Belle de jour, o la sexualidad según Buñuel frente a Séverine. Por Miguel Bravo Vadillo

                                                                                                                                                           «Yo es otro».

                                                                                     ARTHUR RIMBAUD

Pocas películas sobre la sexualidad humana han sido rodadas con el talento y la sutileza de Belle de jour (Luis Buñuel, 1967). De hecho, podemos evidenciar que en décadas posteriores este filme ha sido superado por otros en lo que se refiere a escenas de sexo explícito (avaladas por la desaparición del código Hays y una consecuente relajación de la censura); pero ya es más difícil demostrar que lo haya sido en la concepción poética con que manifiesta los deseos más íntimos e inconfesables del ser humano, en este caso concreto, de una mujer: Séverine (interpretada por una fría y distante Catherine Deneuve, cualidades que, sin duda, evidencian más si cabe el carácter de su introversión y de su doble moral burguesa). La razón de que Buñuel supedite las distintas técnicas cinematográficas a la sublimación poética cabe hallarla, cómo no, en el hecho de que haya estado siempre tan unido al movimiento surrealista. Como escribiera Camilo José Cela en su impagable Enciclopedia del erotismo, para los surrealistas «el mundo onírico y las fabulaciones (…) fueron la base de la creación, y la pulsión sexual representó la fuerza que movía a soñar y a crear, artística y literariamente. (…) El surrealismo aparece repleto de erotismo libre y fantástico, casi nunca de sexo meramente procreador y jamás de pornografía, sin duda porque la mera representación de lo real en primera instancia le repugna y es despreciado en tanto en cuanto no permite el misterio ni la evocación». Belle de jour es una película que ilustra a la perfección estas palabras.

Partiendo de esta base, es fácil suponer que sexualidad, literatura, surrealismo, simbolismo y teorías psicoanalíticas forman parte del mismo entramado en esta obra maestra del genio de Calenda. El surrealismo pretendía la liberación de la humanidad a través de una revolución social que cambiara el mundo. Pero una revolución que debía comenzar en el interior del ser. El deseo sexual y la imaginación eran dos de los artífices de esa revolución. El deseo sin cortapisas, ya libre de los obstáculos morales que pueda imponer la realidad social, es en sí mismo revolucionario. El enemigo a batir, claro, era la burguesía, una clase social a la que los surrealistas consideraban tediosamente convencional y carente de toda capacidad creativa. Breton argumentaba que los ideales y modos de sentir del surrealismo se reducían a la necesidad de cambiar la vida (consigna que ya aparece en Rimbaud, uno de los poetas más apreciados por el movimiento) y de transformar el mundo (como pretendiera Karl Marx).

Cabe mencionar que Buñuel comulgara con el ideario comunista en algunas etapas de su vida, y no creo que sea gratuito el hecho de que el personaje que abusa de Séverine en su infancia sea un obrero, mientras que ella pertenece a una clase social acomodada. Ya en su edad adulta, Séverine anhelará (como perfecta burguesa, al decir de algunas corrientes psicoanalíticas) ser poseída por hombres de clase social inferior, hombres que, además, la insulten, la rebajen, la dominen e incluso la asusten. Y es que, si Emmanuel era la antivirgen, podemos convenir en que Séverine es la Anticenicienta y en que no siente ninguna atracción sexual por su esposo Pierre (Jean Sorel), claramente perfilado en el rol de perfecto príncipe de cuento: flemático, abúlico y prosaico. Séverine no se atreve a confesar a su marido sus fantasías masoquistas porque teme su incomprensión y quizá sus reproches; y este, por su parte, es incapaz siquiera de imaginarlas, aunque aparece en dichas fantasías como amo y señor de su esposa (tal y como ella desearía que fuera en realidad). Y es que la curiosidad innata de Séverine la mantiene en un plano vital muy alejado del que ocupa el parsimonioso Pierre, su marido. Solo Husson, un refinado sádico (y amigo de Pierre), consigue ver en el interior de su alma, más allá de su gélido rostro, y será él quien le dé la dirección del burdel de madame Anaïs, no sin que antes una amiga de este (una tal Renée) le haya preparado el terreno avivando la curiosidad de Séverine por la doble vida de una tal Henriette.

