Estoy viendo con ánimo de revival la serie televisiva Colombo, que da vida al detective de Homicidios más suspicaz de las últimas décadas del pasado siglo. Creo que mi idea subconsciente era establecer un antes y un después: de mis gustos televisivos, de la persona que era y que soy, e incluso del modo en que ha cambiado la manera de narrar un crimen ficticio. Y lo que percibo tras ver la primera temporada, con razón o sin ella, es que antes todo era más sencillo: la vida, la muerte, e incluso los asesinatos…
En Colombo la sencillez y la sagacidad se dan la mano. No son crímenes escabrosos los que resuelve este detective de Los Ángeles, famoso por vestir siempre gabardina, ni necesita el aparataje científico de CSI. No, Colombo se vale de su intuición y su astucia para encarrilar los casos prácticamente desde el principio. Su gris atuendo, su viejo coche, su voz gutural y su pelo desaliñado no inspiran en principio temor en los investigados, personas ricas y poderosas que se creen con derecho a eliminar a quien les estorba. Pero este teniente de torpe e impostada humildad que va por libre, carente de glamur y sin más apoyo que su pulsión por no dejar cabos sueltos, acaba por capturar una y otra vez al asesino (y lo escribo en masculino, pues suelen ser hombres, y en presente, porque su legado sigue vivo en mi álbum de nostalgias televisivas).
Son muchas las series de este tipo que vinieron después de Colombo (Se ha escrito un crimen, Kojak,Bosch, Ley y orden…), pero el inolvidable detective interpretado por Peter Falk es sin duda el molde original, el cuño chusco y genial del que salieron las demás propuestas televisivas.
Colombo es, en fin, paradigma de una generación de espectadores que hoy peinamos canas y que crecimos pensando, ingenuos de nosotros, que nuestras vidas estaban sujetas al dictamen de la razón y la justicia en un mundo en que los malos siempre acaban pagando por sus actos.
Francisco Rodríguez Criado, «El Periódico de Extremadura», 25/9/2024
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