Brumas del tiempo (Ágora, de Alejandro Amenábar)

Miguel Bravo Vadillo comparte con los lectores de Modelnos sus impresiones sobre la película Ágora, de Alejandro Amenábar.

Brumas del tiempo (Ágora, de Alejandro Amenábar)

                                                      «Creer en el hombre significa creer en su 

                                                      libertad. Libertad de pensamiento, de palabra, de

                                                     crítica, de oposición».

                                                                                                    ORIANA FALLACI

Ágora (Alejandro Amenábar, 2009)es una película tan magna como la propia ciudad de Alejandro, y el crítico bienintencionado no puede sino sentir vértigo a la hora de abordarla. Su grandeza es tal que para que el espectador pueda apreciarla por completo, este debería abrir su mente de par en par y ver el filme sin prejuicios de ninguna clase. Después, solo le restará rendirse a la genialidad de un director que ha demostrado no tener límites y para quien ningún reto parece imposible de abordar. Imagino que el esfuerzo realizado por Amenábar para hacer realidad este descomunal sueño habrá sido proporcional a su grandeza, y –como dicen los ángeles del Fausto de Goethe– «bien merece un premio aquel que se esfuerza constantemente».

La capacidad de síntesis de Alejandro Amenábar, su empleo conciso de las ideas, la belleza de las imágenes, su manera preciosista de narrar con realismo un hecho histórico ambientado en la espectacular Alejandría de los siglos IV y V son admirables. Sus propuestas artísticas son tan acertadas como originales, y se apoyan con inteligencia en un guión construido a base de diálogos accesibles pero profundos. En suma, estamos hablando de una película bella, lúcida, compleja y emocionante. De una belleza que fascinará al espectador sensible; de una lucidez capaz de asombrar al más instruido; de una complejidad que, sin duda, dejará confuso al menos avisado; y de una emoción completamente innovadora, pues no descansa en la apasionada escenificación de los sentimientos y caracteres de los personajes, sino en la brillante representación del conflicto entre las ideas que estos defienden. Y Amenábar resuelve todo este entramado de elementos ideológicos, históricos, científicos y escénicos con la misma solvencia y precisión con que los grandes artistas ejecutan una obra de arte. Pero de la película de Amenábar no solo sorprende su maestría y brillantez, sino también su nacionalidad: estamos hablando de la película española más vista del año 2009.

La acción del filme parece representarse sobre un tablero de ajedrez –entiéndase la Alejandría de finales del siglo IV–, en el que distintas facciones religiosas se disputan el poder ideológico (y, por ende, político) sobre la ciudad. Las reyertas callejeras, con las correspondientes muertes de algunos peones y otras piezas de cierto relieve social, crean el clima de confusión y descontento que abrirá la partida de forma definitiva; pero en un determinado momento, una de estas facciones religiosas comprende de forma clarividente que la mejor manera de hacer jaque mate al rey (llámese Orestes o, picando más alto, el propio Imperio Romano) es eliminando primero a la reina. Y la supuesta reina de este tablero es Hipatia, filósofa y matemática cuyo pensamiento gozaba de gran reputación en la ciudad y, muy especialmente, en los círculos cercanos al prefecto Orestes.