Por otra parte, esa experiencia traumática vivida en su infancia hace que Séverine se sienta tan culpable como si hubiese traicionado a su padre, para quien se considera muerta, y a quien imagina en el rol de un aristócrata necrófilo (episodio este claramente onírico, en contra de lo que algunos críticos opinan, y en el que hace una pequeña aparición el propio Buñuel). Como ya sabemos, Freud establecía una clara relación entre el masoquismo y la pulsión de muerte, a través de un proceso en el que se mortifica a Eros para transmitir su carácter sexual a Tánatos, con el fin de liberarse de las tensiones vitales. Este padre onírico de Séverine utiliza expresiones cargadas de simbolismo que nos remiten, especialmente, a la poesía de Baudelaire y de Rimbaud; y nos da una muestra de la cultura literaria de la protagonista del filme, quien tampoco desconoce las obras de los clásicos grecolatinos, como Homero y Virgilio (conocimientos que demuestra en otra secuencia de la película, en la que Buñuel aprovecha para darnos a entender que Séverine carga a cuestas, metafóricamente, con la figura del padre). Séverine, por tanto, no solo posee una posición económica desahogada, sino que es también una mujer culta (y «¿no es cierto que cuanto más culto se es más se saborean los placeres de la voluptuosidad?», escribiría el marqués de Sade).

No, Séverine no es Cenicienta. Pero si hay un personaje de cuento con el que me gusta compararla, ese es el de la pequeña Alicia de Lewis Carroll. Séverine sería una Alicia adulta, que siente la misma curiosidad y el mismo temor ante la puerta del burdel que el personaje de Carroll ante el espejo. Precisamente, una de las frases que la pequeña Alicia intercambia con su gato Mino (y que, sin buscarle tres pies al gato, podemos considerar cargada de simbolismo erótico) es la siguiente: «¡Oh Mino, qué bonito sería poder entrar en la Casa del Espejo! ¡Estoy segura de que contiene un montón de cosas maravillosas!». Eso mismo cabe pensar que imagina la propia Séverine delante de esa puerta que tanto desea y, al mismo tiempo, tanto teme cruzar. Por otra parte, en una secuencia del filme, Séverine dice para su coleto (aunque el receptor mental de dichas palabras es su marido): «No sé cómo explicártelo, hay tantas cosas que ni yo misma entiendo…». Y parece que fuera la propia Alicia hablando con la oruga del cuento de Carroll: «Me temo, señor, no poder explicarme a mí misma, porque yo ya no soy yo; ¿ve usted?». Y es que Séverine, después de adentrarse en ese mundo prohibido de la prostitución ya no es la misma que era y, sin embargo, es más ella misma.

Para el psicoanálisis parece evidente que el masoquista alivia sus sentimientos de culpa a través del castigo, y que tiende con ello a reproducir y liberar experiencias infantiles traumáticas. Algunos estudios apuntan a que el masoquista anhela abandonar todo tipo de responsabilidades del mundo adulto, especialmente las que le parecen desagradables o más agobiantes, retomando un estado infantil más libre («eres como una niña», le dice Pierre a Séverine en cierta ocasión); libre, claro está, de la responsabilidad de tener que decidir por sí misma, ya que durante su infancia eran las personas adultas quienes tomaban las decisiones en su lugar. En Séverine existe, por tanto, lo que los psicoanalistas han dado en llamar una regresión a la fase anal-sádica, donde ser pegado equivale a ser amado, y donde se establece una clara relación entre conciencia de culpa y erotismo. Obsérvese las marcadas contradicciones en el carácter de Séverine, por un lado deseosa de convertirse en una puta, mujer de todos, insultada y embarrada literalmente (como aparece en una de las escenas oníricas), y, por otro, presa de obsesivas manías de limpieza (hasta el punto de quemar su ropa interior por considerarla contaminada). Pero también es cierto que el carácter masoquista de Séverine encubre una pulsión sádica que se manifiesta en el trato que dispensa a su indolente marido: «¿Para qué me sirve tu ternura?», dice ella en la primera escena onírica de la película, «¡Qué malvada eres conmigo a veces!», responde él.

Tras estas consideraciones sobre el supuesto carácter infantil de Séverine, no es difícil colegir que su vida en el burdel es para ella como un juego. El burdel es, para ella, un escenario en el que simplemente interpreta un papel; y a esto contribuye el hecho de adoptar otro nombre (allí no será Séverine, sino Belle de jour). Todo cuanto experimenta tras aquella puerta es para ella como una obra de teatro, algo puramente ficticio que prefiere mantener en un segundo plano, alejado de lo que considera su vida real. De esta manera se hace a la idea de que todo cuanto sucede entre aquellas cuatro paredes no está sucediendo realmente: solo es la representación de un sueño, la puesta en escena de un sueño, y para ella está en el mismo nivel de realidad que su propio mundo onírico. No hay peligro, pues, de que los personajes de su vida real sufran el menor daño. Algo parecido pretendía el doctor Jekyll en la celebérrima novela de Stevenson cuando quería separar en dos personas diferentes una misma dualidad del alma (la perversa y la bondadosa) para mantener intacta su vida burguesa entre aquellos que lo admiraban por su buena reputación. De hecho, cuando Marcel (el cliente del burdel que se enamora de ella) le pregunta si quiere al otro (su marido), ella responde que sí. Entonces, aquel queda extrañado de que ella se prostituya. «Son cosas distintas», aclara Séverine, en cuya mente, y solo en su mente, estas dualidades se interrelacionan y cobran sentido formando un todo unitario.

