Los mejores cuentos de escritoras españolas

En Modelnos.com compaginamos la modelnidad con la tradición. Por eso hemos apostado por compartir con todos vosotros esta selección de escritoras españolas que dejaron una gran impronta en la literatura de nuestro país el pasado siglo.

Las autoras –creo que estaréis de acuerdo– están muy bien elegidas, y seguro que estos cuentos nos motivan a seguir leyendo más sobre ellas.

Las escritoras españolas que abordaron el género del relato cuento con éxito y que hoy rescatamos son: Rosa Chacel (1898-1994), Carmen Laforet (1921-2004), Ana María Matute, Carmen Martín Gaite (1925-2000), Mercè Rodoreda (1908-1993), Emilia Pardo Bazán, Luisa Carnés y Cecilia Böhl de Faber (1796-1877), que firmaba con el seudónimo de Fernán Caballero. 

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Relato corto de Rosa Chacel: La última batalla

Los creyentes estaban agolpados en la falda de la colina alrededor del Profeta.

–Combatid a los infieles hasta que ni uno solo pueda dar lugar con su existencia a la tentación. Luchad olvidando los bienes de la tierra, porque mayores serán los que alcanzaréis muriendo por la fe. Él es misericordioso.

–¿Cómo sabremos que llegaremos hasta Él después de morir?

–Bien claro estáis viendo la raya del horizonte, donde el cielo y la tierra parecen telas de distintos colores, tan fuertemente cosidas que no se ven las puntadas. No obstante, ha bastado que un esclavo llegase de lejos, arrebatado por el terror, a deciros que los infieles vienen armados contra vosotros. ¡Esto ha bastado para que creáis! ¡Y no os basta que el Profeta os diga que el que está más allá de la raya de vuestro principio os espera más allá de la raya de vuestro fin!

–Danos una señal y creeremos.

Entonces el Profeta tomó cuatro aves. Eran un águila, un pavo, un cuervo y un gallo. Las cortó en pedazos, conservó consigo las cabezas y mandó que repartiesen los trozos por las colinas.

Las vísceras descuajadas, los miembros rotos, mal recubiertos por la miseria ensangrentada de las plumas, fueron arrojados lejos, en las cumbres. El Profeta los llamó por sus nombres, y tan pronto como sus nombres fueron pronunciados, se los vio venir con vuelo sereno y cierto a recobrar sus cabezas de la mano del Profeta.

La batalla fue breve. Cada creyente degolló cien infieles, sin que al volver a colgarse el sable a la cintura le quedase en el brazo el recuerdo de cien golpes.

El viento del desierto se llevó los siglos de sobre la tierra, innumerables e irreconocibles como la arena de las dunas.

Alrededor del Profeta volvieron a agolparse los creyentes en la falda de la colina.

–¿No lucharéis por la fe? ¿No seréis capaces de afrontar la muerte por alcanzar la infinita ventura que se os ha prometido?

–¿Cómo sabremos que esa ventura nos aguarda?

–¿Preguntasteis al salir del seno de vuestras madres qué bienes iba a ofreceros la vida? No, y sin embargo los obtuvisteis. Si en ese instante alguien os hubiera dicho los males que os aguardaban, no hubierais podido retroceder. Así será en el día de los días. Él premia y castiga.

–Danos una señal y creeremos.

Entonces el Profeta tomó cuatro aves: un águila, un pavo, un cuervo y un gallo. Las cortó en pedazos, guardó consigo las cabezas y mandó que los restos confundidos fuesen arrojados por los valles.

Así que la orden estuvo cumplida, llamó a las aves por sus nombres, y cuando los cuatro nombres fueron pronunciados se vio venir volando tres aves: el gallo, el cuervo y el pavo; el águila no volvió.

El Profeta les devolvió sus cabezas y quedó con la del águila en la mano.

Los que estaban próximos se inclinaron para ver morir la cabeza del águila, y el Profeta, que siempre había inclinado la palma de la esperanza sobre la cabecera de los moribundos, se inclinó sobre su propia mano, considerando lo que sostenía en ella. ¡Por primera vez la muerte!

Su irrevocable realidad, su amargura, fue transformando los rasgos de aquella cabeza invicta. Los párpados blanquearon envejecidos, secos, y el pico inerte como máquina desarticulada, como hueso sin vida, se aguzó descarnado en las comisuras acerbamente.

Las otras aves, desde una rama, esplendían su milagrosa integridad, y el Profeta, señalándolas, recobró el aliento para exhortar a los creyentes a la lucha.

La lucha no fue muy larga; cada creyente segó la vida de cincuenta infieles, y sus fuerzas fueron apenas mermadas.

El sol desde su altura vio pasar los siglos como reiteradas, estultas ovejas, hasta que nuevamente volvieron a agolparse los creyentes alrededor del Profeta en la colina. Y nuevamente volvieron a dudar. Y nuevamente fueron corroborados.

Esta vez el Profeta tomó solo a tres aves y no volvieron más que dos: el pavo no volvió.

La cabeza del pavo murió en la mano del Profeta como una flor o como una joya que pudiera marchitarse: las esmeraldas de su copete se apagaron.

Pero el Profeta mostró a las dos aves que en la rama mantenían su inocencia intacta, y arengó a los creyentes.

Antes que sus últimas palabras hubieran hecho alzarse los brazos armados, se alzó en el horizonte el polvo que levantaban avanzando los caballos de los infieles.

Y la lucha fue larga, porque los infieles eran numerosos y los creyentes solo lograron cada uno atravesar el corazón de veinticinco infieles, volviendo quebrantados, pero victoriosos, a reposar en la fe.

Los siglos llegaron y partieron como las ondas. Los creyentes volvieron a agolparse alrededor del Profeta. La duda volvió a alzar su anhelante murmullo y el testimonio volvió a ser otorgado. El Profeta sacrificó dos aves, desparramó sus cuerpos y pronunció sus nombres. Pronunció dos nombres, pero volvió un ave sola. La cabeza del cuervo murió, transformando su desolado color, que había sido brillante como la noche, en parda derrota mancillada. El azabache de los ojos se retrajo como la piel de las uvas secas. El pico bruñido se hizo opaco y entre los pelos que le asomaban de las narices le quedó el hediondo rastro de su aliento.

El Profeta señaló al gallo que, posado en la rama, mantenía la radiante fidelidad de su pecho inmaculado, y quiso hablar, pero el galope de los caballos apagó su voz.

La lucha fue larga y horrorosa.

Los creyentes solo podían exterminar cinco infieles cada uno, y la ira prolongada rugió durante días y noches como una catarata de sangre.

Los creyentes vencedores pudieron llegar restañando sus heridas hasta las gradas del Templo del Dios único.

El tiempo pasó arrastrando su manto. Los creyentes volvieron a agolparse en la colina junto al Profeta.

La duda volvió a pedir, y el Santo quiso otorgar: nadie vio que temblase su mano al dividir el ave.

Los trozos del gallo fueron repartidos por los montes, y el Profeta pronunció su nombre con la voz de la oración. Lo llamó una y cien veces, y el gallo no vino.

La corola de su cabeza se mustió en la mano del Profeta, los ojos dorados, amantes del desvelo, se enturbiaron bajo una fría membrana y el pico entreabierto dejó ver la lengua inerte y la garganta hueca por donde ya no pasaría más que el silencio.

¿Qué exhortación, qué arenga podía pronunciar ahora? La voz no acudía a los labios del Profeta, pero las lágrimas pugnaban por acudir a sus ojos y las sentía brotar de diversas fuentes, no sabiendo a cuál de ellas dejar paso. Así pues, no alcanzaron a brotar, porque antes de que brotasen llegó silbando una lanza y le atravesó el pecho.

Entonces empezó la lucha. La lucha sin igual, por ser la lucha entre iguales: cada uno de ellos no podía exterminar más que a uno de los otros.

Ahora luchaban los que ya no creían con los que nunca habían creído. Réprobos contra réprobos, luchando eternamente, traspasándose, mezclándose como corrientes encontradas de dos sustancias que no pudieran fundirse.

De Oriente a Occidente y de Occidente a Oriente, las dos olas de rencor se penetraban y envolvían el mundo.

Los que siempre habían sido infieles luchaban por el placer de hundir sus espadas en los pechos cuya llama no habían conocido. Los que ya no eran creyentes, por la ira de sentirse descubiertos en una desnuda ansiedad, en un indigente vacío, dentro del cual ya, solo por el dolor, podían recordar la vida.

Réprobos contra réprobos se encontraban en el otro lado del globo y seguían luchando. A su paso engendrando réprobos, sin soltar la espada sangrienta, envolviendo al planeta en el vaho letal de la condenación, en el anillo gaseiforme del mal íntegro, del mal sensible que prolifera en su pertinaz conjunción con los sentidos. Porque la voz del mal penetra en los oídos y engendra el mal, la imagen del mal penetra en los ojos y engendra el mal, el contacto del mal posee a las manos y engendra el mal, y hasta el olor y el sabor de sus emanaciones como las de la carroña en el páramo engendran el mal.

Las almas, entretanto, vagando desnudas por el campo de batalla, no las de los muertos, las de los vivos.

Inermes, estériles, pronunciando solo la blasfemia sin fórmula, sin freno, sin límites de su silencio.

Y lentamente, uno por uno, equitativamente, aniquilándose en milenios de giros, en superpuestas capas anulares de tiempo y de perdición. Hasta que, al fin, un día –en medio de la irrevocable noche–, dos solos, únicos, frente a frente, hundan sus aceros con simultánea y certera calma en sus corazones, sabiendo, al fin, concluyente su dolor, que durará sin agonía hasta que llegue para todos los que fueron el día inevitable. Y entonces, ¡ah, si supieran!

Rosa Chacel

Cuento de la escritora catalana Carmen Laforet: El regreso

Era una mala idea, pensó Julián, mientras aplastaba la frente contra los cristales y sentía su frío húmedo refrescarle hasta los huesos, tan bien dibujados debajo de su piel transparente. Era una mala idea esta de mandarle a casa la Nochebuena. Y, además, mandarle a casa para siempre, ya completamente curado. Julián era un hombre largo, enfundado en un decente abrigo negro. Era un hombre rubio, con los ojos y los pómulos salientes, como destacando en su flacura. Sin embargo, ahora Julián tenía muy buen aspecto. Su mujer se hacía cruces sobre su buen aspecto cada vez que lo veía. Hubo tiempos en que Julián fue sólo un puñado de venas azules, piernas como larguísimos palillos y unas manos grandes y sarmentosas. Fue eso, dos años atrás, cuando lo ingresaron en aquella casa de la que, aunque parezca extraño, no tenía ganas de salir.  