Amenábar nos presenta a esta mujer como una ciudadana ejemplar por su sabiduría y tolerancia, verdadero faro moral de la Alejandría de su época. Era Alejandría, por entonces, una ciudad de tradición multicultural, pero agitada por revueltas religiosas que Constantino I intentó aplacar, sin éxito, con el llamado edicto de Milán (año 313), con el que permitía la libertad de culto en todo el Imperio (esto hizo que la religión cristiana, hasta entonces prohibida, pudiese convivir en condiciones de legalidad con los distintos cultos romanos). Esta situación de aparente normalidad se vería, finalmente, desequilibrada en tiempos de Teodosio I, quien con el edicto de Tesalónica (año 380) y las posteriores prohibiciones de los cultos paganos (auspiciadas por San Ambrosio) inclinaría la balanza, ya de forma definitiva, del lado del cristianismo y propiciaría con ello el marco sociopolítico adecuado para que soldados imperiales y ciudadanos cristianos –amparados por el patriarca Teófilo– se atrevieran a tomar el Serapeo y, más tarde –ya con Cirilo como patriarca de la ciudad–, a atentar contra la vida de la propia pensadora neoplatónica. Las autoridades cristianas acusaban a Hipatia de haber enturbiado con malas artes las relaciones entre Cirilo –que, como buen católico, no toleraba el culto a otros dioses distintos del suyo: único y verdadero– y Orestes –también cristiano, pero tolerante con el resto de cultos religiosos de la ciudad, la cual gobernaba como prefecto (que no perfecto) romano–. No hay espacio en este artículo (ni en la película de Amenábar, en realidad) para explicar al detalle el marco histórico en el que tuvieron lugar estos deleznables acontecimientos; pero cabe decir que las relaciones político-religiosas entre Teodosio I y el obispo San Ambrosio fueron cruciales en este período para el devenir de la historia de Occidente.

Amenábar, Hipatia, película, Ágora

Es cierto que han sido muchos los personajes reales llevados al cine. Y es evidente que con el cine se acrecienta más la leyenda de estos. Con una película no vamos a descubrir toda la verdad sobre Hipatia –ni sobre Cirilo ni sobre Orestes ni sobre cualquier otro personaje histórico–, no, al menos, de una forma cabal. Una persona es como un perfume y, como este, tiene multitud de ingredientes; y a no ser que uno sea un Grenouille de las emociones, sentimientos y pensamientos humanos, no podremos sino desvelar, acaso, dos o tres de esos ingredientes (y esto sobre una persona a la que supuestamente conocemos bien), lo cual es simplificar bastante el perfume. Podemos decir huele a violetas, o a jazmín; sin embargo, el perfume (y la persona) posee otros muchos ingredientes en distintas medidas y proporciones. Pero esto no significa que no podamos entrever algunas de sus facetas, incluso su cualidad primordial, y a partir de aquí dar volumen humano a cada uno de los personajes. Y debo decir a favor de Amenábar que, a tenor de los documentos que se conservan sobre su vida, ha sabido captar las principales cualidades de Hipatia y también lo más significativo de cuanto ocurría en Alejandría en el momento histórico que retrata.

Habrá quienes pongan reparos al rigor histórico del filme, quizá más por razones ideológicas que históricas; pero no cabe la menor duda de que toda la documentación conservada sobre la vida de Hipatia viene a decir, sin grandes discrepancias, lo mismo que nos cuenta Amenábar en su película. Poco importa la edad que tuviera Hipatia cuando fue asesinada, poco importa si no era tan bella como Rachel Weisz y poco importa el método que para este macabro fin se empleara (y que Amenábar, además, edulcora para dar a la película uno de los finales más conmovedores de la historia del cine). Prestar atención a detalles irrelevantes para intentar desprestigiar o desviar la atención de lo que realmente importa (los hechos reales aquí representados) es, usando una metáfora cristiana, colar el mosquito para tragarse el camello. Por tanto, quienes le achacan a la película falta de rigor histórico mienten y lo saben.

La Hipatia de Amenábar ama la ciencia y la filosofía, anhela entender el cosmos. Como diría Schopenhauer, no se conforma con contemplar la belleza del tapiz, quiere saber cómo están interrelacionados los hilos en su reverso (lo cual puede que sea, en según qué casos, una imprudencia; pero nunca una maldad). Además, Hipatia es humilde y tolerante, y desea la convivencia pacífica entre todos los habitantes de Alejandría, con independencia de la doctrina que estos profesen; ella aboga por el amor a la filosofía y al libre pensamiento (he aquí su mayor delito para unos mandatarios que no toleran a los que disienten de las creencias que ellos mismos intentan imponer bajo su poder). Pero lo que a Hipatia más le importa, además de su dedicación al estudio y el conocimiento, es que las personas seamos libres para pensar y expresar nuestras ideas, nunca para imponerlas por la fuerza. Y esto es, en conclusión, lo que defiende la película y lo que molesta a sus detractores.