Es incuestionable que la vida en el burdel ayuda a Séverine a conciliar su anodina vida real con su imaginación lasciva (ya Freud estableció la disociación entre realidad y deseo), en esa conciliación de los contrarios que tanto anhelaban los surrealistas: «la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, lo pasado y lo futuro, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo dejan de ser percibidos contradictoriamente», diría André Breton. Esta opinión sobre la conciliación de los contrarios sería compartida por el psicólogo Carl Jung en su principio de individuación; de hecho, Jung (discípulo de Freud, aunque más tarde discreparía de las teorías de su maestro sobre la libido) vería en Séverine a una mujer introvertida a la búsqueda de su propia realización como individuo. Sin embargo, cuando Husson (un personaje del mundo real) irrumpe en el burdel, confluirán de manera inesperada los dos planos vitales que Séverine pretendía mantener separados; y esto la hace recapacitar seriamente sobre su doble vida. La conversación que mantienen ambos personajes a este respecto es francamente esclarecedora. Husson la humilla cuando la desprecia (rechaza sus servicios) y, además, le entrega dinero para que compre bombones a su marido; pero le asegura que no contará nada a Pierre, a quien dice admirar. Podemos suponer que la última escena, en la que Husson se presenta en casa de Séverine para hablar con Pierre, es completamente onírica, aunque esto sea imposible de aseverar. Acto seguido, ella imagina un duelo entre ambos hombres (y no olvidemos que estos representan, precisamente, cada uno de los mundos que ella pretendía mantener separados); significativamente, solo ella resultará herida.

Llegados a este punto, podríamos deducir que Séverine se encuentra finalmente a sí misma tras la catarsis que supone para ella el hecho de que Marcel (personaje del burdel/teatro) invada su vida cotidiana y atente contra la vida de su marido. Este, postrado ahora en una silla de ruedas, deja de ser el perfecto príncipe de cuento (necesita ayuda), y Séverine podrá ayudarlo, sumisamente, para liberar así su culpa. Pero Buñuel no quiere ponernos las cosas fáciles, y encabeza la última escena de la película con dos planos fundidos (confundidos, más bien), que representan el campo y la ciudad: el plano onírico de sus fantasías y el plano en que se desarrolla su vida real. De tal manera que no sabemos qué parte de esta última escena corresponde a la realidad y cuál a su imaginación. Un final, en cualquier caso, que, tras el perfecto y fluido ensamblaje entre realidad y ficción a lo largo de todo el metraje, lejos de resultar insatisfactorio para el espectador, se hace necesario y consecuente.

Cabe señalar, desde el punto de vista simbólico (tanto formal como funcional), algunos elementos recurrentes que aparecen en las fantasías de Séverine: cascabeles (testículos), ruido de cascabeles (excitación sexual masculina), esquilas (penes), carruaje (prostituta), toros (virilidad), limones (testículos), limones partidos (castración), asfódelos (la flor de la muerte), etc. Pero quizá el simbolismo más recurrente sea el que Buñuel atribuye a los gatos, y en especial a la expresión soltar a los gatos. Si acudimos, nuevamente, a la Enciclopedia del erotismo de Cela, veremos que el término gatera es definido como vulva. Partiendo de esta acepción, cuesta poco imaginar el sentido de la palabra gato, o de soltar a los gatos. Por otra parte, el gato era el animal predilecto de Baudelaire, y aparecía asiduamente en su poesía. También era símbolo erótico, relacionado con la fertilidad y la felicidad, en el antiguo Egipto. Y un dato curioso, gato se designa, en el lenguaje de la calle, a los sirvientes o lacayos en algunos países sudamericanos (conocimiento que Buñuel no ignoraba). En el burdel también aparecen algunos referentes de carácter simbólico que vale la pena señalar. Por ejemplo, el tintero (vulva), que en un momento determinado pide un cliente (a lo que madame Anaïs responde, ingenuamente, que allí no tienen tinteros); el calcetín roto de Marcel (preservativo roto, que nos hace pensar que Séverine tendrá un hijo suyo); la flor del jazmín (sensualidad); y algunos más que el lector, si lo desea, podrá entretenerse en rastrear. Por lo que a mí respecta, prefiero dejarme alguno en el tintero.

