3 cuentos latinoamericanos: Schweblin, Pitol y Echenique

A continuación, podéis leer tres cuentos de tres autores latinoamericanos: Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978), Sergio Pitol (Puebla, México, 1933-2018), y Alfredo Bryce Echenique (Lima, 1939).

Tres historias cortas que suponen una pequeña pero atractiva pincelada de lo mucho que los escritores latinoamericanos han aportado a la narrativa breve en los siglos XX y XXI.

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PERDIENDO VELOCIDAD, un cuento de Samanta Schweblin

Tego se hizo unos huevos revueltos, pero cuando finalmente se sentó a la mesa y miró el plato, descubrió que era incapaz de comérselos.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

Tardó en sacar la vista de los huevos.

—Estoy preocupado —dijo—, creo que estoy perdiendo velocidad.

Movió el brazo a un lado y al otro, de una forma lenta y exasperante, supongo que a propósito, y se quedó mirándome, como esperando mi veredicto.

—No tengo la menor idea de qué estás hablando —dije—, todavía estoy demasiado dormido.

—¿No viste lo que tardo en atender el teléfono? En atender la puerta, en tomar un vaso de agua, en cepillarme los dientes… Es un calvario.

Hubo un tiempo en que Tego volaba a cuarenta kilómetros por hora. El circo era el cielo; yo arrastraba el cañón hasta el centro de la pista. Las luces ocultaban al público, pero escuchábamos el clamor. Las cortinas terciopeladas se abrían y Tego aparecía con su casco plateado. Levantaba los brazos para recibir los aplausos. Su traje rojo brillaba sobre la arena. Yo me encargaba de la pólvora mientras él trepaba y metía su cuerpo delgado en el cañón. Los tambores de la orquesta pedían silencio y todo quedaba en mis manos. Lo único que se escuchaba entonces eran los paquetes de pochoclo y alguna tos nerviosa. Sacaba de mis bolsillos los fósforos. Los llevaba en una caja de plata, que todavía conservo. Una caja pequeña pero tan brillante que podía verse desde el último escalón de las gradas. La abría, sacaba un fósforo y lo apoyaba en la lija de la base de la caja. En ese momento todas las miradas estaban en mí. Con un movimiento rápido surgía el fuego. Encendía la soga. El sonido de las chispas se expandía hacia todos lados. Yo daba algunos pasos actorales hacia atrás, dando a entender que algo terrible pasaría —el público atento a la mecha que se consumía—, y de pronto: Bum. Y Tego, una flecha roja y brillante, salía disparado a toda velocidad.

Tego hizo a un lado los huevos y se levantó con esfuerzo de la silla. Estaba gordo, y estaba viejo. Respiraba con un ronquido pesado, porque la columna le apretaba no sé qué cosa de los pulmones, y se movía por la cocina usando las sillas y la mesada para ayudarse, parando a cada rato para pensar, o para descansar. A veces simplemente suspiraba y seguía. Caminó en silencio hasta el umbral de la cocina, y se detuvo.

—Yo sí creo que estoy perdiendo velocidad —dijo.

Miró los huevos.

—Creo que me estoy por morir.

Arrimé el plato a mi lado de la mesa, nomás para hacerlo rabiar.

—Eso pasa cuando uno deja de hacer bien lo que uno mejor sabe hacer —dijo—. Eso estuve pensando, que uno se muere.

Probé los huevos pero ya estaban fríos. Fue la última conversación que tuvimos, después de eso dio tres pasos torpes hacia el living, y cayó muerto en el piso.

Una periodista de un diario local viene a entrevistarme unos días después. Le firmo una fotografía para la nota, en la que estamos con Tego junto al cañón, él con el casco y su traje rojo, yo de azul, con la caja de fósforos en la mano. La chica queda encantada. Quiere saber más sobre Tego, me pregunta si hay algo especial que yo quiera decir sobre su muerte, pero ya no tengo ganas de seguir hablando de eso, y no se me ocurre nada. Como no se va, le ofrezco algo de tomar.

—¿Café? —pregunto.

—¡Claro! —dice ella. Parece estar dispuesta a escucharme una eternidad. Pero raspo un fósforo contra mi caja de plata, para encender el fuego, varias veces, y nada sucede.