–Muy impaciente, ¿eh?… Ya pronto vendrán a buscarle. El tren de las cuatro está a punto de llegar. Luego podrán ustedes tomar el de las cinco y media… Y esta noche, en casa, a celebrar la Nochebuena… Me gustaría, Julián, que no se olvidase de llevar a su familia a la misa del Gallo, como acción de gracias… Si esta Casa no estuviese tan alejada… Sería muy hermoso tenerlos a todos esta noche aquí… Sus niños son muy lindos, Julián… Hay uno, sobre todo el más pequeñito, que parece un Niño Jesús, o un San Juanito, con esos bucles rizados y esos ojos azules. Creo que haría un buen monaguillo, porque tiene cara de listo… 

Julián escuchaba la charla de la monja muy embebido. A esta sor María de la Asunción, que era gorda y chiquita, con una cara risueña y unos carrillos como manzanas, Julián la quería mucho. No la había sentido llegar, metido en sus reflexiones, ya preparado para la marcha, instalado ya en aquella enorme y fría sala de visitas… No la había sentido llegar, porque bien sabe Dios que estas mujeres con todo su volumen de faldas y tocas caminan ligeras y silenciosas, como barcos de vela. Luego se había llevado una alegría al verla. La última alegría que podía tener en aquella temporada de su vida. Se le llenaron los ojos de lágrimas, porque siempre había tenido una gran propensión al sentimentalismo, pero que en aquella temporada era ya casi una enfermedad. –Sor María de la Asunción… Yo, esta misa del Gallo, quisiera oírla aquí, con ustedes. Yo creo que podía quedarme aquí hasta mañana… Ya es bastante estar con mi familia el día de Navidad… Y en cierto modo ustedes también son mi familia. Yo… Yo soy un hombre agradecido. 

–Pero, ¡criatura!… Vamos, vamos, no diga disparates. Su mujer vendrá a recogerle ahora mismo. En cuanto esté otra vez entre los suyos, y trabajando, olvidará todo esto, le parecerá un sueño… 

Luego se marchó ella también, sor María de la Asunción, y Julián quedó solo otra vez con aquel rato amargo que estaba pasando, porque le daba pena dejar el manicomio. Aquel sitio de muerte y desesperación, que para él, Julián, había sido un buen refugio, una buena salvación… Y hasta en los últimos meses, cuando ya a su alrededor todos lo sentían curado, una casa de dicha. ¡Con decir que hasta le habían dejado conducir…! Y no fue cosa de broma. Había llevado a la propia Superiora y a sor María de la Asunción a la ciudad a hacer compras. Ya sabía él, Julián, que necesitaban mucho valor aquellas mujeres para ponerse confiadamente en manos de un loco…, o un ex loco furioso, pero él no iba a defraudarlas. El coche funcionó a la perfección bajo el mando de sus manos expertas. Ni los baches de la carretera sintieron las señoras. Al volver, le felicitaron, y él se sintió enrojecer de orgullo. 

–Julián… 

Ahora estaba delante de él sor Rosa, la que tenía los ojos redondos y la boca redonda también. Él a sor Rosa no la quería tanto; se puede decir que no la quería nada. Le recordaba siempre algo desagradable en su vida. No sabía qué. Le contaron que los primeros días de estar allí se ganó más de una camisa de fuerza por intentar agredirla. Sor Rosa parecía eternamente asustada de Julián. Ahora, de repente, al verla, comprendió, a quién se parecía. Se parecía a la pobre Herminia, su mujer, a la que él, Julián, quería mucho. En la vida hay cosas incomprensibles. Sor Rosa se parecía a Herminia. Y, sin embargo, o quizá a causa de esto, él, Julián, no tragaba a sor Rosa.

–Julián… Hay una conferencia para usted. ¿Quiere venir al teléfono? La Madre me ha dicho que se ponga usted mismo.

La Madre era la mismísima Superiora. Todos la llamaban así. Era un honor para Julián ir al teléfono. 

Llamaba Herminia, con una voz temblorosa allí al final de los hilos, pidiéndole que él mismo cogiera el tren si no le importaba. 

–Es que tu madre se puso algo mala… No, nada de cuidado; su ataque de hígado de siempre… Pero no me atreví a dejarla sola con los niños. No he podido telefonear antes por eso… por no dejarla sola con el dolor…

Julián no pensó más en su familia, a pesar de que tenía el teléfono en la mano. Pensó solamente que tenía ocasión de quedarse aquella noche, que ayudaría a encender las luces del gran Belén, que cenaría la cena maravillosa de Nochebuena, que cantaría a coro los villancicos. Para Julián todo aquello significaba mucho. 

–A lo mejor no voy hasta mañana… No te asustes. No, no es por nada; pero, ya que no vienes, me gustaría ayudar a las madres en algo; tienen mucho trajín en estas fiestas… Sí, para la comida sí estaré… Sí, estaré en casa el día de Navidad.  La hermana Rosa estaba a su lado contemplándolo, con sus ojos redondos, con su boca redonda. Era lo único poco grato, lo único que se alegraba de dejar para siempre… Julián bajó los ojos y solicitó humildemente hablar con la Madre, a la que tenía que pedir un favor especial. 

Al día siguiente, un tren iba acercando a Julián, entre un gris aguanieve navideño, a la ciudad. Iba él encajonado en un vagón de tercera entre pavos y pollos y los dueños de estos animales, que parecían rebosar optimismo. Como única fortuna, Julián tenía aquella mañana su pobre maleta y aquel buen abrigo teñido de negro, que le daba un agradable calor. Según se iban acercando a la ciudad, según le daba en las narices su olor, y le chocaba en los ojos la tristeza de los enormes barrios de fábricas y casas obreras, Julián empezó a tener remordimientos de haber disfrutado tanto la noche anterior, de haber comido tanto y cosas tan buenas, de haber cantado con aquella voz que, durante la guerra, habían aliviado tantas horas de aburrimiento y de tristeza a su compañeros de trinchera. 

Julián no tenía derecho a tan caliente y cómoda Nochebuena, porque hacía bastantes años que en su casa esas fiestas carecían de significado. La pobre Herminia habría llevado, eso sí, unos turrones indefinibles, hechos de pasta de batata pintada de colores, y los niños habrían pasado media hora masticándolos ansiosamente después de la comida de todos los días. Por lo menos eso pasó en su casa la última Nochebuena que él había estado allí. Ya entonces él llevaba muchos meses sin trabajo. Era cuando la escasez de gasolina. Siempre había sido el suyo un oficio bueno; pero aquel año se puso fatal. Herminia fregaba escaleras. Fregaba montones de escaleras todos los días, de manera que la pobre sólo sabía hablar de las escaleras que la tenían obsesionada y de la comida que no encontraba. Herminia estaba embarazada otra vez en aquella época, y su apetito era algo terrible. Era una mujer flaca, alta y rubia como el mismo Julián, con un carácter bondadoso y unas gafas gruesas, a pesar de su juventud… Julián no podía con su propia comida cuando la veía devorar la sopa acuosa y los boniatos.

Sopa acuosa y boniatos era la comida diaria, obsesionante, de la mañana y de la noche en casa de Julián durante todo el invierno aquel. Desayuno no había sino para los niños. Herminia miraba ávida la leche azulada que, muy caliente, se bebían ellos antes de ir a la escuela… Julián, que antes había sido un hombre tragón, al decir de su familia, dejó de comer por completo… Pero fue mucho peor para todos, porque la cabeza empezó a flaquearle y se volvió agresivo. Un día, después que ya llevaba varios en el convencimiento de que su casa humilde era un garaje y aquellos catres que se apretaban en las habitaciones eran autos magníficos, estuvo a punto de matar a Herminia y a su madre, y lo sacaron de casa con camisa de fuerza y… Todo eso había pasado hacía tiempo… Poco tiempo relativamente. Ahora volvía curado. Estaba curado desde hacía varios meses. Pero las monjas habían tenido compasión de él y habían permitido que se quedara un poco más… hasta aquellas Navidades. De pronto se daba cuenta de lo cobarde que había sido al procurar esto. El camino hasta su casa era brillante de escaparates, reluciente de pastelerías. En una de aquellas pastelerías se detuvo a comprar una tarta. Tenía algún dinero y lo gastó en eso. Casi le repugnaba el dulce de tanto que había tomado aquellos días; pero a su familia no le ocurriría lo mismo.

Subió las escaleras de su casa con trabajo, la maleta en una mano, el dulce en la otra. Estaba muy alta su casa. Ahora, de repente, tenía ganas de llegar, de abrazar a su madre, aquella vieja siempre risueña, siempre ocultando sus achaques, mientras podía aguantar los dolores.

Había cuatro puertas descascarilladas, antiguamente pintadas de verde. Una de ellas era la suya. Llamó. 

Se vio envuelto en gritos de chiquillos, en los flacos brazos de Herminia. También en un vaho de cocina caliente. De buen guiso.

–¡Papá…! ¡Tenemos pavo! 

Era lo primero que le decían. Miró a su mujer. Miró a su madre, muy envejecida, muy pálida aún a consecuencia del último arrechucho, pero abrigada con una toquilla de lana nueva. El comedorcito lucía la pompa de una cesta repleta de dulces, chucherías y lazos. 

–¿Ha… ha tocado la lotería? 

–No, Julián… Cuanto tú te marchaste, vinieron unas señoras… De Beneficencia, ya sabes tú… Nos han protegido mucho; me han dado trabajo; te van a buscar trabajo a ti también, en un garaje… 

¿En un garaje…? Claro, era difícil tomar a un ex loco como chófer. De mecánico tal vez. Julián volvió a mirar a su madre y la encontró con los ojos llorosos. Pero risueña. Risueña como siempre. 

De golpe le caían otra vez sobre los hombros las responsabilidades, angustias. A toda aquella familia que se agrupaba a su alrededor venía él, Julián, a salvarla de las garras de la Beneficencia. A hacerla pasar hambre otra vez, seguramente, a… 

–Pero, Julián, ¿no te alegras?… Estamos todos juntos otra vez, todos reunidos en el día de Navidad… ¡Y qué Navidad! ¡Mira! 