Por otra parte, Alejandro Amenábar define así su cine: «Mi cine no es un cine de respuestas, sino de preguntas». Después de todo, dar una respuesta a las preguntas trascendentales que siempre se ha hecho el ser humano es tan fácil como mentir, pues nadie conoce dichas respuestas. Es decir, también Amenábar reivindica el derecho a pensar con libertad y a buscar la verdad por sí mismo, tal y como hacía Hipatia. Y así como Gustave Flaubert dijo en cierta ocasión «Madame Bovary soy yo», también Alejandro Amenábar podría decir «Hipatia soy yo»; pues con su última película, pretende, ante todo, «rendir un homenaje a todos aquellos que, desde la ciencia, han abierto los ojos a los demás, gracias a que dudaron de lo que conocían»: palabras que, sin duda, no tendría ningún inconveniente en suscribir la propia Hipatia.

Es triste, pero todo grupo fanático, además de creerse en posesión de la verdad, tiende a considerar que los malos siempre son Los otros. Me parece evidente que esta no es una película de Tesis, como algunos aseguran (queriendo dar a entender que el filme se apoya en un criterio personal del autor y que su opinión, aunque trabajada, carece de rigor histórico), antes bien, son las opiniones de aquellos que lo censuran las que podríamos tachar de tendenciosas. Amenábar, una vez más, nos Abre los ojos para llevarnos Mar adentro hacia las costas de la Alejandría de Hipatia, pero también hacia el meollo de nuestra propia historia. Resolvamos, pues, nuestras diferencias (que no son tantas: «es más lo que nos une que lo que nos separa», dice la propia filósofa en el filme) de manera civilizada, es decir, a través del diálogo; y donde hay que resolverlas: en el Ágora.

Hipatia, Amenábar

Ya lo decía Descartes (y esto vale para todos): «La razón es lo que mejor repartido está en el mundo: todos creen tener suficiente». Así pues, querido lector, no permita que nadie le imponga sus razones a la fuerza, andando usted tan bien servido de ellas. Piense lo que quiera, o lo que pueda, pero piense. El mal, después de todo, no está en el pensamiento ni en los mensajes que este forma. El mal está en la violencia que algunos son capaces de ejercer para imponer ese mensaje. En palabras de Daniel Arzola: «Cuando alguien usa su religión para cercenar los derechos de otras personas llamando al odio, eso no es libertad de expresión: es violencia». Se hace ver, sin embargo, que esos adalides de la violencia también se atreven a exigir libertad de expresión. Como dijera Machado, «la libre emisión del pensamiento es un problema importante, pero secundario, y supeditado al de la libertad del pensamiento mismo»; y es que hay gente que «demanda libertad de expresión como una compensación por la libertad de pensamiento que rara vez usó» (Soren Kierkegaard), quizá nunca. Pero esto es, precisamente, lo que denuncia la película de Amenábar: ninguna persona merece morir por pensar con libertad, y nadie que se llame tolerante puede matar a otra persona por causa de sus ideas. Es así de simple. Después de todo, ¿quién conoce la verdad? Observen que la respuesta a esta pregunta no es la misma que a esta otra: ¿quién cree conocer la verdad? Lo malo de quienes aseguran estar en posesión de la verdad –y me refiero a la más trascendental– es que albergan en su corazón los más oscuros fantasmas de la intolerancia. Como bien dijo Oriana Fallaci, «el sentido e incluso el significado de la libertad se pierde al encasillarse en el dogma, en la ciega certeza de haber conquistado una verdad absoluta».

Amenábar, por tanto, parece defender a Hipatia y a lo que esta representa, y en ese afán por defenderla se ha granjeado los mismos enemigos que se sublevaron contra la propia pensadora, cosa que no parece sorprender a nadie y que, en definitiva, da la razón a quien ya la tiene (que es algo así como un dar en no dar nada, para tomar prestadas las palabras de Quevedo). Aunque, si uno lo piensa bien, ¿qué puede importar la razón a esos que ya se creen dueños de la verdad? Uno puede pensar lo que quiera, pero hay verdades inaccesibles para el ser humano, y todo pensamiento que trata de conquistarlas no puede pasar de ser una mera opinión. Y, ya dijo Platón, que «toda opinión es falsa».