Tampoco podemos dejar de advertir que por la película desfilan todo tipo de comportamientos sexuales: sadismo, masoquismo, fetichismo, necrofilia, homosexualidad, bisexualidad, incesto, masturbación, prostitución, adulterio, escoptofilia, exhibicionismo, pederastia, partenofilia; así como cualquier otra práctica sexual imaginable e inimaginable, como lo prueba la misteriosa caja del hombre oriental, donde cada espectador puede encerrar o liberar –como en caja de Pandora– sus más recónditas e impronunciables perversiones. No en vano, esta cajita nos recuerda a la que el aviador dibujó para el principito en la obra de Saint-Exupéry, diciéndole que ahí estaba el cordero que este le había pedido, quedando el principito la mar de satisfecho, pues era tal y como su imaginación se lo representaba. ¡Nada tan poderoso como la imaginación!

Todo el aspecto formal de la película es, en definitiva, culto y refinado; a pesar de la crudeza y ferocidad implícita que, a menudo, pueda desprenderse de sus secuencias. Y es que el sexo en Belle de jour (Luis Buñuel, 1967) no es explícito, por la simple y llana razón de que el buen sexo es un puro ejercicio mental y no gimnástico. Aun así, no debe extrañarnos que el propio Buñuel calificara su película de pornográfica (noción que nada tiene que ver con aquella a la que hace referencia Cela en el primer párrafo de este artículo); pues, en sentido etimológico y según el origen griego del término, pornografía no significa otra cosa que «descripción de una prostituta». En cualquier caso, viendo el cine de este señor, se hace necesario revisar algunos conceptos que, quizás erróneamente, juzgábamos inamovibles.

Y ahora es cuando me toca decir que al diablo con el puto psicoanálisis. Es posible que en los tiempos en que Buñuel rodó su película, Séverine pudiese presentar –desde el punto de vista freudiano– determinados trastornos neuróticos motivados por una angustia de carácter sexual (por no mencionar su inadaptación social). ¿Pero qué ser inteligente puede adaptarse sin más a una realidad cotidiana casi siempre insulsa? ¿Quién no necesita soñar? Sin embargo, quiero creer que muchos conceptos psicoanalíticos de carácter sexual están superados en la actualidad, donde hombres y mujeres deciden vivir su sexualidad de la forma más natural posible, sin temor a su desnudez («el hombre lleva vestimentas porque ya no es casto», quedó dicho Rimbaud) y sin la horrible sensación de vivirla de manera traumática o pecaminosa; sino aprovechando como un punto a favor, enriquecedor precisamente, su imaginación y su capacidad de erotismo, que al fin y al cabo es lo que diferencia la sexualidad humana de la meramente animal o procreadora. Y esa imaginación erótica puede, y debe, verse respaldada por el rito, el teatro, el juego, siempre de común acuerdo entre los amantes.

Antes de acabar este artículo es de justicia subrayar que el nombre de Séverine está tomado del protagonista masculino (Severin von Kusiemnski) de La Venus de las pieles, novela de Leopold von Sacher-Masoch (de cuyo apellido deriva el término masoquismo). De hecho, el ginecólogo masoquista de la película (aquel que finge ser el sirviente de una marquesa) es una supuesta traslación del propio Sacher-Masoch, quien bajo contrato mantuvo relaciones sadomasoquistas con la escritora Fanny Pistor, la cual encarnaba el rol de baronesa, mientras él fingía ser su sirviente.

Por cierto, Cela escribiría en su novela La cruz de San Andrés que «cuando a la mujer le falta el horizonte, se refugia en la cama o en la oración». Séverine, como bien sabemos, no escogió la oración. Pero también es cierto que existen otras opciones de refugio (no necesariamente compatibles con las anteriores, pero tampoco excluyentes a la fuerza); y si algunas personas se refugian en el sexo o en la religión para combatir sus angustias existenciales, otras bien pueden hacerlo en el arte o en la literatura (en lo que Freud llamaría un ejercicio de sublimación). Dicho esto, creo que va siendo hora de terminar este artículo y dedicarme a otros menesteres; no sea que al final me traicione el subconsciente. Solo quiero añadir que quizá sea esta la película más perfecta de Buñuel. Desde luego es mi favorita junto con El fantasma de la libertad (Luis Buñuel, 1974), aunque todas me gustan. Bueno, casi todas.

*****

Belle de jour, o la sexualidad según Buñuel frente a Séverine (Belle de jour, de Luis Buñuel). Artículo corregido sobre el publicado en la revista de cine Versión Original en julio/agosto de 2010 (n.º 184, monográfico: El sexo).

Miguel Bravo Vadillo

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