Otra vez, con la mano, le señalaban la cesta de los regalos, las caras golosas y entusiasmadas de los niños. A él. Aquel hombre flaco, con su abrigo negro y sus ojos saltones, que estaba tan triste. Que era como si aquel día de Navidad hubiera salido otra vez de la infancia para poder ver, con toda crueldad, otra vez, debajo de aquellos regalos, la vida de siempre.

Cuento dentro de una novela (Retahílas) de Carmen Martín Gaite: Con los maquis arriba en el cerro.  

Me acuerdo que en la guerra fui con ella a escondidas, varias tardes, a llevarles comida a unos rojos del pueblo que andaban escondidos por política, los maquis los llamaban, y yo no lo entendía porque eran el Basilio y el Gaspar, amigos de la infancia de mi madre; se los encontró un día ella por lo intrincado estando de paseo, ya cerca de las ruinas, salieron de repente, se hincaron de rodillas: “Ay, Teresa, por Dios, no digas a nadie de que estamos aquí, pero sube otro día y tráenos de comer, nos morimos de hambre”. Y a nadie se lo dijo, sólo a mí, ni la familia de ellos, ni nadie lo sabía en qué lugar paraban, pero a mí me lo dijo, me dijo “es un secreto” y sabía seguro que yo se lo guardaba.

“A la niña la traigo para no venir sola, pero ella es como yo”, les explicó la primera tarde que fuimos, y a mí me había advertido por el monte arriba que tenían barba de mucho tiempo y la ropa rota y que por eso les llevábamos las mudas además de comida, que vivían en el hueco de una peña con bichos y que casi no los iba a conocer, que no tuviera miedo, pero sí, miedo iba a tener yo, una novela es lo que me parecía tener aquel secreto a medias con mamá y escaparnos las dos al monte en plena tarde y coger cosas de la despensa a espaldas de la abuela; llegábamos arriba con nuestros paquetes, merendábamos con los hombres aquellos del monte, nos  preguntaban un poco por mi padre y el tuyo que estaban en Barcelona, o creíamos eso por lo menos: ¿Sabes algo del marido y del niño?, y no, no sabíamos nada, pero me parece que lo preguntaban un poco por cumplir, que mi padre aquí en este pueblo nunca fue simpático a nadie, le llamaban el profesor; suspiraban: “Es que esto es una catástrofe, Teresa, una catástrofe”, y ella les daba noticia que yo no entendía de la marcha de la guerra, incluso alguna vez les subió periódicos, y cuando nos íbamos, nos besaban mucho y solían llorar; ni siquiera en el cine había visto llorar yo a hombres así con barba, tan hechos y derechos y soñaba con ellos, inventaba oraciones en la cama para que se salvaran, uno no se salvó, le pillaron de noche aquel invierno unos guardias civiles, merodeando el pueblo y se murió del tiro, ahí bajando a la fuente; Gaspar escapó a Francia me parece, y pasada la guerra su mujer nos mandaba aguardiente de yerbas por la Virgen de Agosto; la primera borrachera que me cogí en la vida fue con ese aguardiente la noche de Santiago, en una fiesta que hubo aquí en casa, fue también la primera vez que me besó un chico, el Genín, un sobrino del maestro, abajo en el parque, luego me daba siempre mucha vergüenza verle y el sabor del aguardiente de yerbas lo aborrecí para toda la vida.

TEXTO INCLUIDO EN Retahílas, de Carmen Martín Gaite. Ediciones Destino. Colección Destinolibro. Volumen 62. Páginas 25 y 26. Barcelona 1981

Fuente: Bibiloteca I.E.S. Ilíberis

Narración breve de Ana María Matute: Pecado de omisión

A los trece años se le murió la madre, que era lo último que le quedaba. Al quedar huérfano ya hacía lo menos tres años que no acudía a la escuela, pues tenía que buscarse el jornal de un lado para otro. Su único pariente era un primo de su madre, llamado Emeterio Ruiz Heredia. Emeterio era el alcalde y tenía una casa de dos pisos asomada a la plaza del pueblo, redonda y rojiza bajo el sol de agosto. Emeterio tenía doscientas cabezas de ganado paciendo por las laderas de Sagrado, y una hija moza, bordeando los veinte, morena, robusta, riente y algo necia. Su mujer, flaca y dura como un chopo, no era de buena lengua y sabía mandar. Emeterio Ruiz no se llevaba bien con aquel primo lejano, y a su viuda, por cumplir, la ayudó buscándole jornales extraordinarios. Luego, al chico, aunque le recogió una vez huérfano, sin herencia ni oficio, no le miró a derechas, y como él los de su casa.

La primera noche que Lope durmió en casa de Emeterio, lo hizo debajo del granero. Se le dio cena y un vaso de vino. Al otro día, mientras Emeterio se metía la camisa dentro del pantalón, apenas apuntando el sol en el canto de los gallos, le llamó por el hueco de la escalera, espantando a las gallinas que dormían entre los huecos:

–¡Lope! Lope bajó descalzo, con los ojos pegados de legañas. Estaba poco crecido para sus trece años y tenía la cabeza grande, rapada.

–Te vas de pastor a Sagrado.

Lope buscó las botas y se las calzó. En la cocina, Francisca, la hija, había calentado patatas con pimentón. Lope las engulló deprisa, con la cuchara de aluminio goteando a cada bocado.

–Tú ya conoces el oficio. Creo que anduviste una primavera por las lomas de Santa Áurea, con las cabras de Aurelio Bernal.

–Sí, señor.

–No irás solo. Por allí anda Roque el Mediano. Iréis juntos.

–Sí, señor.

Francisca le metió una hogaza en el zurrón, un cuartillo de aluminio, sebo de cabra y cecina.

–Andando –dijo Emeterio Ruiz Heredia.

Lope le miró. Lope tenía los ojos negros y redondos, brillantes.

–¿Qué miras? ¡Arreando!

Lope salió, zurrón al hombro. Antes, recogió el cayado, grueso y brillante por el uso, que guardaba, como un perro, apoyado en la pared.

Cuando iba ya trepando por la loma de Sagrado, lo vio don Lorenzo, el maestro. A la tarde, en la taberna, don Lorenzo fumó un cigarrillo junto a Emeterio, que fue a echarse una copa de anís.

–He visto a Lope –dijo–. Subía para Sagrado. Lástima de chico.

–Sí –dijo Emeterio, limpiándose los labios con el dorso de la mano–. Va de pastor. Ya sabe: hay que ganarse el currusco. La vida está mala. El «esgraciado» del Pericote no le dejó ni una tapia en que apoyarse y reventar.

–Lo malo –dijo don Lorenzo, rascándose la oreja con su uña larga y amarillenta– es que el chico vale. Si tuviera medios podría sacarse partido de él. Es listo. Muy listo. En la escuela…

Emeterio le cortó, con la mano frente a los ojos:

–¡Bueno, bueno! Yo no digo que no. Pero hay que ganarse el currusco. La vida está peor cada día que pasa.

Pidió otra de anís. El maestro dijo que sí, con la cabeza. Lope llegó a Sagrado, y voceando encontró a Roque el Mediano. Roque era algo retrasado y hacía unos quince años que pastoreaba para Emeterio. Tendría cerca de cincuenta años y no hablaba casi nunca. Durmieron en el mismo chozo de barro, bajo los robles, aprovechando el abrazo de las raíces. En el chozo sólo cabían echados y tenía que entrar a gatas, medio arrastrándose. Pero se estaba fresco en el verano y bastante abrigado en el invierno.

El verano pasó. Luego el otoño y el invierno. Los pastores no bajaban al pueblo, excepto el día de la fiesta. Cada quince días un zagal les subía la «collera»: pan, cecina, sebo, ajos. A veces, una bota de vino. Las cumbres de Sagrado eran hermosas, de un azul profundo, terrible, ciego. El sol, alto y redondo, como una pupila impertérrita, reinaba allí. En la neblina del amanecer, cuando aún no se oía el zumbar de las moscas ni crujido alguno, Lope solía despertar, con la techumbre de barro encima de los ojos. Se quedaba quieto un rato, sintiendo en el costado el cuerpo de Roque el Mediano, como un bulto alentante. Luego, arrastrándose, salía para el cerradero. En el cielo, cruzados, como estrellas fugitivas, los gritos se perdían, inútiles y grandes. Sabía Dios hacia qué parte caerían. Como las piedras. Como los años. Un año, dos, cinco.

Cinco años más tarde, una vez, Emeterio le mandó llamar, por el zagal. Hizo reconocer a Lope por el médico, y vio que estaba sano y fuerte, crecido como un árbol. –¡Vaya roble! –dijo el médico, que era nuevo. Lope enrojeció y no supo qué contestar. Francisca se había casado y tenía tres hijos pequeños, que jugaban en el portal de la plaza. Un perro se le acercó, con la lengua colgando. Tal vez le recordaba. Entonces vio a Manuel Enríquez, el compañero de la escuela que siempre le iba a la zaga. Manuel vestía un traje gris y llevaba corbata. Pasó a su lado y les saludó con la mano.

Francisca comentó:

–Buena carrera, ése. Su padre lo mandó estudiar y ya va para abogado.

Al llegar a la fuente volvió a encontrarlo. De pronto, quiso llamarle. Pero se le quedó el grito detenido, como una bola, en la garganta.

–¡Eh! –dijo solamente. O algo parecido.

Manuel se volvió a mirarle, y le conoció. Parecía mentira: le conoció. Sonreía.

–¡Lope! ¡Hombre, Lope…!

¿Quién podía entender lo que decía? ¡Qué acento tan extraño tienen los hombres, qué raras palabras salen por los oscuros agujeros de sus bocas! Una sangre espesa iba llenándole las venas, mientras oía a Manuel Enríquez.

Manuel abrió una cajita plana, de color de plata, con los cigarrillos más blancos, más perfectos que vio en su vida. Manuel se la tendió, sonriendo.

Lope avanzó su mano. Entonces se dio cuenta de que era áspera, gruesa. Como un trozo de cecina. Los dedos no tenían flexibilidad, no hacían el juego. Qué rara mano la de aquel otro: una mano fina, con dedos como gusanos grandes, ágiles, blancos, flexibles. Qué mano aquélla, de color de cera, con las uñas brillantes, pulidas. Qué mano extraña: ni las mujeres la tenían igual. La mano de Lope rebuscó, torpe. Al fin, cogió el cigarrillo, blanco y frágil, extraño, en sus dedos amazacotados: inútil, absurdo, en sus dedos. La sangre de Lope se le detuvo entre las cejas. Tenían una bola de sangre agolpada, quieta, fermentando entre las cejas. Aplastó el cigarrillo con los dedos y se dio media vuelta. No podía detenerse, ni ante la sorpresa de Manuelito, que seguía llamándole: –¡Lope! ¡Lope!