Cuento de Sergio Pitol: La frontera

Ninguna de las magias que atravesaron mi niñez puede equipararse con su aparición. Nada de lo hasta entonces concebido logró confundir tan soberbiamente refinamiento y fiereza. En las noches siguientes imploré, divertido, al final impaciente, casi con lágrimas, su presencia. Mi madre repetía que de tanto jugar a los bandidos acabaría por soñarlos. En efecto, al término de unas vacaciones la persecución y la infamia, el coraje y la sangre frecuentaron mis noches. En esa época ir al cine se reducía a disfrutar una sola película con ligeras variantes de función en función: el tema invariable lo proporcionaba la ofensiva aliada contra las huestes del Eje. Una tarde de programa triple (en que con indecible deleite vimos llover obuses sobre un fantasmagórico Berlín donde edificios, vehículos, templos, rostros y palacios se diluían en una inmensa vertiente de fuego; épicos juramentos de amor, penumbra de refugios antiaéreos en un Londres de obeliscos rotos y grandes inmuebles sin fachada, y el mechón de Verónica Lake resistiendo impasible la metralla nipona mientras un grupo de soldados heridos era evacuado de un rocoso islote del Pacífico) consiguió que por la noche el fragor de las balas se internara en mi cuarto y que una multitud de cuerpos despedazados y cráneos de enfermeras, me lanzaran sobresaltado a buscar amparo en la habitación de mis hermanos mayores.

Con plena conciencia de sus riesgos inventé juegos artificiosos que a nadie divertían. Reemplacé el consuetudinario antagonismo entre policías y ladrones o el nuevo, y consagrado por el uso y la moda, entre aliados y alemanes por el de otros fieros y extravagantes protagonistas. Juegos donde las panteras sorpresivamente atacaban una aldea, cacerías frenéticas donde las panteras aullaban de dolor y furia al ser atrapadas por cazadores implacables, combates encarnizados entre panteras y caníbales. Pero ni ellos, ni la frecuencia con que leía libros de aventuras en la selva, hicieron posible que la visión se repitiera.

Sergio Pitol
Sergio Pitol

Su imagen persistió durante una temporada que no debió ser muy larga. Con indiferencia fui comprobando que la figura se volvía cada vez más endeble, que mansamente se difuminaban sus rasgos. El flujo atropellado de olvidos y recuerdos que es el tiempo anula la voluntad de fijar para siempre una sensación en la memoria. A veces me apremiaba la urgencia de escuchar el mensaje que mi torpeza le había impedido transmitir la noche de su aparición. Aquel hermoso y enorme animal cuya negrura brillante desafiaba la noche trazó un elegante rodeo en torno a la alcoba, caminó hacia mí, abrió las fauces, y, al observar el terror que tal movimiento me inspiraba, las volvió a cerrar agraviado. Salió de la misma nebulosa manera en que había aparecido.

Durante días no cesé de echarme en cara mi falta de valor. Me reprochaba el haber podido imaginar que aquella hermosa bestia tuviese intenciones de devorarme. Su mirada era amable, suplicante, su hocico parecía dispuesto más que para el regusto de la sangre para la caricia y el juego.

Nuevas horas se ocuparon de sustituir a aquellas. Otros sueños eliminaron al que por tantos días había sido mi constante pasión. No solo llegaron a parecerme tontos los juegos de panteras, sino también incomprensibles al no recordar con precisión la causa que los originaba. Pude volver a preparar mis lecciones, a esmerarme en el cultivo de la letra y en el apasionante manejo de colores y líneas.

Triviales, alegres, soeces, intensos, difusos, torpemente esperanzados, quebrados, engañosos y sombríos tuvieron que transcurrir veinte años para alcanzar la noche de ayer, en que sorpresivamente, como en medio de aquel bárbaro sueño infantil, volví a escuchar el jadeo de un animal que penetraba en la habitación contigua. Lo irracional que cabalga en nuestro ser adopta en algunos momentos un galope tan enloquecido que cobardemente tratamos de cobijarnos en ese mohoso conjunto de normas con que pretendemos reglamentar la existencia, en esos vacuos cánones con que intentamos detener el vuelo de nuestras intuiciones más profundas. Así, aún dentro del sueño, traté de apelar a una explicación racional: argüí que el ruido lo producía la entrada de un gato que a menudo llegaba a la cocina a dar cuenta de los desperdicios. Soñé que reconfortado por esa aclaración volvía a caer dormido para despertar poco después, al percibir con toda claridad, cerca de mí, su presencia. Frente al lecho, contemplándome con expresión de gozo estaba ella.

Pude recordar dentro del sueño la visión anterior. Los años transcurridos solo habían logrado modificar el marco. Ya no existían los muebles pesados de madera oscura, ni el candil que pendía sobre mi cama; los muros eran otros, solo mi expectación y la pantera se mantenían iguales: como si entre ambas noches hubiesen transcurrido apenas unos breves segundos. La alegría, confundida con un leve temor, me penetró. Recordé minuciosamente los incidentes de la primera visita, y atento y azorado permanecí en espera de su mensaje.

