inspirará, cuando acaba destruyendo su cerebro; otra, porque considera que le adormece los sentimientos de angustia existencial, cuando, en realidad, en los periodos de abstinencia los acrece, con lo cual crea un círculo vicioso del que no puede escapar.
Sabemos bien cómo acabó Van Gogh (del mismo modo que Hemingway), pero ignoramos cómo acabará Don Birnam. El desenlace de su vida, con gran acierto, queda en el aire una vez terminado el filme. Muchas frases nos hacen pensar que el suicidio se consumará tarde o temprano. Otras, sin embargo, dejan una puerta abierta a la esperanza. Llaves y puertas –abiertas o cerradas– son, por otra parte, objetos cargados de simbolismo en la película que nos ocupa. De hecho, en una esquina de esa reproducción de Los girasoles a la que antes hacía referencia podemos ver un dibujo de una puerta abierta (esa constante esperanza); y cuando Birnam trate de empeñar su máquina de escribir, hallará cerradas las puertas de las casas de empeño: es Yom Kipur, día sagrado para los judíos, y solo permanecen abiertas las puertas del cielo. Por otra parte, un enfermero del pabellón para alcohólicos del hospital en que Birnam es ingresado tras sufrir una caída por unas escaleras la tarde de ese mismo día de Yom kipur, le devuelve las llaves con las que podrá abrir las puertas de su apartamento; y esto nos recuerda el pasaje de Isaías (profeta de tradición judía) en el que podemos leer: «Pondré las llaves de la casa de David sobre su hombro; abrirá, y nadie cerrará, cerrará y nadie abrirá». A la mañana siguiente, Birnam escapa del hospital y regresa a su apartamento. Él mismo abre y cierra la puerta de ese refugio del que no tiene intención de volver a salir con vida. Pero sus caseros podrán volver a abrir dicha puerta gracias a que poseen una llave maestra, permitiendo así la entrada de Helen, la amante y compañera de Birnam. Y es que todos los personajes que rodean a nuestro protagonista parecen empeñarse en abrirle las puertas de esa esperanza que su adicción al alcohol se obstina en cerrar. ¿Pero podrán salvarlo de ese final trágico al que parece abocado de manera irremediable?, ¿será Birnam una especie de elegido? Quién sabe. El caso es que, a pesar de que este perdió su máquina de escribir dos días atrás (cuando sufrió el accidente en las escaleras), Nat (apócope de Nathaniel, en hebreo regalo de Dios, y a quien dentro del esquema del filme podríamos tomar como su mensajero, y no solo como el camarero del bar que más visita Birnam) aparece al final de la película con la susodicha máquina de escribir, que, según sus propias palabras, había encontrado «flotando en el Nilo», y este hecho es algo que Helen, a su vez, interpreta como una señal favorable. Es ella quien le salva la vida y le anima a seguir escribiendo, a contar su propia historia para deshacerse de los fantasmas que lo aterran; pues, según su propio razonamiento, una vez que ya conoce el final de esa historia y que ha recuperado su máquina de escribir, Birnam no tiene excusas para seguir eludiendo su responsabilidad, para continuar postergando su sueño. No debemos olvidar que Helen es una mujer fuerte y decidida, una mujer valiente que no teme luchar cuanto sea necesario para salvar al hombre que ama de sus propios miedos y debilidades; en definitiva, se trata de una mujer leopardo: su omnipresente abrigo de piel de leopardo debe entenderse como un símbolo de dichas cualidades. Pero lo cierto es que la película termina sin que sepamos si Birnam logrará culminar su propósito. Billy Wilder cierra su película tal y como la abrió, dándonos a entender que los tormentos del protagonista quizá no hayan llegado aún a su fin.
De hecho, yo mismo podría haber titulado este artículo El círculo vicioso, para hacer mención también a esa figura geométrica perfecta de la que habla Birnam, y que ilustra con la huella de su vaso sobre la barra del bar de Nat. Wilder insiste también en la simbología de las tres esferas (otra figura perfecta) de las casas de empeño judías. Pero, finalmente, me decanté por el título de El diablo de la botella, en honor a otro gran alcohólico: Robert Louis Stevenson, quien en su célebre relato homónimo nos habla de una botella que lleva en su interior un diablo capaz de conceder cualquier riqueza a su poseedor, pero que también lo arrastrará al infierno si no logra deshacerse de ella a tiempo. Mutatis mutandis, dicho diablo hace que Birnam se sienta un escritor genial; pero un escritor que no escribe, que se torna cada vez más huraño y egoísta, al que vemos delinquir con pequeños hurtos para poder sufragar su adicción y sobre el que comienza a pesar una idea obsesiva: la del suicidio. Curiosamente, el propio Stevenson hace un magistral retrato de personalidades opuestas en El extraño caso del Dr. Jekill y Mr. Hyde; y, asimismo, Don Birnam dice en un momento del filme: «Hay dos Don Birnam: Don el borracho y Don el escritor». La gran tragedia de Birnam es que el escritor está siendo aniquilado por el borracho, como Hyde aniquilaba a Jekyll; y solo podrá escribir si es el escritor quien se deshace del borracho, como bien sabe comprender la propia Helen.
Son innúmeros los artistas que se han dado a la bebida, y no tendría sentido citar siquiera los más conocidos. Ahora bien, aquí surge una pregunta clave: ¿podrían habernos hablado Stevenson, o Poe, o Rimbaud, o tantos otros, del infierno que conocieron en vida, si no hubiesen bajado a él? El propio Charles R. Jackson (autor de la novela en que se basa la película de Billy Wilder) ¿podría haber escrito su novela de no haber vivido él mismo la funesta experiencia del alcoholismo? ¿No es, acaso, esa misma experiencia la que pretende narrar Birnam en esa novela que anhela escribir y de la que solo conoce el título: La botella? Estamos, de nuevo, dentro del círculo vicioso.
Una de las características más notables del talento de Wilder es esa capacidad para crear una compleja telaraña (geométrica y absorbente) con todos los elementos fílmicos a su alcance. He visto esta película decenas de veces: siempre siento los mismos escalofríos, y siempre descubro un nuevo detalle. A este respecto, si la nota de suicidio que escribe Birnam nos hace pensar que está decidido a consumar dicho acto, el hecho de abrocharse poco después un botón del cuello de la camisa (un rasgo de vanidad) nos obliga a pensar justo lo contrario. Birnam es vanidoso, y le importan demasiado la fama y la gloria que su novela pudiera reportarle si llegara a tener éxito. Así que no creo que decida suicidarse antes de haberla escrito; después de todo, solo él y nadie más que él, puesto que la novela será autobiográfica, puede escribirla. Es más, su vida no tendría sentido sin esa novela. Esa novela inacabada (no comenzada, más bien) es, de hecho, la excusa perfecta para seguir viviendo.
Pensándolo mejor, dudo que Don Birnam pueda ser considerado un escritor fracasado; al menos, no todavía. El verdadero fracaso consiste en rendirse, y Birnam aún no se ha rendido.
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El diablo de la botella (Días sin huella, de Billy Wilder).Versión corregida del artículo que fue publicado en la revista de cine Versión Original, en enero de 2012 (n.º 200, monográfico Mi película).
Miguel Bravo Vadillo
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