Emeterio estaba sentado en el porche, en mangas de camisa, mirando a sus nietos. Sonreía viendo a su nieto mayor, y descansando de la labor, con la bota de vino al alcance de la mano. Lope fue directo a Emeterio y vio sus ojos interrogantes y grises.

–Anda, muchacho, vuelve a Sagrado, que ya es hora…

En la plaza había una piedra cuadrada, rojiza. Una de esas piedras grandes como melones que los muchachos transportan desde alguna pared derruida. Lentamente, Lope la cogió entre sus manos. Emeterio le miraba, reposado, con una leve curiosidad. Tenía la mano derecha metida entre la faja y el estómago. Ni siquiera le dio tiempo de sacarla: el golpe sordo, el salpicar de su propia sangre en el pecho, la muerte y la sorpresa, como dos hermanas, subieron hasta él así, sin más.

Cuando se lo llevaron esposado, Lope lloraba. Y cuando las mujeres, aullando como lobas, le querían pegar e iban tras él con los mantos alzados sobre las cabezas, en señal de indignación, «Dios mío, él, que le había recogido. Dios mío, él, que le hizo hombre. Dios mío, se habría muerto de hambre si él no lo recoge…», Lope sólo lloraba y decía:

–Sí, sí, sí…

Ana María Matute

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Historia corta de Emilia Pardo Bazán: El fantasma

Cuando estudiaba carrera mayor en Madrid, todos los jueves comía en casa de mis parientes lejanos los señores de Cardona, que desde el primer día me acogieron y trataron con afecto sumo. Marido y mujer formaban marcadísimo contraste: él era robusto, sanguíneo, franco, alegre, partidario de las soluciones prácticas; ella, pálida, nerviosa, romántica, perseguidora del ideal. Él se llamaba Ramón; ella llevaba el anticuado nombre de Leonor. Para mi imaginación juvenil, representaban aquellos dos seres la prosa y la poesía.

Esmerábase Leonor en presentarme los platos que me agradaban, mis golosinas predilectas, y con sus propias manos me preparaba, en bruñida cafetera rusa, el café más fuerte y aromático que un aficionado puede apetecer. Sus dedos largos y finos me ofrecían la taza de porcelana «cáscara de huevo», y mientras yo paladeaba la deliciosa infusión, los ojos de Leonor, del mismo tono oscuro y caliente a la vez que el café, se fijaban en mí de un modo magnético. Parecía que deseaban ponerse en estrecho contacto con mi alma.

Escritora Emilia Pardo Bazán
Escritora Emilia Pardo Bazán

Los señores de Cardona eran ricos y estimados. Nada les faltaba de cuanto contribuye a proporcionar la suma de ventura posible en este mundo. Sin embargo, yo di en cavilar que aquel matrimonio entre personas de tan distinta complexión moral y física no podía ser dichoso.

Aunque todos afirmaban que a don Ramón Cardona le rebosaba la bondad y a su mujer el decoro, para mí existía en su hogar un misterio. ¿Me lo revelarían las pupilas color café?

Poco a poco, jueves tras jueves, fui tomándome un interés egoísta en la solución del problema. No es fácil a los veinte años permanecer insensible ante ojos tan expresivos, y ya mi tranquilidad empezaba a turbarse y a flaquear mi voluntad. Después de la comida, el señor de Cardona salía; iba al Casino o a alguna tertulia, pues era sociable, y nos quedábamos Leonor y yo de sobremesa, tocando el piano, comentando lecturas, jugando al ajedrez o conversando. A veces las vecinas del segundo bajaban a pasar un ratito; otras estábamos solos hasta las once, hora en que acostumbraba a retirarme, antes de que cerrasen la puerta. Y, con fatuidad de muchacho, pensaba que era bien singular que no tuviese don Ramón Cardona celos de mí.

Una de las noches en que no bajaron las vecinas -noche de mayo, tibia y estrellada-, estando el balcón abierto, y entrando el perfume de las acacias a embriagarme el corazón, me tentó el diablo más fuerte, y resolví declararme. Ya balbucía entrecortadas las palabras, no precisamente de pasión, pero de adhesión, rendimiento y ternura, cuando Leonor me atajó diciéndome que estaba tan cierta de mi leal amistad, que deseaba confiarme algo muy grave, el terrible secreto de su vida. Suspendí mis confesiones para oír las de la dama, y me fue poco grato escuchar de sus labios, trémulos de vergüenza, la narración de un episodio amoroso.

-Mi único remordimiento, mi único yerro -murmuró acongojada doña Leonor- se llama el marqués de Cazalla. Es, como todos saben, un perdido y un espadachín. Tiene en su poder mis cartas, escritas en momentos de delirio. Por recogerlas, no sé qué daría.

Y vi, a la luz de los brilladores astros, que se deslizaba de las pupilas oscuras una lágrima lenta…

Al separarme de Leonor, llevaba formado propósito de ver al marqués de Cazalla al día siguiente. Mi petulancia juvenil me dictaba tal resolución. El marqués, a quien hice pasar mi tarjeta, me recibió al punto en artístico fumoir y a las primeras palabras relativas al asunto que motivaba mi visita, se encogió de hombros y pronunció afablemente:

-No me sorprende el paso que usted da; pero le ruego que me crea, y le empeño palabra de honor de que es la pura verdad cuanto voy a decirle. Considero el caso de la señora de Cardona el más raro que en mi vida me ha sucedido. No sólo no poseo ni he poseído jamás los documentos a que esa señora se refiere, sino que no he tenido nunca el gusto…, porque gusto sería, de tratarla… ¡Repito que lo afirmo bajo palabra de honor!

Era tan inverosímil la respuesta, que no obstante el tono de sinceridad absoluta del marqués, yo puse cara escéptica, quizá hasta insolente.

-Veo que no me cree usted -añadió el marqués entonces-. No me doy por ofendido. Lo descontaba. Podrá usted dudar de mi palabra; pero ni usted ni nadie tiene derecho a suponer que soy hombre que rehuye, por medio de subterfugios, un lance personal. Si lo que busca usted es pendencia, me tiene a su disposición. Sólo le suplico que antes de resolver esta cuestión de un modo o de otro consulte… al señor Cardona. He dicho «al señor». No me mire usted con esos ojos espantados… Oígame hasta que termine. Doña Leonor Cardona, que según opinión general es una señora honradísima, ha debido de padecer una pesadilla y soñar que teníamos relaciones, que nos veíamos, que me había escrito, etcétera. Bajo el influjo de ilusorios remordimientos le ha contado a su marido «todo»…. es decir, «nada»…; pero «todo» para ella; y el marido ha venido aquí como usted, sólo que más enojado, naturalmente, a pedirme cuentas, a querer beber mi sangre. Si yo no la tuviese bastante fría, a estas horas pesa sobre mi conciencia el asesinato de Cardona… o él me habría matado a mí (no digo que no pudiese suceder). Por fortuna no me aturdí, y preguntando a Cardona las épocas en que su esposa afirmaba que habían tenido lugar nuestras entrevistas criminales, pude demostrarle de un modo fehaciente que a la sazón me encontraba yo en París, en Sevilla o en Londres. Con igual facilidad, probé la inexactitud de otros datos aducidos por doña Leonor. Así es que el señor Cardona, muy confuso y asombrado, tuvo que retirarse pidiéndome excusas. Si usted me pregunta cómo me explico suceso tan extraordinario, le diré que creo que esta señora, a quien después he procurado conocer (¡por la memoria de mi madre le juro a usted que antes, ni de vista!…), sufre alguna enfermedad moral…. y ha tenido una visión…; vamos, que se le ha aparecido un espectro de amor…, y ese espectro, ¡vaya usted a saber por qué!, ha tomado mi forma. Y no hay más… No se admire usted tanto. Dentro de diez años, si trata usted algunas mujeres, se habituará a no admirarse de casi nada.

Salí de casa del marqués en un estado de ánimo indefinible. No había medio de desmentirle, y al mismo tiempo la incredulidad persistía. Impresionado, no obstante, por las firmes y categóricas declaraciones del dandi, me dediqué desde aquel punto, no a cortejar a Leonor, sino a observar a Cardona. Procuré hablarle mucho, hacerle espontanearse, y fui sacando, hilo a hilo, conversaciones referentes a la fidelidad conyugal, a los lances que puede originar un error, a las alucinaciones que a veces sufrimos, a los estragos que causa la fantasía… Por fin, un día, como al descuido, dejé deslizar en el diálogo el nombre del marqués de Cazalla y una alusión a sus conquistas… Y entonces Cardona, mirándome cara a cara, con gesto entre burlón y grave, preguntó:

-¿Qué? ¿Ya te han enviado allá a ti también? ¡Pobrecilla Leonor, está visto que no tiene cura!

No necesité más para confesar de plano mis gestiones, y Cardona, sonriendo, aunque algo alterada su sonora voz, me dijo:

-Has de saber que cuando fui a casa del marqués de Cazalla, ya llevaba yo ciertos barruntos y sospechas de la alucinación de Leonor, de la cual me convencí plenamente después. Si bien no parezco celoso, y hasta se diría que me pierdo por confiado, he vigilado a Leonor siempre, porque la quiero mucho, y en ninguna época hubiese podido ella cometer, sin que yo me enterase, los delitos de que se acusaba. Comprendí que se trataba de una fantasmagoría, de un sueño, y me resigné a la hipótesis de una falta imaginaria… ¡Quién sabe si ese fantasma de pasión y arrepentimiento le sirve de escudo contra la realidad! Lo que te aseguro es que Leonor, viviendo yo, nunca saldrá de la región de los fantasmas… ¡Y no volvamos a hablar de esto en la vida!

Aproveché el aviso, y de allí en adelante evité quedarme a solas con Leonor, y hasta fijar la mirada en sus oscuros ojos, nublados por la quimera.

Libros de Emilia Pardo Bazán

Cuento breve de la escritora catalana Mercè Rodoreda: Mi Cristina y otros cuentos

El invierno era oscuro y liso, sin hojas; tan sólo con hielo, y escarcha, y luna helada. No podía moverme, porque andar en invierno es andar delante de todo el mundo y yo no quería que me viesen. Y cuando llegó la primavera con las pequeñas y alegres hojas, prepararon el fuego en medio de la plaza, con leña seca, bien cortada.