Ninguna prisa atenazaba al animal. Se paseó frente a mí con paso lánguido, describiendo pequeños círculos; luego, con un breve salto alcanzó la chimenea, removió las cenizas con las garras delanteras y volvió al centro de la habitación; me observó con fijeza, abrió las fauces y al fin se decidió a hablar.
Todo lo que pudiera decir sobre la felicidad conocida en ese momento no haría sino empobrecerla. Mi destino se develaba de manera clarísima en las palabras de esa oscura divinidad. El sentimiento de júbilo alcanzó un grado de perfección intolerable. Imposible encontrarle parangón. Nada, ni siquiera uno de esos contados, efímeros instantes en que al conocer la dicha presentimos la eternidad, me produjo el efecto logrado por el mensaje.

La emoción me hizo despertar, la visión desapareció; no obstante permanecían vivas, como grabadas en hierro, aquellas proféticas palabras que inmediatamente escribí en una página hallada sobre el escritorio. Al volver a la cama, entre sueños, no podía dejar de saber que un enigma quedaba descifrado, el verdadero enigma, y que los obstáculos que habían hecho de mis días un tiempo sin horizontes se derrumbaban vencidos.

Sonó el despertador. Contemplé con regocijo la página en que estaban inscritas aquellas doce palabras esclarecedoras. Dar un salto y leerlas hubiera sido el recurso más fácil. Tal inmediatez me parecía poco acorde con la solemnidad de la ocasión. En vez de ceder al deseo me dirigí al baño; me vestí lenta y cuidadosamente con forzada parsimonia; tomé una taza de café, después de lo cual, estremecido por un leve temblor, corrí a leer el mensaje.

Veinte años tardó en reaparecer la pantera. El asombro que en ambas ocasiones me produjo no puede ser gratuito. La parafernalia de que se revistió ese sueño no puede atribuirse a meras coincidencias. No; algo en su mirada, sobre todo en la voz, hacía suponer que no era la escueta imagen de un animal, sino la posibilidad de enlace con una fuerza y una inteligencia instaladas más allá de lo humano. Y, sin embargo, debo confesar que las palabras anotadas eran solo una enumeración de sustantivos triviales y anodinos que no tenían ningún sentido. Por un momento dudé de mi cordura. Volví a leer cuidadosamente, a cambiar de sitio los vocablos como si se tratara de armar un rompecabezas. Uní todas las palabras en una sola, larguísima; estudié cada una de las sílabas. Invertí días y noches en minuciosas y estériles combinaciones filológicas. Nada logré poner en claro. Apenas la certeza de que los signos ocultos están corroídos por la misma estulticia, el mismo caos, la misma incoherencia que padecen los hechos cotidianos.

Confío, sin embargo, en que algún día volverá la pantera.

Relato corto de Alfredo Bryce Echenique: Dos indios

Hacía cuatro años que Manolo había salido de Lima, su ciudad natal. Pasó primero un año en Roma, luego, otro en Madrid, un tercero en París y finalmente había regresado a Roma. ¿Por qué? Le gustaban esas hermosas artistas en las películas italianas, pero desde que llegó no ha ido al cine. Una tía vino a radicarse hace años, pero nunca la ha visitado y ya perdió la dirección. Le gustaban esas revistas italianas con muchas fotografías en colores; o porque cuando abandonó Roma la primera vez, hacía calor como para quedarse sentado en un Café, y le daba tanta flojera tomar el tren. No sabía explicarlo. No hubiera podido explicarlo, pero en todo caso, no tenía importancia.

Cuando salió del Perú, Manolo tenía dieciocho años y sabía tocar un poco la guitarra. Ahora al cabo de casi cuatro años en Europa, continuaba tocando un poco la guitarra. De vez en cuando escribía unas líneas a casa, pero ninguno de sus amigos había vuelto a saber de él; ni siquiera aquel que cantó y lloró el día de su despedida.

El rostro de Manolo era triste y sombrío como un malecón en invierno. Manolo no bailaba en las fiestas: era demasiado alto. No hacía deportes: era demasiado flaco, y sus largas piernas estaban mejor bajo gruesos pantalones de franela. Alguien le dijo que tenía manos de artista, y desde entonces las llevaba ocultas en los bolsillos. Le quedaba mal reírse: la alegre curva que formaban sus labios no encajaba en aquel rostro sombrío. Las mujeres, hasta lo veinte años, lo encontraban bastante ridículo; las de más de veinte, decían que era un hombre interesante. A sus amigos les gustaba palmearle el hombro. Entre el criollismo limeño, hubiera pasado por un cojudote.