Pues bien, de la misma manera que Hipatia es el fiel reflejo de Amenábar, Davo –el único personaje ficticio y, quizá, el más complejo de la película– lo es del espectador desorientado, de aquel que aún permanece indeciso, que se siente manipulado por unos y por otros, que no sabe qué baza jugar. ¿Y qué haremos nosotros? (al espectador me refiero), ¿volveremos a matar a Hipatia, matando lo que esta representa, o usaremos la inteligencia y la palabra para defender los derechos y libertades que tanto nos ha costado conquistar? Los gobiernos democráticos (aun lejos de ser perfecta dicha democracia) nos brindan, al menos, la oportunidad de expresar nuestras ideas, permitiéndonos así hacer uso de una libertad que durante tantos siglos regímenes no democráticos negaron (y aún siguen negando en distintas partes del mundo) a demasiadas generaciones de hombres y mujeres. Aprovechemos esa libertad, en la medida de lo posible, para mejorar nuestra vida en común: las generaciones venideras nos lo agradecerán.

Los no democráticos, evidentemente, son aquellos que usan la violencia contra la razón y el diálogo. En el caso de la película que nos ocupa, serían los fundamentalistas de las distintas facciones religiosas que pululaban por la Alejandría de Hipatia. Esta, en cambio, se nos presenta como una abanderada de la libertad y de la cultura que, aun desde la lejana época en que le tocó vivir, está destinada a verter algo de luz sobre los sectores más oscurantistas de nuestra sociedad. Porque Ágora, en verdad, es una película que va más allá del propio tiempo que recrea su argumento: su mensaje es válido para nuestra época, pero también lo será, a buen seguro, para épocas venideras, tal y como sucede con toda obra de arte que se precie de serlo. Y este galardón no solo lo logra gracias a una lección de estética, sino también de ética, ya que se atreve a romper una lanza a favor de la tolerancia y de la vida.

Supongo que todos conocerán ya las palabras que Antonio Mampaso (asesor científico de Amenábar) dice sobre el filme, pero quiero transcribirlas aquí porque me parecen de una lucidez meridiana. Dice así: «Amenábar presenta en Ágora su visión sobre Hipatia, sobre la sociedad alejandrina de entonces y sobre el conflicto (aún no resuelto) entre las distintas religiones, y entre estas y la ciencia. Es una visión muy global, desde fuera. Por eso lleva constantemente al espectador a planos muy amplios, a imágenes de la Tierra desde el espacio, casi con ojos de extraterrestre…; pero un extraterrestre que nos vería destruyendo bibliotecas, quemando libros, matando ayer y matándonos hoy, por ideas absurdas… ¡Qué vergüenza! Por eso sale uno tan impactado y con tantas cosas para pensar».

El pasado –oculto tras la brumas del tiempo– puede ser desvirtuado a los ojos del presente por aquellos que más tienen que ocultar, pero no por ello cambiarán los hechos ciertos que marcaron a sangre y fuego la historia de la humanidad. En nuestras manos está, de cara al futuro, hacer de este mundo un lugar mejor, en donde tengan cabida todas las ideas y en donde nadie mate ni muera por ellas. El objetivo más importante que le queda por alcanzar a la humanidad es el de convivir pacíficamente, respetando la libertad de los demás; todos y cada uno de nosotros saldríamos ganando con ello. No en vano, Fernando Pessoa escribió estas sabias palabras: «Vivimos todos en este mundo, a bordo de un barco que ha zarpado de un puerto que desconocemos hacia un puerto que ignoramos; debemos tener los unos para con los otros una amabilidad de viajeros».

Ya vale.

Miguel Bravo Vadillo

Brumas del tiempo (Ágora, de Alejandro Amenábar). Artículo corregido sobre el publicado en la revista de cine Versión Original en marzo de 2010 (n,º 180, monográfico: Cine español 2009).

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