Vinieron a buscarme cuatro hombres del pueblo; los más viejos. Yo no quería seguirles, y así lo grité desde dentro, y entonces vinieron otros hombres jóvenes, con las manos grandes y fajas; hundieron la puerta a golpes de hacha. Y yo gritaba: me estaban sacando de mi casa; a uno de ellos le mordí y me dio un puñetazo en mitad de la cabeza. Me cogieron por los brazos y las piernas y me arrojaron como una rama más encima del montón, me ataron de pies y manos y allí me dejaron con la falda arremangada. Volví la cabeza. La plaza estaba llena de gente, los jóvenes delante de los viejos y los niños a un lado, con ramitas de olivo en la mano y el delantal nuevo de los domingos. Y, mirando a los niños, le vi: estaba junto a su mujer –vestida de oscuro, la trenza rubia–, y le pasaba la mano por encima del hombro. Volví la cabeza de nuevo y cerré los ojos. Cuando los abrí, dos viejos se acercaron con teas encendidas y los niños se pusieron a cantar la canción de la bruja quemada. Era una canción muy larga, y cuando la terminaron los viejos dijeron que no podían prender el fuego, que yo no les dejaba, y entonces el cura se acercó a los niños con una bacina llena de agua bendita y les ordenó mojar las ramitas de olivo e hizo que me las echaran encima y pronto estuve cubierta de ramitas de olivo de tiernas hojas. Y una vieja menuda, jorobada y sin dientes se echó a reír y se fue, y al cabo de un rato volvió con dos espuertas llenas de tronquillos muy secos de brezo y dijo a los viejos que los esparciesen por todo alrededor de la hoguera, y ella misma les ayudó a hacerla, y entonces el fuego prendió. Subían cuatro columnas de humo y cuando las llamas se alzaron pareció que de los pechos de todo aquel gentío surgiera un enorme suspiro de paz, las llamas se alzaron en persecución del humo y yo lo vi todo a través de una cascada de agua rojiza –y a través de aquella cascada, cada hombre, cada mujer y cada niño era una sombra feliz porque yo ardía.

Los bajos de la falda habían ennegrecido, sentía el fuego en los riñones y, de vez en cuando, una llama mordía mis rodillas. Me pareció que las cuerdas que me ataban estaban quemadas. Y entonces sucedió algo que me hizo rechinar los dientes: los brazos y las piernas se me iban acortando como los cuernos de un caracol al que una vez toqué con los dedos, y por debajo de la cabeza, donde el cuello se junta con los hombros, sentí algo que se estiraba y me pinchaba. Y el fuego crepitaba y la resina hervía… Vi que algunos de los que me miraban levantaban los brazos y que otros corrían y tropezaban con los que aún estaban quietos, y todo un lado de la hoguera se hundió con gran estrépito de chispas, y cuando el fuego volvió a prender en la leña desparramada me pareció oír que alguien decía: es una salamandra. Y me puse a andar por encima de las ascuas muy poco a poco; la cola me pesaba.

Traducido por José Batlló

Mercè Rodoreda, Mi Cristina y otros cuentos . Barcelona: Polígrafa, 1969, pp. 203-205.

Cuento de Luisa Carnés: La chivata

I

¿Quién era? No podía ser la madre del niño recién nacido, de aquel niño de piel rosada, llena de arrugas, cuyos puñitos apretados eran los únicos puños que podían cerrarse ante las miradas agudas de las celadoras. No podía ser la madre recién llegada, cuyo hijo acababa casi de abrir los ojos a la luz de aquellas galerías, cuya claridad no descubría graciosos pájaros, ni iluminaba un solo árbol, un árbol siquiera, que pudiera contar el paso de las estaciones con su desgranar de capullos en cada rama o su crujir de hojas secas bajo los invisibles dedos del viento. No podía ser aquella madre nueva, cuyos labios pálidos sellaban el camino de la libertad del marido («Podéis matarme, pero no diré por dónde se fue»).

Su cabello apretado en rueda sobre la nuca todavía no encanecía. Sus manos alzaban al hijo para que recibiera el rayo de sol que paseaba despacio, de doce a una, por el patio, para que recibiera el aire delgado que a las oscuras celdas no quería pasar. No podía ser tampoco la madre del niño doliente, que no sabía lo que era un caballo, ni menos aún conocía la leche de la vaca mugidora, e ignoraba que dos hileras de casas formaban una calle, y varias casas puestas en rueda forman una plaza. El niño de piernas de alambre, que desconocía otras aves que no fueran aquellas que cruzaban por encima del penal, con un ruido que hacía temblar todos sus pequeños huesos.

No podía ser tampoco la maestra. La maestra no era joven ni bella. Sus manos se habían deformado con ropas ajenas. Había lavado en lavaderos públicos, en pilas frías, por las cuales pasaban ropas de todas partes, pero sobre todo señaladas con un signo (USA) que la maestra conocía muy bien; en lavaderos de hospitales, oscuros, húmedos, acompañada a veces de algún cadáver, en espera de la noche para ser rescatado por la tierra. Así se enclavijaron los dedos de sus manos, mientras los niños españoles no sabían que dos y dos son cuatro. Cuando en las batas tiesas de un hospital aparecieron unas hojitas en contra de Franco y de los yanquis, la maestra fue puesta en cautiverio. Y ahora sus dedos torcidos apenas pueden sostener el pedazo de lápiz que escribe, para los hijos de las presas, cuántos días tiene un año sin leche, sin pájaros, sin juguetes, y con aquellas grandes alas de metal norteamericano traspasando los aires… No podía ser tampoco la maestra.

No podía ser la anciana de los zuecos (otro beso de amor sobre un camino). Le preguntaban «¿Dónde está tu hijo?», y ella respondía «¡Sábelo Dios!». Y ahora estaba allí, en el día eterno de la cárcel, con sus viejos zuecos, que nadie podía arrancarle de los pies y que producían durante todo el día un ruido seco por las galerías y el patio, añorando las viejas piedras de la aldea. No podía ser tampoco la vieja de los zuecos

¿Pues quién entonces?, ¿quién era? ¿Carlota, la de los ataques; Jacinta, la Madrileña; Pepa, la Tuerta (culpa fue del vergajazo de la funcionaria); Maruja, la Liviana (flaca como un perro flaco, saltarina y ligera como un alambre azotado por el vendaval); Filo, la Asturiana; Carmen; Amparo…? ¿Quién de ellas? ¿Cuál de todas aquellas sombras de mujer era «ella»?

—Bueno, yo no digo que si aquella o la de más allá, pero entre nosotras está la prójima.

—¿Tú, no quedrás decir…? Pero, ¿por qué me miras? ¿Tengo yo cara de chivata?

—¡Mía esta!… Estás enfrente de mí. A algún lao tiene una que mirar.

—Pero, casualmente, me has mirao a mí.

—Pues eso habrá sido, casualmente… ¡Mía esta!

Estaban en el patio. El sol, ya alto, apenas calentaba. Alto, alto. La madre joven levantaba a su hijo entre las manos —el niño de carina menuda, como una cereza arrugada—, pero no lograba que el infante alcanzara aquella débil flecha amarillenta que apuntaba a una pared gris. La Liviana tiritaba dentro de su toquilla negra, y con sus largos brazos rodeaba su propio cuerpo. Carmen, María, Angustias, Filo, hacían guantes y pañitos de perlé, y la anciana de los zuecos medía las losas frías de aquel pozo que se comía los colores, los senos, las caderas, la juventud de las reclusas.

—Tú dices, pero una tiene que recelar de todo. Aquí todas somos de confianza, pero ¿quién dio el soplo el día de la clase política?, ¿y la noche de la lectura del periódico? ¿Cómo se supo quién escondía la bandera republicana el año pasado?

—Tiene razón. Todo eso es más que sospechoso. Las funcionarias no son adivinas. ¡Hay que ahorcar a la que… !

—No puede ser una política.

—Tié que ser una de las comunes, que se haya infiltrao.

—¿Pero quién puede ser, quién? Otra vez a mirar, a buscar con los ojos, en los ademanes, de un grupo en otro (no podían ser más de cinco). ¿Quién? ¿Quién? Y otra vez, la misma de antes:

—¡Y dale!… Mira pa’ otro lao, tú.

—¡Pues a algún sitio tengo que mirar, ¡mía esta!…

Siguieron mirándose unas a otras después, en el comedor, y más tarde al formar en la galería para que las contara la celadora. Y en los días que vinieron. No había descanso. No se sabía quién era, pero se la sentía en todas partes. Se la sentía como algo impalpable, pegajoso y frío, algo que enmudecía el labio y hacía cerrar las manos debajo de los delantales y en los bolsillos de las batas. Era algo contra lo que era difícil luchar. Porque, ¿cómo se defiende la gente de una sombra? Y eso era la chivata, una sombra que resbalaba sobre el patio y la galería; una oreja adherida a todas las celdas, arañando en todos los cerebros y robando los pensamientos, quizá antes de que nacieran.

Había introducido en el penal algo peor que el hielo: la desconfianza. La desconfianza sellaba las bocas y enfriaba los corazones de las presas. Los corazones, antes tan encendidos en amor. Se cerraban las mujeres dentro de sí mismas como lo hacían cada noche en las celdas con sus cuerpos las funcionarias. Y en la oscuridad casi total — solo la pequeña bombilla de carbón al final de la galería— se adivinaba al poder maligno deslizándose ante las puertas, captando los suspiros, las lágrimas, los anhelos de libertad y de justicia, la nana de la madre joven, de pechos henchidos, que soñaba para su hijo un rayo de sol, como la madre del niño raquítico soñaba para el suyo un caballo con cola de algodón.

II

—Os digo que es ella.

—¡No puede ser!

—Es la que mejor cumple las tareas.

—Con su cuenta y razón.

—Es la primera que reclama a las funcionarias…

—Y hasta la metieron en celda de castigo el mes pasado.

—Sí, menuda celda de castigo… ¿Sabéis cómo se llama su celda?; la Puerta del Sol. Mi hermana la vio en la calle hace dos semanas.

—¿Cómo es posible?

—Toma, siéndolo. Entra y sale de la cárcel como Pedro por su casa. ¿Qué más pruebas queréis?

—Si fuera verdad, era para matarla.

—Y tanto que lo es. Mi hermana no inventa infundios. Me lo escribió en un papelito. Aquí está. Pasarlo a las demás, con cuidado.

—Sí, con tiento… La anciana de los zuecos contaba baldosas en el patio. La madre joven había conseguido al fin que su hijo aprisionara en sus puñitos cerrados el rayo de sol, y reía:

—¡Qué rico solecito para mi niño!