Yo acababa de llegar a Roma cuando lo conocí, y fue por la misma razón por la que todos los peruanos se conocen en el extranjero: porque son peruanos. No recuerdo el nombre de la persona que me lo presentó, pero aún tengo la impresión de que trataba de deshacerse de mí llevándome a aquel Café, llevándome donde Manolo.

—Un peruano —le dijo. Y agregó—; Los dejo; tengo mucho que hacer —desapareció.

Manolo permaneció inmóvil, y tuve que inclinarme por encima de la mesa para alcanzar su mano.

—Encantado.

—Mucho gusto —dijo, sin invitarme a tomar asiento, pero alzó el brazo al mozo, y le pidió otro café. Me senté, y permanecimos en silencio hasta que nos atendieron.

—¿Y el Perú? —preguntó, mientras el mozo dejaba mi taza de café sobre la mesa.

—Nada —respondí—. Acabo de salir de allá y no sé nada. A ver si ahora que estoy lejos empiezo a enterarme de algo.

—Como todo el mundo —dijo Manolo, bostezando.

Bryce Echenique
Bryce Echenique

Nos quedamos callados durante una media hora, y bebimos el café cuando ya estaba frío. Extrajo un paquete de cigarrillos de un bolsillo de su saco, colocó uno entre sus labios, e hizo volar otro por encima de la mesa: lo emparé. «Muchas gracias; mi primer cigarrillo italiano.» Cada uno encendió un fósforo, y yo acercaba mi mano hasta su cigarrillo, pero él ya lo estaba encendiendo. No me miró; ni siquiera dijo «gracias»; dio una pitada, se dejó caer sobre el espaldar de la silla, mantuvo el cigarrillo entre los labios, cerró los ojos, y ocultó las manos en los bolsillos de su pantalón. Pero yo quería hablar.

—¿Viene siempre a este café?

—Siempre —respondió, pero ese siempre podía significar todos los días, de vez en cuando, o sabe Dios qué.

—Se está bien aquí —me atreví a decir. Manolo abrió los ojos y miró alrededor suyo.

—Es un buen café —dijo—. Buen servicio y buena ubicación. Si te sientas en esta mesa mejor todavía: pasan mujeres muy bonitas por esta calle, y de aquí las ves desde todos los ángulos.

—O sea, de frente, de perfil, y de culo —aclaré. Manolo sonrió y eso me dio ánimos para preguntarle—: ¿Y te has enamorado alguna vez?

—Tres veces —respondió Manolo, sorprendido—. Las tres en el Perú, aunque la primera no cuenta: tenía diez años y me enamoré de una monja que era mi profesora. Casi me mato por ella —se quedó pensativo.

—¿Y te gustan las italianas?

—Mucho —respondió—, pero cuando estoy sentado aquí sólo me gusta verlas pasar.

—¿Nada te movería de tu asiento?

—En este momento mi guitarra —dijo Manolo, poniéndose de pie y dejando caer dos monedas sobre la mesa.

—Deja —exclamé, mientras me paraba e introducía la mano en el bolsillo: buscaba mi dinero.

Manolo señaló el precio del café en una lista colgada en la pared, volvió la mirada hacia la mesa, y con dedo larguísimo golpeó una vez cada moneda. Sentí lo ridículo e inútil de mi ademán, una situación muy incómoda, realmente no podía soportar su mirada, y estábamos de pie, frente a frente, y continuaba mirándome como si quisiera averiguar qué clase de tipo era yo.

—¿Tocas la guitarra? —escuché mi voz.

—Un poco —dijo, como si no quisiera hablar más de eso.

Abandonamos el café, y caminamos unos doscientos metros hasta llegar a una esquina.

—Soy un pésimo guía para turistas —dijo—. Si vas por esta calle, me parece que encontrarás algo que vale la pena ver, y creo que hasta un museo. Soy un pésimo guía —repitió.

—Soy un mal turista, Manolo. Además, no me molesta andar medio perdido.

—Podemos vernos mañana, en el café —dijo.

—¿A las cinco de la tarde?

—Bien —dijo, estrechándome la mano al despedirse. Iba a decirle «encantado», pero avanzaba ya en la dirección contraria.

Al día siguiente, me apresuré en llegar puntual a nuestra cita. Entré al café minutos antes de las cinco de la tarde, y encontré a Manolo, las manos en los bolsillos, sentado en la misma mesa del día anterior. Tenía una copa de vino delante suyo, y el cenicero lleno de colillas indicaba que hacía bastante rato que había llegado. Me senté.

