Con un tres por ciento de la población mundial autodeclarada asexual, algunos creen que la asexualidad va camino de convertirse en la revolución sexual del siglo XXI. Bob Dylan tenía razón: los tiempos están cambiando. Antes una revolución bien hecha se cobraba vidas al por mayor y tenía en el derramamiento de sangre su mejor moneda de cambio. Donde antes se instalaba alegremente una guillotina, hoy levantamos un monumento a la nada. Hacer la revolución cuando todo parece inventado consiste en cruzarse de brazos. Ya ni siquiera pedimos “¡que inventen otros!”, ahora el gran invento consiste en no inventar nada.
Tras un siglo marcado por el nudismo, el sexo libre, el intercambio de parejas, el dogging y los aparatos sexuales (pomposamente llamados “juguetes para adulto”), la gran novedad erótica se resume en la renuncia al erotismo. Hemos de darle pues la razón al escritor Remy de Gourmont, según el cual la más singular de las aberraciones sexuales es la castidad. No son tiempos para el Marqués de Sade, sino para los plebeyos de la inacción sin más anhelo revolucionario que el de tumbarse en una hamaca y observar cómo crece la hierba.
Pero si la sociedad llega algún día a abrazar la asexualidad de manera masiva, no va a ser por probar algo nuevo y aberrante, sino por ahorrarse los muchos disgustos que el sexo suministra entreverados de placer. Muerto el perro, se acabó la rabia. Sin el deseo carnal la vida sería más aburrida, pero también menos complicada. La asexualidad no es una nueva filosofía, como afirman algunos ilusos, sino la carta de presentación de los perezosos de siempre.
Francisco Rodríguez Criado, escritor y corrector de estilo
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