Amsterdam (un relato de Ramón Zarragoitia)

Aún recuerdo las palabras que me dijo mi difunto padre el día que cumplí dieciocho años: «Muchacho, somos hombres y tenemos nuestras necesidades». Acto seguido tomamos un taxi que nos condujo hasta el mismo centro del Wallen: el Barrio Rojo de Amsterdam. No negaré, sería cínico por mi parte, que fuimos a lo que fuimos. Es más, reconozco que aquella primera experiencia carnal (de pago) me gustó tanto que la he repetido cientos de veces desde entonces.

Una vez al trimestre, cuando me sobra un puñado de euros, tomo el cercanías hasta la estación central. Si voy bien de tiempo, pues procuro rematar siempre la visita con alguna compra menor para guardar las apariencias frente a mi esposa, suelo tomar una taza de té con marihuana en el Buster´s, mi “coffee shop” favorito. Después me adentro en el famoso barrio por la Warmoesstraat.

Es difícil concretar ese algo que hace del Wallen un lugar tan especial. ¿Serán sus canales? ¿Acaso los cientos de macetas que lo pueblan? ¿O quizá se trate de la promesa de una caza segura y sin contratiempos que flota en el aire como un perfume dulzón y embriagador? Lástima que la maldita crisis esté acabando con todo lo bueno; incluso con mi matrimonio. ¡Ah!, ¿que no se lo creen? Pues juzguen ustedes:

Ayer mismo, por la tarde, decidí hacer una escapada al Rojo. A pesar de la advertencia constante de Marleen de que no tenemos un clavel en el banco, y de su monótono recordatorio sobre lo que a punto estuvo de ocurrirle a la mismísima ING este último invierno, me dije que ya tocaba. Fiel a mis costumbres, deambulé junto a los canales portando una bolsita de plástico que contenía una novela y algunos caramelos de jengibre. El tiempo acompañaba. Por ese motivo, me animé a recorrer varios callejones tratando de localizar un escaparate de aluminio dorado. Durante mi última visita me había impactado por la morbosa pelirroja de ojos verdes embutida en cuero y látex que albergaba. Recuerdo que había terminado la faena de aquella jornada y que ni mi maltrecho bolsillo ni mi salud de cincuentón me habrían permitido concederme otra alegría. Así que lo dejé para otra ocasión: bajo el firme propósito de buscarla hasta en el mismísimo fondo de los canales si hiciera falta.

Y en eso estaba, tratando de recordar en qué calleja se ubicaba el dichoso escaparate de la pelirroja, cuando al doblar la esquina con Heintje, bajo la luz carmesí de un farolillo de forja, me di de lleno con Marleen. Mi fiel esposa lucía un explosivo conjunto compuesto de tanga con encaje y sujetador de seda negra. Lo remataba mediante zapatos puntiagudos de charol; posiblemente, con los tacones más altos y afilados que jamás se hayan visto en toda Holanda. Ella no podía distinguirme. De medio lado en el interior del establecimiento, acariciaba el rostro de un fornido joven antillano que se cubría las rastas con un gorro arcoíris.

En ese momento me di cuenta de que muchas de aquellas mujeres, además de profesionales del negocio carnal, son esposas. Incluso abnegadas madres que luchan como pueden por sacar a su familia adelante. Tuve miedo de que mi compañera, la madre de mis dos hijos, me descubriese sobre la acera de pavés, atónito, sin cintura para decidir si debería enfadarme y obligarla a regresar a casa o disculparme por no haber sido capaz de descubrir el alcance de los sacrificios que, sabe Dios desde cuándo, venía haciendo por nosotros.

Opté por darme la vuelta y me apresuré en volver a la estación para tomar el tren. Quería regresar lo antes posible, ordenar un poco el salón–comedor y sorprender a Marleen con una inolvidable cena romántica.

La verdad es que no tuve valor para comentarle nada cuando llegó a casa un par de horas más tarde. Ella por su parte, recibió mi sorpresa con muestras de alegría y agradecimiento. Después, como era lógico y pretendido, hicimos el amor: sin prisa, buscando más la complicidad de la pareja que el mero placer. En el Wallen habían quedado los tacones de “Killer” y la ropa interior de seda; supongo que junto a mi afición por la caza (de pago).


“AMSTERDAM” está incluido en el libro Topónimos, Letras cascabeleras, 2019). Más información en Letras Cascabeleras y en Amazon .

EL AUTOR

Ramón Zarragoitia (Gorliz, Vizcaya, 1970). Urbanista de formación, reparte su tiempo entre la Literatura y la Filología. Ha publicado la novela breve Me miro al espejo… y me gusta lo que veo (Groenlandia, 2013), el libro de cuentos Epistolario de un soñador (Letras Cascabeleras, 2014) y actualmente promociona el compendio de relatos Topónimos (Letras Cascabeleras, 2019). Su obra ha recibido algunos reconocimientos: como el Fundación Imprimátur o El Encierro de San Sebastián de los Reyes de relato. También ha colaborado con diversas revistas literarias como: Fábula; Yzur; La bolsa de pipas; Excodra; Periplo; Entropía; La sirena varada; Acantilados de papel o Narrativas, entre otras. Mantiene el Blog literario SCRIPTUM, Despacho de Letras

Sección de Relatos Cortos

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