—¿Qué tal si tomamos vino, en vez de café? —preguntó.

—Formidable.

—Mozo —llamó—. Mozo, un litro de vino rojo.

—Sí, señor.

—Rojo —repitió con energía—. ¿Te gustan las artistas italianas? —sonreía.

—Me encantan. ¿Qué te parece si vamos un día a Cinecittá?

—Eso de ir hasta allá —dijo Manolo, y su entusiasmo se vino abajo fuerte y pesadamente como un tablón.

—Tienes razón —dije—. Ya pasará alguna por aquí.

—Se está bien en este café —dijo, mirando alrededor suyo—. Tiene que pasar alguna.

—Y la guitarra, ¿qué tal?

—Como siempre: bien al comienzo, luego me da hambre, y después de la comida me da sueño. Cojo nuevamente la guitarra… La guitarra es mi somnífero.

Trajeron el vino, y llené ambas copas, pues Manolo, pensativo, no parecía haber notado la presencia del mozo. «Salud», dije, y bebí un sorbo mientras él alargaba lentamente el brazo para coger su copa. Era un hermoso día de sol, y ese vino, ahí, sobre la mesa, daba ganas de fumar y de hablar de cosas sin importancia.

—No está mal —dijo Manolo. Miraba su copa y la acariciaba con los dedos.

—Me gusta —afirmé—. ¡Salud!

—Salud —dijo; bebió un trago, tac, la copa sobre la mesa, cerró los ojos, y la mano nuevamente al bolsillo.

Estuvimos largo rato bebiendo en silencio. Era cierto lo que me había dicho: por esa calle pasaban mujeres muy hermosas, pero él no parecía prestarles mayor atención. Sólo de rato en rato, abría los ojos como si quisiera comprobar que yo seguía ahí: bebía un trago, me miraba, luego a la botella, volvía a mirarme…

—Me gusta mucho el vino, Manolo. Terminemos esta botella; la próxima la invito yo.

—Bien —dijo, sonriente, y llenó nuevamente ambas copas.

Aún no habíamos terminado la primera botella, pero el mozo pasó a nuestro lado, y aprovechamos la oportunidad para pedir otra.

—Y tú, ¿qué tal ayer? —preguntó Manolo.

—Nada mal. Caminé durante un par de horas, y sin saberlo llegué a un cine en que daban una película peruana.

—¿Peruana? —exclamó Manolo sorprendido.

—Peruana. Para mí también fue una sorpresa.

—Y ¿qué tal? ¿De qué trataba?

—Llegué muy tarde y estaba cansado —dije, excusándome—. Me gustaría volver… Creo que era la historia de dos indios.

—¡Dos indios! —exclamó Manolo, echando la cabeza hacia atrás—. Eso me recuerda algo… Pero, ¿a qué demonios? Dos indios —repitió, cerrando los ojos y manteniéndolos así durante algunos minutos.

Vaciamos nuestras copas. Habíamos terminado la primera botella, y estábamos bebiendo ya de la segunda. Hacía calor. Yo, al menos, tenía mucha sed.

—Tengo que recordar lo de los indios.

—Ya vendrá; cuando menos lo pienses.

—¡Nunca puedo acordarme de las cosas! Y cuando bebo es todavía peor. Es el trago: me hace perder la memoria, y mañana no recordaré lo que estoy diciendo ahora. ¡Tengo una memoria campeona!

Manolo parecía obsesionado con algo, y hacía un gran esfuerzo por recordar. Bebíamos. La segunda botella se terminaría pronto, y la tercera vendría con la puesta del sol y los cigarrillos, con los indios de Manolo, y con mi interés por saber algo más sobre él.

—¡Salud!

—No pidas otra —dijo Manolo—. Sale muy caro. Vamos al mostrador; allá los tragos son más baratos.

Nos acercamos al mostrador y pedimos más vino. A mi lado, Manolo permanecía inmóvil y con la mirada fija en el suelo. No lograba verle la cara, pero sabía que continuaba esforzándose por recordar.

—¡Siempre me olvido de las cosas! —sus dientes rechinaron, y sus manos, muy finas, parecían querer hundir el mostrador; tal era la fuerza con que las apoyaba.

—Manolo, pero…

—Siempre ha sido así; siempre será así, hasta que me quede sin pasado.

—Ya vendrá…

—¿Vendrá? Si sintieras lo que es no poder recordar algo; es mil veces peor que tener una palabra en la punta de la lengua; es como si tuvieras toda una parte de tu vida en la punta de la lengua, ¡o sabe Dios dónde! ¡Salud!