Carmen, Filo, Carlota, María y Angustias movían entre los dedos las agujas de hacer croché. El pequeño papel blanco pasó entre sus dedos ligeros, entre los aleteos juguetones. En él unas letras a lápiz decían: «Cuidado con la Liviana. La he visto en la calle». Entre los dedos de la última se convirtieron en diminutos pétalos, que más tarde desaparecieron en el retrete.

—¿Lo creéis ahora?

—¡Qué horror!

—Es la más interesada en las clases políticas.

—La más interesada en la lectura del periódico.

—¡Qué descanso para todas!

—Cuando yo decía que «ella» estaba entre nosotras…

—Pero lo decías mirándome a mí.

—¡vaya manía que te ha entrao! Bien sabe Dios que no te miraba a ti ni a ninguna, pero desconfiaba de todas. Alguna de nosotras tenía que ser.

—Eso sí.

—¡Y pensar que ella tiene el secreto de nuestro trabajo!

—Y sabe cómo entran las cartas en la cárcel.

—Y cómo salen.

—Ya se nos estropeó lo del 14 de abril.  

—¡Que te crees tú eso!

—veréis como hay cacheo el 14.

—¿Y qué que lo haya? En peores nos hemos visto.

—¡Y tanto!

—Callarse, que ahí viene…

Pero como eran cinco en el corro, la Liviana pasó de largo.

—¿Se habrá olido algo? Es muy larga.

—Es que somos cinco.

—Es verdad.

—Cumple bien el reglamento.

—Demasiado bien. La madre aupaba en sus brazos al niño recién nacido, que seguía apretando en sus puñitos el sol, que tendía a escaparse.

—¡Qué solecito tan rico para mi niño!

Los zuecos de la anciana seguían arañando las losas del patio, buscando acaso los perdidos pedruscos de la aldea.

III

Ya el sol calentaba aquel 14 de abril, pero a nadie le extrañó ver a la maestra envuelta en la manta de su catre. Llevaba algunas semanas que se quejaba de tercianas, pero apenas le hacían caso las funcionarias, y por todo tratamiento le suministraban dos aspirinas al día. A nadie le extrañó verla aquel 14 de abril envuelta en la manta, tiritar bajo el sol alegre, que envolvía en su calor al niño de carita de cereza arrugada, como metida en alcohol.

A pesar del cacheo de la mañana, las funcionarias no habían prohibido la hora del paseo en el patio, aunque estaban más vigilantes que de costumbre en las galerías altas que miraban al patio. Por la mañana, después del desayuno, cuando las reclusas atendían al aseo de sus celdas, sonó un timbre largo rato, y la jefa de galería apareció a lo lejos.

—¡Cacheo tenemos!

Venía la jefa acompañada de otras dos celadoras de la prisión. La jefa gritó:

—¡Todas afuera! ¡Cada una de pie al lado de su celda! Las celadoras subalternas registraron a las mujeres una por una. Registraron las celdas, una por una. Nada quedó sin registrar. Sus manos palpaban las pobres prendas remendadas, arrancaban de las paredes los retratos familiares, deshacían los catres.

—¿Dónde están las banderas?

—¿Dónde las habéis metido, cochinas? Cien banderas que se había llevado el viento. —Buscad, no dejéis nada sin mirar.

Otra vez, las manos temblonas de las celadoras rasgaron papeles y arrugaron trapos limpios. Los libros, si alguno había, quedaban destrozados. Dentro de los secos pechos de las tres celadoras, los corazones negros trepidaban como locomotoras.

—¿Dónde están?… ¿Dónde las habéis metido?

Las cien mujeres de aquella galería aparecían tiesas, pegadas a las puertas de sus celdas abiertas. Eran cien estatuas sin vida. Los ojos miraban fríamente a las tres mujeres que destrozaban sus pobres prendas. Levantaban los colchones de borra apelmazada, vaciaban los viejos baúles, las cajas de cartón, donde crecían las labores de croché que más tarde venderían en la calle los familiares de las presas; el trabajo que se convertiría en mejor pan, en «café, café», o en lana para los calcetines del invierno. Todo era apretujado, pisoteado, pero las banderas no aparecían. Y en aquella galería había cien mujeres. Las mujeres eran estatuas erguidas ante sus celdas.

Entre ellas estaba la de la Liviana, desarticulados los largos brazos y piernas, pegada a la puerta oscura como una delgada oblea. Y la madre joven, rebosantes los pechos hasta mojar la fea bata. Y la anciana de los zuecos, impaciente por emprender su interminable caminata en busca de la aldehuela que no se vislumbraba en patios ni pasillos. Y la maestra, tiritando de frío en 14 de abril.

—¿Por qué tiemblas tú? —inquirió la jefa.

—Me siento mal.

—Tiene calentura —dijo la madre joven.

—Cuando acabéis, dadle a esta dos aspirinas —ordenó la jefa a las celadoras.

Media hora más tarde quedaron solas las reclusas. Cada cual se entregó a la tarea de arreglar sus pobres bienes destrozados. Reían y cantaban, y se abrazaban unas a otras. Una vez que la Liviana intentó abrazar a una de ellas se sintió rechazada, y oyó una voz muy baja que le dijo:

—¡Quita de ahí, Judas! 

La Liviana fingió no haber oído nada. Siguió haciendo su vida ordinaria: el taller, la labor de croché, como todas. Nadie le volvió a decir nada. Pero empezó a sentirse sola. A la hora del paseo en el patio comenzó a sentirse sola. Sorprendió en sus compañeras miradas que no conocía. Le llegaba un sordo rumor de voces, como el ruido airado del mar cuando se escucha desde lejos, al otro lado de una montaña. Abría mucho los ojos y los oídos pero nada oía ni veía, salvo las miradas extrañas, que avanzaban hacia algo, que buscaban algo sin acabar de posarse en nada. Y aquel ruido sordo de las voces sin palabras, aquel como fino oleaje que la cercaba… Arriba, en la galería superior, las celadoras vigilaban el patio, pero estaban muy lejos. No podía reclamar su atención. No encontraba el medio de comunicarles su miedo, de hacerlas partícipes de aquella amenaza que sentía sobre sí y la llenaba de temor. Nunca supo lo que era el temor, esa cosa que enfría las manos y paraliza las piernas. Eso que debían sentir las presas políticas cuando la Falange las llamaba a declarar a la dirección de Seguridad, y que ella desconocía.

Desde arriba las celadoras veían el patio como lo veían siempre, florecido de cabezas de mujer a falta de flores auténticas, ni siquiera con la más leve brizna de hierba asomando entre las piedras. No podía traspasarlas aquel sordo rumor como de mar que comienza a embravecer. No podían ver aquellas miradas que cambiaban. Ahora tenían una expresión solo captada por la Liviana, aquellas miradas que al fin convergieron en un punto, como aquel que llega a una cita. Y acallaron aquel rumor, que no tenía nada de humano, para dar paso a un grito extraño, desarticulado, que no era de temor ni de alegría ni de odio, proferido por cien gargantas. Que ahogó el de la Liviana antes de nacer. En el barullo alguien dijo:

—Todavía están ahí las funcionarias.

Y alguien:

—No importa. Tiene que ser ahora. Así se acordó.

La manta en que se arrebujaba la maestra voló sobre muchas cabezas. El grito se dividió en gritos. Pero ahora eran de alegría, contenida por mucho tiempo, más bien desconocida de siempre. Era la locura del silencio transformado en voz y luego en cántico. Cantaban canciones infantiles, y mientras las sílabas formaban en sus labios palabras candorosas, las voces eran aullidos sin forma que atraían las miradas de las celadoras de la galería superior. Cantaban y golpeaban sobre la manta de la maestra con tercianas que, después de revolotear sobre las cabezas, había caído al suelo. Golpeaban sobre la manta con risas y alaridos.

La madre joven entregó a su hijo a la vieja de los zuecos y golpeó también con fuerza. Todas golpeaban ciegamente encima de la manta, con los pies y las manos. Golpeaban por ellas y por las demás reclusas del penal. Golpeaban por sus hombres presos o muertos, por sus propias penas y por las ajenas. Golpeaban por los cautivos víctimas de las delaciones, por los eternos días de la cárcel, por las noches sin sueño, por los años sin pan y sin leche, por la juventud sin amor, por la niñez de los niños que no conocían de España más que unas celdas estrechas y unos altos muros grises…

Cuando aquel flaco cuerpo de la Liviana, aquella fea rata delatora, dejó de ofrecer resistencia debajo de la manta, sintieron miedo, un miedo colectivo, que es más profundo y trágico que el miedo de un solo ser, que es un miedo que no cabe en el mundo. Pensaron: «La hemos matado». No, ellas no querían matar. No querían devolver muerte por muerte. Querían castigar. Demostrar a las celadoras que la chivata no había podido interrumpir en la cárcel el trabajo de las políticas, cortar su apasionada esperanza, su confianza en el mañana de España y la propia confianza, la amorosa confianza de unas en otras, la mutua ayuda, la solidaridad, la comprensión. Todo eso tan bello, tan alentador, que las ayudaba a sobrellevar la larga espera redentora, el mañana español que sería esplendoroso, como lo era ya para otros pueblos de la tierra…

Con temor, alguna tiró de una punta de la manta de la maestra y se vio a la Liviana moverse, sentarse en el suelo, recogerse sobre sí misma, extender sus brazos, con aire dolorido, a las celadoras, que miraban la escena con estupor, que hasta entonces no comprendieron.

—¡Socorro! ¡Me matan! —gritó la chivata con las pocas fuerzas que le quedaban.

Y las celadoras acudieron de todas partes en su ayuda. Pero iba a ser difícil encontrar a las culpables. Habría que castigar a las cien mujeres de las cien celdas del piso bajo del penal. Mientras la Liviana era atendida en la enfermería de los golpes sufridos aquella noche del 14 de abril, en las celdas del piso bajo, cien voces gritaban una canción de la guerra española que en este momento, para las reclusas, era una canción de victoria: El ejército del Ebro, una noche el río pasó, y a las tropas invasoras, buena paliza les dio.

Cuando las funcionarias encendieron las luces de la galería baja, cien banderitas republicanas ondearon a través de los ventanucos de las cien celdas, bajo las bombillas de carbón.