Estuvo largo rato sin hablarme. Miré hacia un lado, vi la puerta del baño, y sentí ganas de orinar. «Ya vengo, Manolo.» En el baño no había literatura obscena: olía a pintura fresca, y me consolaba pensando que hubiera sido la misma que en cualquier otro baño del mundo: «Los hombres cuando quieren ser groseros son como esos perros que se paran en dos patas; como todos los demás perros». Pensé nuevamente en Manolo, y salí del baño para volver a su lado. Todas las mesas del café estaban ocupadas, y me pareció extraño oír hablar en italiano. «Estoy en Roma», me dije. «Estoy borracho.» Caminé hasta el mostrador, adoptando un aire tal de dignidad y de sobriedad, que todo el mundo quedó convencido de que era un extranjero borracho.

—Aquí me tienes, Manolo.

Volteó a mirarme y noté que tenía los ojos llenos de lágrimas. «Le está dando la llorona. Me fregué.» Puso la mano sobre mi hombro. «Toca un poco la guitarra.» Me estaba mirando.

—Sólo he amado una vez en mi vida…

—¡Uy!, compadre. A usted sí que el trago le malogra la cabeza.

Ayer me contaste que te has enamorado dos veces; dos, si descontamos a la monjita.

—No se trata de eso… Esta muchacha no quiso, o no pudo quererme.

—¿Cómo fue lo de la monja? Eso de intentar matarse por una monja debe ser para cagarse de risa.

—¡No jodas!

—Está bien, Manolo. Estaba bromeando; creí que así todo sería mejor.

También yo empezaba a entristecer. Sería tal vez que me sentía culpable por haberlo hecho beber tanto, o que lo estaba recordando ayer, hace unas horas, tan indiferente, como oculto en su silla, y escondiendo las manos en los bolsillos entre cada trago. Ya no se acordaba de sus manos, una sobre mi hombro con los dedos tan largos cada vez que la miraba de reojo, y la otra, flaca, larga, desnuda sobre el mostrador, los dedos nerviosos, y se comía las uñas. Puse la mano sobre su hombro.

—¿Qué pasó con esa muchacha? ¿Te dejó plantado?

—Eso no es lo peor —dijo Manolo—. Ni siquiera se trata de eso. Lo peor es haber olvidado… No sé cómo empezar… Hubo un día que fue perfecto, ¿comprendes? Un momento. Un instante… No sé cómo explicarte… No me gustan los museos, pero ella llegó a París y yo la llevaba todas las tardes a visitar museos…

—¿Fue en París? —pregunté tratando de apresurar las cosas.

—Sí —dijo Manolo—. Fue en París —mantenía su mano apoyada en mi hombro—. La guitarra… No es verdad… No la tengo… La…

—Vendiste, para seguir invitándola. ¡Salud!

—Salud. Era linda. Si la vieras. Tenía un perfil maravilloso. La hubieras visto… Se reía a carcajadas y decía que yo estaba loco. Yo bebía mucho… Era la única manera… Dicen que soy un poco callado, tímido… Se reía a carcajadas y yo le pedí que se casara conmigo. Hubieras visto lo seria que se puso…

Se golpeaba la frente con el puño como golpeamos un radio a ver si suena. Ya no nos mirábamos; no volteábamos nunca para no vernos. Todo aquello era muy serio. Sentía el peso de su mano sobre mi hombro, y también yo mantenía mi mano sobre su hombro. Todo aquello tenía algo de ceremonia.

—Es como lo de los indios —dijo Manolo—. Jamás podré acordarme.

—¿Acordarte de qué, Manolo?

—Los recuerdos se me escapan como un gato que no se deja acariciar.

—Poco a poco, Manolo.

—Un día —continuó—, ella me pidió que la llevara a Montmartre; ella misma me pidió que la llevara… Me hubieras visto; ¡ay caray! La hubieras visto… Morena… Sus ojazos negros… Su nombre se me atraca en la garganta; cuando lo pronuncio se me hace un nudo, y todo se detiene en mí. Es muy extraño; es como si todo lo que me rodea se alejara de mí…

—En Montmartre —dije, como si lo estuviera llamando.

—Yo estaba feliz. Nunca me he reído tanto. Ella me decía que parecía un payaso, y yo la hacía reír a carcajadas, y le decía que sí, que era el bufón de la reina, y que ella era una reina. Y ella se paraba así, y se ponía la mano aquí, y se reía a carcajadas. Entramos en un café. Vino y limonada. Vino para mí. Hablábamos. Ella tenía un novio. Había venido a pasear, pero iba a regresar donde el novio. Cuando hablábamos de amor, hablábamos solamente del mío, de mi amor… Amaba la forma de sus labios dibujada en el borde de su vaso. Empezaba a amar tan sólo aquellas cosas que podían servirme de recuerdo. Ahora que pienso, todo eso era bien triste… La música. Conocíamos todas las canciones, y empezábamos a estar de acuerdo en casi todo lo que decíamos… Estaba contenta. Muy contenta. No quería irse. El perfil. Su perfil. Yo estaba mirando su perfil… Lo recuerdo. Lo veo… De eso me acuerdo. Hasta ahí. Hasta ese instante. Y ella empezó a hablar: «Eres un hombre…». ¿Qué más…? ¿Qué más…?

—Comprendo, Manolo. Comprendo. Te gustan tus recuerdos y por eso te gusta pasar las horas sentado en un café. Si tu recuerdo está allí, presente, todo va bien. Pero si los recuerdos empiezan a faltar, y si no hay nada más…

—¡Exacto! —exclamó Manolo—. Es el caso de esas palabras. Me he olvidado de esas palabras, y son inolvidables porque creo que me dijo… ¡No, no sé!

—¿Y lo de los indios?

Manolo me miró fijamente y sonrió. La ceremonia había terminado, y bajamos nuestros brazos. Aún había vino en las copas, y terminarlo fue cosa de segundos. Podríamos haber estado más borrachos.

—Paguemos —dijo Manolo—. En mi casa tengo más vino, y puedes quedarte a dormir, si quieres.

—Formidable.

Sonreíamos al pagar la cuenta. Sonreíamos también mientras nos tambaleábamos hasta la puerta del café. Creo que eran las once de la noche cuando salimos.

Creo que fue una caminata de borrachos. Orinamos una o dos veces en el trayecto, y me parece haber dicho «ningún peruano mea solo», y que a Manolo le hizo mucha gracia. Después de eso, ya estábamos en su cuarto. No encendimos la luz. Nos dejamos caer, él en una cama, y yo sobre un colchón que había en el suelo.

—Una botella para ti, y otra para este hombre —dijo Manolo.

—Gracias.

Abrir las botellas fue toda una odisea. Nuevamente fumábamos, bebíamos, y yo empecé a sentir sueño, pero no quería dormirme.

—La historia de la monja, Manolo —dije—. Debe ser muy graciosa.

—También un día me costó trabajo acordarme de eso. Es un recuerdo de cuando era chico; tenía diez años y estaba en un colegio de monjas. Había una que me traía loco. Un día me castigó y era para pegarse un tiro. Quise vengarme, y rompí un florero que estaba siempre sobre una mesa, en la clase, pero nunca falta un hijo de puta que viene a decirte que la madre lo guardaba como recuerdo de no sé quién. Me metieron el dedo; me dijeron que la monja había llorado, y me entró tal desesperación, que me trepé al techo del colegio. Te juro que quería arrojarme.

—¿Y?

—Nada: era la hora de tomar el ómnibus para regresar a casa, y bajé corriendo para no perderlo. A esa edad lo único que uno sabe es que no se va a morir nunca.

—Y que no debe perder el ómnibus —agregué, riéndome.

—¡El ómnibus! —exclamó Manolo—. Espérate… Eso me recuerda… ¡Los indios! Los dos indios. ¡Espérate…! Lentamente… Desde el comienzo. Déjame pensar…

Sentía que el sueño me vencía. El sueño y el vino y los cigarrillos. Encendí otro cigarrillo, y empecé a llevar la cuenta de las pitadas para no dormirme.

—El ómnibus del colegio me llevaba hasta mi casa —dijo Manolo—. Llegaba siempre a la hora del té… Sí, ya voy recordando… Sí, ahora voy a acordarme de todo… Había una construcción junto a mi casa… Pero, ¿los dos indios…? No, no eran albañiles… Espérate… No eran albañiles… Recuerdo hasta los nombres de los albañiles… Sí: el Peta; Guardacaballo; Blanquillo, que era hincha de la «U»; el maestro Honores, era buena gente, pero con él no se podía bromear… Los dos indios… No. No trabajaban en la construcción… ¡Ya! ¡Ya me acuerdo! ¡Claro! Eran amigos del guardián, que también era serrano. Sí. ¡Ya me acuerdo! Pasaban el día encerrados, y cuando salían, era para que los albañiles los batieran: «Chutos», «serruchos», les decían. Pobres indios…

Me quemé el dedo con el cigarrillo. Estaba casi dormido. «Basta de fumar», me dije. Sobre su cama, Manolo continuaba armando su recuerdo como un rompecabezas.