Cuento para niños de Cecilia Bohl de Faber

Érase vez y vez un pescador muy pobre, que vivía en una chocita en la orilla de un río, muy claro, muy manso, aunque profundo, el que huyendo del sol y la bulla, se entraba por entre árboles, zarzas y cañaverales a escuchar a los pajaritos que le alegraban con sus cantos.

Un día que, metido en su lanchita, iba el pescador a echar sus redes, vio bajar pausadamente por la corriente una arquita de cristal. Bogole al encuentro, y ¡cuál no sería su asombro al ver en ella acostadas sobre algodones a dos criaturas recién nacidas, niño y niña, al parecer mellizos! Al pobre pescador le dio mucha lástima de ellas y se las llevó a su mujer, que a la sazón estaba criando.

–¡Eso es! –dijo esta cuando se los presentó–. Tenemos ocho hijos, y como si no tuviésemos bastantes, me traes unos pocos más.

–Mujer –repuso el pobre pescador–, ¿y qué hacía?… ¿Dejaba ir sin projimidad ni caridad ninguna a estos angelitos río abajo, a que se muriesen de hambre o a que se los tragase la mar con sus grandes tragaderas? ¡Dios, que nos envía estos dos hijitos más, cuidará de ayudarnos a criarlos!

–Nosotros somos bien nacidos e hijos de cristianos; pero vosotros, con toda vuestra compostura y señorío, sois unos mal nacidos, sin más padre ni más madre que el río, lo propio que los sapos y las ranas.

Al recibir este insulto los huérfanos, que tenían vergüenza, se atribularon y avergonzaron tanto, que determinaron irse por esos mundos de Dios o buscar a sus padres.

–¡Hola, comadre de la ciudad! –decía una de ellas que tenía el talante un poco palurdo, a otra que lo tenía muy fino y distinguido. ¡Dichosos los ojos que la ven a usted! Pensé que tenía usted a sus amigas del campo olvidadas; ¡ya! ¡Como vive usted en un palacio!…

–Heredé el nido de mis padres –contestó la otra–, y como no lo han desvinculado, todavía lo sigo viviendo, como usted el suyo. Pero dígame, ante todo –prosiguió con fina política–, ¿cómo le va a usted y a toda su familia?

–Bien, a Dios gracias, porque aunque he tenido a mi Beatricilla con una fluxión de ojos que poco ha faltado para que se me quedase ciega, fui por nuestro remedio, el «pito–real», y se mejoró como por ensalmo.

–Pero, ¿qué novedades me cuenta usted comadre Beatriz? ¿Canta bien el ruiseñor? ¿Se eleva siempre tan airosa la alondra? ¿Se engalana el jilguero?

–Hermana –contestó la interrogada–, no tengo que contar a usted sino puros escándalos. La grey nuestra, que antes era tan inocente y morigerada, está perdida y va tomando los ejemplos de los hombres. ¡Es un dolor!

–¡Qué! ¿Las buenas costumbres y la inocencia no se encuentran en el campo ni entre los pájaros? ¡Comadre! ¿Qué me dice usted?

–La verdad pura y no más; figúrese usted que al llegar de nuestro viaje aquí, nos encontramos con las currucas, que se van cuando viene la primavera, los días largos y las flores, buscando el frío y los temporales; al ver esa insensatez, por compasión las quisimos disuadir, a lo que nos contestaron con la mayor insolencia.

–¿Cómo fue eso?

–Las dijimos:

–¿Adónde vais, locas?

–De dónde venís, disolutas,

que fuisteis pocas

y venís muchas?

Esta fue la respuesta que nos dieron, con la que nos hicieron salir los colores a la cara.

–¡Qué oigo! –exclamó su interlocutora–. ¿Quién ha osado nunca tacharnos a nosotras, las más honestas y fieles de las aves, de disolutas?
–¿Y qué pensará usted si le digo –prosiguió la primera– que la cogujada, que era tan tímida y tan mujer de bien, se ha hecho una insolente ladrona, y que

La cogujada, en su trajín,

pica el garbanzo, pica el maíz;

y al sembrador que se enfada

al ver el daño que hace,

le dice muy descarada:

«Siembra más, que este no nace».

–¡Estoy atónita!

–Pues no sabe usted de la misa la media. Cuando llegué aquí y quise entrar en mi nido, me encontré en él, muy arrellenado, a un desvergonzado gorrión. «Este nido es mío», le dije. «¿Tuyo?», me contestó el muy grosero echándose a reír. «Mío y muy mío». «La propiedad es un robo», me pitó con coraje. «Señor… ¿Está usted en sí?», le dije. «Ese nido lo labraron mis abuelos; en él me criaron mis padres, y en él criaré a mis hijos». «No hay familia», me dijo aquel emberrenchinado. Al ver esto me desmayé, y todas mis compañeras se pusieron a llorar. Cuando volví en mí, nuestros maridos habían echado a aquel pícaro ladrón. Pero usted, hermana, no verá tales escándalos por los palacios.

–¡Veo otros!… ¡Ay! ¡Si usted supiera!…

–¡Cuente usted! ¡Cuente usted! –exclamaron todas las golondrinas a un tiempo y precipitadamente; y después que el silencio se hubo restablecido, merced a un recio y prolongado «oíd», que pitó la decana, la palaciega empezó su relato en estos términos:

–Han de saber ustedes que el Rey se enamoró de la más pequeña de las hijas de un sastre, que vivía cerca de palacio, y se casó con ella; y la niña se lo merecía, porque era tan buena como hermosa y tan humilde como discreta. Sucedió que tuvo que ir el Rey a una guerra, y la Reina quedó embarazada y con el sentimiento de separarse, en aquellas circunstancias, de su marido. ¡Con razón lo sentía! Porque los ministros y cortesanos, que no la querían por Reina, por ser hija de un sastre, tramaron perderla; por lo cual, cuando salió de su ocasión, dando a luz unos hermosos mellizos, los muy pícaros escribieron al Rey que lo que la Reina había parido era un gato y una culebra.

Cuando recibió semejante nueva el Rey, furioso y avergonzado, expidió una Real orden, que mandaba que lo que la Reina hubiese parido fuese echado al río, y que fuese ella emparedada; y así se hizo. La buena Reina fue emparedada, y los angelitos, metidos en una arquita de cristal, fueron echados al río.

Las golondrinas, que son tan buenas y tan madreras, se pusieron a alimentarse en coro sobre la suerte de la pobre Reina y de las inocentes criaturas, y los mellizos se miraron asombrados, sospechando si podrían ser ellos aquellos niños abandonados.

La narradora prosiguió:

–Pero oigan ustedes lo que ha permitido Dios para burlar los planes de los malvados. La Reina fue emparedada; pero su ama, que la quería mucho, logró hacer un agujero en la pared, y por allí la suministraba alimentos, como nosotras a nuestros polluelos; y esta señora vive, aunque una vida de mártir. Los niños fueron recogidos por un buen pescador, que los ha criado, según me ha contado un amigo mío, «Martín, pescador», que está establecido a orillas del río.

Los mellizos, que esto oían, estaban enajenados y cada vez más contentos de haber aprendido la lengua de los pájaros; con lo cual se prueba que nunca se deben desperdiciar las ocasiones de aprender, pues cuando menos se piensa, puede ser de gran utilidad lo aprendido.

–De manera –dijeron con alegría las golondrinas– que cuando esos niños sean mayores, podrán recuperar su puesto al lado de su padre y libertar a su madre.

–Esto no es tan fácil –repuso la narradora–, porque no podrán identificar su persona, ni probar así la inocencia de su madre, ni la maldad de los ministros, pues sólo hay un medio por el que podían desengañar al Rey.

–¿Y cuál es? ¿Cuál es? –preguntaron a una voz todas las golondrinas. ¿Cómo lo sabe usted?

–Lo sé –contestó la interrogada– porque pasando un día por el jardín de palacio, me di de patas a pico con un cucú, que como saben ustedes es pájaro zahorí, y sabe hasta lo venidero; y discurriendo ambos sobre las cosas de palacio, me dijo lo siguiente:

(Los niños y las golondrinas se pusieron a escuchar con redoblada atención, y hasta las golondrinillas sacaron, con grave riesgo de caerse, su cabecita calva fuera de los nidos, sin que lo notasen sus madres, que a haberlo advertido, les hubiesen dado un picotazo en castigo).

–El solo que puede persuadir al Rey –prosiguió la palaciega– es el «Pájaro de la Verdad», que habla la lengua de los hombres, aunque ellos, las más veces, no saben o no quieren entenderle.

–Y ese pájaro, ¿dónde está? –pregunté yo al cucú.

–Ese pájaro está –contestó– en el castillo de «Irás y no volverás»; ese castillo lo guarda un gigante feroz, que no duerme sino un cuarto de hora en las veinticuatro. Si al despertar alcanza a alguno fuera o dentro del castillo, con su tremendo brazo le echa mano y se lo engulle, lo mismo que nosotras a un mosquito.

–¿Y dónde está ese castillo? –preguntó la curiosa comadre Beatriz.

–Eso es lo que yo no sé –contestó su amiga–; lo único que sé es que no lejos hay una torre, en la que vive una pícara bruja, que es la que sabe el camino, y que lo enseña por tal de que le traigan de la fuente que corre allí «el agua de muchos colores», que sirve para sus encantos; pero que no dirá, aunque la maten, dónde está el «Pájaro de la Verdad», al cual tiene aborrecido y quisiera matar; pero como a ese pájaro nadie lo puede matar, lo que hace ella y su compadre el gigante es tenerle preso y guardado por los pájaros de la mentira, que le tienen acogotado, sin dejarle respirar.

–¿Pero nadie más le podrá dar razón al pobre niño si llegase a ir, de dónde tienen escondido al «Pájaro de la Verdad»? –preguntaron las campesinas.
–Nadie –respondió la ciudadana–, sino un piadoso mochuelo que se ha hecho ermitaño en aquella soledad; pero de la lengua de los hombres no sabe más que la palabra «¡cruz!», que tan impresa se le quedó cuando presenció en el Calvario la crucifixión del Redentor de los hombres, que no cesa de repetirla tristemente. Así es que no se podrá hacer entender del Príncipe, aun dado el imposible caso de que por allí fuese. Pero amigas, quédense ustedes con Dios, que en tan sabrosa plática se me ha pasado la tarde en un decir Pipí; el sol va buscando su nido, que tiene hecho de espumas en el fondo del mar. Y yo voy a buscar el mío; que mis hijitos me estarán echando de menos. Con Dios… ¡Comadre «Beatriiiiz»!