—Tomaba el té a la carrera —las palabras de Manolo parecían venir de lejos—. Escondía varios panes con mantequilla en mi bolsillo, y corría donde los indios. Ahora lo sé todo. Recuerdo que los encontraba siempre sentados en el suelo, y con la espalda apoyada en la pared. Era un cuarto oscuro, muy oscuro, y ellos sonreían al verme entrar. Yo les daba panes, y ellos me regalaban cancha. Me gusta la cancha con cebiche. Los indios… Los indios… Hablábamos. Qué diferentes eran a los indios de los libros del colegio; hasta me hicieron desconfiar. Éstos no tenían gloria, ni imperio, ni catorce incas. Tenían la ropa vieja y sucia, unas uñas que parecían de cemento, y unas manos que parecían de madera. Tenían, también, aquel cuarto sin luz y a medio construir. Allí podían vivir hasta que estuviera listo para ser habitado. Me tenían a mí: diez años, y los bolsillos llenos de panes con mantequilla. Al principio eran mis héroes; luego, mis amigos, pero con el tiempo, empezaron a parecerme dos niños. Esos indios que podían ser mis padres. Sentados siempre allí, escuchándome. Cualquier cosa que les contara era una novedad para ellos. Recuerdo que a las siete de la noche, regresaba a mi casa. Nos dábamos la mano. Tenían manos de madera. «Hasta mañana.» Así, durante meses, hasta que los dejé de ver. Yo partí. Mis padres decidieron mudarse de casa. ¿Qué significaría para ellos que yo me fuera? Estoy seguro de que les prometí volver, pero me fui a vivir muy lejos y no los vi más. Mis dos indios… En mi recuerdo se han quedado, allí, sentados en un cuarto oscuro, esperándome… Voy a…

Eran las once de la mañana cuando me desperté. Manolo dormía profundamente, y junto a su cama, en el suelo, estaba su botella de vino casi vacía. «Sabe Dios hasta qué hora se habrá quedado con su recuerdo», pensé. Mi botella, en cambio, estaba prácticamente llena, y había puchos y cenizas dentro y fuera del cenicero. «Me siento demasiado mal, Manolo. Hoy no puedo ocuparme de ti.» Me dolía la cabeza, me ardía la garganta, y sentía la boca áspera y pastosa. Todo era un desastre en aquel pequeño y desordenado cuarto de hotel. «He fumado demasiado. Tengo que dejar de fumar.» Cogí un cigarrillo, lo encendí, ¡qué alivio! El humo, el sabor a tabaco, ese olor: era un poco la noche anterior, el malsano bienestar de la noche anterior, y ya podía pararme. Manolo no me sintió partir.

Pasaron tres días sin que lo viera. No estaba en el café; no estaba tampoco en su hotel. Lo buscaba por todas partes. «Lo habrá ligado un lomito italiano», me decía riéndome al imaginarlo en tales circunstancias. Finalmente apareció: regresaba a mi hotel una tarde, y encontré a Manolo parado en la puerta. Me esperaba impaciente.

—Te he estado buscando.

—Yo también, Manolo; por todas partes.

—No me interesa —dijo Manolo—. Sólo me interesa regresar al Perú, y en este momento, voy a una agencia de viajes para averiguar los precios.

—Yo voy a pegarme un duchazo caliente.

Bien. Estaré de regreso dentro de una hora, y comeremos juntos. Me ayudarás a hacer mis maletas.

—Sí, Manolo. Y llegado el gran día, te las cargaré hasta el avión —dije, con tono burlón.

—Creo que esto también se llama exorcismo —dijo Manolo, soltando la carcajada. Ya no le quedaba tan mal reírse. Partió.

“Piernas muy largas. Demasiado flaco. El saco le queda mal. Los pantalones muy cortos”. Veía a Manolo alejarse con dirección a la agencia de viajes. “Una espalda para ser palmeada”.

Entré. Mi hotel era pequeño y barato. Una escalera muy estrecha conducía hasta el tercer piso en que estaba mi habitación. Subía. “¿Por qué se va?” Aquella noche del vino y de los recuerdos había terminado demasiado pronto para mí. Me había dormido mientras Manolo continuaba hablando, seguro que entonces tomó su decisión, algo le oí decir, lo último, algo de que los indios se habían quedado sentados en un cuarto oscuro, “esperándome”, creo que dijo.

Rebajas

Imagen destacada: Samanta Schweblin (eldiario.es)

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