Diciendo esto, la golondrina tomó su vuelo, y los niños, sin sentir con su alegría hambre ni cansancio, se levantaron y siguieron su camino en la dirección del vuelo que había tomado la golondrina.

Al toque de oraciones llegaron a una ciudad, que calcularon sería aquella en que moraba su padre. Pidieron a una buena mujer que les diese albergue por aquella noche, lo que ella, viéndolos tan bonitos y tan modositos, les concedió gustosa.

A la mañana siguiente, apenas amaneció, cuando ya estaba la niña barriendo la casa, y el niño sacando agua y regando el jardín; de manera que cuando la buena mujer se levantó, se encontró las haciendas hechas; por lo cual se mostró tan contenta que propuso a los niños que se quedasen a vivir con ella. El niño contestó que su hermana lo haría; pero que en cuanto a él, le precisaba concluir un negocio para el que había venido allí. Despidiose, pues, y siguió su camino a la buena ventura, pidiendo a Dios guiase sus pasos para llevar a cabo tan arriesgada empresa.

Tres días anduvo por esos andurriales, sin encontrar ni vestigio de torre, y al cuarto se sentó, triste y desesperanzado, a la sombra de un árbol. Sucedió que al cabo de un rato vio llegar a una tortolita, la que se posó en las ramas del árbol. Díjole el niño en su lenguaje:

–Tortolita del negro collar,

¿decirme querrás

(¡así goces tu amor por un siglo!)

donde está el castillo de Irás

y no volverás?

–¡Pobre niño! –responde la tórtola.

¿Quién tan mal te quiere

que te envía allá?

¡Es mi buena o mi mala fortuna!

contesta el rapaz.

–Pues saberlo quieres –replícale el ave–,

¡sigue el viento, que hoy sopla hacia allá!

El niño le dio las gracias, y se puso en seguida en camino, temiendo que al viento, como es tan voluntarioso y mudable, le diese gana de cambiar de rumbo.

El campo cada vez se hizo más árido y triste, y al anochecer divisó entre sombras y desnudas rocas una mole más negra que ambas, que era la torre en que moraba la bruja. Su vista amedrentaba; pero como el niño estaba animoso, como todo el que lleva por objeto muy buen propósito, siguió impávido; y llegado que hubo, tomó una piedra, y con ella tocó tres golpes a la puerta, que repitieron las concavidades de las peñas, como suspiros arrancados de sus entrañas.

Abriose la puerta y apareció en el quicio, con un candil en la mano que alumbraba su rostro, una vieja tan decrépita y tan horrenda, que el pobre niño dio, horrorizado, tres pasos atrás.

Rodeábala un ejército de lagartos, salamanquesas, cucarachas, arañas y otras sabandijas.

–¿Cómo te atreves, inmundicia ambulante –exclamó–, a venir a alborotar a mis puertas y a despertarme? ¿Qué quieres? Habla presto.

–Señora –dijo el niño–, sabiendo que sólo vos conocéis el camino que lleva al castillo de «Irás y no volverás», vengo a que me lo indiquéis, si os place.

La vieja hizo una mueca, que significaba una sonrisa burlona, y respondió:

–Bien; pero ahora es tarde; mañana irás; entra, y dormirás con estas sabandijas.

–No me puedo detener –repuso el niño–; me precisa ir ahora mismo, para regresar antes que sea de día al punto de donde vengo.

–¡Mal perro le muerda y mal gato le arañe al indócil rapaz! –gruñó rabiosa la vieja–. Si te lo digo –añadió– ha de ser con la condición de que me traigas este jarro lleno de «agua de muchos colores», que brota de la fuente que está en el patio del castillo; y si no me la traes, te convierto en lagartija para toda una eternidad.

–¡Convenidos! –respondió el niño.

Entonces la vieja llamó a un pobre perro, muy flaco y muy doliente, que tenía, y le dijo:

–Ea, ¡upa! Conduce a ese gurrapato al castillo de «Irás y no volverás», y cuidado que avises a mi compadre su llegada.

El perro gruñó, se sacudió y se puso en camino.

Al cabo de dos horas llegaron frente a un castillote muy grande, muy negro, muy triste… cuyas puertas estaban abiertas de par en par, pero sin que luz ni ruido alguno indicasen que fuese habitado; hasta los rayos de la luna, al resbalar sobre aquella masa oscura y sin vida, parecían más pálidos.

El perro se puso a aullar y siguió adelante; pero el niño, que no sabía si era o no la hora en que dormía el gigante, se paró y se apoyó temeroso y agitado en el tronco de un embebido y «frondío» acebuche, que era el solo árbol que se hallaba en aquella árida y escueta comarca.

–¡Válgame mi buen Jesús! –clamó el niño.

–«¡Cruz! ¡Cruz!» –le respondió una triste voz entre las ramas del olivo silvestre.

El niño reconoció con alborozo al ermitaño de que había hecho mención la golondrina, y le dijo en la lengua de los pájaros:

–Pobrecito mochuelo, te suplico que me ampares y que me guíes, puesto que vengo en busca del «Pájaro de la Verdad», y antes tengo que llevar a la bruja de la torre «el agua de los muchos colores».

–No hagas eso– contestó el mochuelo–; sino llena el jarro del agua clara y pura que brota de un manantial al pie de la fuente del «agua de muchos colores»; en seguida entra en la pajarera, que se halla al frente de la puerta; no escojas ninguno de los pájaros de vistosos colores que te salgan al encuentro y te atolondren gritándote todos a la par, que ellos son el «Pájaro de la Verdad», sino coge a un pajarito blanco, a quien los otros tienen arrinconado, y a quien persiguen sin descanso sin poderlo matar, porque no puede morir. Pero… ¡apresúrate!, porque en este instante se acaba de quedar dormido el gigante, y su sueño no dura más que un cuarto de hora.

El niño echó a correr, entró en el patio, donde halló la fuente, que tenía muchos caños, por los que vertía agua de distintos colores; pero, no los miró, sino que llenó su jarro del manantial de agua clara y pura que brotaba al pie de la fuente, y se encaminó a la pajarera. Apenas entró, cuando se vio rodeado de una bandada de pájaros: los unos, cuervos negros; otros, pavos reales; otros, chorlitos, y todos le aseguraban ser ellos el «Pájaro de la Verdad»; pero el niño no se dejó embaucar, sino siguió derecho, y descubriendo arrinconado al pájaro blanco a quien buscaba, le tomó, le abrigó en su pecho y se salió, no sin llevar sendos picotazos de los enemigos del «Pájaro de la Verdad».

El niño se encaminó sin dejar de correr hacia la torre de la bruja. Cuando hubo llegado, la vieja cogió el jarro y le tiró al niño todo el agua que contenía, creyendo que era la de los muchos colores, y que el niño se convertiría en un loro; pero como era agua pura y clara, el niño, al recibirla, se puso mucho más hermoso. Acudieron en seguida a empaparse en ella todas las sabandijas, que eran las personas que habían ido allí con el mismo intento que había llevado el niño, por lo cual todos los lagartos se volvieron caballeros andantes; las lagartijas, princesas; los grillos, músicos; los cigarrones, danzantes; las chicharras, periodistas; las arañas, doncellas; las curianas, estudiantes; los escarabajos, doctores; los mosquitos, cantantes; las moscas, viudas, y los gorgojos, niños.

Cuando la bruja vio aquello, tomó una escoba, se montó en ella y echó a volar.

Los desencantados, señoras, señores y niños, dieron gracias a su libertador, y cada cual tiró por su lado.

Cuál sería la alegría de su hermana al ver llegar al niño con el «Pájaro de la Verdad», fácil es de suponer; pero quedaba una cosa muy difícil, y era hacer penetrar al «Pájaro de la Verdad» hasta el Rey sin que lo impidiesen todos aquellos cortesanos que estaban interesados en que no llegase a saberla ni a descubrir el gran delito que habían cometido.

Hubo más. Habiendo cundido por la corte que en ella se encontraba el «Pájaro de la Verdad», fue tal el susto que inspiró esta noticia, que pocos eran los que dormían tranquilos.

Se prepararon contra él toda clase de armas, a cual más afiladas, a cual más emponzoñadas; se proporcionaron halcones para perseguirlo; jaulas, calabozos en que encerrarlo, si matarlo no lograban; se le difamó diciendo que su blancura era hipócrita afeite con que encubría su negro plumaje; se le deprimió y ridiculizó de todas maneras, con talento y sin él. Al fin, tanto se habló del «Pájaro de la Verdad», que llegó esta nueva a los oídos del Rey, que se empeñó en verle; y por más que las intrigas de la gente de la Corte lo quisieron impedir, Su Majestad mandó terminantemente que se echase un pregón que hacía saber que aquel que tuviese en su poder al «Pájaro de la Verdad» le presentase sin detención al Rey.

El niño, que no deseaba otra cosa, acudió a palacio, llevando en su pecho al «Pájaro de la Verdad»; pero como es de suponer, no le quisieron dejar entrar los cortesanos.

Entonces el pajarito se echó a volar, se entró en las estancias reales por un balcón, se presentó al Rey, y le dijo:

–Señor: yo soy el «Pájaro de la Verdad»; al niño que me trae en su pecho, no le han querido dejar entrar los cortesanos de V. M.

El Rey mandó luego que subiese el niño, que lo hizo con su hermanita, a quien había llevado consigo. Luego que estuvieron en su presencia, les preguntó el Rey quiénes eran.

–Que se lo diga a Vuestra Real Majestad el «Pájaro de la Verdad» –contestó el niño.

E interrogado este por el Rey, le respondió que aquellos niños eran sus propios hijos, y le relató cuanto había sucedido.

Apenas se enteró el Rey de tan inicua trama, cuando estrechó con lágrimas de gozo, a los niños en sus brazos; mandó venir albañiles, que abrieron el hueco en el que por tantos años había estado emparedada la buena Reina, y del cual salió la pobrecita tan blanca, que parecía una Reina de mármol; pero apenas vio a sus hijos, cuando brotó a sus mejillas la sangre de su corazón y se puso más hermosa que nunca lo había estado. El Rey la abrazó y la sentó en el trono, y a su lado los Príncipes, sus hijos. Mandó venir al buen pescador, al que hizo jefe del Ministerio de la Pesca; a la fiel y bondadosa ama se la jubiló, se la sentó en un sillón de muelles, con un rosario en una mano y un abanico en la otra, y se la nombró «Duquesa de la Huelga». Repartiéronse muchas gracias y dones, y yo fui y vine y no me dieron nada.

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